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Capítulo 43: Unas zapatillas rojas

Lucas me advirtió que la piel recién tatuada necesitaba ciertos cuidados y que podía sentir algunas molestias en los siguientes días, pero lo cierto es que tenía tanta adrenalina corriendo por mis venas, que apenas notaba nada. 

Al día siguiente me levanté temprano y después de una ducha, de aplicarme la crema cicatrizante sobre el tatuaje y admirarlo embobado una vez más, me vestí, desayuné de manera frugal, recogí mis cosas del hostal donde había pernoctado y me fui directo a la tienda de ballet.

Mi autobús salía antes de comer y tenía que darme prisa. Deseaba que mi estancia en Barcelona fuera productiva del todo, porque se me acababa el tiempo. En poco más de treinta y seis horas, Olivia iba a marcharse a Milán si no conseguía impedirlo.

Como el día anterior, me fui ubicando con mi móvil nuevo, hasta llegar a la dirección que había localizado por internet. Entré en la tienda y un señor mayor, con escaso pelo grisáceo repeinado con gomina y unas gafas redondas en la punta de la nariz, alzó la cabeza al verme y murmuró un "mamma mia" que no me pasó inadvertido.

Buon Giorno...excusi... Bon dia, jove. En què el puc servir?

Me puse más nervioso de lo que ya estaba. Gilipollas de mí, no había caído en que, obviamente, iban a atenderme en catalán; aunque después de pensarlo dos segundos no me costó adivinar qué me decía.

—Estoy buscando unas zapatillas de chica —gesticulé— unas... de esas con cintas... unas puntas —estaba tan alterado que casi no me salió la palabra.

El señor mayor asintió y con cierta lentitud levantó una mano en gesto de espera para girarse después hacia la rebotica.

Elisabetta, ti prego, esci ad occuparti di questo giovane.

Sto arrivando, nonno —contestó una voz femenina y joven desde el interior.

Una chica de unos treinta años apareció por el umbral que separaba tienda y trastienda, en el interior del cual se podían entrever estanterías llenas de cajas. Venció con rapidez el pequeño recorrido hasta donde estaba yo y acarició la mano del señor mayor al cruzarse con él en el reducido espacio que había tras el mostrador. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta alta que ondeaba con sus pasos y se estaba guardando un lápiz y una libreta en el bolsillo del mandil de color negro que colgaba en su cintura.

Me miró y me sonrió de con dulzura:

—¡Hola! Soy Eli. Disculpa a mi abuelo, sólo habla italiano y un poco de catalán... ¿Qué deseabas?

Sonreí, no sólo por devolverle el gesto, sino porque me pareció encomiable ver a una nieta trabajando con su abuelo.

—Pues verás... Estoy buscando unas puntas para mi... —casi se me escapa «novia»—, para una amiga —me corregí.

Asintió, sin abandonar esa sonrisa que me hacía sentir bien recibido, a gusto...

—¿Y sabes qué número usa, tu amiga?

¡Ostras qué fallo! Vaya error garrafal no habérselo preguntado nunca, ¿no?

Cuando fuimos buscándolas por Madrid, era Olivia la que hablaba y lo primero que pedía era el color, no el número. En todas nos decían que rojas no tenían y en la única que sí encontramos, eran de un rojo demasiado anaranjado y desentonaba con el vestido que había elegido, así que ni llegó a pedir para probárselas.

—Bueno... en realidad... a ver, de ballet no lo sé pero en zapatos de calle, un 38 —respondí muy cortado.

Eli rio con dulzura.

—Con eso me vale. ¿Tienen que ser de algún color en particular?

—Sí, rojas. —Contesté sin titubeos, eso almenos lo tenía muy claro—. En realidad... —saqué una muestra de tela del vestido de Olivia, que me había quedado de cuando estuvimos recorriendo Madrid —, este es el color del vestido. No sé si...

La dependienta amplió su sonrisa y sin dejarme terminar la frase me pidió que esperara. Desapareció de nuevo dentro de la rebotica y poco después, apareció con dos fundas de tela.

En ese instante recordé mi primera cita con Olivia, también entonces estuvimos en una zapatería y acabé comprándole unos zapatos... Aunque esta dependienta era todo lo contrario a la que nos encontramos en aquella otra ocasión.

Depositó las fundas en el mostrador, frente a mí, y, con delicadeza, las abrió. Ambos pares eran del mismo tono de la muestra de tul que le había entregado, pero unas eran de satén liso y brillante, como las que le había visto usar muchas veces y las otras iban decoradas con pedrería brillante.

Tuve dudas, me hubiese encantado que mi pelirroja favorita las eligiera por sí misma. No me importaba en absoluto regalárselas; incluso me daba igual hacérselas llegar de forma anónima para que no las rechazara, pero en ese instante recordé que no era un regalo cualquiera, que esas puntas eran su instrumento de trabajo...

—¿No te convencen ninguna de las dos? Puedo buscarte unas de otro tono que haga juego con este rojo, si quieres. O si lo prefieres y no tienes prisa, podemos buscar alguna imagen o motivo que te guste y te las pintamos a mano. Estoy especializada en ello.

Mientras me lo decía, abrió un cajón de los que tenía detrás y me mostró unas zapatillas con el skyline de una ciudad pintado sobre la punta.

Me fascinó la idea, pero no tenía tiempo para ello.

—No, no es eso... —dije un poco perdido en mis recuerdos—. Verás, es que no sé cuál elegir... No sé cuáles preferiría ella...

La dependienta me miró a los ojos con una mirada limpia y con esa sonrisa cálida y me preguntó con tono inequívoco:

—¿Tu amiga...?

—Olivia —contesté con una sonrisa mientras sentía un pinchazo en el pecho; no había dicho su nombre en voz alta desde hacia tres días.

—Olivia —asintió —. ¿Es bailarina profesional?

—Sí. De hecho estas puntas son para su audición de final de carrera. Baila desde pequeña, su madre también era bailarina... y por lo que tengo entendido bastante famosa: Hoa Santoro y...

En ese instante, el señor mayor vino directo hacia nosotros interrumpiéndonos:

—¿Questo giovane parla di Ainhoa Santoro, prima ballerina della Scala di Milano?

—Sí —contesté, sin necesidad de traducción porque la taheña me lo había dicho en diversas ocasiones.

Una sonrisa trémula se instauró en el rostro del anciano mientras cogía ambos pares y, primero uno y después el otro, los frotó con las manos, los dobló sobre si mismos de una manera particular, haciéndolos crujir y luego tiró de las vetas que salían de los laterales antes de plegarlas y decirle a la chica:

—Lascia che prenda entrambe le paia, Elisabetta. E non chiedergli nulla.

—Ma, nonno?! —protestó la joven, pero el señor le lanzó una mirada que no admitía discusión y ella solo pudo susurrar un resignado "va benne".

Acto y seguido me miró y me explicó:

—Mi abuelo me pide que te lleves los dos pares, para que Olivia use los que quiera. Y que son un regalo de nuestra parte.

—No puedo permitirlo... —protesté. Llevarme los dos pares era una opción que no había contemplado, pero me parecía buena idea; otro tema era el de no pagar.

—Mi abuelo insiste —me dijo la mujer sin perder la sonrisa.

Acepté. No tenía otra opción.

Lasciami prendere un piccolo appunto, così potrai darlo alla tua ragazza. —Dijo el abuelo, mientras sacaba una pequeña libreta de su mandil y garabateaba algo.

La nieta me tradujo:

—Le va a escribir una pequeña nota para Olivia; entrégasela cuando se los regales, por favor.

—¡Por supuesto! ¡Qué menos! —acepté —. Muchísimas gracias por todo, de verdad.

Eli volvió a guardar los dos pares de puntas en sendos sacos de tela y después las introdujo en una caja de cartón que envolvió con esmero y colocó el paquete dentro de una bolsa de papel con asas, que me permitía transportarlo con comodidad. Nos despedimos y me marché aún sorprendido por el desarrollo de los acontecimientos y complacido a la vez, por haber logrado al fin encontrar no uno, sino dos pares de zapatillas rojas. Sintiéndome bien por primera vez en, lo que a mí me parecía, muchos días.

Mi visita a Barcelona había cumplido las expectativas y podía volver a casa satisfecho. Al pensar en "casa" sentí un gran pellizco en el corazón, como si una garra helada me lo estrujara. Mi casa era Olivia y por culpa de una serie de puñeteros malentendidos la había perdido... aunque no podía dejarme vencer por la desazón.

Confiaba en que podría llevar a cabo todo mi plan y que este surgiría el efecto deseado.

Compré unos bocadillos y una botella de agua para comer en el trayecto de regreso y fui al andén desde dónde partía mi autobús. Una vez acomodado en mi asiento, saqué el móvil para avisar a mi padre que estaba de vuelta y, después, consulté el reloj: la una menos cuarto.

Mañana, a esas horas, mi destino iba a quedar sellado.

👠👠👠👠 🩰🩰🩰🩰🩰🩰🩰👠👠👠👠

NOTA DE LA AUTORA: Héctor encuentra unas zapatillas cuyo satén es por completo rojo, pero encontré éstas en internet que están pintadas a mano y me hizo ilusión "incorporarlas" al capítulo, porque me parecen una obra de arte.

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