xxxvi. suspicions
xxxvi.
sospechas
Sirius me tiene preocupada estos días. No sé qué puedo hacer para ayudarle.
Extracto del diario de Aura Potter,
agosto de 1981
Sirius sabía que habían tomado la decisión correcta. Eso no significaba que le hiciera especial ilusión. Sabía que Aura se sentía igual y que Vega no comprendía qué sucedía, pero no había muchas más opciones.
Se habían trasladado cuatro veces en los últimos seis meses, refugiándose en casas abandonadas por muggles, que habían pertenecido a magos y brujas asesinados durante la guerra o que eran propiedad de alguno de los miembros de la Orden en los que confiaban. No se atrevían a ir a ninguna de las pertenecientes a la familia Potter, mucho menos a la Casa Black. James, Ariadne y Harry, que vivían la misma situación que ellos, sí se habían refugiado en alguna de las casas de la familia de él, pero habían sufrido ataques tras unas pocas semanas.
Las protecciones ya no funcionaban tan bien como antes. O eso o el espía estaba aportando la información necesaria a los mortífagos para atravesarlas.
Sirius se sentía agotado. Entre las misiones y la preocupación constante que sentía por Aura y las niñas, los últimos meses habían sido insoportables. Habían sufrido dos ataques y habían evitado un tercero por los pelos; eso era lo que les había llevado a trasladarse con tanta regularidad.
Vega cada vez se daba cuenta de más cosas. Cada vez que le decían que irían a una nueva casa, fruncía el ceño y preguntaba por el motivo. Los mortífagos no habían conseguido llegar a ella en ningún momento, limitándose a atacar el salón o la cocina, que luego Sirius y Aura tenían que ocultar a Vega. Pero la niña sabía que las cosas iban mal.
Los avances de la Orden estaban siendo nulos. Los ataques del bando opuesto se estaban multiplicando y Sirius ya no sabía qué hacer para mantener a su familia a salvo. ¿Cuánto tiempo podían mantenerse así? ¿Y si en uno de los ataques herían a Aura, Vega o Altair, o peor? Sirius no era siquiera capaz de imaginarse la otra opción, pero sabía que era una posibilidad.
Las noticias de ataques a miembros de la Orden se multiplicaban. Estaban sufriendo bajas. Desapariciones. Benjy Fenwick, Caradoc Dearborn... Los asesinatos de los gemelos Prewett, Fabian y Gideon, a manos de un grupo de mortífagos entre los que se encontraba Dolohov había dejado profundamente conmocionados a los merodeadores.
Habían conocido a los gemelos durante sus años en Hogwarts, pese a que fueran dos cursos por delante, y James y Sirius habían jugado con ellos en el equipo de quidditch de Gryffindor. Les tenían un enorme aprecio. La noticia había sido peor para Ariadne, que había sido increíblemente cercana a ellos gracias al matrimonio de su hermano Arthur con Molly Prewett.
Pero la peor noticia había sido la de la muerte de la familia McKinnon. De Marlene y sus padres. Sirius creyó que había escuchado mal cuando Rupert Thorne se lo había comunicado.
Era imposible que Marlene McKinnon estuviera muerta. ¿Marlene, aquella rubia que le había molestado desde sus primeros días en Hogwarts, con el que tantas discusiones tontas había tenido? ¿Marlene, que se había convertido en una de sus amigas más cercanas? ¿Marlene, que quería viajar por el mundo, que quería dedicarse profesionalmente al quidditch, que aún no había logrado terminar su formación como auror? No, Marlene no podía estar muerta.
Había tardado varias horas en comprender lo sucedido. Luego, habían llegado las lágrimas. La ira, el deseo de venganza. Pero lo peor había sido el funeral.
Aura y las niñas no habían podido ir, desde luego. Tampoco James, Ariadne y Harry. Sirius había tenido que permanecer inmóvil junto a Remus, Peter, Jason, Selena y Lily, mientras una destrozada Dorcas se esforzaba en pronunciar las palabras que había traído preparadas. Fue un servicio especialmente triste. Los McKinnon eran una familia muy amada y respetada. Antiguos compañeros de escuela, además de Frank, Alice y Emmeline, que pertenecían a la Orden, fueron a dar un último adiós a Marlene y sus padres. También hubo profesores: una desolada McGonagall consolaba a Flitwick, mientras Slughorn se sonaba ruidosamente la nariz. Incluso Dumbledore se dejó ver.
Después de aquel día, la casa de Aura y Sirius se había vuelto bastante silenciosa, pese a los lloros de Altair y los gritos de Vega. Los dos adultos se sentían desorientados, perdidos. Era incomprensible que uno de ellos ya no estuviera allí, pero era así: Marlene se había ido. Para siempre.
Habían tenido que explicárselo con precaución a Vega después de que ésta preguntara por qué todos parecían tan tristes. Y por qué su tía Marlene no estaba por allí.
Sirius había visto la comprensión en los ojos de la niña conforme le iban diciendo que Marlene no volvería. Las lágrimas ya caían por sus mejillas antes siquiera de que hubieran terminado de explicárselo.
Sus pesadillas habían aumentado después de eso, lo que no había contribuido a que Aura y Sirius descansaran mejor. Ahora, ella se quedaba dormida sobre su escritorio, en su estudio, y él solía echarse breves siestas en el salón. Por la noche, apenas pegaban ojo, de modo que tenían que hacer lo posible por descansar unas pocas horas cuando se les presentaba la oportunidad.
En una de las ocasiones en las que Sirius dormitaba en el sofá, alguien se abalanzó sobre él y le despertó de golpe, dejándole sin aire y haciendo que casi soltara un alarido de dolor. Unos bracitos rodearon su cuello, lo que no le ayudó a no ahogarse.
—¡Papi, papi! —escuchó gritar a Vega—. ¡Léeme un cuento!
Sirius trató de apartarla y tomó aire con dificultad.
—¿Qué... hora... es? —jadeó.
—¡Léeme un cuento! —insistió la niña.
Sirius bajó a Vega al suelo con cuidado. Ésta hizo un puchero y abrazó con más fuerza el libro que llevaba entre sus brazos. Los cuentos de Beedle el Bardo, claro.
—¡Papi! —protestó ella—. ¡Léeme un cuento!
Sirius bostezó, resignado.
—Dame solo un momento, estrellita. ¿Altair está dormida?
—No llora —respondió ésta con obviedad. Sirius no pudo evitar sonreír.
—Me tomaré eso como un sí —rio, volviendo a levantarla en brazos—. ¿Mamá está trabajando?
—Está dormida. ¡Léeme un cuento!
Vega podía ser realmente insistente. A Sirius se le escapó una risa.
—Eres realmente persuasiva —dijo, pese a que sabía que su hija no comprendería aquella palabra—. Bien, ¿cuál quieres que te lea?
—La Fábula de los Tres Hermanos —pidió la niña, esbozando una sonrisa—. Es la mejor.
—Muy bien, estrellita. Pero tienes que decir las palabras mágicas. —A Sirius siempre le divertía decir eso y ver cómo el ceño de Vega se fruncía cuando ella comenzaba a pensar.
—¿Por favor? —preguntó, suplicante.
—Las palabras mágicas de mamá no, las de papá —se burló Sirius.
—¿Avada kedavra?
Sirius miró, incrédulo, a la niña.
—¿Qué? ¡No! ¿Quién te ha enseñado eso?
Vega solo sonrió.
—Juro solemntememte que mis intenciones no son buenas.
—Lo has dicho mal —rio Sirius—. No hay trato.
—¡Papi! —protestó la niña, que parecía dispuesta a echarse a llorar.
—¿Y las otras palabras mágicas? —insistió él, divertido.
La niña frunció aún más el ceño.
—¿Te quiero? —probó.
Sirius no pudo evitar sonreír. Plantó un beso en la coronilla de la niña.
—Pensaba en «papá es genial», pero eso está bien. Te leeré el dichoso cuento.
—¡Bien! —exclamó Vega, con la alegría inundando su rostro. Sirius sintió un agradable calor en el pecho; le sucedía cada vez que veía a su niña feliz, sobretodo si él lo provocaba.
Se acomodó entre los brazos de su padre y escuchó con una sonrisa el relato, que Sirius interpretaba poniendo diferentes voces y haciéndola reír con sus gestos exagerados.
Cuando el cuento terminó, como siempre, Vega hizo un puchero. Conocía de sobra el final, pero siempre le causaba inquietud que la Muerte se llevara a los tres hermanos a pesar de todo.
—Papi, ¿qué pasa si la Muerte me lleva a mí? —preguntó, mirando a Sirius con los ojos muy abiertos, llenos de preocupación.
—No va a llevarte —aseguró Sirius, muy serio de pronto. Acarició el pelo de su hija—. No dejaría que la Muerte se llevara a mi estrellita. Nunca.
—¿De verdad?
—De verdad.
Vega se relajó visiblemente y sonrió, aunque la pregunta inquietaba a Sirius.
—¿Te transformarías en perro y la morderías?
—¡Por supuesto! —respondió su padre, levantándola en el aire y haciéndole dar vueltas. Las carcajadas de la niña inundaron el salón—. Le mordería con tanta fuerza que no volvería a acercarse a ti nunca.
La niña gritó y rio mientras giraba rápidamente, con Sirius sujetándola firmemente por las muñecas. Él no pudo evitar reír también, aunque la pregunta de su hija lo carcomía por dentro.
Si la Muerte trataba de llevarse a Vega, si los mortífagos conseguían hacerle daño, Sirius sabía que se volvería loco. Era incapaz de imaginarse a su hija... No, jamás podría.
Fuera quien fuera el espía, tenían que pararle los pies. Porque, si lograba que algo sucediera a su familia, Sirius... Ni siquiera sabía qué podría hacer. A qué punto podría llegar.
Siempre habían dicho que su familia estaba loca. Sirius había visto esa locura en su madre. Puede que él la hubiera heredado. No le sorprendería. Lo que tenía claro era que se la mostraría a cualquiera que se atreviera siquiera en pensar en hacer algo a su familia: Vega, Altair, Harry, Aura, James, Ariadne, Remus, Peter. Fuera quien fuera el espía, se aseguraría de que se arrepintiera.
¿Quién podía ser? Aquella pregunta llevaba dándole dolor de cabeza meses. Los miembros de la Orden apenas hablaban entre ellos ya. Mucho menos, se confiaban cosas importantes. Solo con sus amigos más cercanos se atrevía Sirius a discutir ciertos asuntos. Cada vez, tenían menos visitas en casa. Sirius llevaba varias semanas sin hablar con los Nott, los Bones, los Longbottom... Aquellos con los que antes tan bien se había llevado, pero que ahora podían ser el espía. Era frustrante.
Pese a todas sus precauciones, pese a haber dejado de hablar con prácticamente toda la Orden, los mortífagos seguían encontrándoles. A ellos, a James y Ariadne. Y ya no sabían qué hacer.
La única explicación posible era que uno de los miembros de su círculo cercano era el espía. Tan solo el pensamiento le dio náuseas a Sirius. ¿Realmente uno de sus amigos podría ser el espía? ¿El culpable de la muerte de Marlene? Solo ellos habían conocido la ubicación exacta de su hogar, solo ellos...
A Sirius se le quedó el cuerpo frío. James y Ariadne quedaban descartados por completo, desde luego. Aquello reducía las posibilidades a Jason, Remus, Peter, Selena, Lily, Mary y Dorcas.
Sirius se dijo que no. Ninguno de ellos podría ser el traidor. Ellos nunca...
Sin embargo, se encontró a sí mismo considerando las posibilidades. Dorcas no podía haber sido. ¿Hubiera traicionado a a Marlene? No, imposible. Sirius era incapaz de imaginarse a sí mismo traicionando a Aura. ¿Cómo podría Dorcas hacerle aquello a Marlene?
Jason era para Aura lo que James era para Sirius. Ni siquiera se le pasó realmente por la cabeza que él pudiera traicionarles, ¿no? Y Peter llevaba siendo amigo de los Potter desde hacía siglos. Adoraba a James, adoraba a Aura; Sirius lo había visto siempre en sus ojos. No podía ser el culpable.
Selena, Lily y Mary eran hijas de muggles. ¿Cómo podrían ponerse de parte de Voldemort, traicionar a sus amigos, por alguien que quería matarlas? Era absurdo considerarlas como espías.
Y eso reducía todo a Remus. Pero ¿Remus? Tampoco podía ser el espía. Sirius era incapaz de considerarle. Llevaban cerca de diez años siendo amigos. Remus les había confesado su mayor secreto y ellos habían hecho lo imposible por ayudarle. Convirtiéndose en animagos, con la poción matalobos de Aura. Ser licántropo no era fácil. Muchos de ellos se habían unido a Voldemort por ello. Pero Remus... Remus no podría haber hecho eso, ¿no?
Sin embargo, cuando aparece la duda, es difícil para uno librarse de ella. Sirius no pudo dejar de dar vueltas a sus sospechas durante días y días. Tenía que ser uno de ellos, pero al mismo tiempo, no podía serlo. Y ¿Lunático? No, no, era impensable.
Sirius entró en conflicto consigo mismo, sin poder evitar sospechar, pero regañándose a sí mismo cada vez que lo hacía. Resultaba agotador.
Aura se dio cuenta desde el principio de que algo iba mal. Le preguntó y él le respondió que nada en absoluto. Pero la situación seguía y estaba claro que ella notaba su preocupación constante. No insistía, pero le recordaba en ocasiones que, si necesitaba de su ayuda, acudiera a ella. Y, por Merlín, Sirius quería. Pero sabía cómo le miraría si le dijera que sospechaba de Remus.
Aura jamás se lo plantearía siquiera. Ella confiaba ciegamente en todos y cada uno de sus amigos. Y eso había hecho Sirius, hasta que su familia se había visto amenazada. Y ahora, no podía sacárselo de la cabeza.
Al cabo de dos semanas, Aura parecía estar harta y preocupada a partes iguales. Después de llegar de una guardia particularmente cansada, Sirius se la encontró esperando en el sofá. Se puso de pie de un salto, mirándole con el ceño fruncido.
—Vega y Altair están con James y Ariadne. Tenemos que hablar —dijo, muy seria—. Sirius, ¿qué es lo que...?
Antes de iniciar con aquella conversación, Sirius se plantó en dos zancadas frente a ella y, tomándola por las mejillas, la besó, interrumpiéndola y dejándola desconcertada pero encantada. Sirius la notó sonreír y sintió algo de alivio. Era todo un reto ver a Aura sonriendo en los últimos meses. Cada vez que lo conseguía, le invadía la satisfacción.
—¿Pretendes que me olvide de lo que tienes que decirme con besos? —le susurró ella, divertida.
—Tal vez. —Sirius volvió a besarla—. Te lo diré todo. Pero ahora no. Mañana, ¿vale?
Sirius creyó que ella protestaría. Que insistiría en que necesitaban hablar cuanto antes. Para su sorpresa, se limitó a sonreír más ampliamente.
—¿Me lo prometes?
—Lo juro solemnemente —respondió él contra su boca—. Mañana, te diré todo. Pero, por ahora...
Como habían acordado, no hablaron de ello aquella noche. Sirius necesitaba despejarse y sabía que Aura también. Podían permitirse aplazar aquella charla unas pocas horas.
Pero no retrasarla indefinidamente. Sirius era consciente y Aura no le dejaría tampoco seguir de aquel modo. Les tocaba hablar. Puede que decir en voz alta sus inquietudes le ayudara en algo. Sirius esperaba que sí.
Siempre había confiado en el criterio de Aura. Ella solía tomar decisiones con más cabeza, era capaz de ver los problemas desde distintos ángulos. Pero no en cosas como aquella. Aura ni se plantearía que alguno de sus amigos podría estar tratando de venderles a Voldemort. Pero era una realidad, por mucho que ella se negara a aceptarla.
De modo que, cuando se sentaron a hablar a la mañana siguiente, ambos con un café por delante, Sirius tomó aire. Aura le contemplaba con atención, con sus ojos azules llenos de preocupación. Pero él la conocía a la perfección y sabía lo rápido que cambiaría su expresión en cuanto le dijera en lo que llevaba semanas pensando.
Aún así, se lo dijo. Sin mirarla directamente a los ojos, pero lo hizo.
—Creo que Remus podría ser el espía.
—¡¿Qué?!
dos caps para terminar, acabemos ya con by venga
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