Capítulo 8: Café se escribe con V
Observé cómo Olivia corría, como si no llevara unos altísimos tacones de aguja, hacia la chica que nos había interrumpido, dejando que la cancela se cerrase de golpe detrás suyo y luego vi a ambas mujeres abrazarse y entrar en la casa.
Quería analizar lo que había ocurrido, pero me sentía incapaz. Otra vez, había desaparecido de mi visita como un torbellino, dejándome esa sensación de no saber si había sido algo real o sólo un producto de mi imaginación.
Me puse la cazadora y su fragancia, que había quedado impregnada en el cuero, me abrazó como si fuera ella. Y supe que sí había sido de verdad.
Me estaba poniendo demasiado moñas y me di una colleja mental a la vez que me abrochaba el casco, encendía la moto y ponía rumbo a mi casa.
Intenté centrarme en la carretera, en el tráfico, y aunque el trayecto era el mismo, hacerlo sin las manos de Olivia rodeándome la cintura y sin el calor de su cuerpo pegado a mi espalda se me antojó interminable.
Y al llegar a casa todo el peso del domingo me cayó encima. Suerte que le quedaban, ya, muy pocas horas. Me encerré en mi cuarto después de saludar escuetamente. Me quité la ropa y me tumbé encima de la cama, hacía aún demasiado calor para otra cosa.
La mente me voló por todo lo ocurrido durante el día y una sonrisa boba se me instaló en los labios, me lo había pasado muy bien, algo que no me ocurría muy a menudo últimamente. Ni siquiera mis hermanos habían sido capaces de estropearlo. La sonrisa se me ensanchó hasta que mi morena particular, en la que había conseguido no pensar en toda la tarde, ocupó su trono real y desterró cualquier otro pensamiento.
Rita seguía siendo la dueña de mi alma. Y sintiendo un extraño pellizco en mi interior, me dormí.
A la mañana siguiente, el despertador me sacó de la cama a una hora inmoral, pero era lunes y mi padre se marchaba muy temprano a trabajar, así que me levanté y entré en la cocina a hacer el café mientras él se duchaba. Preparé dos tazas y me senté a esperarle. No tardó en llegar, con el pelo cada vez más pobre, todavía húmedo.
—Buenos días, hijo —saludó cordial como siempre.
—Hola, baye [1] —devolví el saludo.
—¿Qué tal ayer? —preguntó con suspicacia.
—¿Quién de los cuatro se ha chivado? —dije con una sonrisilla, sin animosidad —. Es sólo una amiga. —Aclaré.
Mi padre asintió lentamente, escondiendo una sonrisa amplia detrás de la taza del café. Luego se levantó y se marchó mientras yo me ponía en marcha con una ducha rápida y preparando el desayuno para el resto de los Valero.
La mañana se me hizo corta entre deberes y lavadoras. Y cuando me quise dar cuenta, tenía un whatsapp:
"Hola... siento haberme marchado de esa forma ayer; es que ya le debo muchas a Lucía..."
"No te preocupes, y si me lo hubieras dicho, nos habríamos ido antes :)"
"¡No! Fue muy divertido conocer a tus hermanos. Son un encanto."
"Me alegra que pienses eso... es porque aún no los conoces de verdad"
"(iconos de risas con lágrimas) 😂😂😂"
Vi que escribía durante unos segundos pero no recibía ningún mensaje. Me había sentido muy cómodo a su lado y además quería agradecerle toda su paciencia, así que fui yo quién le pregunté si le apetecía hacer un café, cualquier día. El que nos había quedado pendiente...
Ella respondió en seguida que sí, pero que no podría hasta el jueves. Así que aguardé paciente a que llegara el día indicado.
Habíamos quedado en el polideportivo, porque justo cuando ella terminaba su clase, lo hacía yo de uno de mis entrenos, así que lo tuvimos fácil. Cuando salí del vestuario, recién duchado, ella ya me esperaba en la recepción. Llevaba una bonita blusa de flores negras y blancas, unos pantalones capri negros que le dejaban a la vista sus maravillosos tobillos y los zapatos que yo le había regalado.
Sonreí al vérselos puestos y ella movió un poco uno de los pies en un gesto muy coqueto.
Me acerqué a ella y le di un pequeño abrazo. Entonces pude ver que en su espalda, de la correa del bolso, colgaba una buena chaqueta de cuero. Ensanché mi sonrisa.
—¿Preparada para la moto? ¿Y si te digo que he venido en coche? —dije alzando una ceja, divertido.
—¡Venga ya! No cuela, Valero. He visto tu Honda aparcada fuera.
Me reí. Era observadora, eso me gustaba. Y acababa de llamarme por el apellido, como una profesora con un alumno díscolo, y eso hizo más que gustarme.
Nos dirigimos al aparcamiento y allí, tras abrir la cadena, volví a tenderle el casco, pero esta vez ella misma se lo abrochó, se puso la chupa y esperó paciente a que le indicara cuando podía montarse.
Fuimos al centro y dejamos la moto en uno de los aparcamientos habilitados para ese tipo de vehículos cerca de una conocida cadena de establecimientos dedicados al café. Entramos y pedimos dos frapuccinos de mocca para llevar, alegrándonos de coincidir en gustos cafeteros.
Salimos del local y al ver que no hacía un calor demasiado sofocante, le propuse ir hasta los Jardines de Sabatini, que siempre me habían gustado mucho y nos quedaban muy cerca. Olivia aceptó y anduvimos sosegadamente con sendos vasos en la mano, bebiendo el café helado a pequeños sorbos.
—Bueno... hoy soy yo el que te tiene que dar las gracias, Via... —dije en un susurro, acortándole el nombre de esa forma, sin pensar.
Me pareció que ella perdía un poco el paso, pero quizás sólo fue una impresión mía.
—¿Por qué? —me preguntó y no pude notar nada raro en su voz.
—Por no salir huyendo... —contesté con franqueza.
Olivia sonrió, adivinando que lo decía por mis hermanos.
—No fue tan terrible —bromeó—. Me encantan los niños, ya lo sabes... Y es bonito ver lo bien que te llevas con todos ellos, cómo les conoces, cómo sabes anticiparte... Me diste un poco de envidia; yo nunca he vivido ese maravilloso bullicio.
—Circo esperpéntico, querrás decir —bromeé entre las risas de ambos.
Apuramos los cafés helados y me alejé unos metros para tirar los vasos vacíos a una papelera. De nuevo al lado de Olivia, nuestras manos se buscaron y entrelazamos los dedos.
Paseamos en silencio, cada uno en sus pensamientos, disfrutando de esa tarde de agosto de calor moderado y de la mutua compañía.
—Adoro a mis hermanos, pero a veces desearía ser hijo único... —dije medio en broma, recordando el pasado domingo. No lo pensaba de verdad, solo cuando mis hermanos me ponían en apuros...
—Es muy duro y triste estar solo, Héctor —aseveró con mucha rigidez y comprendí que lo decía con conocimiento de causa.
Y por eso paré en seco y la miré a los ojos, lo había dicho en un tono tan áspero, amargo, que me llegó al alma. No supe qué contestar, aunque quería saber más... Le apreté los dedos que tenía entre los míos y ella empezó a hablar:
—Mi madre fue primera bailarina de La Scala Theatre Ballet, en Milán, durante seis años seguidos. Hasta que se quedó embarazada de mí y... la echaron de la compañía. Quién la despidió fue mi propio padre, un coreógrafo bastante reputado que ese año había logrado la dirección, en parte gracias al apoyo de mi madre...
Quedé conmocionado con esa revelación, empezando a entrever lo que se escondía tras esa "mala gestión de los sentimientos" que me había comentado la vez anterior. Seguían sin salirme las palabras, así que sólo pude alargar el brazo hacia su cara y colocarle un mechón de pelo cobrizo detrás de una de sus orejas; al hacerlo descubrí que llevaba un pendiente de botón en forma de V plateada.
Ella ladeó un poco la cabeza para prolongar la caricia y me miró a los ojos, tenía los suyos algo empañados por un velo de lágrimas que estaba tratando de contener. Me dedicó una sonrisa trémula, y continuó con su relato:
—Ella amaba la danza por encima de todo, también de mi padre. Pero decidió ponerme por delante. Podía haber abortado y buscar otro ballet, no le hubiera costado, pero me eligió. Eligió el camino difícil. Volvió a su España natal, dejándolo todo atrás, a pesar de que aquí estaba sola. Y todo y tener bastante dinero ahorrado y gozar de cierta fama dentro del mundo de la danza, se puso a trabajar en el restaurante de Allegra. Gracias a su fluidez con el italiano se hicieron amigas; pero en aquel entonces el local estaba allá en Aranjuez —aclaró haciendo alusión a su casa —. Y por las tardes, bailábamos... Yo la veía alzarse sobre las puntas con esa facilidad, con esa elegancia... No fue muy difícil desear ser bailarina —sonrió con nostalgia—. Con el tiempo, cada vez veía a mi madre más... irascible y más torpe, aunque no lo comprendía porque ella aún era muy joven... De forma progresiva se fue volviendo más exigente, más perfeccionista conmigo. Aunque eso sólo me motivaba a hacerlo mejor. Hasta que un día, cuando yo tenía diez años, vi que estaba haciendo una simple piruette y de pronto se quedó completamente rígida durante unos segundos, luego cayó de bruces al suelo. Entonces ya no pudo escondérmelo más.
Olivia volvió a hacer una pausa, tomó aire y bajó la mirada al suelo. Dejé que lo hiciera. Me sentía profundamente honrado de que quisiera enseñarme sus recovecos y sus heridas...
—Cuando se quedó embarazada de mí, los médicos detectaron que padecía Corea de Huntington [2]... una enfermedad degenerativa que no tiene cura. Desde el momento que nací, ella ya sabía que su cuenta atrás había empezado —hizo una pausa, tomando aire sonoramente, volvió a mirarme y dejó ir la última frase a la vez que una lágrima se negaba a quedarse con el resto y le caía mejilla abajo —: Hasta ahora, nadie salvo ella me había llamado nunca Via y ya hace mucho tiempo de esto; cuando ella aún podía hablar... cuando aún sabía que yo... soy su hija.
Enmudecí aún más que antes. Absolutamente perplejo, sintiendo una honda compasión y unas ganas tremendas de aliviar el sufrimiento que sin duda debía estar viviendo. Pero no sabía cómo. Ni siquiera tenía idea de qué cojones era eso de la Corea de no sé dónde...
Sin saber qué más hacer, sintiéndome un inútil, traté de borrar la lágrima con el pulgar y la abracé fuertemente.
—Te prometo que nunca más utilizaré el diminitivo si no es para cosas verdaderamente importantes —dije en un susurro apoyando los labios en su pelo.
—No, no... —dijo suavemente, negando con énfasis con las manos y la cabeza, aferrada a mi pecho —. Me... gusta que me llames así.
[1] baye significa padre/papá en wólof.
[2] La enfermedad de Huntington, Corea de Huntington o Huntington a secas, (leída fonéticamente Jantinton), es una grave y rara enfermedad neurológica, hereditaria y degenerativa. Se llama así en honor de George Huntington, un médico estadounidense que describió la enfermedad en 1872 y fue la primera persona que identificó el carácter hereditario.
La enfermedad produce una alteración psiquiátrica y motora, de progresión muy lenta, que puede durar un periodo de 15 a 20 años. El rasgo externo más asociado a la enfermedad es el movimiento exagerado de las extremidades (movimientos coreicos) y la aparición de muecas repentinas. Las facultades cognitivas disminuyen y la capacidad de concentración empeora. Además, se hace progresivamente difícil el hablar y recordar. La enfermedad termina siendo causa de demencia en la mayoría de pacientes; también en las etapas finales, la duración de los movimientos se alarga, manteniendo los miembros en posiciones complicadas y dolorosas durante un tiempo que puede prolongarse hasta horas.
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