7. La misión
Advertencia: Capítulo demasiado largo, salió como salió u.u
"Irán juntos a una misión en Los Cárpatos. Su objetivo es..."
Esas palabras firman su sentencia. Su primera misión oficial como Santo de Leo será en compañía del Santo de Cáncer y sin opción a negarse, al ser impuesta por el Patriarca.
Se obliga a escuchar los detalles de su encomienda y llega a una absoluta conclusión: más que nunca, es imprescindible arreglar sus asuntos con el canceriano.
A su salida de la Cámara del Patriarca, el resquemor de sus actos previos acecha al joven león y lo incapacita a encontrar una fórmula para abrir la conversación.
—Manigoldo, quiero dejar algo en claro —dice por fin, nervioso y perturbado, al bajar las escaleras rumbo al Templo de Piscis.
El mayor se detiene en seco y gira su cuerpo. Los cobaltos son pozos de negrura absoluta, carentes de sentimientos o rasgos humanos mientras su cosmos vibra con repulsión.
—No, yo dejaré algo en claro. Durante la misión, evitaremos cualquier charla personal, reproche o discusión. Usted será para mí Leo y yo seré Cáncer para usted. No usaremos los nombres porque el único vínculo que persiste entre nosotros, es ser Santos de Athena.
»Ya que la misión quedó a mi cargo, usted respetará la jerarquía y obedecerá mis órdenes sin queja o algún comportamiento indigno para un Santo.
—P-pero...
—Nada de peros. Respete usted mi decisión tal y como yo respeté la suya de establecer la distancia y romper nuestros vínculos pasados. ¿Ha entendido, Santo de Leo? —sentencia haciendo énfasis en el título del menor.
—S-sí —responde avasallado por la fuerte personalidad del otro. Es la otra cara de la que tanto hablan en El Santuario, la inquina y antipática.
El Santo de Cáncer lo deja atrás sin consideraciones. Su paso brusco y hostil deja un hueco en el estómago del joven.
"Mi diosa, ¿qué hice? Dame fuerzas para no meter más la pata estos días a su lado, por favor" ruega antes de proseguir tembleque el camino rumbo a su Templo.
El trayecto les lleva varios días. Al contrario de la personalidad receptiva e irreverente, Manigoldo se comporta antagónico y cortante. Le habla lo justo, sólo frases puntuales acerca de la misión y el resto del tiempo, cumple con su consigna de mantener la distancia. De más está decir que evita y censura cualquier charla banal.
Al segundo día, Regulus se sube por las paredes de la aprensión. La conversación con Yato golpea su hipotálamo y no encuentra el momento para sacarla a flote sin ser bloqueado por un intimidante Manigoldo. La tensión entre ellos es una piedra con el grosor suficiente para cortarse por Excálibur, la famosa técnica de Cid.
Tras una larga jornada llegan a destino. Manigoldo se detiene en la orilla de una ladera. Bajo ella, un pueblo descansa con apacible semblante. El sol se desvanece con el atardecer con sus colores naranjas, rosados y violáceos. Parece idílico y Regulus lo disfrutaría de no ser porque lo abruma el comportamiento intolerante del mayor hacia su persona.
Se entretiene analizando el sitio, recordando las indicaciones de Su Santidad. Debe ser el lugar a investigar, pero no hay rastros a simple vista de los Espectros.
—¿Puede sentir algún cosmos, Leo? —indaga el italiano oteando alrededor.
—No, el pueblo parece muy calmo.
—Demasiado —concuerda receloso—, separémonos. Vaya a la derecha, yo iré al otro lado.
Regulus está obligado a obedecer. Se adelanta por el sendero elegido. Su intuición le grita que algo no está bien aquí y no es su relación fragmentada con el Santo de Cáncer.
Tarde por la noche, con la luna menguante en lo alto, termina su recorrido. Encontró a su paso construcciones dañadas, sangre seca, muestras inequívocas de ataques, pero ninguna persona, cuerpo o pista que le ayude a comprender cabalmente lo sucedido.
Si pudiera hacerse uno con la naturaleza como hacía su padre, tendría las respuestas a sus preguntas o si fuera como Manigoldo, un experto en alm...as.
Su mente se ilumina y razona las acciones del Santo de Cáncer. El otro es astuto y ¿si lo envió en esa dirección por algún bizarro motivo?
Corre a la velocidad de la luz, siguiendo el rastro de la cosmoenergía de su compañero. Al llegar a su lado, el escenario le revuelve el estómago.
Una pila de cadáveres domina su rango de visión. Manigoldo se encuentra de pie frente a ella, concentrado en algo más allá de la comprensión de Regulus, al tiempo que acomoda cuidadosamente el último cuerpo sobre ésta.
La cosmoenergía del Santo de Cáncer se expande. Gracias a su técnica, múltiples fuegos fatuos se alzan desde la pila y pululan a su alrededor.
—¿Señor Manigoldo? —susurra amedrentado por la situación—. ¿Llegamos tarde?
Es la primera vez que asiste a la verdadera demostración del poder de su compañero. Sus ojos analizan al detalle su técnica, como hizo con sus otros camaradas.
—No, ellos llevan muertos casi dos semanas. Más bien, los mensajes de auxilio llegaron tarde —aclara abriendo los ojos—. Encárgate de los otros, tengo asuntos importantes aquí.
¿Otros? ¿Qué ot...? Un rayo atraviesa su mente. Los percibe por encima de su hombro. Se relame los labios amilanado. Es su primera vez combatiendo a un Espectro. La primera vez enfrentando al enemigo. La primera vez matando. Le tiemblan las manos con la expectativa.
»Te preparaste para esto, confía en tus habilidades, piccolo Re.
Ese apodo cariñoso lo clava en la tierra. Se obliga a cerrar los ojos un par de segundos y a serenar el ritmo de su respiración. De cierta forma, ese tuteo lo fortalece y lo prepara para cualquier eventualidad. Avanza a su encuentro, conocedor de su destino. Dispuesto a demostrar su valía a El Santuario, a su tío, a su padre... a Manigoldo.
Un nutrido grupo de Espectros le cierra el paso, abandonando su escondite en el bosque. El león los evalúa y sonríe con la adrenalina a flor de piel. Aguarda, mantiene la calma y reacciona al primer ataque. Su velocidad le permite llevar el control de la batalla.
Su técnica causa estragos en las filas enemigas. La sangre de Espectro es un tributo a su armadura. Los caídos son múltiples, pero insuficientes para ofrecer una batalla mortal. Sin embargo, un par lo obligan a esforzarse más. Son los cabecillas del grupo.
Al final de la escaramuza, una figura resalta de entre los caídos. En plena noche, los rayos del sol brillan en las placas de su ropaje. Los ojos azules reflejan su alma sosegada y optimista, a pesar de sus heridas.
Regulus ha prevalecido, respira, persiste para presenciar otro amanecer. Regulus hace honor a su nombre, a su armadura. Regulus ha demostrado su valía ante los escépticos.
Baja los párpados cerrándose al mundo. Busca un rastro oculto durante la batalla. Su cuerpo lo detecta, sus piernas se activan. El osado león sale en pos de su nueva presa.
En otro lugar, Manigoldo continúa con su labor. Su cosmoenergía se extiende por el ancho y largo del asentamiento apurando a las almas retrasadas y ocultas. Cumple con su función: evitar que se pierdan y abrir las puertas del reino de los muertos.
—Seki Shiki Meikai Ha! —exclama mandando las almas a la Colina de Yomotsu.
Al entrar la última de ellas, se enfoca en el siguiente paso: purificar el sitio. Se detiene al notar el aire viciado. Lo sabe. Ha escapado un Espectro. Se gira para enfrentarlo.
—Lightning Bolt!
El enemigo cae a los pies del Santo de Cáncer y sus botas se pintan de rojo. Eso lo pone de peor humor. El italiano patea asqueado el cuerpo sin vida y chasquea la lengua.
—Ensució mi armadura —observa con repugnancia—. La próxima vez, ¿puedes matarlo diez centímetros antes para que no me salpique con su despreciable sangre?
—Por supuesto, señor Manigoldo —hace una reverencia teatral—. Sus deseos son órdenes para mí. Disculpe por haberle ensuciado el calzado, mi señor.
—Gracias —responde con educación. Esto es tan anti-Manigoldo—. Ahora, quemaré los cuerpos y podremos irnos.
Las tripas de Regulus se retuercen con grima y muestra su desagrado con la idea.
—¿No es mejor darles sepultura? —los señala con la palma.
—No entiendes...
—Pues explíqueme, ¡no soy un niño! —discute con beligerancia.
Manigoldo aprieta los labios y fija la mirada en el piso. La tensión de sus músculos es visible. Regulus percibe un aroma rancio y putrefacto en el ambiente. Éste no proviene de la pila de cadáveres. Su corazón martillea violento. Con resquemor, interpreta el silencio.
»¿Qué no quiere decirme?
El mayor se soba la nuca hosco y reticente. Un nudo se asienta en la garganta de Regulus y una picazón en los ojos le obliga a parpadear rápido.
—El Patriarca ordenó la quema de los cuerpos, Leo.
El tono ríspido de Manigoldo y la vuelta campante de la distancia personal, aprietan las tripas del menor. Una gota de sudor recorre su nuca y la piloerección se une a la frialdad de sus miembros. No pone en duda la instrucción de Su Santidad, pero sí la respuesta quimérica. Está seguro de que Manigoldo no responde a lo que pidió.
—P-pero... ¿p-por qué?
—Puede usted discutirlo con Su Santidad cuando regresemos a El Santuario —corta de tajo—. De momento, debemos marcharnos. Ya terminamos nuestra labor aquí. Iremos a los pueblos cercanos. El tiempo es oro y lo perdemos en esta charla banal.
Se acerca a la pila de cadáveres y enciende las teas preparadas con anticipación.
—Pero... pero... ¿incinerarlos y ya? ¡Sus almas no descansarán!
Manigoldo se detiene y lo encara. Sus ojos son dos abismos eternos, como el mismo Inframundo, y la vacuidad se alberga en ellos.
—Descansarán porque he enviado cada alma al Yomotsu. Nadie se quedó atrás.
El Santo de Leo guarda silencio y aprieta los puños. Las llamas toman vigor. Le enerva esta línea de acción. Quiere darles una sepultura digna. Camina en dirección a los cuerpos.
»¿Sabe usted cuáles son familiares, Leo? ¿Separará usted a los niños de sus madres y padres? —el reproche lo detiene—. Al menos así, todos se irán acompañados.
—Usted pudo mantener a las familias juntas cuando recuperó los cuerpos.
—Yo no los... —se detiene apesadumbrado, agitando los cabellos con tormento visible.
»Yo... no lo pensé —dice resignado, exhalando el aroma fétido de la bilis entre dientes—. De cualquier forma, los hombres estaban separados de las mujeres. Es imposible saber quién es familiar de quién —insiste con la vena de su sien palpitando rabiosa.
Un leve presentimiento se aloja en su psique: él le miente, pero desconoce en qué. La situación lo irrita y le provoca el anhelo de zarandearlo para sacarle la verdad.
—¿Ni una lápida pondremos para que puedan ser recordados? —le echa en cara, al límite de su paciencia—. ¡Es usted un insensible, señor Mani...! —no puede terminar la frase al voltear hacia el sitio donde el Santo de Cáncer señala.
Una enorme cruz de madera yace en mitad de un campo de flores, recién colocada, con una corona trenzada de flores blancas y una muñeca descansando recargada a sus pies. Al acercarse, gracias a la luz de las flamas lee en la madera:
"En memoria de los pobladores caídos.
Descansen en paz, sus muertes fueron vengadas".
Un nudo se forma en la garganta del joven y muerde su labio con las emociones a flor de piel. Lo juzgó con premura, otro error que se suma a la montaña de sus preconcepciones sobre Manigoldo hechas trizas.
Derrotado, se afana en apagar sus dudas sobre la falta de lógica entre las acciones del Santo de Cáncer para reunir en este sitio todos los cadáveres, preparar lo necesario para incinerarlos y de paso, poner la cruz con la corona de flores que trenzó con sus manos; y el tiempo transcurrido para ello.
Es decir, son demasiadas tareas para tan poco tiempo, pero ¿y si lo hizo a la velocidad de la luz? Sacar a colación el tema y darse un palmo de narices con alguna explicación lógica lo amedrenta.
—Lo siento, señor Man... —calla al darse cuenta que el otro se marcha y le adelanta una distancia tremenda—. ¡Señor Manigoldo! —corre tras él—. ¡Espéreme!
Cientos de incógnitas aparecen de golpe, primando una de ellas: ¿Manigoldo siempre fue tan... respetuoso con los muertos? No es algo que sea mencionado en El Santuario. Al contrario, se le reconoce por su desprecio a la vida y su frialdad ante la muerte.
El resultado final de su juicio hacia Manigoldo es la zozobra. Ésta le impide descansar cuando el mayor decide hacer un alto total, lejos del pueblo. A pesar de permitir la atención de sus heridas y comer algo frugal, su estómago se queja y un sabor amargo permea sus papilas gustativas. No logra encontrar la respuesta a cómo pudo ser tan engreído al exigir respeto, si él mismo pisotea a Manigoldo.
La culpabilidad de errar en reiteradas ocasiones con respecto al Santo de Cáncer, se asienta en su conciencia como una lápida execrable.
Durante los siguientes días encuentran dos pueblos más, arrasados desde hace mucho tiempo y en parecidas circunstancias. Sin lugar a dudas, los enemigos tenían un plan y lo ejecutaron a la perfección.
El Santo de Cáncer repite el mismo modus operandi: manda a Regulus a revisar el perímetro y mientras el joven se deshace de los Espectros, prepara los cuerpos en una pila, reúne las almas, las traslada al mundo de los muertos y quema los cadáveres.
También deja una cruz en cada sitio, decorada con flores y algún juguete encontrado.
Regulus presencia conmocionado ese rasgo entrañable y sensitivo del italiano. Su sorpresa llega a límites insospechados cuando en el último pueblo, mientras abre las puertas al Inframundo, se detiene en seco.
—Porca puttana! [1] —blasfema impotente.
Los movimientos desenfrenados del Santo de Cáncer anuncian lo abrumado que se encuentra. Regulus ladea la cabeza con intriga y curiosidad.
—¿Pasa algo?
—Una de las almas se niega a atravesar hacia la Colina de Yomotsu —murmura apretando los puños al máximo después de restregarse con ira los cabellos.
—¿Por qué?
—Porque quiere irse con su bebé —comenta rechinando los dientes—. Alguien se lo quitó y ella se niega a dejarlo atrás. No entiende que lo enviaré con los demás, ella desea llevarlo personalmente —susurra mordiéndose rencoroso el labio inferior.
Los latidos del leonino corazón se detienen y sacude la cabeza mortificado.
—¿Qué va a hacer? Dijo que era imposible saber quién es familiar de quién.
—¡Ya lo sé! —acepta pensando a toda velocidad. La aflicción se refleja en sus orbes convertidos en puertas del Inframundo—. Si la obligo a entrar, vagará por la Colina de Yomotsu buscando a su bebé por toda la eternidad. Es lo que algunos llaman el Purgatorio.
La ecuanimidad del joven se destroza. Un dolor inconmensurable atraviesa su alma pura ante la atroz perspectiva para la madre. Desea evitarle el Purgatorio y Manigoldo parece sumirse en el mismo predicamento.
—¡Qué horrible destino! ¿No puede hacerse algo? Por favor, señor Manigoldo, ¡no permita que ella sufra así! —ruega con lágrimas picando en sus ojos.
Le parte el corazón ser testigo de un sino tan solitario. A su lado, el Santo de Cáncer camina de un lado para el otro, hasta formar un surco bajo sus pies.
—A menos que...
—¿A menos que...? —presiona esperanzado.
La mirada de Manigoldo se torna obstinada. Regulus traga saliva gobernado por la potencia del desafío planteado en los cobaltos.
—Fíjate bien, Regulus —se olvida de la distancia instado por la urgencia del momento—. Deberás responsabilizarte de cualquier enemigo durante el regreso a El Santuario. Serás tú quien lo enfrente porque agotaré la mayor parte de mis fuerzas en esto y seré más un estorbo que una ayuda. ¿Estás de acuerdo en aceptar este reto?
El joven pierde el habla con tremenda expectativa. Eso significa tener la vida de Manigoldo en sus manos. El terror por fallar en la misión es aplastado por una corriente eléctrica cuando agita la cabeza vigorosamente.
—Lo cuidaré, señor Manigoldo. Daré todo de mí para regresar con bien a El Santuario —asevera firme y certero—. ¿Eso significará encontrar al bebé y que la madre no vague por la eternidad?
—Haré todo lo posible —susurra con reservas, calculando las variables—. Presta atención al entorno desde ahora. Haz un rastrillaje.
—Pero...
—¡Ahora, Regulus! Necesito intimidad para esto. Si alguien me interrumpe, mi alma podría perder el camino de regreso. En consecuencia, no ayudaré a la madre y a su bebé, y tú llevarás un cuerpo vacío a El Santuario.
—E-está bien —traga saliva con las piernas temblorosas—, p-pero ¿estará usted b-bien?
—Sí, sólo estaré débil una temporada, siempre y cuando impidas cualquier distracción. ¿Puedes hacerlo?
—¡Lo haré! ¡Cuente conmigo!
A pesar del desasosiego gobernando su ser, Regulus se afana en obedecer la orden de rastrillaje de la zona. La cosmoenergía de Manigoldo se extiende al infinito durante varias horas. La tolerancia del joven enfrenta su mayor prueba. Le preocupa el Santo de Cáncer, pero ante tal esfuerzo y entrega de su parte, se obliga a custodiar como un león en acecho.
En medio de la oscuridad de la noche, cuando empieza a temer un desenlace fatal, un pinchazo en su cosmoenergía le conmina a regresar.
Manigoldo permanece de pie frente a la pila de cadáveres. Esta vez, lleva consigo a un bebé cubierto por una manta y su propio rostro es una máscara de total oscuridad.
Con sumo respeto y consideración, coloca al pequeño sobre el pecho de una mujer fallecida y acomoda las tiesas extremidades de la mayor para que sostenga al bebé.
—Aquí te lo dejo —susurra con voz ronca—, cuídalo y llévalo a descansar contigo.
"Es tan dulce y amable. Tan... íntegro", se admira el león con las lágrimas picándole. "¿Por qué no le di la oportunidad de explicarme las cosas?".
A pesar de su notoria debilidad y a espaldas del otro, Manigoldo abre las puertas del Inframundo. Las almas se separan de los dos cuerpos. La más grande rodea a la menor y sin dilación, se internan en el mundo de los muertos en compañía del resto de los pobladores que perdieron la vida a manos de los Espectros.
Regulus se maravilla ante la hermosa escena. A pesar de sus lágrimas, logra vislumbrar entre los primeros rayos del amanecer, la figura de la mujer arrullando a su bebé plena de amor y gozo, antes de que la técnica de Manigoldo cierre las puertas.
Un ajeno sorber de mocos seguido por un carraspeo, atrapan su atención. El Santo de Cáncer se dirige a la pila de muertos para encender las teas preparadas con anticipación, no sin que antes Regulus descubra las lágrimas traicioneras resbalando por las mejillas.
—Señor Manigoldo —susurra con una necesidad suprema de consolarlo y extiende una mano tocando el hombro del otro.
El mayor se deshace del contacto como un animal arisco y herido, evadiendo cualquier vistazo a su intimidad. En el movimiento, pierde el equilibrio. Regulus intenta sostenerlo y es bloqueado por un revés áspero sobre su mano.
—Concéntrese, Leo. Somos más vulnerables que nunca —comanda resentido, volviendo a poner la distancia entre ellos de forma tajante.
—P-pero... quiero ayudarlo —susurra conmovido por su sacrificio—, para que no sufra.
—Ya usted me hizo sufrir en el pasado con su intransigencia —acusa sin darle la cara—. Si nunca confió en mí, es perverso de su parte hacer cosas malas que parezcan buenas.
La herida resultante de probar en carne propia su propio ataque verbal, es abismal.
—L-lo siento... —susurra con lágrimas resbalando por sus mejillas.
—Discúlpeme si desconfío de su doble discurso —asevera suspicaz, aún de espaldas al joven—. Haga lo que se le ordenó: vigile el perímetro y encárguese del enemigo. De paso, abandone la hipocresía porque no le va.
Manigoldo inicia el camino de regreso a El Santuario, después de comprobar que los cuerpos se calcinan. Regulus deja caer la cabeza y ahoga un sollozo. La impotencia lo gobierna con el nuevo tropezón del canceriano por la falta de fuerza. Le agobia el cruel giro del destino. Manigoldo se encuentra supeditado a las capacidades de Regulus para sobrevivir. Depende de quien lo lastimó en el pasado con su conducta execrable.
El Santo de Leo nunca será perdonado porque desconoce la fórmula para arreglar el conflicto ocasionado por sus prejuicios. Para colmo, la actual vulnerabilidad del Santo de Cáncer toca las fibras más profundas de su alma y le desespera la férrea decisión del otro de mantener las distancias.
Ahora mismo, Manigoldo se comporta igual que en su mentoría, como una máquina de guerra lista para matar, inflexible, desapegado, orgulloso y de pocas pulgas. Sólo que, bajo estas durísimas capas de cebolla, Regulus ha logrado vislumbrar el tierno centro compuesto por una humanidad empática y generosa.
"Conozco al Maestro, al Santo de Cáncer insolente, buscapleitos, obstinado y que se divierte a costillas de los demás. No al hombre tras la armadura o al amigo que es defendido hasta por el mismísimo Albafica, quien nunca saca la cara por alguien".
"Tarde me doy cuenta de esta capa benevolente, capaz de tallar cruces y trenzar coronas de flores para honrar a un pueblo arrasado por los Espectros, o poner en peligro su propia vida, con tal de darle paz a una madre y a su bebé en el mundo de los muertos".
—¿Cómo llego a su corazón herido por mi propia mano y arreglo las cosas? —susurra lejos del oído contrario—. ¿Cómo?
—¡Hablando, mocoso terco! —vocifera con estrés—. Hablando arreglas las cosas. ¿Por qué te complicas tanto? —bufa empuñando las manos hasta blanquear los nudillos y encajar las uñas en las palmas.
El bramido despierta a Asterión de su descanso. Éste se levanta rápidamente y acude presto para cualquier eventualidad.
»¿Por qué es tan desesperante este chiquillo?
Asterión ladea la cabeza asistiendo al soliloquio. Delante de él, el aborrecimiento toma una posición privilegiada y afecta a las facciones amadas.
»No entiendo por qué este mocoso es tan importante y... —esos orbes adorados se posan sobre él—. Querido Asterión, ¿podrías matarlo por mí?
El aludido baja la cabeza con humildad. Hará lo que fuera por su felicidad, hasta deshacerse de un Santo Dorado.
»Entonces planeemos cómo asesinarlo antes de que yo termine con un aneurisma...
La noche previa a su llegada a El Santuario los encuentra reposando frente a la fogata. Manigoldo se comporta manso, exhausto después de tanta actividad. Regulus percibe su debilidad con un dolor en su pecho y cientos de agujas en su garganta. A pesar de sus inseguridades, se da ánimo para arreglar un poco esta relación fracturada por sus propias manos. Mordisquea su labio y reúne todo el valor para enfrentarlo.
—Perdón, señor Manigoldo.
—¿Qué hizo usted, Leo? —cuestiona partiendo el pan y entregando su porción a Regulus.
—Ah... gracias y... —traga saliva—, y-yo me he c-comportado mal con u-usted.
—Déjelo atrás —mastica un pedazo de su alimento con desgana y pocas fuerzas.
—Pero...
El joven revisa su comida. Ésta es mayor que la de Manigoldo. Ha hecho eso cada refrigerio. Le entrega al león las más grandes y mejores partes, en su detrimento. Incluso a pesar de su fragilidad, no acepta objeciones.
—Leo, déjelo atrás —musita agotado—, ya pasó. No va usted a solucionar nada.
La distancia manifiesta de Manigoldo le lastima. Extraña cuando le decía "piccolo Re".
—Perdón, de verdad lo lamento mucho —se le forma un nudo en la garganta—. No es un doble discurso, tampoco es hipocresía. ¡De verdad se lo digo!
El mayor repasa sus facciones con intensidad, leyendo más allá de su rostro. Deja caer la cabeza resignado y agarra su ánfora con mayor fuerza de la necesaria.
—No me sirve de nada su disculpa. ¿Cree usted que unas palabras borrarán el recuerdo de cómo me hizo sentir? Imagine que Radamanthys se hinca y le pide perdón. ¿Eso hará que olvide usted su padecimiento por la muerte de Ilías? ¿Perdonaría usted tan fácil su ofensa?
El joven aprieta las manos con impotencia. Entiende su punto. Él jamás perdonará a ese Espectro ni porque se le humille a los pies y, como un revés inclemente, rememora las escenas de su comportamiento con Manigoldo durante su celebración o en el Coliseo y en cada encuentro después de eso. Lo despreció y lo maltrató como a una alimaña ponzoñosa y el ponzoñoso fue el mismo Regulus, incapaz de controlar su carácter.
¿Cómo se pide perdón por eso?
—No sé qué hacer para solucionar las cosas con usted —reconoce cabizbajo.
—¿Cómo lo hizo usted con Sisyphus? —bebe vino del ánfora—. Sé que ya lo perdonó.
—H-hablé con él —admite con resquemor—. Le permití justificar los motivos de su comportamiento, así como el reconocimiento de sus errores.
—De seguro, también usted le dijo lo que le molestaba, llegaron a un acuerdo para que él no repita los errores y eso los llevó a una relación armónica.
—Sí, así fue.
—¿Y de qué se disculpa usted conmigo, Santo de Leo?
—De... de... —baja la cabeza—. De pensar mal de usted en el primer pueblo, cuando encendió el fuego y yo pensé que no le importaban los muertos o la lápida...
Manigoldo respira profundo y exhala decaído. Esboza una sonrisa melancólica y juguetea desanimado con el ánfora.
—Sí, sí, déjelo atrás —musita con inapetencia—. Ahora, déjeme comer tranquilo.
Regulus sabe el motivo de su reacción antagónica, es porque evade las verdaderas razones como un cobarde. Sacando fuerzas de flaqueza, deja en carne viva su corazón.
—Y por echarlo de mi vida cuando me enteré de su probable motivo para entrenarme, en lugar de escuchar sus razones. M-me contó Yato que Su Santidad e-eligió a Hasgard como mi mentor en tanto volvía mi tío y u-usted, le pidió el permiso para ocupar su lugar.
Silencio, demasiado silencio.
—No, no se lo pedí, se lo peleé —dice después de una larga pausa—. Lo discutí hasta dejarme la garganta al rojo vivo y lo hice porque le prometí a usted que sería su maestro.
De nueva cuenta, el silencio se asienta y permanece entre ellos, como un visitante amargo y pesimista. Los dedos del joven se enfrían y son incapaces de sostener el pan.
—¿Por qué me hizo la propuesta? —se atreve a preguntar por fin—. No entiendo.
—Porque creí en ti —confiesa después de un rato, con los cobaltos convertidos en fuegos fatuos—, en tus capacidades y motivaciones para esforzarte al máximo. Confié en tus argumentos y deseos de convertirte en un digno Santo de Athena.
La Excalibur cortando su estómago sería más benévola que la quemazón hundiéndose en su ser, producto del autodesprecio a su empacho de acusar antes de preguntar. El reconocimiento de su fracaso como adulto, lo somete y obliga a bajar la cabeza.
Buscó incansablemente a alguien que valorara su esfuerzo y cuando lo encontró, lo echó a patadas por sus meras inseguridades, gracias a un comentario que interpretó como quiso.
¿En qué se diferencia a su tío cuando lo demerita por su juventud? En nada.
Regulus es una calca de lo que aborrece. Es una persona engreída e intransigente que valora más sus prejuicios y se niega a comunicarse para entender al otro o valorar sus razones. Abrumado, encaja las uñas en sus palmas.
—Se lo dije a usted: no conocía sus propios alcances. Consideré que alguien debía darle la oportunidad de demostrar que puede ser digno y decidí ser yo ese alguien. Al otro día que recibió usted su armadura hablé con Sisyphus y le pedí que hiciera lo mismo, pero es tanto o más terco que usted. Ha de ser un rasgo de familia, pero Ilías carecía de eso... creo.
—¿Habló con mi tío? —se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Al otro día de la fiesta?
—Por supuesto, somos adultos. Por más que nos llevemos mal o tengamos diferencias, sabemos que lo mejor es hablar y resolver el conflicto pronto, antes de dañar más al otro.
Se abochorna porque le restriega, muy entre líneas, su inmadurez. Desea que la tierra se lo trague porque lo entiende: no le dio la oportunidad a Manigoldo de restituir su honor y en cada acercamiento, lo rechazó con prepotencia, creyéndose dueño de la verdad.
—Lamento haberme comportado así en mi Templo ese día de la celebración y... luego, en los otros días, cuando no quise escuchar razones.
—Su conducta es normal. Es usted un chico sobreprotegido por su tío. Se lo reiteré a Sisyphus: nunca lo dejó madurar. Por eso tiene usted arranques infantiles y exagerados.
Su corazón se hace chiquitito. Le desilusiona y asusta reconocer que sus actos formaron ese concepto tan atroz sobre su personalidad ante los ojos de Manigoldo.
Tanto tiempo rogando porque lo traten como un adulto y, con sus conductas, sigue reafirmando el juicio de su inmadurez. Así, ¿cómo puede exigir un cambio? Regulus debe ser el primero en mostrar su crecimiento.
—Si pudiera explicarle... pero no puedo —susurra con un hilito de voz.
—Sé a quién tuve bajo mi cuidado este tiempo. Lo sé y comprendo sus actos, pero no los perdono. No así como así —relame sus labios—. Necesita usted trabajar en la disculpa para que aprenda seriamente cuánto me dolieron sus palabras y su trato conmigo. Sobre todo, me enervó la humillación a la que usted me sometió frente a mis camaradas.
»Usted me juzgó sin permitirme una defensa adecuada y después, me sacó de su Templo y puso una puerta de electricidad para impedirme el paso. ¿En qué cabeza cabe? —repudia manoteando—. ¡En la de un mocoso, por supuesto!
—Lo sien...to —musita rojo como tomate porque le destroza escucharlo de Manigoldo.
En voz del otro, sus actos suenan abominables y se desprecia por su conducta exagerada.
El silencio los envuelve, Regulus se siente ahogar en él. Aprieta sus puños y traga saliva audible, conteniendo fieramente las lágrimas, sabiendo que ni ellas le procurarán el perdón a sus acciones. Frente a él, Manigoldo pone los ojos en blanco y chasquea la lengua.
—Quiero saber cuán de verdad está usted arrepentido —asegura comiendo un trozo de queso—. Haremos un trato: le ofrecerá usted una disculpa a nuestros camaradas por su exhibición infantil y su estallido descontrolado, así como por dejarlos preocupados de cómo se solucionaría este entuerto entre nosotros. También se hará usted responsable ante el Patriarca porque hasta a él se inquietó con esto.
—¿T-también? —susurra con un dolor en la garganta.
—¿Por qué cree usted que nos mandó juntos? Lo conozco, no por nada fue mi maestro. Sabía que metiéndonos de cabeza en una misión, tarde o temprano, hablaríamos y quizá, solucionaríamos las cosas.
—L-lo siento.
—No me bastan sus palabras —asegura tajante, dando un trago a la ánfora—. Si usted demuestra la madurez que pregona, así como la capacidad de enfrentarse a las consecuencias de sus actos y solucionarlas como un adulto, lo perdonaré.
—Sí, señor Manigoldo —agacha la cabeza con muchas ganas de llorar.
El Santo de Cáncer exhala con resignación y con ánimo de mejorar las cosas, alborota los cabellos rubios del otro. Regulus tiembla de anhelo por volver a los viejos tiempos y reanudar su confianza mutua.
—Deje usted de tratarme de "señor". Ni cuando fui su mentor me dispensó tal solemnidad en privado. Me hace sentir viejo y sólo tengo 24 años.
—Usted dijo que mantuviera las distancias por eso le digo "señor".
—No, yo le dije a usted que me dijera Cáncer, sin el "señor", pero usted me dice como le sale de ese hocicote y en el hastío, ya no quise discutir.
Ese reclamo le forma una sonrisa. Traga saliva asintiendo con los ojos hechos agua. Manigoldo le limpia una lágrima, respetando y acompañando su desahogo.
—Yo lamento haberlo tratado mal a usted en el último pueblo, estaba sensible y agotado, pero no debí cebarme con usted. Perdóneme por ser tan cruel. Fue desmedido de mi parte.
—Está bien, pero... ¿Puedo pedir algo a cambio? Por favor —agrega lo último con timidez.
—Por supuesto, debo dar el ejemplo y cumplir con mis condiciones para obtener el perdón —susurra con la cara más agria de su repertorio—. ¿Qué quiere usted?
—¿Puede romper la distancia entre nosotros, dejar que lo ayude de regreso porque sigue débil y puede volverme a decir "piccolo Re"? Sin tratamientos de usted, sólo quiero que me tutee.
—Son tres cosas ¿o cuatro? —arquea una ceja contando con los dedos—, pero está bien. Me lo merezco por reaccionar mal.
La alegría inunda su corazón y se refleja en su tremenda risa vibrando incansable a pesar de las lágrimas resbalando por sus mejillas.
»¡Qué fácil eres de complacer, cachorrito! —susurra admirado—. Ven acá, piccolo Re.
Manigoldo extiende los brazos y Regulus se lanza a ellos. En cuanto lo rodean, el menor ronronea pletórico.
"Gracias, diosa. Gracias por devolverme a Manigoldo".
¡Hola, mis Paballed@s!
Este capítulo fue complicado para escribir y dejar constancia del cambio de Regulus. Fue escrito y re-escrito hasta ahora que lo estoy preparando para subir (y hablamos de que hoy es 17 de abril y volví a editarlo la última semana de abril xDDD).
Pulirlo más, sería en vano. Me parece que el resultado es bastante bueno y dejó constancia de la verdadera personalidad de Manigoldo.
¿Qué te pareció a ti?
Te mando una canasta de chocolates y muchas palomitas porque el siguiente capítulo será... interesante.
Muahahaha.
¡Hasta el próximo martes!
Pd. Gracias por sus lecturas y comentarios. Se agradece mucho el apoyo y que sigas leyendo hasta ahora.
Pd2. Gracias a Ms_Mustela porque siempre tiene una gigantesca paciencia al leer y releer y releer cada vez que mi rata se pone histérica y edita parte de lo escrito o todo.
¡Eres un sol, Beta mía!
NOTAS DEL AUTOR, O SEA YO xD
[1] Porca puttana! --- en italiano significa "hijo de puta".
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