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6. Confesión.


Aurelio

Cerré las carpetas y estiré los brazos. La tarde se fue en la organización del itinerario de la semana, quejas por parte de algunos feligreses incómodos por la atractiva presencia de la aclamada por la otra parte de la congregación, señorita Raw.

Me replanteé seriamente si permitir la culminación de su estadía era lo más sano y acorde para la parroquia, para mí. Consumí la reserva de vino en el transcurso de siete días, mantenía anestesiados los nervios aflorando cuando el anochecer caía y las sombras tomaban el templo.

Arden me tenía a límite de la demencia. Me daría una semana más para que los rezos y meditaciones sagradas de horas dejaran de surtir efecto, buscaría un flagrum y lo usaría contra mis manos, para apaciguar el deseo de tocarla llenándome las venas con su veneno.

Me levanté para llenar la copa de vino, en horas daría inicio a la misa del domingo, la más importante, no podía pararme de pie frente a la comunidad, cuando mis ojos viajan de rostro en rostro, en la búsqueda de unos ojos marrones.

Pero un par de toques en la puerta me mantuvo en la silla.

—¿Puedo pasar?—se escuchó del otro lado, maldije entre dientes y me restregué la cara con las manos al escuchar la inconfundible voz de Arden Raw.

Hubiese preferido que siguiera ocupada en el paseo que quiso tomar por el mercado con Sophie, hija menor de los McClaire.

Arden ingresó a mi oficina, luciendo un vestido floreado que le cubría las rodillas y moldeaba sus senos. Una prenda fresca, extraña de ella y sus faldas ajustadas.

Me aclaré la garganta y crucé de brazos, noté que no tomó asiento. Los silencios entre los dos eran densos, destructivos, podían decir más que unas cuántas palabras falsas.

—¿En qué religiosamente puedo ayudarle, señorita Raw?

Apoyó las manos sobre el respaldo de una silla y ladeó la cabeza. Un gesto desentendido que no le creí.

—He estado leyendo la biblia, fíjese que me ha gustado, tiene mucho drama, incluso he pensado en tomar el papel de María Magdalena en una adaptación—dijo, su mirada resplandeciendo más de lo habitual.

Asentí, genuinamente complacido por eso.

—Me alegro por usted, ¿algo más que quiera decirme?—dispuse, era evidente que no me buscaba por eso nada más.

Profirió una risa.

—En unas horas será la misa y quiero participar en la comunión, por lo que tengo que confesarme primero—presionó los labios en una línea—. ¿Tiene tiempo libre para mí? Incluso compré el rosario más bonito que tenían en el mercado, ayuda a la estética del momento.

No había que ser un experto decodificando intenciones para conocer las suyas. Aunque trataba de ocultarlas y pese a que era buena haciéndolo, a fin de cuentas, actuar era su profesión y era experta en eso, no lo hacía tan bien como creía cuando pretendía ocultar la esencia impura que exudaba.

Empuñé las manos sobre las carpetas, sin apartar la mirada de la suya.

—No estoy para juegos, Arden—repuse, serio y severo.

Ella se encogió de hombros.

—Solo quiero un momento, padre. Le prometo que no se arrepentirá.



El olor a incienso se mezclaba con su perfume. Jazmín, canela. No estaba seguro, pero me trastornaba encerrarme en el confesionario con ella. Intensificaba los aromas, la tensión, las jodidas ganas.

La señorita Raw lucía resuelta, fascinada con tenerme allí con ella, ocultos tras las compuertas de madera y con toda la disposición a escuchar lo que tenía para relatar. Malo, pésimo y peor. Esperaba de mí una absolución a sus malas acciones, cuando yo estaba sucio de impuras intenciones y ella muy bien lo sabía.

Acomodé el clériman. La tensión innegable era palpable, rebasaba los muros erigidos a mi alrededor.

Claridad, mi Dios.

—Ave María purísima—recitó.

—Sin pecado concebido—continué—. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. El señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.

Hubo unos segundos de silencio.

—¿Qué sigue?—preguntó, conteniendo una risita.

—Asumo que jamás te has confesado.

—En eso soy virgen—contestó, blanqueé los ojos. No tardó ni un mísero segundo para escupir sus chistes de mal gusto.

No hice nada más, no seguí los protocolos con ella, la intuición me advertía que aquello era un montaje. Por el contrario, me encargué de pedir el perdón de Dios por hacer uso inadecuado de su aposento, sintiendo la lujuria aplastar la convicción por mi papel en la parroquia.

Arden Raw acudía al secreto de confesión no por arrepentimiento, más bien, era una manera de tortura. No era creyente, no tenía las pretensiones de serlo, a ella le excitaba tentarme a través de mis creencias, la ponía caliente pensar en mí dudando de mis votos de castidad por ella.

Debía mantenerme lejos, de la tentación que representaba, pero para ser sincero, me ponía dura la verga de solo pensar en ella. Lo que era un problema grave, acarreaba no solo con las ganas perennes de tenerla, su cuerpo, boca, su piel. Los testículos me dolían y pesaban como la consciencia.

Me iría directamente al jodido infierno. No había penitencia que me concediera un final distinto. Era tan culpable como ella al acceder a sus

—Inicia confesando tus pecados más graves—pronuncié—. Te escucho.

La escuché removerse.

—¿Más grave?—musitó, se acercó a la red de madera que nos separaba, su aliento rozaba mi cara—. Me acosté con un productor cuando tenía catorce años, vendí mi virtud a cambio de un papel secundario. A veces me arrepiento, no sé dónde estaría ahora de no haberlo hecho, quiero creer que mal para no sentirme peor.

Aquello me sorprendió para mal. Imaginaba que, para alcanzar su nivel de reconocimiento, tuvo que atravesar obstáculos difíciles. De eso estaba construido el mundo de la fama, de degenerados con poder.

—Tenías catorce, no eras tú la errada en ese intercambio.

Ella suspiró con pesadez.

—No tenía opción, ¿sabe?—percibí genuino pesar en su tono bajo—. Era eso o dejar que mi familia se muriese de hambre, el teatro no dejaba nada...

Por los siguientes minutos, Arden confesó una tras otra cada fechoría que hizo. Desde probar cantidades de drogas, alcohol y caer en la promiscuidad siendo tan solo una jovencita, hasta que no se arrepentía para nada del ataque que la llevó hasta mi congregación, el hecho agresivo que la empujó a mi vigilancia. Me tuve que recordar prestar atención, mi enfoque se encontraba en las imágenes de los dos, ocupando la cabina para algo más que este intercambio absurdo.

Arden hablaba, se confesaba, no podía pensar en nada más que callarle de distintas maneras, con un beso, exigiéndole de castigo por disfrutar ser tratada como una ramera, que me tomara entre sus labios.

—Y, por último, este ya se lo sabe—volví a dirigir mi atención a ella cuando su voz tomó un dejo sugerente—. Usted me gusta padre Aurelio, no puedo dejar de pensar en usted, de imaginarlo. Nunca me había masturbado tanto como estos días.

Cristo. Ten piedad de mí.

—Arden...

—Y no sé qué hacer, me siento tan frustrada que he llorado cuando reconozco mis dedos y no los suyos—su voz denotaba dolor, era una maldita manipuladora—. ¿Qué puedo hacer, padre, para calmar mis ganas? ¿Buscar un revolcón fuera? De solo hablarlo me pone tan caliente, ¿quién diría que un sacerdote me despertaría estas ganas de coger tan dolorosas? Porque duele, duele como me pasa justo ahora... si tan solo...

A través de los hoyos, la vi bajar el rostro sonrojado. Presionó la mano abierta, con el rosario enredado entre los dedos, contra de la pared de madera. Me quedé absorto en la vista de su otra mano, perdida debajo del vestido, en medio de sus muslos.

—¿Te estás tocando, Arden?—murmuré, mi voz tensa, como me sentía de pies a cabeza.

Ella no levantó el rostro.

—Lo siento...

Noté el balanceo disimulado de sus caderas, adelante y atrás, estaba montando su mano sin vergüenza frente a mí. Un ardor me recorrió el torso hasta fluir a mis testículos, haciendo aún más dolorosa la situación para mí. No sabía si azotarla hasta que me pidiera perdón por su actitud irrespetuosa o hacer que se subiera a mi regazo y me tomara con la misma habilidad a mí.

Contuve la respiración. Encontrarla haciendo lo mismo en mí cocina fue una cosa, escuchar la obviedad que lo hacía en privado pensando en mí, otra, pero tenerle a centímetros haciéndolo sin pudor ni miedo a las represalias, fue demasiado.

No me detuvo a pensar en los votos que di diez años atrás, tampoco en el lugar que ocupaba. No me interesó la transgresión que cometía, cerré la biblia, la dejé a un lado y antes de pensarlo, la hebilla del cinturón resonó.

—¿Tú no conoces lo que es tener límites, no es verdad?—dije, desabrochando el pantalón.

No esperé a que la culpa me invadiera, a que la pena me colmara y me hiciera retractarme. Dejé de ser un sacerdote devoto, en ese momento era un hombre cayendo en la tentación del arrebato pasional.

Regresé en el tiempo, cuando el sexo no era catalogado como un acto aberrante para mí. No podía dar crédito a lo que ocurría. El calor me subía de los tobillos, se me afincaba en la ingle, sentía la sangre hinchándome, brotando las venas contra mi mano.

—El deseo no conoce la moral, padre—su susurro agitado me incitó a mojar mi mano en saliva y arrastrarla sobre mi dura erección—. Mi deseo lo conoce y anhela a usted.

Una contracción me hizo brotar un gruñido y acelerar el trabajo de mi mano. Apretaba con fuerza, deslizando de arriba abajo el puño, mientras mantenía el abdomen prensado, mirando las primeras gotas transparentes chorrear por la punta rojiza.

Joder. Joder. Mierda.

—¿Qué voy hacer contigo, Arden Raw?—reproché, mirando como sus dedos se aferraban a los agujeros, sus movimientos contundentes hicieron balancear el rosario frente a mi cara.

Cerré los ojos. En ese punto no me costaba continuar satisfaciéndome, lo hacía no ir por ella.

—Lo que usted quiera, padre—su risa fue cortada por un gemido ronco—. No me gusta esta penitencia a solas.

Otra contracción severa me hizo quedar en el filo del asiento. Eché la cabeza hacia atrás, acelerando los movimientos hasta tensar la mandíbula y rezar para no correrme tan pronto, como un jodido precoz.

—El castigo no es para ti—hice un esfuerzo para hablar— es para mí.

—¿Las penitencias se disfrutan, padre?

Mis músculos se tensaron, mi pulso me ensordeció, un plácido escalofrío me recorrió la columna, la pelvis, acabó expulsado con la corrida espesa y blanca que ensució el piso del confesionario.

No me moví, dejé que la respiración y pulso regresaran a la normalidad. Arden me hizo saber con un gemido que me siguió momentos después.

El Cristo crucificado colgando de su mano, me veía con asco y decepción, un reproche que debió calarme hondo, pero la verdadera culpa fue, por no sentir arrepentimiento y una maldita sed por más que escuchar los sonidos de sus dedos entrando en ella y los gemidos quebradizos.

Olvidé la biblia, abrí mi puerta y la suya, tomé su brazo y la obligué a salir de la cabina.

Si me arrancaría la piel suplicando perdón, que valiera más que una paja, haría que mi tránsito por el purgatorio valiera la pena.

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