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13. Conversación.




         La intrusa sufría de ansiedad, sus pies no paraban de rebotar contra el escritorio, me provocaba lanzarle un puñetazo para que parara el fastidioso ruido.

Todo era cuestión de ser silenciosa, más que eso, moverme con la habilidad y el sigilo de un felino.

El padre Aurelio se removió en su asiento tras el primer contacto de mis manos en su cinturón, esperé que me detuviera, una gran parte de mí lo esperaba, pero no pasó. La sorpresa se sirvió como un incentivo.

Sonreí y mordí mi labio inferior, eludiendo que se me escapara cualquier sonido imprudente mientras deshacía con precavida lentitud del obstáculo, en cuanto jalé con cuidado el cinturón y lo dejé en el piso de mi escondrijo, saqué el botón y bajé la bragueta, disfrutando de la creciente tensión apretándome el vientre.

—Hermana, esa consulta se la aclaré esta mañana, el domingo veintitrés de agosto tendremos los bautizos del pequeño de los Rogers, felizmente su nieto compartiría el día—dijo el padre.

Consideré los límites de la cueva improvisada, evitando golpearme la cabeza y causar un escándalo si mi codo o pie tropezaba con la superficie. Busqué equilibrio en su regazo antes de introducir la mano dentro del bóxer y sentir la tibieza de mis dedos envolver el calor de su miembro.

Presioné y aflojé el agarre, recorriendo el remarque de las venas atravesando la gruesa contextura, viciándome la vista de las gotas transparentes que expulsaba en la punta.

Permitiéndome impulsar por la sensación ardorosa revistiendo mi piel, me humedecí los labios y posé un simple beso simple beso en la piel tersa, antes de envolverlo con mis labios, provocándole que el padre tuviese que reacomodarse sobre la silla, guardando la compostura.

—¿Sabe, padre Aurelio? Me habría gustado que mi nieto tuviese un espacio solo para él, ¿qué me dice de este domingo?

Rodé los ojos, la voz de esa mujer era la aguja que amenazaba con estallar mi burbuja. Dejándola tan lejos como mis sentidos lo permitieron, rodeé la dureza con la lengua brotando saliva para humedecerle completamente y poder deslizar la mano con facilidad.

—Sabe usted hermana que tengo que avisar a la comunidad una semana antes, de haberlo dicho este domingo...

Encajé sin fuerza los dientes en la erección, rememorando como le gustaba. Esta vez fueron sus pies los que se encorvaron dentro de sus zapatos y no pude evitar rozar mi sonrisa de arriba abajo, probando en mi lengua el calor que desprendía.

—Padre, sabe usted que mi presencia en la congregación es primordial, yo me encargaré de avisarles y el organizar el festejo y todo lo que una celebración de este tipo conlleva.

Mis dientes reemplazaron mis labios, entonces desprendí besos húmedos desde abajo hasta la cumbre, el costado de mi cabeza tocaba su muslo mientras volvía a bajar los dulces gestos.

—Hermana Mary, la veo muy entusiasmada con la idea de tener una fecha solo para usted—le escuché decir—. No convierta el bautismo de su nieto en una competencia de egos. Dios reprueba estos actos frívolos, espero que no se le olvide.

Era tan sucio que su boca expresara sermones divinos, cuando su mano se aferraba al borde de la mesa, conteniéndose de proferir el gemido que le debe rasgar las cuerdas vocales.

—Jamás, padre Aurelio—respondió con altivez la mujer—. Gracias por recibirme, bah, tuve que entrar por la ventana, toqué las puertas pero la actriz nunca apareció, no lo afirmo pero seguro se escapó a la ciudad, quien sabe que malas mañas tendrá.

Me detuve un instante en mi encantadora tarea, frunciendo el ceño. Esa maldita vieja me causa más resquemor que pensar en la diabólica parejita que dejé en Nueva York.

Sacudí la cabeza y me sentí como una estúpida, aún tenía la boca ocupada.

La idea de masturbarme cruzó mi cabeza, pese a que las ganas eran inmensas, lo pedía, lo necesitaba, me contuve en contra de mi instinto y frustración, estaba tan mojada que el ruido de mis dedos sumergidos en mi lubricación saldría de esta guarida improvisada.

Rodeé la punta con la lengua, tomé los testículos en la palma, acaricie la piel rugosa, descendiendo la cabeza en un ángulo que encajaba la punta de la dureza en el fondo de mi garganta, mesurando los movimientos para reducir los posibles ruidos.

Traté de alejarme, la impresión me contagió de cruda adrenalina cuando la mano del padre Aurelio se enredó en mi cabello, y me sostuvo en esa posición, privándome de aire.

Pronto mis ojos se cubrieron de una densa capa de lágrimas, mi garganta picaba y los pulmones quemaban por la ausencia de respiro. Me enfoqué en encajarle las uñas en las rodillas y no hacer ruido, por amor a Cristo, no podía hacer ruido.

—Hermana Mary, cuide como se expresa, recuerde que Dios todo lo oye, todo lo ve y todo lo juzga—su tono ronco resonó dentro de mi escondite—. Deseo que su noche sea provechosa, vaya con Dios.

Las arcadas me azotaron, desbordando las lágrimas y los hilachos espesos de saliva que me resbalaron por el mentón.  La sangre acumulada en la cabeza sucumbió cuando la puerta de la oficina se cerró y pude volver a respirar.

El padre Aurelio empujó la silla hacia atrás, permitiendo el fluir del aire. Mis pulmones ardieron con cada inhalación.

Mierda, no sabía si golpearlo o agradecerle. Fue, fue...

—Carajo, Arden—pronunció, no supe si excitado o molesto—. Tú desconoces qué demonios es el pudor.

Me puse de pie, limpiando el desastre de saliva del mentón con el dorso de la mano.

Le di una rápida inspección a su aspecto, a pesar de que el cabello lucía pulcro, sus mejillas encandiladas por el sonrojo delataban la reacción de su cuerpo.

Estaba tremendamente atractivo con su imagen de sacerdote destruida por el asomo de la imponente erección saliendo del pantalón.

—No, ¿y sabes qué es lo mejor?—toqué su cuello, percibiendo la cadencia desastrosa de sus latidos—. Que rápido hago que a usted se le olvide.

Su mirada se estrechó por una emoción que no tuve oportunidad de descubrir. De un movimiento inesperado, encajó la punta de los dedos en mi cintura y acomodó mi torso encima del escritorio.

Mis tetas presionaron dolorosamente contra la superficie fría, el aire me acarició el trasero cuando el padre, en su silencio plagado de pecados, levantó el vestido y amoldó las manos alrededor de mis caderas y un momento después, mi vientre sufría su invasión en esta posición.

Jadeé debido a la molestia, agradecida por los segundos de quietud que se tomó antes de retraerse y volver a estampar su pelvis contra mi culo. El sonido se alzó en la oficina, amenizado por el gemido de total complacencia que el duro vaivén me quitó.

Mis paredes se contraían entorno a su miembro, sentí los espasmos dentro de mí con cada estocada, una tras otras, que ocasionó el derrumbe de lapiceros del escritorio.

Cerré los ojos, gimiendo alto, cuando abrió más mis piernas y sus dígitos rozaron mi humedad. Estimuló mi clítoris con experticia, aumentando el ritmo en el momento necesario y en menos de lo esperado y sin poder evitarlo, el orgasmo me dejó tendida encima de los papeles, con el pulso enterrando mis sentidos.

🎞✟🎞✟🎞


—Hay que hacer algo distinto.

Estaba bien el clima sofocante, los encuentros aún más calientes, la piel bronceada y el trabajo de mantener un personaje frente a un público exigente, era retador.

Pero me enfermaba la falta de salir a hacer lo que sea. Derrochar dinero, arreglarme el cabello o los faciales mensuales. Estaba echando raíces en este lejano sitio.

Me encantaría conversar con mi hermana, abrazar a mi sobrina, maldecir a Regina y  Joshua con mis amigas. Debería planear una escapada rápida.

El padre Aurelio alejó la taza mañanera de café, me observó con cierta desconfianza.

—Me asusta que digas eso, no sé que saldrá de tu boca, ¿Qué te tome en las escaleras del ático? ¿En medio de la misa?

Rodé los ojos.

—Usted todo lo asocia a sexo, me refiero a salir de estas paredes, me estoy diluyendo en ellas—la queja tronó en cada rincón de la cocina—. Se siente bien permanecer lejos del desastre que dejé atrás, con suerte a mi regreso se habrán olvidado de todo, pero no hay que ser extremistas—jugueteé con la peluca—. ¿Qué le parece si me acompaña hacer el mercado? Podemos ir en su pick up, estaremos en público y comportándonos, no hay nada malo en eso, ¿o sí?

Lo sopesó, acabando con el último sorbo en la taza. Esta mañana el verde ocupando su mirada relucía en exceso cuando los primeros rayos de sol le tocaban el rostro.

Realmente necesitaba hacer la compra, abastecer la alacena era primordial, no me volvería acercar a ese corral ni aunque estuviese a punto de morir de hambre.

—No creo que, de llegar a sus oídos, le agrade el reporte al obispo—su mirada navegó por mi rostro, y añadió—. Pero estaremos en público, no hay nada malo en eso.

Pequé un aplauso tan fuerte que me ensordeció, era el júbilo de finalmente hacer algo más que visitar enfermos y orfanatos.

—¡Perfecto! Me aplico labial y partimos, ¡no lleve la biblia! quien quiera una bendición, que venga el domingo.

Antes de que pudiese arrepentirse, eché el plato y el vaso al lavadero y eché a correr hacia ático.




—El sol aquí se ve distinto.

Me detuve en el medio de la calle para contemplar el refulgente sol sobre nuestras cabezas. Tan enérgico que no duré más de medio segundo soportando la intensidad.

Las gotas de sudor me resbalaban por la espalda, la mejor decisión del día fue escoger un vestido de lino, suelto, que bailaba con la brisa.

El padre decidió que el mercado popular me daría una mejor versión de la ciudad. Estaba repleto de personas y la afluencia no mejoraba los olores de las frutas y verduras podridas, me obligué a buscar entre el griterío el lado bueno a la visita.

No la conseguí, pero salí ilesa, irreconocible y lo tomé como ganancia.

—Señorita Gabriela, parece que usted no abría los ojos en las mañanas en Nueva York, porque no hay ninguna diferencia—contestó mi guía, con dejo de mofa, revisando un tomate de la pila.

No pasé por alto el batir de pestañas de la mujer que le atendía. Este flamante cura con cara de conquistador, no pasaba desapercibido en el templo, mucho menos fuera.

Me abaniqué el rostro, el calor se concentraba en la muchedumbre.

—Qué sabrá usted sobre la percepción de las cosas, es demasiado pragmático y cerrado—repliqué, en una baja entonación, nuestras conversaciones no podían ser compartidas—. En cuanto a mí, me gusta vestir distintas pieles, mirar la vida desde otros ojos, enfrascarse es limitarse. No somos iguales, padre Aurelio, y eso es lo que nos hace perfectos complementos.

La mujer pesó los kilos de tomate que le pedí, el padre recibió la bolsa y la introdujo en el carrito con estampado de flores que desplazaba detrás de él. La imagen era ridícula.

—En pocas palabras, soy un ser sin mucha gracia—contestó, abriéndonos paso en medio de la corriente de personas.

Me apuré a seguirle el paso, tratando de no rozarme con el inmundo sudor de los demás.

—No he dicho eso, simplemente que cuando se siente cómodo en un punto, no hay quien lo saque de esa casilla—rebatí.

Ladeó el rostro, me dedicó una expresión de suspicacia y secretismo que me causó un cosquilleo en el estómago.

—Contigo me salí del tablero—murmuró para mí—. Me lo hiciste sencillo, felicitaciones.

Sus palabras no sonaron a queja, las pronunció libre de acusación. Se adelantó varios pasos, me quedé justo detrás, mirando la línea en medio de los dos llenarse de desconocidos, asimilando que, en semanas, era de esas ocasiones donde no me tomaba como su peor error.

Yo tenía claro que no lo era, ¿qué fue lo peor? ¿Ser convenientemente atractiva? Eso lo sabía, aún así fue placentero el albedrío en su voz cuando se dirigía a mí.

Entonces no le vi, la marea de gente me envolvió, esperando que no se hubiese alejado demasiado, me escabullí en la horda de personas, para encontrarlo a un par de metros adelante, esperando por mí.

—Usted cree que hablo sobre corromper su fe, me refiero a que no olvide vivir por servir—dije, aspirando una bocana de aire—. Hace días me dijo que le apasiona la mecánica, ¿cuánto tiempo tiene de no reparar nada más que la chatarra esa que usa para desplazarse?

No me contestó, en su lugar, peinó el desastre de cabellos que al parecer tenía la cima de la cabeza y me delató su buen estado de ánimo, regalándome el indicio de una sonrisa genuina.

Siguió su camino, directo a los embutidos.

Y seguí sus pasos, confirmando haber clavado la estaca en el nervio indicado.

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