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Capítulo 14: Pura seda y flores

No fui muy consciente de lo que sucedía a continuación. No supe ni cómo habíamos acabado allí, pero ahí estábamos el torbellino cobrizo y yo, en su habitación, temblando después de otro largo beso eléctrico que había despertado fibras de mi ser que creía muertas, mutiladas.

En la mesa del comedor mi pasión se había encendido a la velocidad de la luz y es que descubrí que el torbellino, en realidad, era un huracán de categoría cinco.

Su boca ardiente llamaba a la mía para enredarse una y otra vez en unos besos sin fin, cargados de humedad y promesas de placer.

En algún momento nos habíamos levantado del comedor y nos habíamos dirigido hacia los espejos, para luego meternos por una puerta que daba a una habitación, que más tarde supe que era la suya; aunque centrado como estaba en Olivia, lo cierto es que bien me podría haber llevado al jardín o en medio de la calle, porque yo hacía mucho rato que había desconectado la parte racional de mi cabeza dejando salir al animal hambriento que era.

Nuestras manos tenían vida propia, porque desde luego yo no las dirigía, y se colaban por debajo de las ropas con impaciencia.

Olivia era pura seda, acariciarla era un éxtasis en sí mismo. Mis dedos se morían de impaciencia por reseguirle todos los suaves bordes. Salientes y hondonadas que ella no parecía querer esconderme en absoluto.

Inicialmente ascendí por dentro de su camiseta con tiento, esperando cierto permiso o preparado para una negativa a seguir, pero ella agarró mis manos y las hizo subir de golpe por su abdomen hasta llevarlas a sus cúspides.

No llevaba sujetador y mi gemido de sorpresa se ahogó en el suyo de placer.

Tenía los pechos pequeños pero llenos y se adaptaron a la perfección a mis grandes manos. Descubrí, con enorme regocijo, que sus pezones eran muy sensibles y crecían bajo mis palmas con asombrosa facilidad.

Olivia temblaba entera ante mis caricias y se deshacía en jadeos que morían en mis labios. Aunque yo no estaba mucho mejor... Las rodillas me flaqueaban y los pantalones me apretaban de manera acuciante; la erección de campeonato que llevaba, empezaba a ser dolorosa al estar aprisionada por las capas de ropa.

Entonces fue ella la que tomó el mando, si es que alguna vez me lo había cedido. Se separó unos segundos de mí, me quitó la camiseta por la cabeza y me acarició el torso. Me derretí ante su mirada glotona, nunca me habían mirado así...

Luego hizo lo propio sacándose la camiseta con impaciencia. Con una sonrisa de satisfacción en la cara y los ojos entrecerrados: el mismo rictus de placer de cuando comimos aquella deliciosa pasta el primer día que la conocí.

No pude deleitarme ni un segundo en su suave piel, sus pezones rosados e enhiestos me llamaban por mi nombre de pila. Busqué a tientas algún lugar donde apoyarme para poder acariciarla a placer. Encontré la cama y me senté encima de las sábanas. Separé un poco las piernas para dejarle un espacio que Olivia se afanó en ocupar. Tras besar una vez más sus labios, me deslicé por su cuello y su clavícula dejando un reguero de pequeños lametones hasta llegar a uno de sus botoncitos rosados. Lo aprisioné entre mis labios, tratando de ser delicado sin lograrlo del todo. Era consciente de la sensibilidad de esa parte de la anatomía femenina, pero estaba famélico y ella era un banquete de exquisitos manjares.

Y aunque no quería que el fuego nos consumiera demasiado pronto, no sabía contenerme. El torbellino cobrizo no dejaba de ondear entre mis piernas, jadeando melodías de placer cada vez más evocadoras. Enarcó más la espalda hacia mí y se colocó mejor entre mis piernas: ciñéndose contra mi erección, que empezaba a ser muy incómoda, a la vez que apretaba sus muslos entre sí, buscando más fricción.

Succioné con más ahínco, mientras hacía rodar entre el índice y el pulgar el otro pezón, y su grito de placer casi hizo que me corriera en aquel instante.

Alterné las atenciones, acariciando con los dedos el pecho húmedo de mi saliva y besando el que había estado bajo mis dedos. Ella vibró de pies a cabeza como si fuera la cuerda de un violín y aferró sus manos a mi cabeza para que no parara. Aunque yo no tenía la más mínima intención de hacerlo, estaba disfrutando una barbaridad.

Pronto sus jadeos aumentaron a gemidos, con pequeños gritos sincopados que trataba de contener mordiéndose los labios, y los temblores se intensificaron hasta llegar a una gran convulsión. Después su cuerpo quedó laxo y desmadejado.

Algo aturdido por lo que acababa de suceder, la retuve, sentándola encima de mis rodillas para que no terminara en el suelo. Juntamos las frentes con los ojos cerrados, buscando el ritmo de nuestras respiraciones. Tardé unos segundos en procesar que le había provocado un orgasmo sólo jugando con sus pechos.

Un rato después, sin mediar palabra y sin abrir si quiera los ojos, empezamos a besarnos de nuevo con poca ternura y mucha pasión. Como dos sedientos ante una fuente de agua fresca.

Sentí como su delgado cuerpo se separaba ligeramente del mío y se revolvía hasta que una de sus delicadas manos bajaba por entre nuestros cuerpos, tratando de abrirse torpemente el botón del pantalón y hacerlo bajar con nulo resultado.

Mientras nuestras bocas seguían enlazadas y sin querer soltarse, puse mis manos en sus caderas para levantarnos a los dos a la vez. Olivia era alta, pero debido al ballet era muy ágil y no fue difícil hacerlo. Una vez de pie, resbaló con delicadeza por mi cuerpo hasta quedar, otra vez, frente a frente. En pocos segundos sus manos se pusieron de nuevo a luchar contra sus propios pantalones y yo aferré la tela por las trabillas para cooperar con ella. La ropa se le adhería como una segunda piel y tiré con firmeza hacia el suelo, pero se quedó atrapada en sus rodillas.

Su impaciencia me encendía la lujuria a niveles estratosféricos, me volvía loco.

Con algún gruñido de protesta que no sé de cuál de las dos gargantas salió, quizás de ambas, me separé y me arrodillé frente a ella. La descalcé sin miramientos; las suaves zapatillas de cuero se hicieron un amasijo entre mis dedos, que lancé en cualquier dirección sin parar atención. Y luego le quité el vaquero rodillas abajo, con prisas pero sin rudezas. Ella resopló con placer mientras yo me incorporaba y aproveché para desabrocharme el primer botón de mis pantalones para tratar de darle un poco más de espacio a mi anatomía pulsante. Deseaba a Olivia con todo mi ser, pero jamás haría nada que ella no quisiera.

La busqué con la mirada, tratando de consensuar el siguiente movimiento y entonces fui yo el que no pudo contener una exclamación. Todavía entraba mucha claridad por las ventanas y la luz bañaba a la taheña en todo su esplendor. El pelo alborotado con el flequillo pegado a la frente en algunas zonas, las mejillas sonrosadas, la sonrisa, el pecho sinuoso todavía agitado y... no pude seguir mirando porque al darse cuenta de que la observaba, venció muy rápido el espacio que nos separaba y me levantó la barbilla para que la mirara a los ojos, en un gesto que entendí que era de pudor.

Puse mis manos en sus caderas y la separé un poco de mí, notando su resistencia.

—No tengas vergüenza, por favor —susurré con la voz enronquecida.

Era preciosa y no lo pensaba sólo porque estuviera muy excitado en ese momento; además no comprendía porqué trataba de ocultarme su cuerpo cuando hacía unos minutos, ella misma, no dejaba de ofrecerlo.

Despacio, titubeando, permitió que mis manos la alejaran y se colocó de lleno frente a la ventana, apartando la mirada de mí y agachando la cabeza mientras yo la contemplaba. Entonces lo vi.

Desde aproximadamente un palmo por debajo del pecho izquierdo hasta la cadera derecha, pasando por el ombligo y perdiéndose un segundo bajo el algodón negro de sus braguitas, su blanca piel se enrojecía en grandes manchas de bordes irregulares que me recordaron, de manera inmediata e inevitable, a las preciosas adansonias [1] que veíamos de pequeños, jugando con mis hermanos, los gemelos, en los jardines del refugio donde llegamos al mundo.

Y la sensación abrumadora de que «estaba en casa» volvió a saturarme los sentidos.

—Es... de... nacimiento —dijo en un susurro casi inaudible, con la cara sonrojada hasta la raíz del pelo y apenas sin levantar la barbilla del pecho.

Sonreí con cautela, no quería que pensara que me reía de ella, mientras me sentaba otra vez en el borde de la cama y ladeando el cuello, señalándome, le dije:

—Pero, cariño... ¿No te has dado cuenta de que yo también tengo manchas de vino Oporto [2]?

Olivia levantó la cara presurosa y abrió los ojos con sorpresa cuando se fijó en el lateral de mi garganta. Luego se mordió una sonrisa tímida mientras negaba con la cabeza.

—Las tuyas apenas se ven, son pequeñitas... —protestó haciendo un mohín muy gracioso.

—Y las tuyas te visten, te adornan. Eres como El Jardín del Edén, Via. Un paraíso con flores y todo.

Amplió la sonrisa, mostrándose satisfecha y sus ojos plateados se iluminaron llenos de alivio y deseo. Quizás me había pasado de manido y cursi, pero lo había dicho sinceramente.

—Entonces —dijo ella, repuesta de su ataque de vergüenza y mirándome con picardía —, ¿probamos a mezclar las flores con el chocolate?

Su audacia me hizo reír, a la vez que mi entrepierna se sacudió con violencia por el significado que desprendían sus palabras, así que me levanté como un resorte y la estreché con fuerza entre mis brazos, a la vez que uníamos de nuevo nuestros labios, dispuesto a fundirme entre sus pétalos y pistilos.

Y en ello estábamos, cuando un ruido algo estridente empezó a sonar.

[1] Os dejo unas maravillosas fotos de las adansonias, que son las flores del árbol del Baobab.

Para aquellos que no lo conocéis, el baobab es el árbol más grande del mundo y es natural de África. Podemos encontrar baobabs en diferentes países del continente, como por ejemplo en Senegal.

En consonancia con el tamaño del árbol van las flores, de forma que las adansonias pueden ser muy grandes.

Un baobab tarda del orden de 20 años en florecer por primera vez y dado que las flores son polinizadas por murciélagos, se abren con la puesta de sol.

Por desgracia no huelen especialmente bien, pero nos centraremos en su espectacular belleza visual.

Así son vistas desde abajo, es decir si nos tumbásemos en el suelo. En esta imagen me he inspirado para las manchas de Olivia.

Y así son, si las mirásemos andando.

Las fotos están extraídas de este blog:
https://www.google.com/amp/blogueiros.axena.org/2015/03/03/flor-baobab/amp/

La autora del cual se llama: Lisa Hahn

[2] Las Manchas de vino Oporto: Son un tipo de manchas de nacimiento. Estas decoloraciones tienen el aspecto de salpicaduras de vino en una parte del cuerpo; los lugares más frecuentes son la cara, el cuello, los brazos o las piernas. Las manchas de vino Oporto pueden ser de cualquier tamaño, pero solo crecen a medida que el niño crece y jamás desaparecen por sí solas. Los médicos controlan las que se encuentran cerca de los ojos para asegurarse de que no causen problemas.

Hay diferentes tipos de manchas de nacimiento y normalmente son todas inocuas para la salud; aunque suelen ser muy vistosas, lo cuál hace que muchas personas te pregunten qué te ha ocurrido. He elegido este tipo de manchas para Olivia y Héctor porque le veo mucha poesía y soy conocedora de ellas: me adornan el pie derecho.

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