3. Preguntas.
Aurelio
—Buenos días, padre Aurelio.
La vocecita insolente que estuvo perturbando mis sueños, apareció vestida con sus leggins, esa vez eran grises, y una camisa que se acercaba más a mi talla que a la suya. Su reluciente cabello negro permanecía recogido sobre su cabeza y tenía las orejas ocupadas por unos auriculares.
La cocina se llenó de su presencia, su aroma, la misma esencia a brisa fresca, limpia y embriagante que me sofocó las horas de la noche y no me dejó en paz hasta que tuve que tomar el asunto en mis propias manos, como un adolescente que recién descubría el temblor en las piernas en las primeras pajas.
Crucé las piernas, escondiendo la tensión presionando la cremallera del pantalón. Esto debía parar, así tuviese que el resto del día flagelándome, si seguía permitiendo que la tentación me subyugara de esas maneras, sería incapaz de ejercer mi oficio con dignidad.
—Buenos días, señorita Raw, ¿cómo pasó la noche?—contesté, antes de beber un sorbo más de agua para relajar la presión en el cuerpo.
Retorció los labios en una mueca.
—Pudo haber sido más satisfactoria—dijo, quise quitarle de la boca el amago de mofa y testarudez.
Ella sabía lo que hacía, cada uno de sus gestos y palabras tenían un objetivo, Arden Raw tenía claro lo que causaba en mí y aprovechaba cualquier momento para tomar ventaja.
Era una irrespetuosa.
—¿Qué podría hacer para mejorar su estancia?—repliqué con un claro trasfondo.
No podía dejar que jugara conmigo, cederle poder lo único que haría sería agravar la situación.
Por la sonrisa que se formó en sus labios, lo que sea que atravesara sus pensamientos, le resultaba completamente agradable, se exhibía en sus facciones enaltecidas por la mueca complacida.
—¿Qué le apetece desayunar?—preguntó, abriendo y cerrado cajones para acomodar la loza en el mesón—. Me quiero ganar el perdón de su Dios haciendo la caridad del día: mantener a su fiel siervo bien alimentado.
La miré, escéptico y algo burlón.
—¿Usted sabe siquiera encender la cocina?
No parecía ser la clase de mujer que se ocupa de su mantenimiento básico. No tenía esa imagen de ella, sabiendo que la segunda noche que pasó aquí, me dijo que haría volar a su personal de cocina, mantenimiento y estilistas.
Recuerdo también lo seductora que lucía cuando la molestia por mi negativa, le azotó la voz y el rostro.
Tomé un trago más. Era patético verle más de un aspecto llamativo a esta mujer cuando no hacía más que existir.
—¿Qué pregunta tan tonta es esa?—replicó a la defensiva—. Por supuesto que sé, tuve que aprender.
Ladeé la cabeza, curioso por el tono incriminatorio.
—¿Tuvo?
—¿Qué tenemos para hacer hoy?—desvió la ruta que tomaba la conversación. Sacaba los utensilios como un huésped de meses en el lugar, supe que aprendía rápido sobre cómo manejarse en un entorno nuevo, a pesar de detestarlo—. ¿Limpiar la mierda de los animales? ¿Expulsar demonios de algún enfermo? ¿Orar hasta que nos duelan las rodillas?
Reprimí el pensamiento que se superpuso sobre el resto con esa última sugerencia. Estaba agotado de aliviar la tensión que Arden Raw me generaba y aún no comía el desayuno.
Arden encendió sin problema la estufa y llenó de agua la cafetera.
—Llevaremos donaciones al centro oncológico infantil—contesté, notando que, sin maquillaje, sus minúsculas pecas resaltaban el color miel en su mirada—. La necesito dispuesta y caritativa, ¿me entendió?
Asintió sin mirarme, iba despreocupada, de la altanería y enojo del primer día quedaban restos. Me pregunté si realmente se sentía más desahogada con el cambio radical que tuvo su vida o planeaba asesinarme por la noche.
—Completamente.
Siguió preparando el desayuno en silencio. Los minutos transcurrieron sin reclamos, ni insinuaciones escondidas en sonrisas y miradas.
La falta de comunicación daba rienda al enfoque incorrecto de mis pensamientos, un vistazo a la curva de su trasero, me hacía olvidar los votos de castidad que ofrecí a mi Dios. Y buscando una excusa para eludir que mi mente se descarriara, más de una vez hice el intento de ayudarle, pero me sacaba del camino escupiendo que no era más que un estorbo.
—Señorita Raw—dije, mirándole servir el pan tostado en el plato—. Si alguien le pregunta, recuerde que su nombre es Gabriela. No queremos atraer atención negativa a la comunidad.
Dejó la última rebanada para mirarme retadora, con una ceja arqueada.
—¿Negativa? ¿Eso qué significa?—espetó, instándome a darle respuesta.
Tuve en la punta de la lengua la queja de su conocida vida salvaje y libertina, me tragué las asunciones, yendo directo al punto.
—Como vea a un fotógrafo cerca, tendremos serios problemas—le advertí.
Ella rodó los ojos y colocó la taza humeante frente a mí.
—¿Leche en su café?
🎞✟ 🎞✟ 🎞
Arden era una mujer de armas tomar. Sabía cómo desenvolverse de acuerdo al entorno donde se encuentre, como un camaleón difuminándose en cualquier situación.
Después de verla trotar alrededor del templo, se duchó, vistió con decencia y bajó del ático luciendo una cabellera rubia que le rozaba los hombros. Se convirtió en Gabriela, una misionera que pasaba por la congregación para aprender de la palabra de Dios.
Los críos la adoraron, tenía una resolución de palabra impecable, sutil y juguetona. Las historias de vida la conmovieron lo suficiente para donar una cantidad de cinco ceros a la organización, pero al ver su ego altanero tambalear por los sentimientos, me dejó en claro que lo hacía porque podía.
Al volver, me sentí desahogado con esa mujer a metros de mí, dónde no pudiese verla. Finalmente pude concentrarme en las diligencias importantes que requerían mi tiempo y atención.
La tarde se me fue en idas al confesionario, repasar el calendario de visitas a la prisión, cuidados paliativos, colegios, reuniones con el gobernador y demás. Para darle alivio a mi alma, aparté un cupo para el próximo seminario episcopal.
Mentirme era una trasgresión y un insulto a quién conocía mi corazón, después de la partida de la señorita Arden Raw, tendría que renovar y reforzar mi fe.
Arden
La semana de mi llegada a la comunidad no se cumplía y yo ya notaba encantadoras las cuerdas y vigas del corral. No tenía vida, me sentía como una vasija vacía.
Maya podía llamarme exagerada, pero el silencio, irónicamente, me aturdía.
Por las mañanas trataba de mantenerme ocupada ejercitando, yoga, repitiendo las rutinas que mi entrenador personal diseñó para mí, me aventuré a meditar para darle otro enfoque a la ausencia de personas con quien compartir, pero atraía a los perros y la vaca que tenían de mascotas.
Las tardes fueron entretenidas, acompañaba al estoico padre Aurelio a las clases de catecismo. Descubrí que, si prestaba atención a la sarta de mentiras que le exponía a esas tiernas mentecitas, el tiempo pasaba deprisa. Escuchar las historias que relataba era como ver un programa de chismes.
La biblia era el burn book más famoso de los viejos y nuevos tiempos.
Pero cuando la noche oscurecía el panorama... también lo hacía con mi cabeza, mis sentimientos. Me replanteaba docenas de cosas, situaciones que creí superar, pero no, ahí estaban, fastidiándome como en el día que sucedieron. Necesitaba distraerme, salir de fiesta, llenarme el estómago de alcohol, pero lo necesitaba pronto porque comenzaba a sentirme hostigada por culpa del aislamiento.
Destapé la botella de vino que el señor Richard compró para mí y tenía escondida en el ático, puse play a las canciones y me serví un vaso, porque copa no había. Y tras beber la primera, enseguida fui por la segunda y así, mientras lloraba recordando los momentos que me hicieron amar a Joshua y poco a poco el odio creció hasta convertirse en una bestia.
Era un maldito desgraciado y no se merecía mis lágrimas, no se merecía ni siquiera que lo recordara. Por lo que acabé con el último vaso, tiré los audífonos al colchón y me concentré en bajar sin resbalar.
Me acomodé la ropa y con la vista un poco nublada, me dirigí a su oficina. Di un par de toques, al no tener respuesta, abrí la puerta, pero no estaba ahí. Di media vuelta y regresé por el pasillo, debía estar en la cocina, esperaba que fuese así, porque odiaría buscarlo en las afueras. Aquello daba terror.
Pero tuve suerte, vaya, Dios era bueno. El padre cenaba en su santa paz cuando apoyé el hombro en el refrigerador.
—Necesitamos hacer algo—dije, riendo, al notar el cambio radical en su expresión.
Sus ojos me detallaron el rostro, supe que los tragos eran evidentes cuando su mirada furiosa se estrechó.
—¿Ha estado bebiendo, señorita Raw?
—Sí y ya me acabé la botella, así que busque otra excusa para mandarme al infierno—me encogí de hombros—. No sé cómo pasa usted el tiempo por aquí, ¿cómo no se aburre? No hay nada entretenido que hacer.
La ofensa invadió su semblante.
—Leo, rezo, mantengo en orden la congregación y manejo las cuentas, no tengo tiempo para diversiones—hizo una pausa y esperé el reproche—. A partir de mañana cualquier compra que haga tendré que revisarla, no es posible que no pueda seguir normas tan simples. Además, señorita Raw, no estoy aquí para entretenerla, no soy su payaso.
Quería que me entretuviera, pero no con chistes ni morisquetas.
Me acerqué al mesón, tomé asiento a su lado. Él encuadró los hombros, mi presencia sacaba su lado defensivo, y yo sabía exactamente la razón, pero no era divertido ser solo yo la que demostraba interés. Solo quería jugar al uno, al tic tac toe, ver una película, ¡lo que sea!
Me crucé de brazos y lo miré fijamente.
—¿No hace nada fuera de ser sacerdote? ¿O servir a Dios es toda su personalidad?
Una sonrisa le estiró los labios. Lucía tan bien cuando ese milagro ocurría.
—Usted habla con tanta propiedad de personalidades, las conoce bien, ¿no la conocen como la mujer de las mil caras?
Enarqué las cejas, impresionada.
—Entonces ha investigado sobre mí—arrimé la silla más cerca de la suya—. Eso me deja en desventaja, yo no sé absolutamente nada de usted.
Esa cantidad absurda de tatuajes marcando su piel tenían mucho que contar, pero no decían nada. Quería saber porque decidió hacérselos, sobre todo quien fue la que obtuvo un lugar en sus nudillos. Necesitaba saber quién fue Rosa. Debía ser muy importante, porque ni aún con sus vestiduras de sacerdote, decidió remover su nombre.
De repente sentí unos celos ridículos, esa Rosa seguro pudo probarlo antes de perderlo en las manos de su santo Dios.
—Así debería ser, es usted quien necesita de mí—resolvió, terminado el té que consumía en su soledad.
Cruce las piernas. Carajo. Ese era mi problema, cada vez que bebía demás, me embargaban unas ganas de coger insufribles y estando tan cerca de aquel espécimen divino, en más de un sentido, no me apaciguaba para nada.
—Más de lo que me gustaría admitir—coloqué el brazo encima de la mesa y me giré hasta enfrentar su perfil—. Yo también tengo un tatuaje.
De sus labios brotó una breve risa ronca.
—Ah, ¿sí?
—Sí, no se lo muestro porque sería un pecado, porque para ustedes todo es pecado. Es pequeño, así que no cuenta como uno entero—señalé los diseños de números, letras, un ojo y... ¿espadas?—. Pero de usted casi no conozco su piel, lo poco que se le ve al descubierto, lo tiene minado de tinta, ¿el resto también lo tiene decorado?
Pensé en retraerme, pues su aroma me calaba los sentidos duramente, pero fue él quien tomó la iniciativa de emular mi postura. Así, estuvimos frente a frente.
—Es usted muy observadora—su voz cavernosa me erizó los vellos de la nuca.
De ser quien tenía el dominio de la situación, me sentí la presa en achecho por el cruel cazador.
—Me intriga saber su historia, padre, ¿qué le hizo caer en esta vida?
Sus ojos vagando por los bordes y recovecos de mi rostro encendieron mis nervios. Joder, era tan atractivo, aún con sus ropas de hombre puro y santo, desprendía una energía de sexualidad que ni los clamores más fervientes podían apagar.
El padre Aurelio bebió un trago más, sin apartar la mirada de mí.
—Dios tocó mi corazón en el momento correcto, cuando más lo necesité—comunicó, luego de lamer los restos de té de sus labios.
Parpadeé cuando me sentí hipnotizada.
—Eso es bonito—contesté—. Pero no me dice nada.
—Es lo que tiene que saber—carraspeó—. Dios siempre está cuidando lo que hacemos y como nos comportamos.
Lo miré impasible, pese a que tenía un hervidero de hormonas dentro de mí.
—¿Se lo recuerda seguido, padre?—procuré no emitir la risita que me hacía cosquillear la garganta—. Lo noto tenso, ¿hay algo que le inquieta?
No dijo nada por unos segundos de duda.
—Ciertamente—dijo entre dientes.
Compórtate, Arden, compórtate. Me repetía, pero no podía quitarle los ojos de encima, me sentía atraído por su perfume, sus manos, los secretos que ocultaba su ropa, su mirada, su nueva vida de fe y creencias.
—¿Qué puedo hacer por usted?—susurré.
Por un instante creí que la noche tomaría un curso delicioso, su boca podía mentir, pero sus ojos le traicionaban cuando el deseo le dilataba las pupilas, cada vez que se posaban en mis labios.
Entonces se acercó más, se inclinó hacia mí, cerca, tan próximo que sentía su aliento rozarme...
—Irse a dormir y rezar tres padres nuestros—murmuró y de pronto se puso de pie.
El corte abrupto de tensión fue atroz. Me sentí abandonada, completamente ridiculizada.
—¿Acaso he pecado por cuestionar con quién convivo?—pregunté, levantándome del asiento.
Tenso la mandíbula y me apuntó con un dedo, el enojo enmarcando sus facciones masculinas.
—Sé lo que estás haciendo, Arden, te pido...
—¿Y está funcionando?—le interrumpí, disfruté ver como se estrujaba el puente de la nariz.
—Fue suficiente, señorita Raw. Regrese a su habitación.
Como sea, no le iba a rogar a un hombre que seguro lo más erótico que hacía, era recordarme desnuda. Si quería tenerme, que tuviese las pelotas de demostrarlo.
Me levanté un poco tambaleante, pero con el último trozo de dignidad en alto.
—Buenas noches, padre—asentí una despedida cortes—. Lo estaré recordando con satisfacción.
Sin más, giré sobre mi eje y regresé a mi escondite, oculto en el viejo ático.
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