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Capítulo 4: el primer día del resto de mi vida

No había podido dormir bien durante la noche por culpa del jet lag, así que por la mañana se me hizo tarde para ir al instituto. Mi abuela lo había provisto todo para comenzar inmediatamente. Tenía los libros, cuadernos y todo lo necesario para estudiar. El uniforme que llevaba era sencillo, pero visiblemente caro. Se trataba de una bonita chaqueta roja, una camisa blanca con un lazo azul marino y una falda plisada gris oscuro que me llegaba a las rodillas. Lo malo era que, a pesar del calor, debía cubrir todas las heridas de la noche anterior, así que tuve que ponerme medias y una fina chaqueta de manga larga. Me sentía como una colegiala de un manga japonés.

No tuve tiempo de desayunar y me introduje a toda prisa en la misma limusina que me había ido a recoger el día anterior al aeropuerto. El chófer me miró por el retrovisor con una sonrisa.

—Abróchese el cinturón, señorita, por favor.

—Sí, claro. 

Miré por la ventanilla y, la verdad era que aquella zona era muy bonita. Había muchas casas enormes como la de mi abuela, rodeadas por cuidados jardines, algunos más originales que otros. Empezamos a entrar en una zona más poblada y llegamos a la puerta de un instituto que, más bien, parecía un Hogwarts en miniatura. Era increíble.

El chófer me paró en la puerta y bajé rápidamente. Apenas había rezagados que se dirigían a sus clases a toda prisa. Entonces miré a mi alrededor. Todo era precioso, pero no tenía ni idea de adónde tenía que ir. Había varios edificios y ningún cartel indicador. ¿Dónde demonios tenía que ir para llegar a mi clase de griego? ¿Y por qué narices tenía que estudiar griego? ¿Acaso no sabían que yo era de ciencias?

Empecé a correr por cualquier sitio, esperando encontrar alguna pista de cómo llegar a mi clase, cuando escuché a alguien gritar.

—¡Cuidado!— Lo siguiente que recuerdo fue sentir un fuerte pinchazo en la cara y que todo se volvió, primero blanco y luego negro.


Al abrir los ojos, me encontré tumbada en el suelo, y sobre mí un chico. Un chico que me resultaba familiar y que me miraba con curiosidad. No me lo podía creer... ¡era el mirón sobre el árbol! ¿Qué diablos estaba haciendo allí encima de mí?

Asustada lo aparté de un manotazo y me incorporé, pero me dolía la cabeza.

—Ya era hora de que llegases— espetó de mala gana, mientras se recolocaba la ropa. Yo lo observé, al igual que a los curiosos que empezaban a arremolinarse a mi alrededor.

—¿Pero qué dices?— farfullé mientras me pasaba la mano por la cara. A mi lado vi una pelota de baloncesto. Me habían dado un pelotazo en la cara.

 —Me llamo Leo. Eso es todo lo que necesitas saber de mí. Me han encargado que te guíe a tus clases esta semana, pero no tengo intención de hacerte una ruta turística por el instituto. Tengo cosas más importantes que hacer, así que escúchame. Ahora tenemos clase de griego, pero esa es una de las muchas asignaturas a las que yo no asisto. Por lo que veo, estás muy desorientada. El pabellón de la clase de griego está en aquella dirección— señaló el lugar de donde yo venía—, allí puedes preguntar a cualquier persona, aunque te recomiendo que no entres ahora, porque al profesor no le gustan los atrasos.

Escuché las voces de sus amigos llamándolo y él les hizo un gesto con la mano para que esperasen.

—Deberías hacerte una superamiga de esas que os hacéis las chicas para que te ayude, porque no voy a ser tu niñero. De hecho, si no me diriges la palabra, mejor todavía— hizo una leve reverencia de cabeza a modo de despedida—. Au revoir, mademoiselle.

Acto seguido, cogió su pelota y se dio media vuelta para irse. Yo me puse en pie respirando aceleradamente, mientras todavía sentía el palpitar en mi cara. Intenté calmarme, pero fue en vano, en cuanto lo vi caminando hacia sus amigos, la sangre que había estado acumulándose en mi cabeza finalmente estalló, indignada por la sarta de tonterías que acababa de escuchar en un tiempo récord.

—Perdona, pedazo de basura andante —Leo se dio la vuelta y me miró sorprendido—. Parece ser que tienes un pequeño problema de ego y eso hace que tu cerebro esté un poco coagulado. Primero, ni necesito, ni quiero la ayuda de un retrasado como tú, y segundo... ¿Quién demonios te crees que eres para tratarme así? ¿Cleopatra? Olvídame— me di la vuelta y comencé a caminar por donde me había dicho que estaba el pabellón este. Aunque llegase tarde, no podía faltar a la primera hora de mi primer día de clase, sólo porque un sociópata mimado y egocéntrico creía que debía faltar.

Me pasé la mano por la cara condolida, pero reprimí las ganas de llorar. No iba a llorar. No podía permitírmelo, y no lo haría. Yo no era débil. Yo era una chica fuerte y aguantaría aquello con toda la dignidad posible. Incluso cuando estaba completamente sola entre una multitud de ricos sin escrúpulos, había sido agredida por una pelota e insultada por un imbécil, no me iba a desmoronar. Por mi propio bien, no lo haría delante de toda aquella gente.

Tras unas cuantas vueltas encontré el dichoso pabellón este, y en seguida encontré la clase de griego. No era tan difícil. Si analizaba bien la distribución del instituto era bastante lógico.


Llamé a la puerta y con cuidado abrí. Un hombre con bigote y una protuberante calva me miró con el ceño fruncido.

—Su nombre es...— dijo disgustado.

—Alicia. Alicia Ros— contesté.

—Señorita Ros— el hombre sonrió cargado de paciencia fingida y me miró— La mayoría de estudiantes de este instituto creen que son el centro del universo y que pueden desobedecer las normas como les plazca, pero mi clase es diferente. Yo no soy como los demás profesores. En mi clase todos, incluida usted, cumplen las normas. Como hoy es su primer día, voy a dejarla entrar, pero si el retraso de hoy se vuelve a repetir, tendrá que pasar la hora de pie en el pasillo.

Asentí nerviosa y caminé rápida hasta sentarme en un pupitre vacío, aguantando las risitas y los murmullos de mis nuevos compañeros de clase. Rápidamente abrí mi mochila para sacar mi libro, y se me hizo un nudo en el estómago al ver que no estaba dentro. Si aquel hombre estaba dispuesto a dejarme una hora entera de pie en el pasillo por haberme perdido en mi primer día de clase y llegar tarde, no quería ni pensar lo que haría por olvidar mi libro de texto.

Un libro se extendió a mi lado y al mirar a la amable persona que había decidido compartir conmigo, una deslumbrante sonrisa me fascinó, seguida por unos bonitos ojos claros que ya había visto antes. No... no podía ser. Era el estúpido pervertido. ¿No había dicho que no iba a entrar? Lo fulminé con la mirada e ignoré el libro a mi lado, volviendo la vista a mi mochila. ¿Quién se creía que era para ahora fingir ser el señor simpático sólo porque estaba delante de sus compañeros de clase y del profesor? A mí no me engañaba.

Abrí el cuaderno nuevo que me habían dado en casa de mi abuela y fijé la vista en la pizarra frente a mí, intentando absorber toda la información posible. Nunca antes había estudiado griego. No conocía aquellas extrañas letras y mucho menos la sintaxis completamente diferente.

—¿Necesitas ayuda?— preguntó Leo.

—No.

—Pareces algo perdida. En serio, no es una molestia.

Lo miré exasperada e iba a soltarle una serie de insultos malsonantes, pero entonces vi su expresión confundida y pensé que podían ser dos cosas: o era un actor increíble, o realmente lamentaba su actitud de antes. Tal vez lo que le dije le hirió y se arrepintió de todo lo que me había dicho él a mí... tal vez no era tan malo como había pensado al principio...

—La verdad es que estoy muy perdida— admití.

—No te preocupes, tengo una de las mejores notas en esta asignatura— volvió a extender su libro y lo puso en el centro de la mesa. —Lo primero que tienes que hacer es aprender el alfabeto y la pronunciación de cada letra. Una vez lo hayas dominado, necesitas saber que el griego antiguo es una lengua en la que el sistema nominal indica su función por medio de sufijos. Existen cinco casos: nominativo, vocativo, acusativo, genitivo y dativo...

—Espera un momento... ¿De qué estás hablando?

Leo se rió, y sonó como los ángeles. ¿Cómo aquella boca que sonreía de esa forma tan maravillosa podía decir crueldades como las que me había dicho diez minutos atrás? No lo podía entender.

—No te preocupes. Le pillarás el truco pronto.

—Eso espero...— mentí. El griego me importaba un pito, pero si me iba a ayudar a empezar una amistad con él, estaría encantada de esforzarme un poco más de lo que habitualmente me esforzaba.

Puse la mano sobre el pupitre, y como si se tratase de una señal, el anillo que Kevin me había regalado chocó contra la madera maciza de la mesa. El ruido llamó mi atención y le recordé. Como si fuera una descarga eléctrica, me aparté de Leo y volví la vista al frente. No. No podía, ni quería a otro chico que no fuese Kevin. Amaba a Kevin y ni la distancia, ni las trabas de mi abuela, ni los chicos más guapos del instituto me harían olvidarlo tan fácilmente. ¡Nunca!

―Por cierto, ¿tu abuela te reprendió? ―susurró, aprovechando que el profesor había empezado a explicar algo.

―¿Mi abuela? Ella me reprende a todas horas. ¿A qué te refieres?

―Anoche, cuando llegaste a casa. 

―¿Cómo lo...? Un momento. ¿Tú eres el de la moto? ―pregunté sorprendida. Tan sorprendida que sin querer levanté demasiado la voz y el profesor paró de hablar para mirarme.

―¿Hay algo que desee compartir con el resto de la clase, señorita Ros? ―dijo entrecerrando los ojos. Podía ver una pequeña venita que había empezado a sobresalir en su inmensa frente.

―No... Lo siento.

―No juegue con mi paciencia ― dijo parándose frente a mí. ―Que sea nueva no le da licencia para actuar como quiera.

Por un momento me vi castigada en mi primer día, en la primera hora de clase y a mi abuela echando fuego por la boca cual dragón desbocado. No. No era una imagen mental muy apetecible.

―Lo lamentamos mucho, señor Connors ―dijo Leo sonriente. ―Estoy explicando algunas cosas para poner a la señorita Ros al día, ya que es la primera vez que asiste a una clase de griego.

―Ah, ya veo. Está bien, señor Steinbach. Lo agradezco. ―El semblante serio del profesor de repente cambió y sonrió complacido. ¿Qué demonios había sido eso? ¿Acaso este muchacho era un Jedi y había controlado al profesor?

Lo miré admirada y él me guiñó un ojo, haciéndome sonrojar. Maldita sea. 


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