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24. Hacerse uno con la naturaleza


La atmósfera del sitio se despliega ante él, permeando su pesado corazón con un halo de confort y nostalgia. Tras un instante de vacilación, Regulus elige el sitio adecuado para dejar su preciada carga.

Cava el hoyo con sus manos. Al llegar a la profundidad adecuada, las limpia contra sus pantalones. El nudo en el pecho crece al sostener la vieja bufanda carmesí.

Se muerde la lengua para soportar la agonía y acomoda la prenda dentro de la pequeña caja de madera, en compañía de la ánfora marcada con el diseño de uvas, cuyo contenido compartió con Kardia la noche en que Cancri se apagó.

Dispone con reverencia la caja en el hueco, limpiándose una lágrima rebelde, manchándose el rostro de tierra en el proceso. La segunda caja es el refugio de un libro y unos quevedos [1] rotos.

Ambos contenedores merecen yacer el uno junto al otro, como en vida se buscaron los propietarios de esos objetos.

Regulus se aboca a echar la tierra encima con deferencia y sumo respeto, conteniendo el desgarrador llanto a base de terquedad.

Aún y con el pecho congestionado, sonríe y parpadea con vigor.

—Listo... estarán juntos aquí, con los demás. Sé que les gustaría y de lo contrario, temo que una noche me alcance una Aguja Escarlata —ríe a duras penas—. Aunque tengo más miedo de amanecer dentro de un Ataúd de Hielo.

Con ánimo más ligero, levanta la mirada hacia las otras tumbas. Le parecen demasiadas...

"Esto es una guerra y las únicas que se benefician son las Keres, las diosas de la muerte violenta".

La tumba de Albafica le satisface sobremanera. Las rosas carmesíes trasplantadas del jardín del Templo de Cáncer han crecido estos días y una enredadera salida de quién sabe dónde, con flores fragantes y doradas, se apoderó de la cruz de madera, brindando una belleza inigualable.

No es la única, las tumbas de Hasgard, Asmita, Cid, Aspros (porque a pesar de sus acciones, Regulus reconoce que le permitió aprender algo y ese gesto merece ser recordado) y por supuesto, la de Manigoldo, han sido tomadas por esta misteriosa planta cuyo aroma borra cualquier padecimiento emocional.

La única excepción, es la tumba de Jonathan, pues la enredadera parece evitarla.

Con un temple digno de ser exaltado, Regulus se ocupa del otro pendiente. Se desperdiga por el bosque buscando el árbol caído que le ha servido los últimos días y, tras pedir permiso a la naturaleza, corta una de sus gruesas ramas para formar la cruz.

Es irónico utilizar ese símbolo siendo ellos parte del ejército de Athena, más el joven sigue las enseñanzas de Manigoldo a rajatabla.

Haciendo uso de una navaja, aquella que perteneciera al custodio de Cáncer, da forma a la madera con ahínco y sumo cuidado. Se afana en hacer bien su labor aún a sabiendas de que el experto en estas lides era su amado italiano.

Sujeta el palo más corto con cuerdas y lo fija con unos clavos. Se asegura de su firmeza y vuelve al claro, hoy convertido en un Santuario.

Clava la cruz en la nueva tumba y, sobre la madera, cuelga el letrero que contiene el epitafio de los guerreros recién caídos en la batalla.

—No llores, no llores —anima a su propio corazón mientras teje con movimientos ágiles las flores recogidas previamente—. Maldita sea, me estoy volviendo un experto en esto.

Su risa es amarga y se detiene un momento para desprenderse de un par de lágrimas. Moquea y se muerde los labios aspirando para recuperar la entereza.

     »No es fácil esto. ¡Me dejaron lo más pesado! —reprocha con un dolor en el estómago—. Aunque... me pregunto si algún día volveremos a estar juntos.

Sus manos terminan la corona de flores y la acomoda en la cruz con cariño, acariciando los pétalos con reverencia.

Hecha la labor, inclina la cabeza y coloca una mano sobre la madera.

     »Gracias por todo, gracias por estar ahí hasta el último momento. Gracias, Kardia, por cumplir tu palabra y cuidarme lo mejor posible —susurra con sonrisa amarga—. Gracias, Dégel por enseñarme hasta durante tu partida.

Exhala con pesar y se limpia con el pulgar una lágrima silenciosa. Sus pies lo alejan del sitio que honra a los Santos de Escorpio y Acuario, llevándolo hacia la tumba cuyo epitafio le cala hasta la médula.

"Aquí yace Manigoldo,
mio amore, mia vida.
Sonreiré para ti por toda la eternidad
y en tu siguiente vida,
regresa a mí".

—Hola, amor... Mañana salgo a misión para buscar y rescatar el Navío de la Esperanza —anuncia con una forzada sonrisa—. Me esforzaré al máximo y mi desempeño será decente en el campo de batalla.

Pasea la mirada por cada una de las cruces, llenando su mente de los buenos recuerdos compartidos con sus camaradas. Los ojos se le llenan de lágrimas y aspira ruidoso por la mucosidad persistente en sus fosas nasales.

     »Los ex-xtra-ño —jadea compungido—. Sé que esto es una g-guerra, pero nada borra mi dolor y cada que saco fuerzas de flaqueza, otro de ustedes s-se v-va.

Se lleva las manos al rostro enjugando su llanto, reprendiéndose al fallar en sus propósitos.

     »Dije que no iba a llorar, pero no puedo. ¡Es demasiado dolor! ¡Son demasiadas muertes!

Sus rodillas prueban la dureza de la tierra, sus manos hacen surcos mientras jadea entre sollozos, perdiendo el control.

     »Ayúdenme a paliar este dolor que su partida ha dejado en mí, ayúdenme a concentrarme en la batalla y a entender mi papel en esta guerra. Por favor, señor Cid, deme su entereza. Por favor, señor Hasgard, bríndeme su empatía.

     »Albafica... sigo recordando esa conversación y no logro encontrar la fórmula para perdonar a Radamanthys. No puedo hacerlo...

—¿Y qué habrías de perdonarle?

Regulus se tensa como las cuerdas de un violín y dirige la cabeza hacia la voz. Una jovencita de cabellos de paja y piel sonrosada lo observa con curiosidad en las inmediaciones del claro. Su vestido verde lleva flores y hojas cosidas a mano con una belleza extraordinaria, pues le hacen recordar a la misma primavera plasmada en una tela.

—¿Q-quién eres tú? No recuerdo haberte visto en Rodorio —susurra limpiándose las lágrimas con rapidez.

Queriendo mantener su dolor en privado.

—Ah, lo siento —susurra con un sonrojo tímido—. Vengo a este lugar porque me llamó la atención, desde la primera vez, el intenso cuidado y el poderoso amor prodigado a los dueños de estas tumbas. Aunque, a cada venida encuentro una nueva —critica frunciendo los labios de fresa.

El joven león se rasca la nuca desesperanzado, es inevitable este aumento en los números.

—Son mis camaradas, mis compañeros de batalla...

—¿Todos ellos? —susurra abriendo los ojos de bosque al máximo.

—Sí, excepto por Nathan, fueron guerreros que pelearon por la justicia.

La joven se acerca con un espléndido ramo de flores en sus manos. Regulus admira cada brote pues nunca antes tuvo constancia de que tales plantas crecieran en las cercanías.

—¿De qué justicia hablas?

—¿Acaso no lo sabes?

La chiquilla encoge los finos hombros acortando la distancia hasta quedar a cinco pasos del Santo de Leo, elevando la mirada hacia la tumba más cercana a ella.

"Aquí yace Hasgard, el hombre que amaba más proteger al indefenso que a su propia vida" —lee con voz dulce—. Me gustó tanto o más que el epitafio de Asmita. "Aquél cuyo espíritu apacible tocó el mío y me enseñó el equilibrio del ser y estar" —repite de memoria.

—No soy bueno con los epitafios —reconoce avergonzado.

—Pues fue lindo, como el de Cid. "Aquél cuya entereza y practicidad me enseñaron a mantener la calma en los momentos más precarios".

Los pies desnudos la conducen entre las tumbas.

     »Éste es curioso: "Aspros, tus sombras fueron luz en mi mente".

—Ah... es que... —calla porque no puede contarle la verdad de su compañero.

Ella se queda de pie ante la más nueva.

—"El corazón ardiente y la ventisca helada por fin descansan juntos. Atesoro sus cuidados y enseñanzas" —lee atenta—. ¿Eran... amantes y por eso descansan juntos, como Cid y Hasgard?

—Sí, aunque Kardia y Dégel se amaban con locura.

—Locura y amor son sinónimos. ¿No lo crees?

Regulus ladea la cabeza meditando las palabras. Sus ojos viajan hacia la tumba de Manigoldo y su mano acaricia la madera cubierta por las flores de la enredadera.

—Sí, tienes razón. Por amor, cometemos actos atroces, pero también, puros y generosos.

—Esta tumba es la que más me intriga.

Gira el rostro hacia ella y un nudo se le forma en la garganta.

     »"Aquí yace Nathan, un amigo leal y un hijo ejemplar. Quieran los dioses velar su sueño en la paz eterna que tanto deseó" —lee en voz alta—. No logro entender la motivación de esto.

—Él... sólo quería eso, vivir en paz, lejos de la maldad de los hombres.

—Pero ya está muerto —resalta lo obvio—. No puede "vivir" en paz y el destino de un alma en el Más Allá, no es cuestión de un deseo, sino consecuencia de sus propias acciones en vida, juzgadas por uno de los tribunales del Inframundo.

—Lo del "vivir" es una alegoría —aclara con paciencia—, y entiendo el punto del juicio, pero él lo tiene demasiado difícil...

—¿Por qué?

—Porque para un juez intransigente, él jamás tendría paz porque traicionó a la humanidad.

La joven entrecierra los ojos y guarda silencio durante unos instantes.

—Si traicionó a la humanidad, ¿cómo entonces deseas que los dioses velen su sueño mientras él obtiene la paz eterna? —indaga al rendirse de concebir tal hipótesis—. Si es un traidor, ¡será juzgado y sentenciado como uno!

—Porque Nathan merece ser sentenciado de forma diferente. Al menos, eso siento yo... —traga saliva—. Sí, él traicionó a la humanidad al hacer un pacto con alguien, pero fue para que el alma de su padre tuviera el gozo de entrar a los Campos Elíseos.

—¡Esa es una tontería! —exclama ofendida—. Ningún hombre podría poner un pie en los Elíseos sin el consentimiento de un dios.

Regulus sonríe con amargura.

—Eso no lo sabía Nathan. Él hizo todo lo posible para cuidar de su padre en la Otra Vida, incluso quedando como traidor ante los ojos de los Jueces del Inframundo.

—¿Quién entrega el destino de su alma tan a la ligera? —increpa disgustada.

—Alguien que ama con intensidad... ¿Antes no dijiste que el amor es sinónimo de locura?

La jovencita medita el argumento mientras Regulus la analiza a su vez. Quizá tiene su edad, un par de años más cuando mucho. Su cabello de paja luce trenzado con flores tan bellas como las que carga en los brazos. Su aura es... tan fresca como la primavera.

—Ofrendar su sufrimiento por la felicidad de su padre... —repite la jovencita—. Eso es raro. Es decir, tal sacrificio es raro de presenciar. ¿Cómo murió Jonathan?

—Traicionando a aquellos que le prometieron llevar a su padre a los Campos Elíseos —confiesa contrariado, rascándose la nuca.

—¡Qué tonto! —censura malhumorada—. ¿A quién se le ocurre eso?

—Él creyó que ya había cumplido la obligación contraída en el pacto. De cualquier forma, ellos no iban a cumplir su palabra aunque él no los hubiera traicionado.

—¿Por qué no lo harían? —cuestiona arqueando una ceja.

—Porque para ellos, tal como lo dijiste antes, era un sacrilegio que un hombre como su padre, pisara los Campos Elíseos. Su plan siempre fue utilizar a Nathan para sus fines y cuando no les sirviera más, lo matarían sin cumplir su palabra.

—Ah... —susurra con un mohín disgustado marcado en su rostro de muñeca—. Eso no suena típico de un dios... Ellos imponen su voluntad y ya...

Regulus se limita a acariciar la madera de la cruz de Manigoldo.

—No fue un dios quien le daría el pase a su padre a los Campos Elíseos, era Pandora, la líder de las huestes de Hades...

—¡Y en el Tártaro los Titanes quieren libertad! —sisea la jovencita con los dientes apretados.

—¿La conoces? —cuestiona curioso.

Ella parece afectada y ofendida por algo más allá de la comprensión del joven león.

—No, no, es que... me conté una historia que no me sabía —responde con sumo disgusto.

Regulus presta mayor atención al aura de la joven, hay algo que le parece familiar y sin darse cuenta, alarga la mano para tocarla. Un ladrido lo detiene y pone en guardia. De entre lo profundo del bosque, un gigantesco perro negro aparece. Regulus es amante de los canes, pero este ejemplar le causa escalofrío.

Pareciera sacado del mismísimo Inframundo.

—¡Ten cuidado! —advierte poniéndose entre el perro y la jovencita.

Ella no mueve un músculo y se deja cuidar. Regulus entrecierra los ojos dispuesto a dar batalla en caso de ser necesario.

     »Vete, por favor. No quiero hacerte daño —ordena utilizando parte de su cosmoenergía para calmar el instinto agresivo del animal.

Durante un tenso momento, ambos se mantienen quietos. Regulus se obliga a calmarse a sabiendas de que estos animales huelen el miedo, pero... ¡le tiene miedo!

Es como si volviera a encontrarse frente a frente con el Cancerbero.

La atmósfera es pesada, ninguno da su brazo a torcer. Regulus medita seriamente la idea de electrocutar el sitio alrededor del animal para incitarlo a alejarse, pero teme equivocarse y alterar más su ánimo.

En mitad de su indecisión, un ladrido rompe el silencio.

El corazón del joven late frenético al reconocer a quién pertenece. Al poco, un Asterión determinado sale del bosque detrás de Regulus y avanza hasta posicionarse frente a él.

Los dos perros erizan los lomos mostrando los colmillos con agresividad.

—Asterión, ten cuidado.

De alguna manera, percibe la indignación de su tía Artemisa por dudar de la habilidad de su fiel guardián. Asustado por notar la cosmoenergía de la diosa de la cacería, da un paso en falso. Al unísono, ambos perros se trenzan en una batalla sin cuartel.

     »¡Asterión! —jadea angustiado por la escena.

El combate se inclina hacia el perro negro cuando atraviesa con los dientes el costado del can grisáceo. Regulus siente caer la temperatura de su cuerpo al jurar que ese perro mordió al galgo con una de sus ¿tres? cabezas.

Por inercia, da un paso al frente, listo para ayudar a Asterión y su pie recibe un halo de luz helada. Gira la cabeza hacia la Luna y recibe un mensaje en su cosmoenergía.

—Es Asterión, no cualquier perro. Él sabe cómo salir de sus batallas airoso.

Tras una escaramuza inicial, los canes se alejan midiendo al rival. Asterión gruñe erizado y con la pata izquierda sangrante. El perro negro chasquea los dientes. Por un momento, Regulus teme por la vida del fiel galgo. Asterión da un par de saltos atrás y aúlla.

En cuestión de segundos, vuelven a la batalla con mayor vigor. Las tres cabezas emergen y una de ellas daña el hocico del galgo. Regulus incrementa la electricidad en sus manos cuando seis ráfagas de viento agitan su cabello.

Asterión ladra impositivo y otros seis galgos atacan sincronizados. El perro negro se ve superado en número, fiereza y poderío.

—Claro, la jauría —recuerda sus enseñanzas de la Época del Mito.

Artemisa, su tía, cazaba con una jauría de galgos. La primera vez que conoció a Asterión, Regulus pensó que no era tan feroz, pero su pequeña diosa había dicho:

"Recuerda esas palabras cuando estés metido en una cacería con Artemisa".

¡A esto se refería!

Asterión es el Alfa de la jauría y la dirige con eficacia. No deja un espacio vacío. El enemigo se convierte en una presa sin oportunidad de escape.

—¡Basta! —grita la jovencita—. ¡No me gusta que se lastimen por una banalidad!

Los perros se separan y mantienen sus distancias mientras se gruñen. La luz de la luna cae sobre Asterión y éste retrocede sin dejar de mirar a su presa. En simultáneo, la jauría se aleja paso a paso.

La jovencita avanza por el costado de Regulus. Es instintivo, el Santo de Leo la toma por el brazo con sumo cuidado y la lleva hacia su pecho.

—No, lo haré yo.

—Pero...

—Yo estoy aquí para cuidar del indefenso y tú eres mi protegida. Quédate atrás, Asterión no me hará nada.

—Pero... —intenta discutir mientras parpadea asombrada.

Regulus niega con la cabeza, seguro de sus palabras y sus acciones.

—Por favor, déjame cuidar de ti.

La joven ladea la cabeza como si el concepto la sorprendiera en extremo. Regulus aprovecha la indecisión de ella y se mete entre los perros, dirigiendo una dura mirada hacia el Cancerbero.

Porque no tiene duda alguna, él es el Cancerbero y vino para matarlo.

     »¡Vete! Regresa por donde viniste y no vuelvas aquí. No eres bienvenido.

El perro del Inframundo duda un instante mostrando los colmillos, presto para el ataque. De pronto, sus orejas se ponen tiesas. Al poco, retrocede y se aleja.

Regulus exhala con alivio. ¡Por fin le hizo caso!

     »Gracias, Asterión —dice sonriéndole y se agacha poniendo una rodilla en el piso—. Ven, deja que te cure.

El orgulloso galgo se acerca y le lame el rostro mientras Regulus corta su camisa y le cubre la herida con habilidad.

—Parece ser que ese galgo te quiere.

—Sí, Asterión es de mi... tía —carraspea sonrojado.

—Y tu tía es amante de los perros.

—Ah... sí, le... le gustan los perros —admite acariciándose la nuca avergonzado.

¡No puede decirle que su tía es Artemisa, la diosa de la cacería! No le creerá.

     »Gracias, Asterión y gracias, a ustedes también —dice hacia la jauría con una sonrisa—. Ammm... cuando vuelva de la batalla, prometo traerles algo de carne. ¿Está bien?

Asterión restriega su cabeza contra el costado del joven león. Éste sonríe acariciando su suave pelaje.

     »También te quiero... gracias por estar siempre para cuidarme y apoyarme.

Lo abraza con fuerza y un pinchazo en su cosmoenergía le advierte de algo...

"Esto se siente como una despedida".

Por inercia, dirige la mirada al cielo estrellado. Hacia la constelación de Leo.

—En últimas fechas, unas estrellas titilan más que otras —susurra la jovencita siguiendo su ejemplo, admirando el firmamento.

—Sí...

Asterión le lame la mejilla por última vez y se aleja con la jauría. Antes de desaparecer en la oscuridad del bosque, voltea y le mueve la cola.

     »Adiós, Asterión —susurra Regulus con un nudo en la garganta—. Gracias por todo.

El galgo deja caer las orejas y, a regañadientes, arrastra las patas alejándose de ahí.

"Si tenía alguna duda, Asterión me lo acaba de confirmar. Esta será la última vez que esté aquí. Mañana partiré y no volveré".

Sus ojos se llenan de lágrimas y traga saliva dejando que resbalen por sus mejillas.

—¿Te lastimaron?

—No, es sólo que... no me gusta que lastimen a Asterión —miente queriendo desviar el tema, limpiándose las lágrimas.

—¿Sólo a Asterión? El otro perro también recibió lo suyo —refuta disgustada.

—Se lo tenía merecido.

Ella arquea una ceja con displicencia.

—¿Por qué? El otro perro sólo se defendió.

—Pero...

Regulus calla y parpadea acoplando el comentario a su visión de los hechos. Es cierto, el Cancerbero sólo se defendió porque...

     »Iba a atacarme...

—No, sólo gruñó como advertencia y tú te posicionaste para atacar. Él sólo se defendió.

—Pero atacó a Asterión —rumia frunciendo los labios.

Una inquietud le pesa: ¿otra vez hizo un juicio adelantado? ¿Cuándo va a aprender?

—Se atacaron mutuamente —afirma con impaciencia—, primero se gruñeron y después, ambos se atacaron. Es normal, nunca entendieron que deben llevarse bien. Apenas se encuentran y ya están ladrándose o mordiéndose. Son perros, protegen lo que creen correcto. En eso, se parecen a los soldados.

—Son perros... —repite frunciendo el entrecejo—. ¿Y... y por qué hablas de los soldados?

Ella rueda los ojos dentro de sus cuencas con impaciencia.

—Siguen un credo que consideran correcto y debido a ello, acatan órdenes como los autómatas de Hefestos. Eres un soldado y ¿nunca lo notaste, muchacho?

—¡Hey, no soy un muchacho! Y en el peor de los casos, no soy tan chico comparado a ti.

—¿Ah no?

La sonrisa ladina de la jovencita le hace dudar por un momento. La analiza a detalle y sacude la cabeza. En definitiva, son de la edad o hay un par de años de diferencia.

—El punto es que la guerra existe porque el enemigo quiere matar a las personas.

—Sí, el enemigo mata a las personas porque cree en una filosofía y tus amigos matan al enemigo porque creen en otra. Repito, siguen órdenes o bien, se dejan llevar por el impulso de una guerra que ni siquiera ustedes iniciaron. ¿De quién es la culpa de sus muertes? ¿De la persona que ejecuta las órdenes, de quien imparte dichas órdenes o de quien impuso el credo?

—Pues...

Se muerde la lengua, jamás lo pensó así y la chica tiene sus puntos a favor.

—Una guerra es lo más atroz y desafortunado del mundo —sostiene la joven apretando las flores contra su pecho—, no hay oportunidad de acobardarse o de correrse a un lado. Cuando te conviertes en un soldado, sigues las órdenes con un paño en los ojos aunque eso te lleve a la muerte.

Regulus pasea la mirada por las tumbas pensando en ello. Sus compañeros siguieron órdenes, Manigoldo lo hizo. Él también cuando fue a las misiones.

—Nuestras órdenes son evitar que el enemigo destruya a la humanidad...

—La humanidad está sobrevalorada.

—¡Claro que no!

—Por supuesto que sí —sostiene belicosa—, ya lo viste con tu amigo. Fue engañado por otros hombres quienes le hicieron una promesa que jamás cumplirían.

—Te equivocas, Nathan fue engañado por el enemigo.

—Que son hombres y mujeres, porque no fueron los dioses quienes intervinieron en ello.

—N-no... t-tienes razón. Aunque ni siquiera los dioses hacen lo que prometen.

—Depende de la promesa. El punto es que, los hombres y las mujeres en tu guerra siguen órdenes con un fin: proteger o destruir a la humanidad. Perpetúan una filosofía de vida en la que nadie, absolutamente nadie, tiene toda la razón —asevera con un furioso rubor en sus mejillas de porcelana.

     »Los soldados son como abejas dirigidas por la reina, sin pensamiento propio.

—¡Tenemos pensamiento pro...!

Calla, calla porque a pesar de su coraje...

Las palabras de ella tienen sentido. Nadie tiene toda la razón, la humanidad es defendida a pesar de que algunos abusan de su poder y maltratan al inocente. Por otro lado, la destrucción de la humanidad implicaría hacer daño a los que se abocan a hacer el bien.

Por un momento, comprende por qué Albafica le dijo aquellas palabras...

     »La venganza es veneno...

—¿Cómo llegamos a esto? —increpa extrañada—. Está bien, te concedo el cambio de tema —asegura magnánima.

»Concuerdo con que la venganza es veneno y si proviene de un acto de guerra, es tóxica. ¿Qué esperan los soldados y sus compañeros al proteger un credo? Al adentrarse en una guerra hay mayores posibilidades de que mueran, a que vivan. ¿Por eso sus sobrevivientes deberían vengar sus muertes?

—¡Eran mis amigos! —sostiene con dolor en su pecho.

—No te refuto eso, estas tumbas y el cuidado en ellas, gritan cuánto amor sembraron en ti y hoy cosechan. Fueron personas dignas de ser recordadas, al menos para ti y algunos más, que compartieron sus vidas. Sin embargo, sus muertes se debieron a que defendieron un credo endeble, ¿eso es suficiente justificación para que tú los vengues?

—En otro momento, lo habría sostenido sin dudar y habría buscado la venganza con todas las fuerzas de mi ser —concede apesadumbrado.

Es cierto, habría pensado en ir tras Thánatos por el asesinato de Manigoldo, tal como lo hizo el Patriarca por la pérdida de sus camaradas en la anterior Guerra Santa. Lo habría hecho con el Juez del Inframundo por matar a Albafica o con el asesino del noble Hasgard.

—Venganza, venganza... —sisea la jovencita con desdén—, es una absoluta tontería. Por eso odio las guerras, pero más aún, odio a los soldados ciegos por sus sentimientos e impulsados por la desesperación de la pérdida. Eso los convierte en muñecos de barro movidos por una mano y así, ninguno brillará con luz propia.

Otra vez ese concepto...

—¿Qué es para ti, brillar con luz propia?

—Ver más allá de lo evidente, de lo marcado por las estructuras, del sentido común de quien dirige la guerra. Esta guerra debe terminar porque es injustificada y no hay nadie que entienda esto para meter freno y hacer un cambio radical. Para ello, deberían hacerse uno con la naturaleza y vislumbrar la verdad tras los actos.

—¿De qué verdad hablamos?

—La verdad del por qué realmente actúas o peleas. Si eres parte o no del ciclo.

—Parte del ciclo —susurra insertando en su psique el concepto—. ¿Cuál ciclo? ¿El de seguir la guerra? No entiendo.

Ella aspira profundo y recorre las tumbas con un pesar en el pecho.

—Míralo así, la naturaleza no tiene credo, sólo busca ser y ya. La naturaleza crea vida y muere durante el Invierno para renacer en la Primavera, sin condenar al Invierno por matar a sus creaciones, sabiendo que es parte del ciclo sin fin. Cuando algunos hombres logran estar en comunión con ella y entender los entresijos de sus ciclos, llevan su vida más allá de lo esperado y logran proezas.

     »Ellos son los que brillan con luz propia. Se hacen uno con la naturaleza y viven en el viento.

—Creo que... lo entiendo.

De cierta forma, esto le suena conocido a pesar de todo...

—¿De verdad lo entiendes? —cuestiona sin piedad—. Si es así, espero que mañana lo apliques porque si entras activamente en la guerra, ten por seguro que morirás. ¿Será acaso que tu muerte iluminará al Inframundo o serás uno más en la larga fila del Yomotsu?

Regulus, que miraba fijamente la cruz de Manigoldo, abre los ojos ante esas palabras. Al voltear, se obliga a tragar saliva porque...

Está solo.

No hay nadie ahí.

—¿Q-quién es ella? ¿Quién es esa jovencita? —susurra con miedo.

Un miedo que se materializa en su espíritu dejando una huella imposible de borrar.

"¿Será acaso que tu muerte iluminará al Inframundo o serás uno más en la larga fila del Yomotsu?"


—-...y entonces, cuando giré la cabeza, ¡ya no estaba! Se había... esfumado y no sólo eso, sino que las flores que ella llevaba consigo y dejó bajo la tumba de Kardia y Dégel, se transformaron en una enredadera. ¡La misma que adorna las tumbas! ¡Creció y floreció en cuestión de... segundos!

Hércules, de pie en el Templo de Leo, con los brazos cruzados, ladea la cabeza pensativo. La manada en su totalidad rodea a un Regulus sentado en medio del círculo mientras se masajea las manos con nerviosismo.

—Eso me suena familiar —susurra por lo bajo el hijo de Zeus—. Sin embargo, ¿cuál es el punto de todo esto? ¿Qué es lo que te mortifica?

—Sus palabras... son... me resuenan en el interior porque... —se muerde la lengua incapaz de expresar sus ideas como quiere—. Yo siempre juzgué con premeditación y nunca le di oportunidad a las personas para mostrarme su verdad. Nunca profundicé en los motivos de los otros...

     »Es como si mis experiencias pasadas me prepararan para esta plática porque es exactamente lo que necesito meditar antes de mi batalla.

El hijo de Zeus presta atención al hueco a su derecha y asiente un par de veces. Regulus, sumido en la vorágine de emociones contradictorias, se pierde ese intercambio.

—Pues... tiene sus puntos a favor y en contra. Cuando la guerra inició, fue porque mi tío Hades decidió que la humanidad debía perecer. Sostenía que la humanidad necesitaba un ciclo nuevo para purgar la maldad y permitir el camino de la bondad. Algo así como quitar las hierbas podridas para que las buenas crecieran.

—Sí, pero tu tío no se toma el tiempo de deshierbar uno por uno. Él quiere pasar la hoz a todos al mismo tiempo. Se lleva a los buenos y malos en un solo movimiento.

—Sí, pero es un dios. Para él, deshacerse de la humanidad en conjunto, es lo mejor. Recuerdo que se justificaba diciendo que, durante el Diluvio, si bien es cierto que se salvó un puñado de personas buenas, al reproducirse aparecieron de nuevo los focos rojos.

—¡Es la humanidad! Tenemos el derecho de cambiar el rumbo y para muestra, estoy yo. Mírame —exige angustiado—, ¿dirías que era un chico bueno cuando me conociste? ¿Podrías sostenerlo cuando adquirí mi armadura y me comportaba como un imbécil?

—No, eso lo reconozco. Cuando apareciste y noté tus falencias, me preocupé porque tu imprudencia fuera la que te matara y por desgracia, así fue. Dicen que el primer muerto fue el Santo de Piscis. Yo sostengo que fuiste tú, pero te dieron una oportunidad de revivir.

—Entonces, es cierto. ¡Tenemos esa facultad de cambiar nuestros caminos!

—Se llama libre albedrío —completa Hércules exhalando con fuerza—. Incluso yo soy otro ejemplo de ese ciclo. Actué mal y me redimi. Sin embargo, ¿qué te acongoja? ¿Qué es lo que te afectó de esa reunión?

El joven león aprieta las manos y las lleva contra su boca.

—Lo que dijo: debo vislumbrar la verdad tras esta guerra. El seño... Albafica —se corrige—, me lo dijo cuando me reencontré con él después del ataque. La venganza me corroe como un veneno y me dejará muerto en vida. Mi venganza contra Radamanthys es la que...

Sus dientes muerde con fuerza la primera falange de su índice izquierdo.

»Radamanthys es un soldado en esta Guerra Santa, uno más, como tú y yo. Sigue órdenes, comparte un credo y... es como un perro, ataca cuando otro perro aparece frente a él.

—¿Ataca como un perro? —sonríe divertido—. Curioso concepto...

—Sí, lo es, pero tiene sentido —murmura entornando los ojos—. Mi padre y él se enfrentaron en Rodorio. Cada uno seguía sus convicciones y el otro, era su enemigo por el mero hecho de portar una armadura distinta a la suya.

—Eh, eh, alto ahí... ¿Acaso estás analizando la pelea sin emociones? —susurra sorprendido.

Regulus encoge los hombros y se pierde el intercambio entre Hércules y el sitio vacío.

—Me perdonará mi padre, pero es la verdad. Apenas Radamanthys y su grupo llegó, eran el enemigo a destruir, conforme a nuestro credo. Si papá hubiera matado a Radamanthys, habríamos estado felices, como sucedió con los Espectros que fueron derrotados por nuestros camaradas. El problema fue que mi padre murió y ahí, germinó la semilla del odio.

Hércules se soba los cabellos de la nuca y exhala con vigor.

—Es normal alegrarse cuando el enemigo cae y llorar cuando nuestros amigos mueren.

—Sí, pero... ¿por qué cayeron? Por defender el bando que eligieron. ¿No es así?

—Sí, claro, pero...

—¿Y quién tiene la razón? Nadie...

—¡Claro que alguien tiene la razón! —jadea ofendido.

El resto de la manada lo apoya, Regulus se mantiene quieto, analizando sus palabras.

—No, Hércules, no —sostiene con vigor—. Nadie la tiene. ¿Por qué defendemos a los que le hicieron daño a Nathan y a su padre? ¿Por qué Hades quiere matar a los niños de Hasgard? ¿Lo ves? ¡Nadie tiene la razón!

—La tienen, porque nosotros defendemos a los que son buenos, pero...

—No, Hércules. El tener la razón es algo absoluto, donde no existen los peros.

—Joder, en ese entendido, estás en lo correcto: nadie tiene la razón... —susurra apesadumbrado, sobándose los cabellos de la nuca—. Dicho de otra forma, parece una lucha de egos...

La boca de Regulus cae sin goznes. Parpadea con fuerza y aprieta las piernas contra su pecho. Sí, dicho así, es una lucha de egos...

—Una lucha de egos donde cada uno quiere imponer su razón sobre el otro y no hay una pelea más vacía, que la de dos tercos.

—Huy, que no te escuche mi hermanita porque te mata aquí mismo.

—Nathan lo dijo, nuestra señora no defiende a la humanidad, está concentrada en esta guerra y se olvida de proteger al indefenso. Ella pelea por el grueso de la población e ignora el sufrimiento de unos pocos...

—No tiene el tiempo para concentrarse en eso porque sus reencarnaciones son cortas...

—Son cortas porque siempre muere al combatir en la Guerra Santa contra Hades. Así, ¿cómo puede darse tiempo para ayudar a la humanidad?

La manada de Leo se inquieta, el más joven de ellos mantiene la calma.

     »Ahora ya sé qué debo buscar...

—¿Y qué es eso?

—La forma de solucionar rápido esta guerra, para que nuestra diosa pueda concentrarse en la humanidad.

—¿Y cómo lo harás?

—Haciéndome uno con la naturaleza y vislumbrando los ciclos...



NOTAS DE LA AUTORA

[1] Quevedos — son las gafas / lentes usados en aquél entonces. Agradezco a @Ms_Mustela por permitirme usar el término investigado hasta el hartazgo por ella 😂

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