8. Insensatez.
Aurelio
Hacía días que no sabía lo que era una noche de sueño completo. Despertaba en las mañanas con la ayuda del estruendo del reloj, perdí la capacidad de abrir los ojos antes de la llegada del alba.
Me debatía entre lo correcto, mi deber, la moral que tenía que relucir y el reprochable deleite que todavía podía sentir atravesándome el cuerpo.
Los recuerdos consumían mi juicio a fuego lento, recordar el sabor de su piel, la forma perfecta de su trasero y los gemidos que mis manos provocaron, servían como la más dulce y seductora de las torturas. Esos momentos pasionales junto a ella recordé lo que se sentía ser un hombre abatido por la lujuria. En garras de Arden dejaba de estar al servicio de Dios para rendirle pleitesías a su tentadora figura.
El primer pensamiento en cuanto abrí los ojos un par de horas atrás, fue cortar comunicación con Arden Raw. Pediría el traslado a otra parroquia, la de Indiana para agilizar el trámite o de ser posible, cual sea al otro lado del país. Me costó admitir lo que me jodía tomar la decisión, no quería, no me apetecía en lo absoluto alejarla, pero era necesario.
Arden vivía aquí, se bañaba, dormía y se tocaba a metros de mí. Después de romper mis votos por unos minutos de placer y aceptar que caería de nuevo y con gusto en las redes del enemigo, no podía permitir la cercanía entre los dos. Tenía que salvaguardar la integridad de mi fe, jamás lograría recuperar la santidad de mi vocación con ella cerca, ella, mi tentación más intensa y placentera.
Estaba decidido a ello, hasta que la puerta de mi despacho resonó con tres golpes y la silueta del obispo Murray se asomó en la hendidura.
─Su excelencia reverendísima─me puse de pie, hice una leve reverencia─. Que grato recibirlo, de conocer su visita habría preparado un aperitivo para recibirlo.
Me causó una confusión turbulenta. Nadie de la alta esfera se aparecía por la congregación sin informarme con anterioridad. Tenía que tratarse de un asunto grave para que esto pasara, es entonces que la imagen de Arden se desplegó en mi mente como una advertencia.
¿Se habría enterado de mi conflicto? Pero, ¿cómo carajos? ¿Era demasiado evidente y alguien fue a contarle mi desliz? Sentí mi espalda endurecerse tras esa hilera de pensamientos conflictivos.
─Padre Aurelio─saludó, cerrando la puerta tras de sí─. No se sienta mal por eso, donde sea que Dios resida, la bienvenida será amena.
─Siéntese por favor, dígame, ¿en qué puedo servirle? ¿Ha pasado algo en la diócesis?
El obispo tomó asiento, emulé la acción, vigilando todo gesto que pudiese hacer que me dejase en la vanguardia de los problemas.
─No especialmente. Verá, iré directo al grano para no alargar esta visita. Recibí a mi oficina una carta anónima de alta preocupación, entre líneas daban a entender que se le ha visto en situaciones comprometedoras con la señorita Raw─comunicó, mis dedos se contrajeron entorno a los reposabrazos─. Sabrá que son especulaciones delicadas, debo decirle que no hay pruebas que confirmen tal infamia, pero entenderá que tengo que averiguar la naturaleza de esta información.
Por suerte estaba sentado, de haber recibido la información de pie, habría caído al piso como un pobre imbécil.
Mantuve el semblante serio, circunspecto, una muestra de que Arden Raw no era la única capaz de montarse una puesta en escena. Por dentro la llama de los nervios se encendió, su fuego arrasó con mi estabilidad y sanidad mental.
Lo que me temía, ser evidente en cuanto a mis bajos instintos. ¿Quién habría sido? Pudo ser cualquiera que, en un descuido, me haya tomado mirándole demás. Tenía el peso de las consecuencias sobre los hombros y escasa fortaleza para sostenerlo por demasiado rato.
La culpa era un sentimiento de hierro, insoportable de cargar, sin embargo, menos tormentosa que el no sentirla para nada.
─Me ha dejado indispuesto con esto, no pensé que admitir a la señorita Raw en la parroquia acarrearía tantos malos entendidos─respondí─. Ciertamente no ha sido bien recibida por una parte de los feligreses, pero ha sabido ganarse el corazón de otros tantos con sus actos genuinos de ayuda a los menos afortunados.
El obispo escrutó mi cara, quería deducir lo que pudiese ocultar. Fue mi sincera consternación lo que leyó en mis facciones.
─¿Y usted, padre, cómo se siente con su presencia?─cuestionó con tono bañado en sospecha─. Es mucho el tiempo que comparten juntos, no solo cumple funciones de cara al público, viven bajo el mismo techo sagrado.
─No he tenido ninguna clase de inconvenientes graves con ella, más allá de su reveladora vestimenta que ya ha cambiado─contesté, sosegado y centrado─. No niego que la señorita Arden es poseedora de una belleza de las que pocos pueden alardear, pero no es nada que me afecte personalmente. He respetado mis votos con Dios sin falla ninguna, si hubiese alguna manera de demostrarlo...
─¿Estaría dispuesto a someterse al secreto de confesión?─me interrumpió, logrando remover por poco mi máscara de calma.
El silencio reinó un pésimo instante. Sabía de antemano lo que acceder acarrearía, lo que confesara no se quedaría en el sigilo sacramental, saldría de allí pidiendo una renuncia, cediendo el puesto que me costó años construir en esta comunidad.
No podía permitir que mi carrera acabase tan pronto, ¿dónde estaba mi lealtad a Dios? ¿A esta iglesia a la que juré mi vida y devoción?
Perdóname, Dios, perdóname.
─Si es lo que su excelencia reverendísima requiere. Por supuesto que sí.
El maldito silencio jamás terminaba. Perdería el sentido común que me sobraba y acabaría por confesar todo lo que Arden Raw me hizo sentir desde que se paró desnuda frente a mí.
─Padre Aurelio, mi intención al venir aquí no es amedrentarlo, créame, esto es tan fuera de lugar para mí como para usted─habló finalmente el obispo─. Esta vez no tomaremos medidas en el asunto, pudo ser cualquiera el redactor de la carta, confío en usted y en su respetable trabajo a lo largo de estos años. Pero le advierto que será esta vez, estas quejas no pueden repetirse, ¿estamos de acuerdo?
Sostuve la respiración, de tomarme desprevenido, el suspiro de alivio habría sacudido las paredes del despacho.
─Como usted disponga, su excelencia.
🎞✟ 🎞✟ 🎞
Después de asegurarme de la partida del obispo Murray, me encerré de vuelta en el despacho con una nueva botella de whiskey.
Me convertí en una vergüenza, una bazofia humana que caía en la mínima tentación y acudía al alcohol para mitigar la carga, la maldita tensión acalambrando mi cuerpo. Parecía que en una probada me volví adicto, en un pobre imbécil que requería de unos tragos para distraer la mente de los recuerdos.
Maldije su nombre y maldije doblemente el mío. ¿Dónde estaban los años de esfuerzo y estudio? ¿La cátedra impartida? Todo desaparecía, se esfumaba cuando repetía en mi cabeza la imagen de su boca entre abierta gimiendo. Estaba tan furioso que me costaba respirar, la presión que sentía me presionaba en el pecho. Arden tenía que largarse, no había ninguna otra opción coherente, tenía que irse cuanto antes, pero me costaba dar el paso y confirmarlo.
El reloj marcó las cinco de la tarde, preso de los estragos del alcohol, me dirigí al baño para tomar una ducha helada.
Perdí ante Arden dos días atrás, perdí respeto frente a Dios en la mañana y esta tarde perdí la clase de catecismo, ¿qué tan bajo podía caer? Reté al cielo con esa interrogante, al entrar a la cocina en la búsqueda de algo para comer, una furiosa Arden bebía un vaso de agua.
Mis sentimientos se enfrentaron. El desprecio y el deseo se entremezclaron, enalteciendo gravemente la atención que su rostro hermoso pedía y obtenía de mí.
─¿Dónde estaba?─me miró con rabia─. No puede ser, mírese, parece que se ha bañado en una tina repleta de whiskey barato. Que sepa que los niños han estado esperando por usted para la clase de hoy, ¿no le da vergüenza actuar como un borracho cualquiera?
¿Cómo se atrevía a tratarme con tal bajeza? ¿Qué pretendía? ¿Darme órdenes? Me acerqué a ella, vigilando su expresión furiosa, hermosa, gloriosa.
─¿Y a ti, Arden? ¿No te pesa entretenerte a costa de trastornarme?─frené a centímetros de su preciosa figura, aspirando el dulce aroma emergiendo de su cabello─. ¿Qué te causa más placer? ¿Ofrecerte a cualquiera que alivie tus arrebatos carnales o poner en riesgo mi puesto en esta parroquia? Estoy seguro que pensar en arruinar mi fe te excita más que cualquiera mierda que te pueda hacer en la cama.
Blanqueó los ojos y se cruzó de brazos. Sus pechos relucieron de forma maravillosa a través de su camisa modesta.
─¿Otra vez con lo mismo? ¿No quedamos en que usted, siendo el hombre de sentido común que es, acepta su culpa en esta situación?
Cínica, era una maldita mujer cínica.
─Alguien envió una carta a la catedral, han dicho que entre tú y yo existen comportamientos inusuales─solté─. Ha venido de improvisto el obispo a escupirme la información, estuvo a punto de someterme al escrutinio de la confesión.
Arden se encogió de hombros, notablemente despreocupada. Joder, lo mucho que la odié no tenía manera de mesurarse.
─¿Por qué se preocupa? Para eso existe el secreto de confesión, ¿o no?
─Me preocupa que habría mentido, Arden, no tienes ni la mínima idea de lo que se supone para mi tan siquiera verte con otros ojos más que del recato─revelé, noté agotamiento en mi tono─. Mi boca habría proferido falsedades en los momentos que mi cabeza recordaba la curva de tu espalda.
Enarcó una ceja, presionando sus labios para contener una irrespetuosa sonrisa.
─Entonces nada ha cambiado, usted seguirá culpándome por algo que se escapa de mis manos.
Tomé un paso más cerca de ella. No hizo ni el amago de alejarse, por el contrario, le fascinó que fuese hacia ella. Se regocijaba con descaro de mi situación, le gustaba, maldita sea, podría afirmar que le excitaba verme desmejorado, producto de su cautivadora presencia.
─Dime que adoras verme en esta precaria situación por ti, acepta que esto era lo que querías─le reté─. Solo admite que tenerme rogando por un beso es lo que pretendías desde la noche que nos conocimos.
Ella bufó con pretensión.
─No se preocupe, padre, usted jamás me ha rogado por un beso.
─Lo estoy haciendo ahora mismo.
Su mirada resplandeció con la más sucia satisfacción. Arden recorrió el seguro palmo de distancia en medio de los dos, mi pulso se disparó y sentí en la punta de los dedos el anhelo de volver a tocar su tersa y delicada piel.
Aguardé atento y dolorosamente tenso ante el recorrido de sus manos delineando mi mandíbula, no tuve el deseo de apartarle, de salvaguardar mi convicción de la bendita tentación de su perfume. Estaba completamente perdido, rozando el fondo de la fosa más degenerada de pecado y perversión y más que oponerme a seguir descendiendo, quise hacerlo, por Dios, quise llegar al final.
Sus uñas filosas bajaron por mi garganta como aquella vez, sin poder contenerme, tomé entre mis puños el pedazo de tela que cubría su torso. La tomé con fuerza bruta, a un pensamiento incorrecto de desgarrarla.
─Tiene razón, tiene toda la razón. No sabe lo que caliente que me pone pensar en cogérmelo con esa sotana que usa en los sermones, me encanta ser la razón del riesgo de su fe, me causa mucho placer verlo revolcarse en la miseria de querer tenerme y sentirse atado de manos por su estatus de hombre de fe─se aferró con sus uñas al cuello de mi camisa─. Pero no lo volverá hacer hasta que admita que esto no es cosa mía nada más, usted simplemente es un hombre con deseos como cualquier otro con la capacidad de sentir, así que no me volverá a poner un dedo encima hasta que acepte su parte en este asunto y me pida disculpas de rodillas por ser un imbécil.
Una sonrisa de mofa cruzó mis labios. Estaba loca, deliciosamente demente.
─Le agradezco que eleve límites, señorita Raw, porque no me arrodillo ante nadie más que mi Dios todopoderoso.
Tomó impulso del agarre que tenía en el cuello de mi camisa y de un brinco, plasmó un breve beso sobre mis labios. El contacto reverberó en mis sentidos, aturdidos por los tragos y la malévola influencia de su cercanía.
Se apartó de mí, y tras lanzar su cabello a su espalda y una sonrisa a mi posición, subió la mano y la agitó.
─Buenas noches, padre Aurelio, que sueñe con los angelitos.
Me dejó a solas en la cocina, con la amargura del día y el whiskey en el paladar y una maldita erección punzándome en el pantalón.
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