Capítulo 10
Las cenas en su casa siempre eran igual de silenciosas y aburridas. Escuchaba a su abuelo y a su padre comer, pero intentaba no prestar demasiada atención a los ruidos desagradables que hacían al masticar la comida con la boca abierta. Intentaba concentrarse en la televisión, o en su propio plato de comida, pero en momentos como ese era imposible; su cabeza no conseguía irse de viaje.
—¿Qué pasa contigo? —Su padre lo señaló con el tenedor, que tenía algunos restos de carne asada—. Cómete tu comida, Eliseo. Estás flaco.
—La estoy comiendo de a poco —contestó, pinchando un pedazo de carne.
—Ya sabemos que tu padre no es muy bueno para cocinar, pero es lo que hay. En esta casa hace falta una mujer.
El chico suspiró. Sabía que aquel comentario era el inicio de una de tantas discusiones interminables.
—A mí no me hace falta ninguna mujer. Yo puedo cuidar de mi hijo y hacer lo que tengo que hacer, punto.
Su padre se limpió la boca con la servilleta, pero cuando quiso levantarse, el abuelo golpeó con el puño cerrado en la mesa.
—No seas un maldito dramático. Siéntate y deja de gritar.
Eliseo se llevó otro pedazo de carne a la boca mientras miraba de reojo la televisión, fingiendo que no estaba prestando atención a la pelea.
Era evidente que su padre todavía seguía dolido por la partida de su madre. No había conseguido enamorarse otra vez, aunque lo intentó en varias ocasiones. Ninguna mujer era como su mamá; ella era una chica fresca, alegre y libre, demasiado libre para la época, y eso era lo que no le gustaba a la familia.
Eliseo deseaba tener las agallas que tuvo ella para mandarlos al diablo y hacer lo que quería, pero sabía que todavía era demasiado joven e inexperto. A los diecisiete años nadie conoce lo suficientemente el mundo como para tener un ataque de rebeldía.
Su padre y su abuelo continuaron discutiendo un rato más. Eliseo acabó su comida y se escabulló para dejar el plato en el fregadero, junto a la pila de loza sucia. Su padre era un verdadero desastre en la cocina.
Se encerró en el cuarto y se tumbó boca arriba en la cama. De repente, la situación con su padre y su abuelo pasó a segundo plano, y ahora todo lo que ocupaba sus pensamientos era el capitán. Los besos del capitán, el abrazo del capitán. Se habían encontrado un par de veces más luego de la última charla, y ahora las cosas entre ellos eran un poquito diferentes. Se besaban, se abrazaban, se acariciaban. Eliseo se sacó las ganas de enterrar los dedos en los rizos del chico, de contornearle la mandíbula ancha con los dedos. Se sentía en otro mundo cuando los brazos de Ángel le rodeaban la cintura y lo apretaban contra su cuerpo, era una experiencia única y maravillosa.
Cerró los ojos y se abrazó a sí mismo. Dejó volar su imaginación y en su mente, sus manos se transformaron en las de Ángel. Se acarició a sí mismo los brazos y la cintura, mientras recordaba uno de los tantos encuentros donde se comían a besos. Muy pronto, su cuerpo empezó a despertar. No era la primera vez que le sucedía, y había notado que al capitán le pasaba lo mismo, pero ambos lo pasaban por alto, quizás porque todavía no estaban listos para explorarse de forma tan íntima.
Sus manos bajaron hasta sus pantalones, y cuando quisieron meterse bajo la ropa interior, el grito de su padre lo hizo saltar de la cama.
—¡Eliseo! ¡Ven a lavar los trastes, ahora!
Resopló.
Sabía que, si no obedecía de inmediato, su padre le echaría la puerta abajo. Cuando discutía con su abuelo, todo el ambiente en la casa se ponía tenso. Su padre era del tipo de hombre que golpeaba cosas, daba portazos y les gritaba a los demás, aunque no tuvieran nada que ver con el tema. Era su forma de descargar su frustración.
Salió de la habitación directo a la cocina. Vio a su padre por la ventana, estaba sentado en el porche, con una lata de cerveza en la mano. Su abuelo probablemente había salido a dar una vuelta, era lo que hacía cada vez que discutían. En algunas contadas ocasiones llegaron a los golpes, pero eso era cuando las cervezas estaban en medio de las peleas, ahí su las cosas se salían completamente de control.
Lavó la cocina y se asomó a la puerta. Su padre seguía allí, sentado en la mecedora que era de su madre.
—Ya terminé con la cocina. ¿Necesitas algo más?
El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Y el abuelo?
—Salió.
Eliseo repiqueteó los dedos contra el marco de la puerta.
—Bueno, me voy a dormir.
—Eliseo, ven aquí.
El chico salió y se paró frente a él, a un par de pasos.
—¿Crees que hace falta una mujer en esta casa?
—No, bueno, no lo sé. ¿En qué sentido?
—Que limpie, que cocine, ya sabes, una figura materna.
Eliseo hizo una mueca.
—Podemos hacerlo nosotros. No es cierto que cocinas mal. Lo haces muy bien.
El hombre chasqueó la lengua.
—Vete a dormir.
—Buenas noches, papá.
Eliseo sabía que, en el fondo, su padre no era un mal tipo. Era tosco, asquerosamente machista y tenía mal carácter, pero era lo que le habían enseñado a ser. Desde que su madre se marchó, él nunca permitió que le faltara nada. Lo crio de la mejor manera que pudo. Como sabía hacerlo, como le enseñaron.
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