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Capítulo 19: Combinaciones secretas


Debo admitir que aquél había sido uno de los episodios más raros de mi vida. El mujeriego Leonardo Steinbach había tenido la oportunidad de besarme y no lo había hecho. No lo entendía. Pero tampoco quería hacerlo. Esa semana iba a quedar con Dani y me aseguraría de que lo que me hacía sentir Leo no era más que un eco de lo que sentía por Dani en realidad. 

Me quité aquel incómodo vestido y me puse una ropa más simple —aunque realmente no había nada muy simple en mi caro armario—. Un vestido  holgado de tirantes con lazos en los hombros y un estampado de margaritas sobre un fondo verde vintage. Cómodo, pero demasiado estirado para mí. Me solté el pelo, pero tenía tanto fijador que parecía cartón, así que lo até en una cola. Necesitaba una ducha con urgencia. Una lástima, después de tantas horas de preparación.

Tan pronto como sentí que los invitados se habían marchado, fui a hablar con mi abuela. Llamé a la puerta de la sala de té donde habían estado reunidos tras mi marcha y un suave y calmado "adelante" me invitó a pasar.

Mi abuela estaba ahí sentada, frente a mi abuelo, que estaba de pie, pasándose la mano por la nuca algo estresado.

—¿Deseas algo, Alicia?— preguntó mi abuela con una calma contenida que me estremeció de pies a cabeza.

—¿Si deseo algo? ¿De qué vais? ¿Qué es eso de que me tengo que casar con un Steinbach? ¿Acaso darme a elegir entre uno de los dos es libertad de elección?

Mi abuela me miraba con fingida sorpresa, como si no entendiera mi actitud, pues eran chicos que en su mundo eran perfectamente válidos: guapos, ricos, inteligentes, herederos de una gran empresa... ¿Qué más podría pedir?

—Alicia, ya te dijimos que tu matrimonio sería concertado. ¿De qué te sorprendes? Es una alianza pactada desde que naciste. Negocios, al fin y al cabo.

—¿Eso es todo para ti? ¿El resto de mi vida depende de unos negocios que ni me van ni me vienen?

—¿Tengo que recordarte que, por desgracia, eres nuestra única heredera? ¡Todo esto te incumbe mucho más de lo que tu inmadurez te permite percibir!— mi abuela alzó la voz, y por primera vez vi en ella una emoción que se escapaba de su control... pero duró poco. En seguida recuperó la compostura y se aclaró la garganta incómoda.

Si ella era capaz de controlar sus emociones con un ligero esfuerzo, por mi parte, yo no podía controlar absolutamente nada en mí. Estaba completamente ofuscada, indignada y asustada, y no me preocupaba un ápice por ocultarlo. 

—Pues quizá debas buscar a otro heredero, porque esta niña inmadura no quiere nada de lo que tienes para ella.

Salí corriendo de la estancia e, ignorando a mis abuelos llamándome y las insistentes advertencias de las sirvientas de que no saliera a aquellas horas de la noche, me aventuré en la quietud del pequeño bosque buscando algo de consuelo en la soledad de mis pensamientos. Puede que para cualquier otra persona, el hecho de que la emparejasen con un Steinbach no era algo tan malo, pero para mí sí lo era. ¿Por qué la vida se empeñaba en llevarme la contraria? ¿Por qué las cosas tenían que ocurrir de una manera, no solo diferente a como yo esperaba, sino tan horribles? ¿Qué iba a ser de mi vida, sin amigos de verdad, sin familia que me quisiera, sin un amor escogido por mí...? Si ser VIP iba a suponer un sacrificio tan grande, entonces no quería serlo. Me conformaba con ser la misma Alicia de siempre. La que tenía una vida normal con amigos, novio y familia hasta hacía poco tiempo.

Estuve tentada a escaparme de nuevo, pero ¿para qué? Esta vez no contaba con un Kevin o una Carla esperándome en casa. Mi madre me había vendido, mi abuela me quería casar a la fuerza y mis mejores amigos me habían engañado haciéndome quedar como una idiota delante de mi peor enemigo. ¿Qué había hecho para merecer algo así? ¿Qué fuerza mayor del universo estaba moviendo los hilos para hacerme aprender una lección trascendental que no llegaba a entender?

Las lágrimas corrían desesperadas por mis mejillas. Lo peor de todo estaba dentro de mí. Mis propios sentimientos eran los que me estaban jugando una mala pasada. Odiaba a Leo con todas mis fuerzas por todos los sentimientos encontrados que me hacía sentir. Era la peor persona que había conocido, y sin embargo no podía evitar que mi corazón saltase dentro de mi pecho cada vez que me guiñaba un ojo. ¿Por qué tenía que ser así? Si yo acababa eligiendo a Dani, que sería la opción más lógica y fácil, ¿sufriría porque me pasaría la vida preguntándome qué habría sido de mí si hubiera elegido a Leo? Y si por el contrario eligiese a Leo, ¿me lamentaría por sufrir el resto de mi vida sus constantes caprichos y cambios de humor, maldiciendo la hora en la que me dejé llevar por el corazón y no por la razón?

Agotada, llegué a la roca frente al lago donde siempre acababa cuando no podía más. Me arrodillé junto a ella  y lloré. ¿Por qué mi vida no podía ser normal como la del 99% de los jóvenes de mi edad? Me sentía como la protagonista de una novela. Ojalá fuera sólo una simple lectora y en estos momentos tan agobiantes pudiera cerrar el libro e irme a la cocina a tomar un vaso de agua, respirando tranquila porque todo sigue igual que siempre, bajo mi control... Maldije a mi madre mil veces aquella noche porque por su culpa todo se había torcido.

Escuché un ruido y me asusté. Me quedé en completo silencio, como un ninja en la oscuridad y me escondí detrás de la roca. Para mi asombro, vi al hombre con quien había conversado el señor Steinbach, caminando hacia donde supuse que se encontraba la casa de los Steinbach. Era más de la una de la madrugada. ¿A dónde iría? Decidí seguirle para saber de una vez por todas qué tramaba con el señor Steinbach. Traté de ser lo más cautelosa posible, pero me resultó difícil seguirle el paso sin hacer ruido. Casi lo perdí en dos ocasiones.

Después de un buen rato llegamos a la mansión Steinbach. Me sorprendió lo lejos que estaba de la roca. Leo tenía que caminar bastante cada vez que nos habíamos encontrado allí. 

Aquella mansión, a diferencia de la de mis abuelos, que era de estilo clásico, era completamente moderna y de diseño. Tenía unas extrañas formas que parecía que apenas podían sostenerse en alto y varias habitaciones con paredes de cristales tintados, dejando a la vista la mayoría de lo que había en el interior. El jardín era igual. Todo de lo más sofisticado y con arbustos recortados con extrañas formas geométricas. No terminaba de gustarme, sin embargo me resultaba atrayente.

El hombre se volteó para asegurarse de que nadie le había seguido y yo tuve que esconderme rápidamente. No me había dado cuenta, pero había una esquina, bajo una pérgola, escondida de la luz de las bonitas farolas donde se podía percibir la débil lucecilla de un cigarro siendo inhalado. El jardinero se fue hasta allí y comenzaron a conversar.

Quise acercarme, así que rodeé por fuera, lejos de la mirada de ambos interlocutores y me aproximé todo lo que pude sin llegar a ser descubierta. Me senté detrás de una tumbona, junto a la piscina y traté de escuchar. Susurraban, por lo que me fue difícil, sólo pude diferenciar alguna risa rota por la extraña voz grave del jardinero.

La postura era un poco incómoda y poco a poco me fui recostando cada vez más, acomodándome, hasta que, sin darme cuenta me quedé dormida. ¡Qué desastre de espía! Por suerte, nunca tendría que ganarme la vida así.


Hacía algo de frío. Me subí la manta hasta el cuello, pero era rugosa y un poco áspera. Empezaba a salir del mundo de los sueños mientras me removía, cuando un graznido me hizo abrir los ojos de repente. Unos ojos negros y pequeños me miraban con la cabeza inclinada. ¿Un pollo gigante? Me levanté en un segundo y un enorme cuervo de, al menos, medio metro, dio un saltito hacia atrás, sobresaltado por mi reacción. Habría gritado, pero entonces miré a mi alrededor y sentí que el estómago me daba un vuelco al ver que no estaba en mi habitación.

—Maldita sea. Mi abuela me va a matar— murmuré mientras me incorporaba a toda velocidad. Al hacerlo, me di cuenta de que estaba recostada en la tumbona. ¿Yo me había acostado ahí? No recordaba haberlo hecho. ¿Y si me habían descubierto? ¿Qué iban a pensar de mí?

—Buenos días. —Justo detrás de mí  vi la gloriosa visión de un Steinbach en bañador a punto de saltar a la piscina. —De todas las cosas extrañas que podía haber esperado que me ocurriesen hoy, he de confesar que hallarte dormida sobre el césped de mi jardín es, de lejos, la más extraña de toda mi vida.

Dio un magistral salto y cayó de cabeza en la piscina apenas salpicando algunas gotas de agua. Si no hubiera estado tan abrumada por la situación, probablemente le habría aplaudido. Se apoyó en el borde de la piscina, sacando sus musculosos brazos y apoyó la barbilla mientras me observaba sonriente.

Maldición. Me habían visto. Ya no podía negarlo. ¿Y qué se hace en una situación así? Buena pregunta. Si la sabéis, decídmelo, porque yo no tengo ni idea, y por eso hice lo más fácil.

—Hola...— murmuré avergonzada. Me puse en pie y traté de huir, pero él salió de la piscina de un salto y en dos zancadas me agarró del brazo, impidiendo mi fuga. Su tacto, frío y húmedo me estremeció... ¿O quizá era el simple hecho de que me tocase?

—No huyas y habla. ¿Qué te ha traído por aquí? —preguntó alzando una ceja.

Por supuesto. Esa era la pregunta adecuada. Y yo debía darle una respuesta, porque yo había pasado la noche en su jardín y, perfectamente, podría llamar a la policía y denunciarme... Oh, por favor, ¿Qué estaba pensando? Por supuesto que no me iba a denunciar... 

Me planteé la absurda idea de tener a los gemelos como cómplices en la investigación. Le miré entrecerrando los ojos y procurando que mi vista no se desviara hacia su piel brillante, húmeda y marcada, llena de músculos... cielos. Difícil.

—¿Y bien?— llamó mi atención y yo sacudí mi adormecida cabeza que al final había caído en observar lo que no debía ser observado: su monumental cuerpo.

Le expliqué todos mis temores y recelos referente al jardinero y su padre y él me observó pensativo. Al menos no se estaba riendo, como pensé que haría. ¿Y si mis sospechas eran infundadas? 

—Estoy segura de que ese jardinero está detrás de la fortuna de ambas familias, pero sobre todo la de mis abuelos— dije mirando en todas direcciones y asegurándome de que no había nadie que pudiera escucharme decir esas cosas.

Se acercó a mí, imitando mi actitud de mirar alrededor, y me tomó de la cintura para susurrarme al oído. Las gotas de su pelo cayeron sobre mis hombros descubiertos, sin embargo, lo que me puso la piel de gallina fue las cosquillas de sentir su aliento en mi oreja. Demasiado cerca.

—Puedes contar conmigo para lo que necesites, Alicia. Seré tus ojos y tus oídos en esta casa. 

—Gra... gracias... —Maldita sea... ¿Por qué me temblaba la voz? No podía ser el frío. Estaba sintiendo mi cara arder como si estuviera frente a una chimenea. Tampoco la humedad de su cuerpo recién salido del agua que se traspasaba a mi ropa al estar tan cerca. 

—Y ahora... —la punta de su nariz rozó mi mejilla y buscó mis ojos. Lo sé. Cualquier chica decente se habría apartado hace cinco párrafos, pero no podía mover mi cuerpo. Estaba embelesada y, por mucho que mi cabeza me dijera que me apartase, mi cuerpo no obedecía. Alcé un poco la cabeza, facilitando el camino, por si ocurría lo que más temía y deseaba al mismo tiempo y él se detuvo. Sentí el calor de su respiración en mis labios y, cielos... era lo más dulce que jamás había sentido. Él sonrió con descaro. 

—Mi dulce e inocente Alicia, más te vale que vuelvas a casa, o si no, el misterio que tenga que resolver será el de tu asesinato a manos de tu abuela. —Aprovechando la cercanía me besó en la mejilla.

Ese fue el instante en que desperté del letargo y la descarga de adrenalina terminó de despertarme. Me aparté de él de un empujón, tremendo error, porque poner las manos en sus fuertes y fríos pectorales me hicieron desear seguir palpando para ver si tenía algún ápice de grasa en ese cuerpo perfecto. Nop. Tenía que fingir. Mantener la compostura. 

—¿Qué diablos haces?— protesté secándome la cara, pero el rubor de mis mejillas me delataba.

—Te veo en clase, preciosa.

Dicho eso, se marchó y me dejó allí embobada. Ni siquiera sabía cuál de ellos me había besado en la mejilla, aunque mi instinto me decía que ese descaro sólo podía ser propio de Leo. Miré mi reloj y faltaba una hora para que empezaran las clases. Dije unos cuantos improperios bastante ofensivos tras lo cual emprendí la carrera acelerada por la adrenalina producida por la serie de sustos que me había llevado. 

Llegar a casa de mi abuela me llevó casi veinte minutos corriendo. No estaba en tan buena forma como pensaba y tuve que parar varias veces a tomar aliento. Necesitaba hacer más ejercicio, una de esas tantas metas que una se pone en año nuevo y nunca cumple. Entré en la casa por la puerta de la cocina, que estaba abierta. Las sirvientas que había allí me miraron sorprendidas, pero nadie dijo nada. Podía imaginar lo que estaba pasando por sus cabezas: "Estos ricos y sus caprichos". Pues no. Probablemente ellas tenían más dinero que yo con los salarios que debía estar pagándoles mi abuela. Realmente yo no poseía nada de lo que había allí por mucho que mi abuela se empeñase en decir que yo era la única heredera y otras tonterías similares.

—¡Buenos días! —saludé con una exagerada sonrisa. Todas hicieron una reverencia al mismo tiempo y yo no perdí tiempo en darles explicaciones. Fui, tan discreta como pude, hasta mi habitación, me duché en cinco minutos —creo que nunca había tardado tan poco—, me puse el uniforme, pulcramente lavado y planchado, y agarré mi mochila, previamente preparada por las sirvientas. Bufé por la irritante eficacia del servicio de la casa. Un delicioso desayuno que olía a gloria me esperaba en la mesa de la cocina, pero apenas tenía tiempo para sentarme, así que tomé una magdalena y dos tragos del vaso de leche y corrí hasta la limusina que ya estaba parada frente a la puerta de la casa. Misión cumplida. Mi abuela no me había visto. Podría prescindir de la bronca por pasar la noche fuera y sin permiso.

Me senté en el asiento trasero y suspiré aliviada. ¡Lista para enfrentarme a un nuevo día de clases!

Pero no tan lista para enfrentarme a los Steinbach.

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