Capítulo 18: La cena
Al día siguiente y tras una agotadora y estresante jornada lectiva, llegué a casa cansada. No soportaba a Leo. Se había pasado la mañana llamándome esclava y otros sinónimos. Pero lo peor eran sus continuos abordajes que lograban hacerme perder la calma. Yo intentaba enfadarme, sin embargo no podía evitar sonrojarme. ¿Qué poder ejercía sobre mí? ¿Por qué no era capaz de escapar de sus encantos? ¿Por qué todo era mucho más intenso con él que con Dani? Por supuesto nunca admitiría lo que debéis estar pensando. No estaba enamorada de él. Era imposible. NO. Él era absolutamente lo opuesto a mi tipo de chico ideal.
Al subir a mi cuarto no tuve tiempo para nada. Las sirvientas de mi abuela empezaron a prepararme y acicalarme para la cena. Empezamos con un baño con sales que suavizarían mi piel, un tratamiento completo de cabello y rostro con diez mil cremas... En serio, no exagero, seguido de una manicura y pedicura. Cuando conseguí salir del baño enrollada en una mullida toalla blanca, me encontré con el vestido que luciría esa noche.
—¿Tengo que usar eso? —inquirí desesperada. —¿Quién demonios viene a cenar, el rey de América? —pregunté haciéndome la tonta.
—América no tiene rey, señorita.
—Lo sé —rodé los ojos.
—Su abuela ha dado órdenes estrictas de...
—¿De que no me digáis quién es? —la interrumpí.
—Así es.
—Fantástico. Debe ser un pretendiente. Por el vestido, parece que me va a poner en una exposición. ¿No puedo usar algo más discreto? No quiero parecer un farol.
—Son órdenes de su abuela, señorita.
—Genial... —murmuré sarcástica.
Las sirvientas me embutieron en un ceñido pero precioso vestido rojo con escote en palabra de honor y largo hasta los pies. Tenía un bonito bordado de pedrería de Swarovsky cosido a mano en el pecho y un lazo de gasa me envolvía la cintura para acabar con un suave nudo que quedaba justo donde termina la espalda. Me miré varias veces en el espejo. No me reconocía. Silvie era la estilista personal de mi abuela y se había encargado de hacerme un look para impresionar. ¡Cuatro horas arreglándome! Aunque debía admitir que había valido la pena. Era impresionante.
Escuché el timbre de la puerta. No estaba de humor para los insulsos eventos de los ricos, pero para mi abuela no había excusa. La apariencia era más importante que cualquier otra cosa en la vida, pues lo que pensaban los demás de nosotros era lo que acabaríamos siendo. No estaba de acuerdo. En mi opinión llegábamos a ser quienes éramos por nuestros propios méritos, pero al vivir en su casa tenía que aceptar sus normas.
Yo todavía estaba en mi habitación, inmortalizando aquel bonito vestido con el iPhone. Ya había hecho unas doscientas fotos. En seguida, una sirvienta tocó la puerta con suavidad y sin llegar a abrir anunció la hora de cenar. Siempre hacían lo mismo. Tanto protocolo me cansaba a veces.
—En seguida bajo— dije mientras retocaba el brillo de mis labios.
Bajé la escalera y entré en la sala donde se celebraría la importante cena, cuando, sorprendida, descubrí los interesantes invitados que íbamos a tener.
El señor Steinbach conversaba alegremente con mi abuelo, mientras su esposa hacía lo propio con mi abuela. Inmediatamente mi mirada los buscó a ellos y mi corazón latió como loco al verlos a ambos, vestidos de etiqueta, sonreírme como nunca antes lo habían hecho... Oh, no... eran dos gotas de agua. Los observé pero no había cómo diferenciarlos. ¡Incluso se habían peinado igual! ¿Lo habrían hecho a propósito?
—Buenas noches— saludé sonriendo educadamente. En seguida miré a mi abuela y ella me devolvió la sonrisa muy complacida. Estaba segura de que me felicitaría por mi elegante aparición.
Me detuve en el centro del salón sin tener muy claro lo que tenía que hacer. Odiaba el protocolo. Todo era demasiado confuso. Los gemelos se acercaron a mí y me observaron. Uno serio, el otro sonriente. El serio debía ser Dani, después de lo ocurrido por la mañana, y el sonriente Leo, al pensar en las diferentes torturas que me haría vivir como su esclava.
—Estas preciosa— dijo uno de ellos.
—Estoy de acuerdo— confirmó el otro.
—Gracias— contesté mirándolos fijamente y procurando que no lograran darse cuenta de que no los diferenciaba.
El señor Steinbach se aproximó a mí para estrechar mi mano y la besó. Me miró con sus ojos azules, exactamente iguales que los de sus hijos y sonrió.
—Por fin nos conocemos en mejores circunstancias, querida Alicia. He oído hablar mucho de ti.
—Encantada, Señor Steinbach. —Mi sonrisa fue tan artificial que seguramente él lo notó.
—Eres igual que tu madre. —Sonrió. —Una suerte para ti, si me permitís opinar.
Su pronunciación del español era perfecta, un alivio para mí, aunque se notaba que no era su idioma natal.
—Oh, querido, no seas malo —intervino su esposa agarrándolo del brazo. Tenía el pelo rubio y corto y sus ojos eran grises. Parecía una señora agradable. Me extendió la mano con una enorme sonrisa que me recordó a la de los gemelos y me la estrechó con energía. —Soy Agnes. Espero que mis niños no te hayan molestado. Siempre han sido un poco traviesos. Cuando erais pequeños siempre venías llorando porque uno de ellos te había molestado. —Se rió.
Sonreí incómoda ante el dato que acababa de sacar a la luz y Leo se aclaró la garganta.
—Madre, creo que no es el momento apropiado para hablar sobre nuestra infancia, ¿de acuerdo?— se acercó a su madre y la besó en la frente. Ella se lo quitó de encima como si fuera un moscardón.
—¿Ah, no? ¿Entonces cuándo lo es? —protestó ella.
Leo y su madre se rieron, pero en esa risa pude ver algunos mensajes ocultos que no terminé de entender.
Nos acercamos a la mesa y comenzamos a tomar asiento. Al parecer, la cocinera había preparado ventresca de atún salvaje con tomate y pistachos... no tenía idea de qué era, pero sonaba... ¿salvaje? Coloqué la servilleta sobre mis piernas y la sirvienta comenzó con los entrantes. Me sentía como en un restaurante.
—Bueno, cuéntanos qué tal tu experiencia por aquí, Alicia— comenzó a hablar el señor Steinbach—. No todos los días se muda uno de país.
—Todavía recuerdo cuando nos marchamos de Alemania para ir a vivir a España y mira ahora dónde vivimos. La vida da muchas vueltas— agregó su esposa.
—No está siendo fácil— me limité a decir sin atreverme a mirar al culpable.
—Mis hijos no te están atormentando, ¿cierto?— Agnes los miró con cierto reproche, pero uno de ellos puso carita de inocente sonriendo a su madre y enviándole un beso. Ese tenía que ser Leo.
—No. Se comportan bien— mentí. No quería dar explicaciones. No era el momento.
—Me alegra oírlo. Al fin y al cabo, pasarás el resto de tu vida junto a...
—¡Agnes!— interrumpió mi abuela sonriente. —¿Fuiste al partido de pádel este fin de semana?
La señora Steinbach miró a mi abuela sorprendida tras lo cual se aclaró la garganta.
—Sí. Al final ganó Ivette. Siempre lo hace, ya sabes— contestó tímidamente.
¿Qué había sido eso? Observé extrañada a mi abuela y luego a Agnes. El ambiente se había vuelto un poco tenso, excepto para los gemelos, que seguían comiendo ajenos a lo ocurrido. De repente mi abuela se puso en pie llamando la atención de todos muy sonriente.
—Mis queridos amigos y familia, es para mi un honor recibirles esta noche en mi casa. Desde hace muchos años deseábamos hacer oficial este anuncio que, por ciertos motivos, no se pudo llevar a cabo en su momento— mi abuelo carraspeó para que mi abuela no entrase en detalles innecesarios sobre la huida de mis padres. —Nuestras familias siempre han estado muy unidas, tanto en los negocios, como en la amistad que tenemos y ha sido nuestro sueño poder unirnos en una sola desde que nuestros herederos nacieron— esta última frase la dijo señalando en nuestra dirección con ambas manos.
Yo tragué en seco. ¿Estaba diciendo lo que creía que estaba diciendo?
—Por esta razón, me gustaría que en esta ocasión, sin más demora, consolidásemos un compromiso de matrimonio entre nuestra nieta y uno de sus hijos.
Miré a los hermanos que parecían sorprendidos, aunque obviamente no tanto como yo. Uno de ellos se encogió de hombros y el otro sonrió... pero la atención de todos estaba centrada en mí. En mi reacción, que se hacía de rogar... Mi abuela me miraba sonriente, pero sus ojos me decían "como la fastidies te corto en rodajas". Mi abuelo simplemente sonreía. ¿Cómo podía estar de acuerdo? Los señores Steinbach paseaban sus miradas de sus hijos a mí, pero quien más me preocupaba era la de Klaus Steinbach. Tenía una sonrisa neutral, como si su mente estuviera lejos de allí.
—Pero un compromiso... ¿con quién?— se atrevió a preguntar el que por eliminación pensé que debía ser Dani.
Mi abuela sonrió.
—Eso será decisión de Alicia y vuestra.
De nuevo las miradas se centraron en mí.
—¿Yo? ¿En serio puedo decidir algo?— sonreí sarcástica.
Mi abuela me fulminó con la mirada y me contuve. La verdad era que vivir allí estaba haciendo estragos con mi carácter rebelde. Me estaba convirtiendo en una sumisa heredera que hacía lo que sus mayores deseaban y eso me fastidió. ¡Yo no quería ser así! No me daba la gana.
—Por supuesto, querida— replicó mi abuela con una sonrisa fingida con maestría— No queremos interponernos en los sentimientos de los jóvenes— se rió con picardía.
La mirada del señor Steinbach me llenaba de desasosiego. Me miraba como un trofeo al que ganar... y entonces cayó la ficha. Klaus Steinbach deseaba la empresa de mis abuelos y mi unión con cualquiera de sus hijos haría que de algún modo también fuera suya cuando yo la heredase.
—Entonces que así sea. La decisión será mía y digo que pienso quedarme soltera— dije al mismo tiempo que me ponía en pie y salía del salón.
Hice caso omiso a las repetidas llamadas de mis abuelos y me encerré en mi cuarto. Me sentía como una mercancía. Como si mis abuelos me hubieran vendido a aquel hombre extraño. Primero mi madre, luego mi mejor amiga y mi novio y ahora esto. ¿Cuándo iban a empezar a tratarme como a un ser humano?
Alguien llamó con suavidad a la puerta y supuse que serían de nuevo las sirvientas. Me abalancé hacia la puerta para mandar a las sirvientas a tomar viento. Abrí con violencia y un gemelo Steinbach estaba parado frunciendo el ceño con sorpresa.
—Alice...
—Leo— reconocí la forma de llamarme.
—Vaya un lío se ha montado ahí abajo, ¿eh?— se rió.
Lo miré entrecerrando los ojos. ¿Cómo podía encontrar aquello siquiera remotamente divertido?
—No tiene gracia.
—No, claro que no. Es un tema muy serio.
—¿Qué quieres?
—Bueno, tu marcha ha incomodado mucho a tus abuelos y han dado la cena por concluida. Yo he aprovechado para escabullirme mientras discuten por qué no habías sido informada antes de la cena y bla bla bla... y he subido para hablar contigo directamente.
—No tenemos nada de qué hablar.
—Oh, sí. Claro que lo tenemos. Eres de mi propiedad, única y exclusivamente mía. Nada de salir con otros chicos y menos mi hermano, ¿entendido?
—Sí, claro —espeté sarcástica—. Justo lo que necesitaba ahora mismo. Un mocoso plasta y caprichoso que me recuerde que ni siquiera mi vida es mía para hacer lo que me plazca con ella... —Le empujé fuera del umbral de mi puerta para poder cerrarla, pero era como empujar una pared. No se movió ni un centímetro. Más bien se reía al ver mi inútil esfuerzo.
—Por supuesto, siempre que yo salga a cualquier sitio, deberás acompañarme. ¡Oh, sí! Luciendo la ropa que yo te dé.
—¿Acaso crees que me vas a convertir en tu mona de feria?— rugí furiosa.
—Algo así... me encantó tu interpretación del otro día en la cafetería del instituto y me gustaría que esa sea la imagen que tengan todos de ti. Haría mucho por tu reputación después de haber socializado con los amigos frikis de mi hermano.
—¿Acaso no los consideras tus amigos después del viaje?— pregunté tan sorprendida que las bobadas que escupía Leo pasaron a un segundo plano.
—¿Amigos? Esa es una palabra muy seria... dejémoslo en conocidos, y sólo fuera del instituto. Ellos saben muy bien cuál es su lugar allí dentro.
—Eres un cerdo...— murmuré negando con la cabeza.
—Y sobre lo del compromiso de nuestras familias, que sepas que no pienso perder ante mi hermano.
—¿Ah, sí? Pues déjame decirte que en esta carrera circulas en dirección contraria...
En un momento de descuido, empujó la puerta con un poco de fuerza y se metió en la habitación cerrando tras de sí. ¿Qué pretendía? Se acercó lentamente a mí con una sonrisa en los labios... una sonrisa que, aunque me asustaba, a la vez me hipnotizaba. ¿Qué tenía Leonardo Steinbach para hacerme sentir como si estuviera en un carrusel de emociones? En un instante le odiaba y al siguiente mi corazón latía como loco al sentir su cercanía.
Choqué con el tocador y no pude seguir retrocediendo, y él, ahora ya sin sonreír, se paró frente a mí, tan cerca que el calor de su cuerpo acarició mi piel.
Me observaba en silencio, pero algo en su mirada era diferente. Tenía el entrecejo fruncido y sus ojos se paseaban entre los míos y mi boca.
—Hoy estás muy guapa...
Pasó sus manos por mis mejillas y agarró mi cara con suavidad. Rozó la punta de su nariz con la mía y mientras tanto yo sentía que mis rodillas temblaban como unas maracas. Agarré sus manos y traté de apartarle, pero no me soltó.
—Si me besas ahora no te lo voy a perdonar en la vida— traté de sonar enfadada, pero el temblor de mi voz no engañaba a nadie.
—No sería la primera vez...
No. No me besó. Y aunque me fastidiaba admitirlo, tampoco me habría molestado que lo hiciera, a pesar de lo que le había dicho. Es más, seguramente le habría correspondido al beso, sin embargo no lo hizo. Me soltó de repente, dejando mis mejillas frías por la carencia de su contacto y se marchó de la habitación a toda prisa. No miró atrás, no se rio de mí, no gastó ninguna broma... sólo se fue.
—¡Maldito seas! ¡No juegues conmigo! —bramé.
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