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Capítulo 36: Errores, excusas e inconvenientes

Cuando desperté el domingo, Olivia no estaba a mi lado. Me angustié durante unos segundos, hasta que noté el aroma del café flotando en el aire y, entonces, una sonrisa amplia y boba se me dibujó en la cara.

Ya había aprendido que sin café, ella no funcionaba.

Me levanté y revisé el móvil. Tenía un mensaje de mi padre pidiéndome que le llamara. Necesitaba el coche, así que convenimos que sería él quien vendría a Aranjuez y traería las cajas que ya tenía preparadas. Me dijo también que no vendría solo; Ginger quería dar otra clase de ballet y no se había podido negar.

Ya bajando las escaleras, me percaté que con el café, flotaban en el ambiente notas de música clásica que, como si de un canto de sirena se tratara, seguí hasta llegar al salón. Y allí estaba ella. Olivia en todo su esplendor.

Otra vez bailaba esa pieza dedicada a su madre, la que iba a presentar a la audición final del conservatorio. Me quedé sin aliento al verla, al poder contemplarla sin reparos... y de nuevo, me emocioné.

No me di ni cuenta de que las lágrimas me corrían por la cara hasta que ella me abrazó y me dijo que si no paraba, la haría llorar también.

Puse todo mi empeño en reprimir la emoción que había despertado en mí, pues hacerla llorar hubiese sido un error imperdonable. Aunque lo que Olivia hacía me dejaba sin palabras, sin aliento. Me llegaba a esos rincones del alma que hasta entonces, sólo había guardado para mí mismo. Sin darme cuenta, me encontré confesándole que la había visto a hurtadillas en el polideportivo unas semanas atrás, y que también entonces me había emocionado sobremanera.

Entonces para no seguir cagándola más, y tratando calmar la tormenta que se había desatado en mi interior, le dije que mi padre llegaría en un rato y que traía a mi hermana con él.
Como era habitual, eso la puso muy contenta; después dejé que continuara con sus rutinas de nuevo a solas, mientras yo me dedicaba a fregar los cacharros del desayuno para que todo estuviera recogido cuando empezaran a llegar sus alumnas.

Con las manos ocupadas entre tazas y estropajo, las imágenes de lo que acababa de presenciar, no dejaban de sucederse en mi cabeza.

Lo suyo era puro arte en mayúsculas. Viéndola, ¿quién podía decir que la danza clásica no era un deporte de verdad? A su lado, el básquet sólo era correr botando una pelota, un mero juego de críos.

Eso me hizo pensar en el equipo, la family... les tenía un poco abandonados últimamente. El básquet me encantaba y no olvidaría jamás que me salvó la vida al llegar a España y cuando murió mi madre, pero mis prioridades estaban cambiando y, siendo honesto, ser profesional nunca había entrado en mis planes.

Cursar trabajo social me apasionaba, porque era lo que había vivido en casa toda la vida y no era ninguna carrera "maría" como algunos pensaban. Había que hincar los codos como en cualquier otra y además, tenía que centrarme en aprobar todos los créditos a tiempo para no perder la beca. Algo fundamental si quería seguir estudiando.

El timbre de la puerta me sacó de mis cavilaciones. Ginger saltó a mis brazos antes de que pudiera ver si quiera quién había llamado. La abracé y la besé mientras la depositaba en el suelo y salí hasta la calle para ayudar a mi padre a carretear mis cajas.

Una vez descargado el coche, le enseñé brevemente la casa; Ginger se había ido directa al salón para estar con Olivia.

—Está muy bien, Héctor. —Sentenció cuando estuvimos de nuevo en el recibidor.

—Gracias, papá. Aún nos quedan algunos flecos, pero ya es bastante funcional —dije un poco a modo de excusa.

—Poco a poco, hijo. No se puede construir Zamora en una hora.

Me reí. Aunque el dicho popular no era exactamente ese, entendí a qué se refería. Después de despedirnos, terminé de subir las cajas. Y justo cuando iba a empezar a abrirlas, el timbre volvió a sonar.

Olivia se apresuró a abrir la puerta, mientras yo me quedaba plantado en mitad de las escaleras. Un raudal de niñas entraron a tropel, saludándonos con algarabía, mientras un grupito de madres y padres las despedían con sonrisas -y mensajes de que se portaran bien-, en el jardincito de la entrada.

Cuando cerró la puerta, nuestras miradas se encontraron. Puse los ojos en blanco y lancé un pequeño suspiro.

—Más vale que te acostumbres, morenazo, porque esto siempre es así —sentenció con una sonrisa divertida y un guiño.

Me reí y volví a subir para, ahora sí, colocar mis cosas mientras ella ponía orden entre sus chicas. Lo primero que hice fue sacar la ropa y colocarla en mi parte del armario. Tras varios días guardada en maletas, estaba bastante arrugada y maltrecha. Un poco más tarde, cuando estaba colocando algunos de mis libros, el móvil empezó a lanzar pitidos sin cesar, anunciando mensajes de WhatsApp.

Paré enseguida y busqué el teléfono pensando que quizás alguno de mis hermanos necesitaba algo, pero era Leo. Inicialmente me alegré de tener noticias suyas y abrí el chat con decisión.

LEO: Mini, tío, necesito hablar contigo. ¿Puedes acercarte a mi casa?

HÉCTOR: Claro, pero... ¿estás bien? es que estoy en Aranjuez y tardaré un rato... ¿quieres hacer un FaceTime?

LEO: No, no. Estoy bien, pero prefiero vernos en persona. Mira, hacemos una cosa, me cojo la moto y quedamos en... no sé... en el McDonald's de Pinto, te parece?

HÉCTOR: Venga, vale. Pues ahora salgo.

LEO: Gracias, tío. Ahh y otra cosa, por lo que más quieras, no le digas nada a Olivia de que vamos a vernos, por favor (icono de manos suplicantes)

Contesté un simple «ok» sin entender el porqué de tanto secretismo, aunque no iba a cuestionarlo. Me enfundé los zapatos, cogí el casco y las llaves de la moto mientras empezaba a pensar qué iba a decirle a mi pelirroja favorita por marcharme de esa forma tan abrupta; no quería mentirle y tampoco podía usar un socorrido "problemas familiares" porque eso hubiese alarmado a Ginger.

Entré con cautela en el salón, donde todas las niñas -incluida mi hermana-, estaban agarradas a la barra haciendo un ejercicio. Olivia se encargaba de supervisar, marcando el ritmo y dando pequeñas correcciones.

Me acerqué a ella con presteza, con la esperanza de que no me preguntara nada al estar ocupada y le susurré al oído:

—Cariño, lo siento, pero tengo que salir un momento. ¿Te importa quedarte con Ginger hasta que vuelva?

—Claro, por eso no te preocupes—dijo resuelta y añadió con cierta ansiedad—: pero ¿qué ocurre?

Gruñí mentalmente. No sabía qué contestarle y evidentemente no podía eludirlo e irme sin darle una respuesta. Entonces, y sin encontrar ninguna otra excusa, le solté lo primero que se me pasó por la cabeza.

—Es que... verás... Rita me necesita. No lo está pasando bien con Norma, y me ha pedido que vaya. ¿No te importa, verdad?

En realidad, las chicas ya habían arreglado sus diferencias, la propia Rita me había mandado un mensaje la noche anterior para anunciármelo, pero ese fue el único pretexto que me vino a la mente, supongo que por haber sido cierto unos días atrás.

—Ehm.... —puso una mirada algo aviesa y en ese instante me arrepentí de haber usado a Rita. Me odié con fuerza por haber sido tan estúpido y contuve el aliento hasta que oí como sentenciaba—: No, claro que no. Es tu amiga.

Sonreí contritamente y solté el aire que estaba reteniendo en mis pulmones, sintiéndome un miserable.

—Vuelvo enseguida que termine —le prometí como único consuelo.

Me marché deseando que el tiempo pasara deprisa, hablar con Leo y poder aclarar las cosas con Olivia a mi vuelta. Sabía que mentir, por adecuadas que parezcan las razones, nunca es buena idea y sólo deseaba volver a casa para resolverlo.

Lo que no podía ni siquiera intuir es que esa pequeña excusa soltada sin premeditación iba a ser el inicio de una gran bola de nieve.

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