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26. Belleza Inesperada [Epílogo]



El dios de la Fuerza acaricia los objetos con devoción. Una sonrisa trémula dibuja sus facciones. Las lágrimas resbalan por sus mejillas y sus manazas temblorosas sostienen lo más importante de quien fuera su último cachorro en el mundo.

—Aquí estoy, Regulus, en el Santuario creado por tus nobles manos para tus seres queridos. Héme aquí, cumpliendo mi promesa —susurra con la nariz congestionada y una voz tomada por el dolor—. Un dios en contadas ocasiones llora, ¿lo sabías?

Con extremo cuidado coloca la punta de flecha de Sisyphus en la cajita, el retazo de la capa con la sangre vieja de Ilías, un fragmento de la corona de hojas de Arkhes y las figuras talladas en madera hechas por Manigoldo y obsequiadas antes y durante su noviazgo.

     »Aquí queda lo que más apreciabas y lo que anoche me rogaste que trajera a guardar contigo, una vez que partieras de este mundo —dice con un dolor tremebundo atorado en su pecho—. Sé que nadie te dijo la verdad sobre la corona de hojas. Era de tu madre Arkhes, pero ahora confío en que lo sabes.

Sonríe con dificultad, sorbiendo la mucosidad de su nariz y gracias a su divinidad, se da el lujo de acomodar sobre las pertenencias, una gota de agua salada reposando en el centro de un girasol.

     »Esto es tuyo, tu única pertenencia que valoro por sobre todas las demás. Es una lágrima tuya. Es el signo de tu buen corazón, de tu fe en la humanidad y de tu amor por aquellos que te rodearon —musita con amargura—. Soy un tonto sentimental por guardarla.

     »Pero quería poner aquí algo que te perteneciera y no a otra persona, por más que esos otros objetos te fueran invaluables —comenta entre lágrimas y voz ronca—. Ruego que tus padres hayan acudido a tu lado en cuanto falleciste y te hubieran recibido con los brazos abiertos. Tal y como te mereces, mi pequeño.

Se cubre el rostro con una manaza y el llanto le interrumpe el discurso. Le duele tanto haber perdido a su último cachorro y es incapaz de contener tanta culpa por haberlo dejado solo en los momentos de más necesidad, pero entrar a la batalla habría significado un castigo peor para Regulus.

¡Malditas reglas!

—Eres demasiado sentimental, Heracles.

El pelirrojo aprieta los párpados y contiene el impulso de rugir por ser descubierto en este momento de debilidad. Con rapidez, se limpia las lágrimas de las mejillas con el bajo de su capa desdeñando ese comportamiento cobarde de aparecer sin anunciarse. Además, ella se empeña en pronunciar su viejo y arcaico nombre a sabiendas de cuánto lo detesta.

—Y tú tienes corazón de roca, Artemisa.

—Tsk.

La diosa de la luna se materializa en el claro luciendo sus mejores galas. Recorre las diversas tumbas con la vista y los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Vienes a despedirte de tu sobrino?

—No.

Ella se acerca con ese paso majestuoso propio de su personalidad llevando consigo un objeto en la mano izquierda.

     »Vine para que pongas esto.

Una camisola de entrenamiento, vieja y rota, le es entregada. Hércules la examina y la devuelve a su hermana con un respeto supremo, recordando su uso por el pequeño Regulus en sus primeros días en El Santuario.

—Ponla tú. Al menos, merece recibir ese gesto de tu parte, ¿no lo crees?

La diosa de la luna y la cacería aprieta los labios. Exhala con impaciencia y se arrodilla frente a la tumba. Lleva la prenda a su pecho con cuidado extremo y aún en contra de sus deseos por permanecer inalterable, le dispensa un beso cariñoso y devoto, en honor al fallecido.

Hércules la acompaña en silencio, incapaz de burlarse o despreciar su gesto. A finales de cuentas, debajo de esa coraza dura, ella también tiene un corazón.

—Hemos perdido tanto en estas guerras —susurra la dama acariciando con cariño la prenda—. Estos guerreros nos han dado tanto durante lo corto de sus vidas.

Los azules ojos se posan en las tumbas hechas por Regulus, deteniéndose más tiempo en una de ellas. La de Escorpio y Acuario.

     »Fui testigo de la forma en que la cosmoenergía de mi sobrino iluminó el Inframundo y no fue la única en brillar con tanto vigor... Su partida me dolió tanto o más que cuando la cosmoenergía escarlata se perdió para siempre —musita llevando la prenda a su corazón mientras derrama lágrimas plateadas.

—¿Y por qué los dejaste marchar sin intervenir, hermana? ¿Por qué ustedes, Los Vigilantes, siempre se niegan a detener esta guerra sin sentido?

Artemisa chasquea la lengua apretando con impotencia la camisola contra su sí.

—¿Crees que no me opuse? —sisea beligerante—. Desde la primera guerra lo hice. En el mismo momento en que Selkh, el heredero de Escorpio, se unió a las filas del ejército de Athena tras recibir ese atentado deshonroso, dejé clara mi postura. Sin embargo, es el tío Hades —susurra con amargura—. ¿Cómo puede la Luna combatir al Inframundo?

—Con ayuda de los demás.

Ambos dioses giran el rostro hacia la jovencita cuyo vestido trae consigo la primavera. Ella se acerca con pies desnudos, sujetando un ramo enorme de flores y adornando su preciosa faz con un caprichoso mohín.

—Perséfone, mi querida hermana.

—No pronuncies mi nombre o... —previene tarde a la otra.

Un gruñido se escucha en la oscuridad y un gigantesco perro negro con ojos rojos aparece acercándose con gesto territorial. Gracias a la divina percepción de los presentes, el can se muestra en su forma real, con sus tres cabezas.

Para cualquier humano es un perro común y corriente.

Ante su posesivo carácter, los dioses exhalan con resignación.

—Nunca deja de seguirte —observa Hércules cruzando sus gruesos brazos—. ¡Hey, Cancy! Espero que vengas en son de paz o te daré tu paz a patadas.

—Tú pateas a mi perrito y yo te meto todas las ramas de este bosque por el trasero.

—¡Perse!

La jovencita muestra los colmillitos en una réplica cuasi exacta al animal que defiende.

—Nada de Perse porque es la verdad. Dejen en paz a mi guardián —ordena mientras se acerca al perro—. ¿Quién te quiere, chiquito? ¿Quién te defiende?

El aterrador Cancerbero mueve la cola y corre hacia su dueña, lamiéndole la mano que se extiende hacia él. Hércules y Artemisa ruedan los ojos con impaciencia.

—La Bella y la Bestia —musita la diosa de la luna con fastidio.

—¿No te mordiste la lengua? ¿Qué me dices de Asterión? La última vez, incapaz de hacerle frente a Cancy, convocó a su jauría. ¡Sólo así puede enfrentarse a mi chiquito!

—Chiquito, dice ella —rumia Hércules cruzado de brazos—. Tremendo animalón.

De reojo, nota a su hermana aprovechando el tiempo. Artemisa coloca en la cajita la camisola, como cojín para los otros objetos. Hércules le da su espacio para despedirse y mantiene su postura de espaldas a ella para darle privacidad.

Artemisa se caracteriza por su frío e indiferente carácter. Su presencia en este sitio sale de lo ordinario en ella.

Hércules sonríe al pensar que Regulus la hizo cambiar aunque sea un poco.

—Ese chico me dejó la boca amarga.

—¿Por qué lo dices, hermanita?

—Vamos, Hércules, es obvio —musita la joven de las flores, acariciando una de las tres cabezas—. Cuando me lo encontré acá, nunca creí que mis palabras hicieran mella en él.

—Mi sobrino era singular y me hizo enojar muchas veces —reconoce Artemisa—. Tuve ganas de aventarle una sandalia con cada tontería cometida, pero al final...

—Su vida tuvo un final agridulce —musita la joven de las flores—. Nunca me encontré con alguien capaz de entender los ciclos de la Naturaleza con tal rapidez y actuar en consecuencia. Ni siquiera Ilías tuvo tal afinidad.

—Era hijo de sus padres y nieto de mi hermano —observa Artemisa cerrando la caja con un lazo de plata—. Además, le diste muchas pistas en tu encuentro con él.

—¡Yo no me encontré con él!

—Entonces, ¿qué fue lo de anoche, hermanita?

—Pues... —dice caminando nerviosa—, yo vine, él estaba aquí... —murmura desviando el tema—. Ni modo de largarlo, me iba a preguntar por qué y no quería decirle la verdad.

La joven de las flores encoge los hombros enfurruñada. Artemisa acaricia por última vez la caja y se incorpora dando paso a Hércules. Éste, con sus propias manos, y sin usar ninguna herramienta, cava el hoyo, acomoda la tierra en torno de la caja y después, la sepulta con mimo y amor.

—No la aplastes tanto —ruega Perséfone—, sé dulce con él —susurra con la voz ronca.

—¿Quieres ser tú la que haga los honores? —invita el dios de la fuerza comprendiendo las motivaciones de su hermana.

—No, porque me encargaré de engalanar su tumba —aclara mirando alrededor—. Aunque me sorprende la ausencia de Apolo. ¿Acaso no era su nieto?

—Lo era.

—Entonces dime, Arte, ¿por qué no está aquí? —critica ceñuda y ofendida por su ausencia.

—Me parece, Perse —opina la diosa lunar con una profunda exhalación—, que Apolo carece del humor para sepultar a su único nieto y yo temo que, durante el funeral, estalle preso de la furia. Es mejor así, algo privado entre nosotros. ¿No crees?

La joven de las flores baja la cabeza con pesar y frunce sus labios de fresa.

—Bueno, si lo pones así, coincido. Detesto cuando Apolo hace una rabieta.

—¿Podemos entonces pasar al momento solemne, donde decimos unas palabras para recordar y celebrar la vida de Regulus? —propone Hércules haciendo caso a las indicaciones y siendo más cuidadoso al depositar la tierra sobre la pequeña caja.

—No, no quiero decir nada —zanja el asunto Perséfone—. El chico nunca me conmovió.

—Ni en sueños —apoya Artemisa agitando la cabeza—, el chico no merece tanto.

Hércules gira el rostro hacia donde sus hermanas dan la espalda a la tumba fingiendo interesarse en algo mejor.

—Cobardes.

—Atrévete a repetirlo, mocoso impertinente —gruñe la mayor de las diosas.

—Eres una cobarde, Artemisa —reafirma el de cabellos pelirrojos sin inmutarse—. Son un par de cobardes.

La diosa de la luna lo encara echando chispas por los ojos mientras Perséfone sisea furiosa, apoyando a su hermana mayor.

—Mira, Heracles, no por ser el Dios de la Fuerza...

—No quieren hablar por miedo a que se les rompa la voz —acusa con dureza—. No quieren decir nada porque ninguna de las dos es capaz de reconocer que el fallecimiento de Regulus les afectó tanto o más que a mí. ¿Tendrán el descaro de negármelo?

Ambas diosas le dan la espalda. Artemisa fingiendo otear a través del bosque en busca de un enemigo y Perséfone acercándose a la tumba de Manigoldo para acicalar con mimo las flores creciendo en ella.

Hércules se rasca la nuca impaciente. ¡Diosas! Todas son iguales.

     »Se dicen Diosas Vigilantes... —desdeña con amargura—. Para mí, son un par de chismosas e incapaces de...

—¡Óyeme, Heracles! —gruñe Perséfone, acercándose a él con paso ligero—. A mí no me vas a echar en cara eso del chisme...

—Te quejas que ninguno de nosotros hizo algo para calmar los ánimos de nuestra hermana y nuestro tío, pero te recuerdo, hermana, que el tío Hades ¡es tu marido! —acusa señalando con su índice a la diosa.

     »¿Dónde quedó tu responsabilidad de pararle los pies? La muerte de nuestro sobrino es tan culpa tuya como de Arte.

—¿Y tú qué hiciste? —reprocha Artemisa—. ¿Ah? Te dijiste guardián del Templo de Leo y dizque mentor. Jamás te vi entrenando con él como hiciste con los otros Santos.

—Sisyphus hizo la labor. ¿Te olvidaste tan pronto de eso? Y después apareció Manigoldo. Me dejaron el papel de asesor y consultor porque ellos dos se volvieron celosos de nuestro sobrino y lo custodiaron a capa y espada.

—Siempre y cuando no estuvieran peleados con él —rezonga la diosa de la luna.

—Conociendo la sangre de Apolo, eso era pan de cada día —dice Perséfone hundiendo el dedo en la llaga.

—¡Hola! —canturrea ofendida—. ¿Ya se te olvidó que tú también eres hija de nuestro padre, Perse? —sisea con los ojos encendidos con la más pura indignación.

—No, pero tengo un carácter menos volátil que el suyo, hermana —dice ufana y altiva.

—Claro, por eso te peleaste con el tío y te fuiste a refugiar con tu madre.

—¡Heracles! —sisea elevando su cosmoenergía—. No te permito meterte en mis problemas maritales. No son de tu incumbencia.

—¡Lo son cuando tú tampoco detuviste la guerra! Te lo dije y te lo repito por si lo olvidaste. Estos siglos te has llenado la boca diciendo que nosotros debíamos intervenir mientras tú, que tenías más poder sobre tu marido, te dedicaste a... a... ¡a nada!

Las cosmoenergías de los hermanos chisporrotean. Un descuido, una palabra de más o un gesto inconsciente desatará una tormenta eléctrica, sin la ayuda del malhumorado Zeus.

—Como si fuera tan fácil convencer al terco de mi marido de no hacer algo —resopla la diosa enfurruñada—. ¡Ojalá dejara de ser hijo de Cronos!

—Al menos yo le planté cara en la primera guerra —asevera el dios mientras empuña las manos y aprieta al punto de casi herirse—. Es más de lo que ustedes hicieron.

—Me encanta cómo vienes a este funeral a reprocharnos las conductas.

Heracles se muerde la lengua reconociendo un cambio motivado por el fallecimiento de Regulus. De no ser por el funeral, ellos no estarían reunidos y hablando del tema. En el pasado, sus hermanas lo eludieron y hoy, él puede aprovechar para aclarar ciertos puntos.

—Mira, Perse, si tanto te importaba detener esta guerra, pudiste empezar entrelazando las voluntades de los dioses Vigilantes y motivándolos para actuar en contra de tu marido.

—Ninguno me escuchó —confiesa con los ojos aguados.

Hércules calla al percibir la desesperación en la cosmoenergía de su hermana. Artemisa desvía el rostro cruzándose de brazos, impotente ante la realidad.

     »Se los dije. Se los pedí... —comenta con lágrimas resbalando por sus mejillas sonrojadas—. En esta reencarnación, me presenté con nuestra hermana Athena y le rogué que no continuara y ¿sabes qué me dijo?

Los hermanos se muerden las lenguas porque, conociendo a la diosa de la guerra, su respuesta debió ser una patada en el hígado.

     »Que detendría la guerra siempre y cuando le devolviera a Alone porque mi marido lo había secuestrado.

—¿Secuestrado? —cuestiona Artemisa ladeando la cabeza—. Es un término exagerado porque a fin de cuentas, el chico era la vasija mortal del tío.

—Ese punto es... debatible —dice Hércules rascándose la nuca—. Es como decir que ella secuestró a Sasha —hace notar encogiendo los gruesos hombros.

—De cualquier forma —continúa Perséfone—. ¿Cómo podía pasar por encima de las órdenes de mi marido para devolverle el chico a Athena? ¿Cómo podía convencer a Hypnos o a Thánatos de traicionar al mismísimo Rey del Inframundo? —susurra impotente.

—Eso sin contar con que Pandora seguramente tergiversaría todos tus argumentos —afirma Artemisa echando sal a la herida—, como hizo desde la época del mito.

—¡A esa sierpe la voy a meter de cabeza en Cocytos! —estalla Perséfone ofendida—. Se dejó llenar la cabeza de ideas por culpa de Thánatos e Hypnos y manipuló a mi marido.

El dios de la fuerza entorna los párpados. La secuencia le parecía lógica hasta ese último reproche de su hermana.

—¿Sugieres que Pandora, la creación de Hefestos, fue capaz de manipular a tu marido para desatar una Guerra Santa de tal envergadura? ¿Tanto poder tiene su lengua?

—¡Cállate, Heracles! No hables de lo que no sabes.

Tal indignación albergada en el cuerpo de Perséfone es inexplicable. También lo es darle semejante crédito a una mujer artificial cuyo último fin, después de traer las desgracias al mundo, era servir a Hypnos y Thánatos. Al menos, hasta que la guerra se desencadenó y obtuvo otro papel, la de guiar al ejército de Hades.

Una parte importante del relato se le escapa.

—¿Qué motivó esta Guerra Santa?

La cosmoenergía de Perséfone chisporrotea con indignación y furia.

—¡¿Cómo que no lo sabes?! Participaste en ella, ¿cómo es que ni siquiera supiste qué la originó?

Hércules sacude la cabeza y levanta las palmas para calmar los ánimos de Perséfone.

—Te estoy hablando bien, hermana. Conozco los argumentos de Athena, ella se alzó en armas cuando el tío Hades decidió erradicar a la humanidad. El punto es, ¿cómo fue que el tío decidió eso? ¿Cuál fue su motivación?

—No, el punto es, ¿por qué jamás se acercaron a él para preguntar? —critica con impaciencia—. Ustedes vieron la oportunidad de atacar a mi esposo y la usaron.

—¿Eso hicimos? —cuestiona Artemisa ofendida—. Porque yo jamás levanté mis puños contra tu marido, hermanita. En cambio, a él no le tembló la mano para mandar a su Wyvern a atacar a traición al único humano que protegía con cada ápice de mi cosmos.

—¡Wyvern no atacó a Selkh para hacerte daño! —sisea acorralada.

—¡Claro que sí! —sostiene con la cosmoenergía chispeante—. Apolo fue testigo y cuando Selkh lo derrotó en un combate limpio, ¡tu marido se ensañó con él! Fui testigo, nadie me lo contó porque fui yo quien lo atendió de las heridas infringidas por tu marido.

Perséfone da un par de pasos atrás, avasallada por la intensidad del reclamo de Artemisa quien derramaba lágrimas plateadas de ira y dolor por el recuerdo del daño a ese humano.

—Mi marido no se ensañó con tu escorpión —susurra intentando mantener la calma—. Mi marido no sería capaz de semejante atrocidad.

—Lo hizo y no sólo él. Thánatos también fue capaz de atacar a traición.

—¡Heracles, cállate! Tú no te metas. Estás hablando de mi marido y mi yerno.

—¿Por qué me he de callar la verdad? —ruge el león dormido—. Te lo dije desde la primera Guerra, que tu yerno estaba celoso por la atención desmedida de tu hija Macaria para tu protegido y te quedaste con los brazos cruzados.

     »¡Tú también tienes la culpa de esta guerra! Fuiste una ciega.

—Tithonos nunca tuvo que ver con esto —sisea incrédula.

—Thánatos estaba tremendamente celoso de Tithonos —afirma Hércules caminando de un lado para el otro.

—¡Es inconcebible! —jadea sacudiendo la cabeza—. Tithonos jamás hizo algo inapropiado con Macaria o conmigo. Al contrario, siempre nos defendía de los Gigantes.

Hércules se pasa las manos por los cabellos y los agita. La estática le forma una melena alrededor de su rostro.

—Tithonos no habrá buscado jamás el amor de Macaria o el tuyo, pero Thánatos no es un dios que se reconozca por su empatía. Su entendimiento de las relaciones entre los individuos es una bazofia. Será la Muerte Tranquila, pero celoso... ¡es peor que las Keres!

Los tres dioses jadean con vigor y los ánimos exacerbados. Hércules reconoce sus fallos al dejarse llevar por su frustración. Echarle en cara a su hermana esto, mucho después de estallado el conflicto, dista de ser lo adecuado para el funeral de Regulus.

O quizá, era el momento perfecto porque ¿cuándo volverán a encontrarse?

     »Lo siento, lamento haber sido tan bastardo con ustedes, es sólo que... de todos mis cachorros, Regulus era el más inocente para llevar a cuestas una guerra suscitada hace tanto, por los celos de un dios incapaz de entender las diversas clases de amor —jadea bajando la cabeza mientras intenta mantener sus lágrimas bajo control.

Artemisa se cruza de brazos y desvía el rostro hacia la tumba de Manigoldo.

—De cierta forma, en algún momento debía salir a colación esto. Tithonos fue, es y será siempre, el favorito de Perséfone. No por nada viaja entre los mundos, no por nada sus manos dan vida a la naturaleza. Sin embargo, Thánatos no fue el único celoso... mi tío también lo veía con malos ojos.

—Hades no estaba celoso de Tithonos —insiste la menor, aturdida por estas verdades.

—Lo estaba, Perse. ¡Me convierto en la diosa del puterío si estoy equivocada!

—¡ARTE!

Ni por la actitud escandalizada de la menor, la diosa de la luna se acobarda.

—¡Es cierto! Hércules sólo supo lo de Thánatos porque estuvo presente en el combate entre Tithonos y él, durante la primera Guerra Santa, pero yo fui testigo de la última.

La diosa sacude la cabeza y muestra los dientes dando a denostar su indignación.

     »No fue Thánatos el que se apoderó del alma de la reencarnación de Tithonos cuando se perdió en el Camino de los Dioses y la torturó. Ese imprudente, ¡fue tu marido!

—Hades no sería capaz de torturar a la reencarnación de Tithonos —insiste angustiada.

La expectativa de que su marido haya hecho tal atrocidad, le parte el corazón.

—Entonces responde la pregunta de Hércules, hermanita. ¿Por qué inició la Guerra Santa?

La diosa de las flores es incapaz de dar respuesta a ese cuestionamiento. Camina entre las tumbas y se detiene frente a la de Manigoldo con un peso extra en el pecho.

—No lo sé... en la época del mito, Tithonos era el vínculo entre mi madre y yo, durante el tiempo que nos manteníamos separadas. Después, fue el vínculo entre Hades y yo, cuando me encontraba en la superficie.

     »Tithonos jamás se comportó de forma indebida conmigo, era respetuoso y siempre cumplió fielmente su tarea de traer los mensajes de mis seres queridos.

—Sí, sí, pero ¿por qué entonces un buen día, Tithonos se unió a las filas de Athena? —insiste Artemisa con suma impaciencia—. Explícame porque eso jamás lo entendí.

     »Era comprensible con Selkh, pues él defendía a mi hermana como una reminiscencia de su loable labor al salvarme o quizá porque nunca le perdonó a Hades el atacarlo a traición. Era comprensible con Enoch porque a finales de cuentas, estaba en comunión con mi tía Démeter y contigo.

Perséfone se cruza de brazos y su mente busca incansable las respuestas. Hércules exhala y susurra...

—También toma en cuenta que, en aquél entonces, Enoch era la mismísima personificación del veneno de la tía Démeter.

—¿De qué veneno hablas? —jadea la joven presa del estrés por descubrir capas y capas de secretos—. Mi madre jamás fue portadora de algo así.

Hércules se rasca la nuca, incómodo con la situación. Deberían rendir honores a Regulus y en cambio...

"Lo lamento, sobrino, lo tuyo tendrá que esperar un poco" piensa con amargura.

—El odio acumulado hacia el tío Hades se convirtió en un veneno mortífero —comenta Hércules haciendo memoria—. Nuestro hermano Apolo descubrió que tu madre se estaba transformando en un monstruo por culpa de esa ponzoña y decidió purgarlo. Lo contuvo en una rosa que se tiñó de rojo por la sangre de tu madre y la guardó en Delfos.

     »Durante una borrachera, Enoch me confesó que, preso de la ira contra las Marinas del tío Poseidón por haber arrasado su aldea, buscó esa rosa para usarla en contra de sus enemigos. Sin embargo, bastaba un mero toque para ser impregnado con el veneno y gracias a ello, casi muere por su propia estupidez —exhala con una sonrisa irónica.

—¡Qué patético intento de suicidio! —ironiza Artemisa—. Enoch resultó inmune al veneno, llevó consigo esa maldición por la eternidad y se la heredó a sus reencarnaciones.

—No por nada, Enoch fue el primer Santo de Piscis —comenta Hércules con una mueca triste—. Tiene sentido su unión a las filas de Athena. Combatía a Hades porque su sangre se lo exigía por la reminiscencia de la tía Démeter. El mismo veneno le guiaba a destruirlo.

—Es casi inconcebible —susurra Perséfone aceptando de a poco la realidad—. ¿Cómo puede ser que la guerra inició por los celos que mi marido y mi yerno le tenían a Tithonos?

—No es un desatino. Al contrario, es una certeza —afirma el dios de la fuerza con tono lúgubre—. Yo lo sabía mejor que nadie. En aquél entonces, mi círculo estaba conformado por Tithonos, Enoch y Selkh, quien se terminó uniendo por su afán de competir con Enoch y comprobar quién era el más mortífero.

Artemisa sonríe con nostalgia recordando esa época, mientras Perséfone cavila los nuevos hechos vertidos por sus hermanos.

—¿Estas guerras son por... celos llevados al extremo? —susurra sin querer creerlo.

—Somos dioses, las emociones nos afectan más que a los mismos humanos —razona Artemisa—. Bien o mal, el tío Hades y Thánatos han permanecido en la oscuridad y en el rechazo de los humanos mismos, por miedo a sus potestades. ¿Qué esperabas?

—Ya te conté sobre el veneno de tu madre, ¿qué otra prueba quieres? La diferencia es que el tío Hades y Thánatos expresaron sus emociones.

—Iniciando una guerra —criticó Perséfone con rabia.

—Pero las expresaron.

La pequeña diosa tiembla ante la perspectiva y, al poco, resopla iracunda. Alrededor del claro, la naturaleza se mueve al compás de su cosmoenergía desmedida y presa de la furia.

—¡Ya verá mi marido de qué soy capaz cuando las leyes marquen mi regreso al Inframundo! —brama con los árboles creciendo y las ramas alargándose peligrosamente.

—De paso, avísale a tu hija para que le dé su lección a su marido —recalca Hércules—. Lo tiene servido ahora que los Santos de Athena lo han encerrado junto con Hypnos.

—¡Es inaudito! Tithonos jamás fue imprudente, era un hombre centrado y sereno. No como su reencarnación. ¡Manigoldo sí que era un grano en el culo!

—¡Perse!

—¿Qué? ¿Ahora qué dije mal, Arte? ¡Es la verdad! —sisea frenética—. Manigoldo era impertinente e irrespetuoso.

     »Sin embargo, ahora tiene sentido. Cada reencarnación, cada Guerra Santa, mi yerno Thánatos y su hermano Hypnos se ensañaban con los Santos de Cáncer. ¿Por qué Athena no hizo algo? ¿Por qué se lo calló?

—Porque eres ciega, Perséfone.

La mismísima diosa de la guerra y la sabiduría se presenta en el sitio, como una reminiscencia de su poder. Los hermanos la observan con el corazón encogido, a sabiendas de los acontecimientos sucedidos en los Campos Elíseos.

En este preciso momento, Athena pelea contra Hades.

—¡Hermana! ¿Qué haces aquí?

—Tanto estuvieron hablando de mí, que preferí venir y enterarme antes de terminar de cabeza en otra guerra. ¿Qué pasa?

—¿Estás peleando con mi marido?

—Estamos llegando al Templo de tu marido, sí —dice cruzando los brazos.

—No lo combatas.

—¿Cómo dices? —inquiere abriendo los ojos al máximo.

—Por favor, Athena, no lo combatas —ruega uniendo las manos por las palmas—. Deja que me haga cargo de esto. Si es verdad que Hades inició esta guerra por celos...

—Lo hizo, fui testigo del momento en el que tu maridito llegó con las negras intenciones de asesinar a Tithonos y cuando me opuse, decidió con Thánatos, exterminar la raza humana para evitarles, a ti y a tu hija, "tentaciones".

—Tenta... tenta... —repite atónita—. ¡Tentaciones serán todos los troncos que le meteré por el trasero a mi marido y a mi yerno en cuanto los vea!

La cosmoenergía de la diosa de la primavera estalla con furor. Hércules y Artemisa dan un paso al costado. Athena, en cambio, se planta frente a su hermana con brío.

—Me pediste que detuviera la guerra, pero ni siquiera sabías por qué se desató. ¿Qué dice de ti, hermana?

Perséfone, al contrario de lo que pudiera pensarse de ella, se queda firme en su lugar.

—Cometí un error, lo acepto. Sin embargo, Athena, esto es una pelea marital. Déjame resolverla, por favor.

—¿Y qué hay de mis guerreros torturados por tu marido y sus esbirros en Cocytos? Oh, no, Perséfone. Ya le soporté mucho al tío y no pienso hacerme a un lado sin obtener algo a cambio. ¡El sufrimiento de mis guerreros debe ser resarcido!

La joven de las flores se muerde los labios y se aguanta las lágrimas. Ninguna gota de sus ojos conmoverá a Athena y lo sabe.

—No tienes forma de derrotar a mi esposo, hermana.

—Lo sellaré como en cada guerra. Esta vez mi Santo de Virgo me dio la fórmula, a costa de su preciosa vida, para detener a los Espectros y no pienso despreciar su sacrificio perdonando a tu marido.

—Y yo te repito, no puedes derrotar a mi esposo. Lo harás dormir, ¿y luego qué? Despertará en el siguiente ciclo y volverá a las andadas.

—A menos que le demos una lección a su tamaño...

Los hermanos giran la cabeza ante el nuevo participante en la conversación. La cosmoenergía de la corona solar se mantiene estable, pero el rictus de Apolo es un anuncio gigante de cuán cerca está del límite.

—Querido hermano, ¿qué estás planeando? —interroga una desconfiada Athena.

—Declararé la guerra en contra del tío Hades —anuncia con los dientes apretados—. Mi nieto dio la vida para detener a Alone y cada gota de su bendita sangre será cobrada a un altísimo precio.

Hércules se muerde la lengua atestiguando este nuevo giro de la trama. En el pasado, Apolo se negó a participar en la lucha. Jamás le interesó meter las manos y hoy...

"Regulus, lograste el milagro".

—El sol no llega al Inframundo —hace notar una Perséfone beligerante—, y de cualquier forma, no bastará con tu poder para ganar la guerra contra mi marido.

La sonrisa de Apolo congela los corazones de los presentes. Habla de tortura y un mal antiguo cerniéndose sobre el Inframundo.

—No estoy solo...

—¿Quién...?

La pregunta de Athena se interrumpe con una tremenda cosmoenergía cimbrando el suelo. Los hermanos giran el rostro a sus espaldas y la diosa de la guerra sacude la cabeza.

     »¿Cómo... cómo te liberaste de mi sello?

—Yo lo liberé.

—¡Apolo! ¿Cómo osas intervenir en mi guerra?

—Porque él ya no está en contra tuya, hermana —aclara el dios con arrogancia mientras se revisa las uñas—. ¿O sí, tío?

El dios Poseidón sostiene su tridente con fuerza. Tras él, sus marinas lo acompañan, listos para encarar una nueva Guerra Santa.

—Apolo me despertó y me contó sobre el sacrificio de tu Santo de Acuario para contenerme. También me dijo sobre la manipulación que hizo sobre mí Hades y su ejército. ¡Es inconcebible tanto libertinaje!

—Aunque considero que se te veían bien las tetas, tío.

—¡¿Qué dices, Heracles insolente?!

—Que te van bien las tetas —repite sin inmutarse.

La ira de Poseidón y su bochorno son dignos de grabarse para la posteridad.

—¡Eso no me lo dijiste, Apolo! —acusa el mayor dirigiendo su ira hacia el otro.

—¿Debía pisotear tu ego, tío? —cuestiona sin dejar de mirarse las uñas—. ¿No tuviste suficiente con haber sido manipulado por el tío Hades y su ejército? ¿No fue suficiente humillación haber necesitado de un Santo Dorado de la corte de tu peor rival para ser contenido y no destrozar tu reino? Entonces deberás perdonar mi prudencia.

La furia de Poseidón se hace sentir. El temblor alcanza niveles precarios. Gracias a la cosmoenergía combinada de Athena, Artemisa, Hércules y Perséfone, los humanos salen ilesos del exabrupto del dios.

—Sin contar con que fue la creación de Hefestos la que te puso de rodillas —arremete Hércules sin frenar su lengua—. ¿Quién sospecharía que una simple creación de Hefestos tendría tanto poder?

—¡Pandora! —sisea el dios—. Después arreglaré cuentas con ella.

—Espera tu turno —ordena Perséfone—, porque yo encabezo la fila.

—Entonces... ¿Irán a los Campos Elíseos o seguiré combatiendo sola?

—Ni se te ocurra apresarlo, Athena —ordena Poseidón conteniendo a duras penas su carácter—. Debo intercambiar unas palabras con mi hermano.

—Espera tu turno —ordena Apolo—, porque yo encabezo la fila.

—No, la fila la encabezo yo —asegura Perséfone.

Hércules arquea una ceja y sonríe de lado.

—Quien llega primero, se lleva el premio.

Apenas lo dice, las cosmoenergías de su familia desaparecen.

Frente a la tumba de Regulus, el dios de la fuerza exhala y se mesa los cabellos de la nuca.

—¿Crees que el chico pudo preveer esto?

Hércules gira el rostro sorprendido por saberse acompañado.

—Arte, pensé que te habías ido con ellos.

—No, sé que deberé aguardar mi turno en el ajuste de cuentas —musita la diosa acercándose a la tumba de Regulus—. De cualquier forma, estoy aquí por un motivo y es honrar la muerte de mi sobrino.

Ese reconocimiento le alegra el corazón. Regulus dejó una huella imborrable en su familia y es digno de alabanza.

—Dudo que mi sobrino haya podido preveer lo que su fallecimiento daría lugar.

—Su funeral nos reunió a Perséfone, a ti y a mí. Su muerte motivó a mi hermano a dejar la pasividad y declarar la guerra contra el tío Hades. De forma indirecta, mi gemelo está ayudando a Athena. Incluso, el tío Poseidón se puso del lado de nuestro sobrino.

—Sí —sonríe con nostalgia—, quisiera creer que todo fue gracias a Regulus, pero debemos ser consecuentes con la verdad. El tío Poseidón vino porque le humilla que Dégel de Acuario haya sido el único que impidió la destrucción de su reino por su propia mano.

—Cierto, esta generación de guerreros brilló con una luz cegadora —comenta con alegría mezclada con nostalgia—. Cada uno fue capaz de grandes proezas. Por ejemplo, de no ser por Manigoldo, jamás hubiera creído tus palabras sobre los celos del tío con respecto a Tithonos y seguiría enojada con Athena por no haber cuidado bien de Selkh.

Hércules baja la cabeza y se muerde la lengua.

     »¿Alguna vez hablarás de tu amor por Tithonos?

El dios de la fuerza abre los ojos como platos y sacude la cabeza.

—¡Arte!

—Por favor, ¿acaso crees que cuidaba de Selkh sólo porque era la reencarnación de aquél escorpión? —susurra con voz quebrada—. Selkh era el amor de mi vida. El único capaz de conmoverme y hacerme dichosa.

Ambos se quedan sin palabras e ignoran al otro. Hércules dirige la vista hacia la tumba de Manigoldo, una reminiscencia de su amado Santo de Cáncer mientras que la diosa de la luna, encuentra la tumba de Kardia particularmente magnética.

—Arte... ¿por qué no lo dijiste?

—Porque nuestro hermano es un celoso insufrible —susurra limpiándose las lágrimas argentas.

—¿Y por qué lo reconoces justo ahora?

—Porque está en el Inframundo y no lo puede escuchar —rezonga con humor negro—. Además, sé que no lo mencionarás. ¿O sí?

Hércules sacude la cabeza.

—Nunca —asevera con vehemencia—. Puedes confiar que nadie lo sabrá por mí.

—Los Santos de Leo heredaron tu nobleza —declara con cariño—. Regulus se parecía mucho a ti. ¿Te acuerdas cuán inmaduro eras de pequeño? —comenta entre risas—. ¿Cómo te costó crecer? La vida de mi sobrino era muy parecida a la tuya. La diferencia fue Tithonos. Él era lo contrario a Manigoldo.

—Sí, mi Titho era amable, serio y siempre tenía un velo inalcanzable y sereno —susurra tragando saliva—. Sufrió muchas vejaciones a lo largo de su vida, pero siempre se sobreponía y miraba al mundo con beatitud, pero con los pies bien plantados. Tenía una fe inquebrantable por sus seres queridos. Me recuerda mucho a Manigoldo en ese aspecto.

Artemisa le dispensa un abrazo. Hércules lo acepta y la rodea dejándose llevar por las emociones dejando salir su dolor por el amor perdido.

     »Nunca me perdonaré el haberle fallado en la última batalla...

—Él quería pelear por su propia mano.

—Thánatos lo mató —sisea lastimado en su propia alma.

—Sí, pero Tithonos quería demostrarle a Thánatos que no era él a quien debía culpar por sus inseguridades. Thánatos es un ctónico, un dios del Inframundo y ellos siempre dudan de la intensidad de su amor.

—¿Cómo sabes eso, Arte?

—Selkh era un ctónico por nacimiento y una vez, mientras bebíamos, tuvo las agallas de decirme que me amaba, pero esa inseguridad lo hacía cobarde.

Hércules sacude la cabeza.

—¡Selkh no era un cobarde!

Ella encoge los hombros y traga saliva exhalando mientras sigue con los ojos puestos en la tumba de Escorpio y Acuario.

—Selkh siempre se reconoció como un cobarde cuando sus sentimientos salían a la luz. Él nunca se creyó capaz de amar incondicionalmente o de que su amor fuera suficiente. Ahí estriba su cobardía y él lo sabía y lo reconocía. Claro, cuando estaba ebrio...

—¿Sabes? No hay diferencias entre humanos y dioses. Todos debemos aprender algo en nuestras existencias y convertirnos en alguien mejor.

—Lo sé, ahora lo entiendo. La vida de Regulus me hizo cavilar sobre muchos aspectos y reconozco que me enojaba porque veía en él conductas mías.

     »Por ejemplo, mi miedo a ser inferior a mis hermanos, mi miedo a ser incapaz de proteger a Apolo y, al mismo tiempo, fui una cobarde.

     »Debí hablar con Selkh, en lugar de prejuzgar su temor a ser insuficiente para convertirse en mi amado. Gracias a ello, él me dejó atrás y encontró el verdadero amor en Ganýmedes.

—Ese par eran agua y aceite —recuerda entre risitas.

—Sí, pero eran perfectos el uno para el otro —susurra con amargura—. Sólo por eso, tuve la fuerza de cerrar los ojos y resignarme a saberlo al lado de él.

—Gracias, Arte.

La diosa arquea una ceja y le observa con curiosidad.

     »Gracias porque tú fuiste la que convenció a nuestro padre de dejar en libertad a Ganýmedes.

Ella se aleja tragando saliva con dificultad.

—¿C-Cómo sabes e-eso?

—Selkh me lo dijo.

En lugar de vanagloriarse, Artemisa resopla cruzando los brazos.

—Y te llenas la boca diciéndome chismosa —acusa malhumorada.

—¿Sabes? Dices que Regulus tomó de mi la nobleza, pero también heredó algo de ti.

—¿Y qué es, Heracles? —cuestiona mordiendo el anzuelo—. ¿Qué pudo heredar de mí?

—Tu honor. El mismo honor que te orilló a resignarte a perder a Selkh y rogarle a padre porque liberara a Ganýmedes cuando reconociste que tú no harías feliz a Selkh, es el mismo honor que Regulus ostentó al perdonar la vida de Radamanthys y reconocer que por sí mismo no liberaría a Athena.

La diosa se sonroja y desvía el rostro. Hércules suspira y vuelve su mirada hacia la tumba de Regulus. Conociendo a su hermana, la conversación ha terminado y necesita distraerse antes de que salga corriendo.

     »Sobrino, heme aquí, cumpliendo tu última voluntad —susurra aclarando su garganta—. Te entrego aquello que en vida te hizo feliz. Te entrego parte de mi amor cultivado con cada acción tuya y te prometo que te recordaré por la eternidad. Puedes descansar en paz, mi querido niño. Tu luz sigue iluminando el universo.

Hércules acaricia la cruz, se desprende las lágrimas y se aleja de ahí con rumbo a El Santuario, sin mirar atrás. Esperando con anhelo el día que la reminiscencia de la cosmoenergía de su pequeño vuelva al Templo de Leo para compartir con él buenos y malos momentos.

Mientras tanto, en el Santuario de las tumbas, una diosa queda en pie. Ella se aleja en búsqueda de algo y al volver, con las manos llenas, sonríe trémula.

—¿Sabes, Regulus? Nunca antes tuve un sobrino. Un verdadero sobrino —susurra presa de la nostalgia—. Te vi crecer, madurar y convertirte en un guerrero formidable. Quise en muchas ocasiones lanzarte una sandalia o mandarte a mi jauría para resarcir la impotencia que generaban tus actos en mi corazón.

La diosa se hinca frente a la tumba y, amorosa, corta parte de su cabellera plateada. Con mimo, la trenza y crea una corona en la que engarza las flores que recolectó en el bosque.

     »Si alguna vez tuve dudas sobre mi doncellez y mi determinación de nunca ser madre, se esfumaron al ser testigo de tu muerte —musita con un nudo en la garganta—. Reconozco cuán sorprendida estoy de que mi hermano se haya contenido y la tierra siga en pie. De haber sido tú mi hijo, habría destruido todo a mi paso.

Sus manos continúan creando la corona mientras habla con dulzura.

     »Te ganaste un lugar en mi corazón. Tu vida fue perfecta con sus altibajos y me siento orgullosa y dichosa de haber sido testigo de ella. Por ese motivo, sirva esta corona como el símbolo de nuestro pacto. Tú siempre quisiste que tu amigo viviera en los Campos Elíseos y yo juré a tu abuelo interceder por él.

     »Lo haré, pero no por cumplir el pacto con Apolo —susurra terminando la corona, alzando la vista hacia la cruz grabada con el nombre de Regulus en letras de fuego y ceniza—. Lo haré porque despertaste mi corazón dormido y ahora late de amor por ti.

     »Fuiste un hijo para mí —confiesa bañada en llanto—, y lamento que tu vida se haya cortado tan joven. Confío en que permanecerás en la Naturaleza por el resto de la eternidad y desde ahí, seguiremos en contacto.

Artemisa se levanta y coloca la corona sobre la cruz, la ata con su cosmoenergía y deposita un beso cariñoso en esta.

     »Hasta pronto, mi pequeño Regulus. Algún día volverán nuestros caminos a encontrarse y quieran los dioses que me permitan reconocerte. Mientras tanto, descansa. Tu vida seguirá grabada en mi corazón para toda la eternidad y nadie te arrancará de ahí.

Los rayos de luna caen sobre la tumba de Regulus mientras la diosa asciende al Olimpo. Al mismo tiempo, en la tumba de Jonathan nace una planta y crece a gran velocidad, floreciendo con la luz del argento astro.

Las flores de luna son el símbolo del pacto de Artemisa con Regulus y protegen a Jonathan. Al mismo tiempo, crecen alrededor del claro como una advertencia para todo aquel viajero que encuentre este Santuario.

La diosa Artemisa protege este sitio y a sus ocupantes, en honor al chico cuya vida dejó una huella de Belleza Inesperada en su corazón y en el de los dioses que lo conocieron.


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