Capítulo 32. Déjà vu
—Eres una... traidora, una... —gruñó sin terminar, mirándome venenosamente. Luego, dándome un empujón, entró en tromba dentro del apartamento.
Corrimos detrás de él, hacia el comedor, en un fútil intento de evitar poner más leña al fuego: los dibujos y pinturas que Norma me había hecho, estaban esparcidos por toda la estancia. Pero cuando llegamos, sus ojos ya estaban pasando por todos los bocetos y los cuadros, confirmándole lo que -a juzgar por su reacción al llegar- ya sabía...
—Lárgate de mi vista, Rita —me espetó, sin miramientos—. Ya hablaremos tú y yo... —dijo en tono amenazante.
—No me voy a ninguna parte, Leo —dije tratando de mantener las formas—. Lo que tengas que decir, me lo puedes decir ahora.
Él bufó y se mesó la barba. Estaba a un tris de explotar, le conocía. Pero no me importó provocarle; aunque me sentía muy alterada, no iba a dejar a Norma sola ante la ira de mi hermano. El ambiente estaba completamente tenso y no sabía a qué atenerme. Lo único que tenía claro es que amaba a Norma y no me avergonzaba. Quizás las cosas se podían haber hecho de otro modo, pero ya estaban así y lamentarse no servía de nada.
—En buena hora te dije que eres iRitante. ¡Y que corto me quedé! ¿Cómo he podido estar tan ciego? —gruñó para sí mismo y luego se me encaró —: ¿Te has divertido comiéndole el coño a mi novia? ¿No había otras mujeres en el mundo para experimentar, que has tenido que hacerlo con la mía?
Noté como me escocían los ojos y contuve con fiereza las lágrimas, no porque sus palabras me hubiesen herido, que también, sino por la rabia que sentí:
—¡No es tuya! ¡No es ningún objeto!—grité, alterándonos aún más.
—Por favor, Ritz... sal a la terraza — intervino Norma con suavidad, antes de que saltaran más chispas —. Por favor —repitió suplicante.
Inicialmente sentí como si acabara de echarme un jarro de agua fría por encima y las lágrimas se me desataron. ¿No quería que estuviera con ella? ¿Acaso no me atañía el asunto? ¿Mi hermano nos insultaba y ella me echaba? Pero la miré de refilón entre lágrimas: desde luego si estaba nerviosa, no lo aparentaba en absoluto. Al contrario, era como si hubiera estado esperando el enfrentamiento. Y comprendí que quería hacerlo a su modo.
Obedecí pero no dejé la corredera pasada del todo, dispuesta a intervenir si era necesario, y me acerqué a la barandilla que quedaba a mi izquierda, que es la que daba al mar. Dejé que mi vista se perdiera en el horizonte, en esa inmensidad negra que era ahora el agua, tratando de calmarme y de darles el espacio que Norma quería.
Estaba tan alterada que no me enteré que, detrás de mí, una figura silenciosa también salía al exterior.
El aroma impregnado en sal me trajo un recuerdo de diez meses atrás: la primera vez que vi esa playa. Era finales de junio y hacía mucho calor. El día estaba radiante y el agua cristalina. Ahora de noche, no se distinguía, pero sabía que seguía siendo igual de límpida.
El rumor de las olas batiendo contra la orilla, lánguidas y acompasadas, me dieron cierta paz. Aquí, el mar, pocas veces era feroz. Recordé también cómo me adentré en sus aguas de la mano de Norma. Cómo saltamos las olas y cómo sentí el frío recorrerme por dentro.
—¡Qué friolera eres Ritz!
La voz de Norma resonó en mi cabeza. Y sus labios besando los míos por primera vez. No había ni siquiera intuido que estaba enamorada de ella, y mucho menos que ella lo estaba de mí.
La playa dónde nos besamos por primera vez sin que ninguna de las dos fuera consciente de ese hecho, estaba siendo testigo de nuestros primeros pasos como... ¿pareja? La palabra resonó extraña en mi cabeza. Era cierto, yo ya la consideraba así, pero solo cuando estábamos ella y yo a solas, en nuestra burbuja. Y me di cuenta que "nuestra burbuja" era solo eso, una frágil cúpula de cristal que mi cerebro había inventado para tratar de resguardar al corazón, pero que la realidad se encargaba de resquebrajar a martillazos. Porque la presencia de Leo solo era el primero de los escollos con los que contaríamos.
Desde el interior del apartamento no se oían ni gritos ni reproches, cosa que me tranquilizó sobremanera. Pero en mi maldita cabeza no dejaba de resonar con altavoz y en estéreo esa maldita frase: «¿Es que no hay otra mujer en el mundo?»
Las lágrimas empezaron a correrme mejillas abajo de nuevo.
Cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas poder volver a pisar esa arena sin secretos y sin tener que esconderme por amar a mi mejor amiga. Y aunque los deseos sean eso, sólo deseos, no formularlos significa que vives sin esperanza. Y si has perdido la esperanza, entonces ya no te queda nada. Entonces noté que me abrazaban con fuerza por la espalda y una conocida fragancia me inundó las fosas nasales haciéndome sentir en calma en un segundo.
—Hola, Héctor... —susurré sin moverme un ápice, porque no tenía dudas de que era él. Curiosamente no sentí sorpresa -a pesar de que no lo había visto entrar en el piso, ni salir a la terraza-, solo alivio de que estuviera ahí, conmigo. Por algún motivo inconsciente ya había deducido que Leo no había podido llegar solo al apartamento.
Él me apretó más fuerte contra su pecho, envolviéndome con sus poderosos brazos. Después, apoyando su cabeza en mi hombro, empezó a dar unas explicaciones que yo no había pedido y que aclaraban muchas cosas.
—No contestaste a mi mensaje, Rita. Leo parecía una fiera enjaulada en Montelasierra; no se relajó ni un minuto. Esta mañana me ha hecho coger el coche y bajar, porque no le cuadraba nada. Norma le había pedido tiempo para estudiar contigo, tú no le cogías el teléfono, etc... Pero encima, cuando hemos llegado a casa y no te ha visto, ha empezado a interrogar a Esther. Tu madre ha tratado de explicárselo, hacer que lo comprendiera, que no os molestase y esperase estoicamente hasta el domingo, pero... ya le conoces. Es muy... impulsivo.
—Un cabezota, sí— dije soltando una risa nasal.
Luego me giré entre los brazos de Héctor, sin perder el contacto y pregunté temerosa pero con suavidad:
—¿Está muy cabreado conmigo?
—Sólo está furioso. Sabe perfectamente que lo de Norma era sin compromiso, pero ahora mismo prefiere aferrarse al enfado para no reconocer que está mucho más pillado de la rubia de lo que quiere admitir.
—Os hemos jodido la vida... —dije apesadumbrada.
—¡Virgen Santa con los Andina! —dijo poniendo los ojos en blanco pero sin perder la sonrisa ni alzar la voz —Sois las reinas del melodrama, coño... Sólo es una pataleta y seguro que Norma le está calmado.
—Ya... —asentí con la cabeza —¿Y a ti, quién te calma?
—Estoy bien, Rian —mintió piadosamente —. Sólo quiero que seas feliz, y sé que con Norma lo serás. Además, ahora te tengo como amiga y eso es perfecto —me dijo dándome un beso en la frente—. Anda, vamos a ver si ya han calmado al león.
Sonreí, aunque seguía pesándome como hacía de tripas corazón y deseé que nuestra amistad se fortaleciera con el tiempo, porque si bien no podría compensarle nunca por sus sentimientos no correspondidos, si pudiera encontrar en mí esa lealtad incondicional que él me demostraba en cada paso del camino.
De la mano, nos acercamos a la cristalera y observamos el interior del apartamento. Norma y Leo estaban sentados en el sofá y se miraban cara a cara en silencio. Leo nos quedaba prácticamente de espaldas, así que no podía verle del todo la cara, pero por el gesto triste aunque muy tranquilo de Norma, supuse que sí, que las aguas se estaban calmando.
La rubia se removió.
—Voy a buscar a Rita, ¿vale?
—Preferiría que no. Déjala un rato más, debe estar hablando con Héctor. La he tratado fatal...
—Lion, debes disculparte con ella —dijo con suavidad pero tajante y le puso una mano bajo la barbilla para darle un casto beso en los labios, antes de levantarse.
Me giré y arrastré a Héctor para adentrarnos un poco más en la terraza y que no pensaran que los habíamos estado espiando.
—¡Ritz! —me llamó Norma a la vez que se acercaba a nosotros —Entra, porfi —dijo con suavidad.
Me giré, asistiendo con una sonrisa tensa, y me encaminé hacia el salón con lentitud. Mientras oía a mis espaldas como Norma y Héctor se daban dos besos corteses y se saludaban, empezando una charla insustancial. Sintiendo a cada paso, el peso de mis actos. Quizás Héctor tenía razón y era una dramática, pero me sentía mal por cómo habíamos hecho las cosas. Si yo hubiese actuado diferente, con más cabeza... quizás el enfado de Leo no hubiera sido tan monumental.
Entré al comedor con muchos nervios, a pesar de que sabía que Leo era consciente de su actitud, porque yo no podía culparle en forma alguna. Él nada más verme, salió a mi encuentro y me abrazó muy fuerte.
—Lo siento muchísimo, Rita —me dijo, pegado a mi cuello.
—Yo también lo siento, Leo.
Se separó con gesto extrañado y aclaré:
—Tenía que habértelo contado, haber hecho las cosas diferentes... No sé...
—Para, Rita... No es culpa tuya. Norma siempre me dijo que sólo era un rollo, que nada de compromisos, que no esperara nada de ella... Reconozco que al principio ya me iba bien, pero luego... —dejó caer la cabeza, negando varias veces y confesó —: Te enamoras de ella sin pretenderlo.
Levantó la cabeza con lentitud y me miró mordiéndose el labio inferior, en actitud de redención.
Sonreí, nos miramos a los ojos -cómplices, por primera vez- y luego nos fundimos en un abrazo.
—Será una cuñada genial, burRita —dijo, guiñándome un ojo.
—Seguro... pero mantén las manos lejos de ella, enano — reí.
—Te lo prometo —se rio conmigo.
Me levanté con la intención de hacer entrar a Norma y a Héctor, para cenar los cuatro juntos ahora que las cosas entre nosotros ya estaban aclaradas. Pero entonces irrumpió en el comedor, con cara de muy pocos amigos, María.
Y sentí que el suelo se abría bajo mis pies, un mal déjà vu que parecía convertir -de repente- mi vida en una película de Almodóvar.
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