Capítulo 12: Olvídala conmigo
Una vez con los ojos cerrados, logré abstraerme un segundo del momento y recuperar algo de calma. Tomé consciencia de mi corazón, que me golpeaba con furia en el pecho, desbocando a mi subconsciente y haciéndome perder el norte de la situación. En realidad, Rita sólo estaba tratando de consolarme y sus gestos no iban con ninguna doble intención.
Aun así me aparté, y al hacerlo me di cuenta de que sucedía algo extraño: sentí alivio. Por primera vez, el contacto de su piel no me había provocado placer o deseo, ni tan siquiera agrado. El rastro de sus dedos me quemaba como si fueran ríos de lava incandescente, abrasadores.
No eran sus manos las que deseaba que me tocaran.
—Lo...lo siento, Héctor —dijo Rita, compungida, al sentir mi retroceso —. No era mi intención...
—Está bien, Rian. No pasa nada, no me has molestado —mentí—. Lo siento, pero me tengo que ir —dije mientras me alejaba hacia la puerta a buen paso, tratando de no parecer grosero, mientras contenía la respiración.
Al salir a la calle, el aire sofocante de ese viernes de agosto me golpeó la cara con fuerza y no fue hasta que entré en el coche, dejando con cuidado el paquete para Leo a salvo en el maletero, que empecé a respirar de nuevo.
Encendí el motor del Dacia Lodgy familiar y luego puse el aire acondicionado antes de iniciar el viaje, pero en lugar de ir hacia Montejo de la Sierra, el pueblo de los abuelos paternos de Leo y Rita, me planté en Aranjuez, frente a la cancela blanca con el número veinticinco.
No sabía si Olivia estaba en casa, ni siquiera si iba a poder atenderme, pero aun así, aparqué en el lateral habilitado para ello, bajé del coche y toqué el timbre. Sentía la necesidad acuciante de verla, aunque sólo fuera un instante.
Tras unos segundos, el sonido de un «clic» metálico me indicó que la verja se había desbloqueado y la empujé con suavidad hasta que cedió por completo.
Entré con el paso lo más pausado que pude, aguantándome las ganas de correr como un loco y crucé el pequeño jardín delantero a grandes zancadas. Al llegar a la puerta de la vivienda, también blanca, con el pomo y los detalles en dorado, ésta se abrió sin que tuviera que hacer uso de la aldaba.
Una mujer joven, de estatura media y voluminosas proporciones, con el pelo oscuro recogido en un moño alto, que vestía un pijama de enfermera, me recibió. La reconocí de inmediato. Era la amiga de Olivia.
—¡Hola! ¿Eres Lucía, verdad? —dije poniendo una gran sonrisa —. Yo soy...
—Héctor —me interrumpió, acabando la frase por mí con una sonrisa franca que le llegaba hasta unos imponentes ojos verde oliva, que me miraban con alegría.
Me reí, me gustó saber que la taheña le había hablado de mí a su mejor amiga. Lucía también rio y me invitó a pasar. Me cayó bien de inmediato.
—Oli está terminando de preparar las clases del fin de semana, entra y te indico, que tengo que ir a atender a Ainhoa. —Tenía una voz muy suave y pausada, transmitía calma.
—No quiero molestar, en realidad... yo...
No había medido mis actos y ahora me arrepentía de haber alterado la paz y las rutinas de las mujeres de esa casa...
—No seas bobo. Le va a encantar verte —dijo mientras me guiñaba un ojo.
—Gracias —contesté sin saber muy bien qué más decir y seguí el contoneo de sus anchas caderas hasta el interior de la casa.
El luminoso vestíbulo daba paso por la izquierda a una amplia escalera con una plataforma eléctrica salvaescaleras, que imaginé que era para la madre de Olivia, y por la derecha abría un pasillo con alguna puerta.
Lucía me precedió y una vez al pie de la escalera, me indicó:
—Sigue el pasillo y a la izquierda, bajo la escalera, se abre la cocina. Debes cruzarla y al final está el salón; allí encontrarás a Oli. No tiene pérdida. Y si no, sigue la música.
Le di las gracias y me fui a buscar al torbellino cobrizo. Tal y como la enfermera me había indicado, encontré una pulcra cocina que se abría sin puertas a mi izquierda, adaptándose al hueco de la escalera y al final de ésta, un arco de yeso estilo tudor pintado de un fresco verde menta que daba paso a un enorme salón decorado en el mismo tono.
A un lado había una mesa rectangular de madera clara con capacidad para ocho comensales, con ocho sillas a juego y al otro, un gran espacio libre con una de las paredes llena de espejos y una barra de ballet incrustada en ellos, donde una Olivia vestida con unos tejanos ajustados, una camiseta blanca holgada y las típicas zapatillas de cuero rosado con un elástico cruzando el empeine, realizaba un pequeño ejercicio con los ojos cerrados. La música clásica sonaba a un volumen comedido.
Me quedé parado allí en medio. Observando sus gestos gráciles y decididos. Marcaba más con las manos que con los pies, los movimientos. Luego abrió los ojos y buscó una libreta que había en el suelo, la recogió y al levantar la vista, me vio.
—¡Ay, co...rcho! ¡Héctor! ¿Qué haces aquí? —exhaló sorprendida.
—Perdona... yo... —me había quedado sin palabras. «No sé qué me ha pasado... no hace ni veinticuatro horas que estuvimos juntos, lo sé, pero me moría por verte».
Aunque no tuve que decir nada. Ella corrió hacia mí y lo hizo con tanto ímpetu que cuando me di cuenta, sus piernas se me enroscaban en la cintura y mis labios atrapaban los suyos con rabia contenida, con ansias y con mucho ardor...
La sensación de conexión entre nosotros me sobrecogió, a la vez que notaba como en mi interior todo se ponía en calma.
Nos estuvimos besando mucho rato porque, como el día anterior, me sentía incapaz de soltarla. Sus labios eran adictivos, sus manos eran satén por mi cuello, mi pelo, mis hombros... Olivia se llevaba el sabor amargo que me inundaba la boca y hacía desaparecer la hiel de mi cuerpo.
Hasta que una discreta tos nos hizo separarnos. La solté con cierto pesar y la bajé al suelo con toda la delicadeza que la turbación me permitió.
Lucía estaba de pie junto al arco que separaba la cocina del salón, sonriendo discretamente, ataviada con un favorecedor vestido negro y un discreto bolso blanco que le cruzaba el pecho.
—Ehm... lo siento... —se disculpó con suavidad—. Oli, me marcho ya que hoy entro a las siete. Tu madre no ha querido merendar, pero está lista hasta la hora de dormir. ¿Quieres... que llame a Allegra?
Olivia negó con la cabeza.
—No, Lucy, gracias. Nos vemos el domingo —contestó la taheña sonriendo.
La enfermera asintió y desapareció rauda por la cocina. Olivia y yo nos miramos a los ojos.
—Hola —me dijo con una sonrisa divertida, mordiéndose el labio inferior, que estaba más rojo que de costumbre por el ataque de los míos —. Antes se me ha olvidado saludarte.
—Hola —le contesté riendo.
—Me encanta que hayas venido, pero... ¿qué te trae por aquí? ¿Ha pasado algo? —dijo con su habitual calma, mientras me agarraba de la mano y me llevaba a la mesa y separando dos sillas para tomar asiento uno al lado del otro.
Ante su perspicacia, y recordando todos los votos de confianza que ya había depositado ella en mí, le abrí mi corazón y le hablé de Rita. De nuestro encuentro esa misma tarde, del favor que me había pedido para Leo y también de todo lo que yo había sentido. Luego, de manera inevitable, acabé contándole toda nuestra historia...
Al terminar, tuve esa mala sensación que se tiene cuando has hablado de más. Temí haberme equivocado al abrirme en canal y mostrarle a Olivia todo lo que había dentro de mí en lo que se refería a Rita, porque no ignoraba la electricidad que corría entre nosotros, la facilidad con la que nuestras manos se buscaban y esa maravilla de besos que aun siendo infinitos, se hacían tan breves como un parpadeo...
—No pienses más, Héctor —me dijo con suavidad, sorprendiéndome una vez más y con una sensualidad que jamás había visto, añadió—: Olvídala conmigo.
Me agité, no, me sacudí entero ante sus ojos grises que estaban llenos de pasión. Había algo en ellos que me removía hasta por debajo del alma, más allá de los huesos...
Y sin mediar palabra, me incliné sobre ella y, con urgencia, me apoderé otra vez de sus labios.
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