23. Cancri titila
—¿Estás listo para dormir, mio piccolo Re?
Regulus separa la vista del firmamento, del bellísimo espectáculo titilante que tanta paz le suministra.
Los días posteriores a la partida de Celintha, aprendió a gozar las veladas al lado de su compañero, acostados sobre mantas en la hermosa terraza del Templo de Cáncer, compartiendo los silencios y admirando el conjunto de estrellas protectoras sobre ellos.
Sus ojos se llenan ahora de las facciones latinas, de la sonrisa torcida y la broma impregnada en esos orbes de cobalto. De poco en poco, la depresión cede paso a la resignación del fallecimiento de sus compañeros.
Es difícil, pero no imposible. Además, todavía sigue divagando sobre el tema de su padre y aquella cosmoenergía que le impide encontrarse con él.
—Sí, vamos a dormir —le dispensa la mejor de sus sonrisas.
Se estira cuan largo es y se incorpora con flojera. Tras él, otras manos sujetan su cintura y unos labios dispensan un dulce beso en su mejilla. Regulus rompe la postura y hunde las falanges en el cabello sedoso y corto de su amor.
Es tan pleno y dichoso.
—Dormiremos un poco y otro poco podríamos...
La pausa le sonroja las mejillas. Su piel reacciona ante la insinuación velada. Su mano se entrelaza a la de su compañero y acaricia el dorso con el pulgar. Manigoldo lo conduce al interior, Regulus le obedece como un manso cachorro.
Su cosmoenergía se electrifica con un golpe brutal proveniente del mismo universo.
El rubio se paraliza con la garganta pétrea. Gira lentamente la cabeza a la derecha, más a fuerzas que de ganas y por encima del hombro, es testigo del momento en que la arrogante Cancri, la estrella principal de la constelación protectora del Cuarto Templo, se apaga.
El estómago se le hunde por el significado implícito en este evento cósmico.
»Mio piccolo Re?
Se desconecta del mundo por espacio de un parpadeo. Sin ser consciente del cómo lo hace, se une con la naturaleza y ésta le susurra lánguida a la oreja. El viento juguetea amoroso con las hebras rubias. Lo consuela, le da la fuerza perdida tras el reconocimiento del futuro.
Sus orbes son testigos de la luz brotando de Cancri y el inicio de un palpitar furioso.
"El fin ha llegado. Cancri titila. Pronto, se apagará definitivamente".
—¿Pasa algo? —se interesa Manigoldo con preocupación.
El menor es devuelto a la realidad con la potencia de un meteorito y un cráter se forma en su pecho.
Duele, quema, desestabiliza...
Regulus repasa cada facción de su amado latino con desesperación velada. Alza la palma y la posa sobre la mejilla contraria percibiendo su calor. La sostiene con las falanges húmedas por el sudor frío.
El entrecejo del Santo de Cáncer se frunce. El más joven se apresura a alisar las líneas de expresión en la frente del otro.
La garganta se niega a pasar el tremendo bulto acumulado en su glotis. Con la sabiduría de quien conoce los acontecimientos, Regulus atrapa en su memoria los amados rasgos.
Se afana en detallar los cabellos rebeldes, la nariz aguileña, las mandíbulas fuertes y definidas, los labios carnosos y curvos.
—No, Mani, no sucede nada raro.
Logra decir impulsando la voz. Ésta emerge gruesa y gutural. La nariz le pica y los ojos destellan frenéticos. Sonríe a pesar de que su corazón se marchita, combatiendo fieramente las lágrimas.
La vida es un ciclo y la única constancia grabada en el alma, es que todo lo que nace, algún día se apaga.
Aunque duela como nada en la vida.
—¿Estás seguro? —se interesa acomodando un mechón rubio tras la oreja.
—S-sí —jadea—, sí, sólo...
Se pone de puntitas, hunde las manos en los cabellos de su amado y lo insta a bajar la cabeza. Sus labios se unen con dulzura, explorando sus pliegues con matices de ternura.
Regulus sonríe.
Se obliga a ello.
Detesta la idea de arruinar esta noche con Manigoldo sacando a relucir el tema de la misión asignada al Santo de Cáncer para el día siguiente.
—Mio piccolo Re? —indaga con preocupación.
—Sólo quiero que antes de irte, me ames con todas las fuerzas de tu cosmoenergía, Mani.
El parpadeo constante oculta la sorpresa en los orbes de cobalto. Regulus se admira de las largas y gruesas pestañas, del brillo burlón apareciendo en las pupilas y su sonrisa socarrona.
¡Es tan guapo!
—Oh, caro mío, eres tan fácil de complacer.
Las risas se mezclan con los besos fugaces, las manos prodigan las caricias más sentidas.
Regulus se niega a perderse un solo momento de felicidad.
"Agradezco vivir contigo".
Los brazos fuertes lo toman con reverencia, lo elevan del piso y lo sostienen contra el tórax. Regulus suspira contra la boca latina, jugueteando con la lengua, entre suspiros y jadeos tibios.
La temperatura sube al tiempo que su ropa va desapareciendo gracias a las manos expertas. El león suspira de anhelo, buscando la piel contraria, negándose a quedarse quieto.
No esta vez y mucho menos hoy.
Sus manos se vuelven atrevidas para el azoro de Manigoldo, sus labios vagan por el rostro entregando a través de ellos. cada retazo de su inconmensurable amor por él.
Delinea con la lengua la fuerte mandíbula, atrapa con sus dientes los pliegues de la boca provocativa.
—Mio piccolo Re?
—Shhh, déjame hacer. Hoy quiero complacerte a ti.
El italiano sujeta las mejillas del menor y alza su rostro hacia él. Los cobaltos se enfrentan a los zafiros. Regulus le ofrece la más alegre de sus sonrisas y sepulta sus tribulaciones.
»Te amo, Manigoldo. Mio caro, ti amo.
Por un momento, teme haberse descubierto. Las pupilas de Manigoldo se dilatan y tras un par de segundos, sonríe ladeado.
La alegría no le llega a los ojos.
—No tanto como yo ti amo, mio piccolo Re —susurra enamorado hasta la médula—. Esta noche es para nosotros y no pienso irme sin grabar mi nombre en tu corazón.
Los labios vuelven a fundirse en un beso demandante. Las caricias son urgentes, desesperadas, intensas.
Por vez primera, Manigoldo pinta de violáceo el cuello del griego. Aprieta con posesividad sus caderas y lo explora sin dejarse una sola pizca de piel sin conocer.
Los sonidos de Regulus se incrementan al transcurso de los minutos, la sensualidad llega al fondo de su ser, a su misma esencia. Jadea con los labios de Manigoldo sujetando su virilidad, hundiéndola en su boca, succionando sin cesar.
Ni por asomo baja los párpados. Desea atrapar cada pequeña luz de su amado, cada jadeo, sonido y expresión de entrega mientras sus cuerpos se unen en el acto más amoroso.
—Ahora entiendo —jadea descontrolado—, por qué le dicen "hacer el amor" —traga saliva sensibilizado al infinito.
—Es para demostrarte también cuán profundo estás clavado en mi corazón.
Sus manos se hunden en los sedosos cabellos italianos en la entrega total de su ser, arquea las caderas al ser arrancado de la tierra y llevado a las estrellas. El orgasmo deja una marca imborrable, se graba en su memoria y al mismo tiempo, lo rompe en dos.
Aleja muy lejos a los cuervos de la desgracia. No es el momento, ni el lugar. Sólo importan ellos y nadie más.
Se esfuerza en recuperar el aliento, lo ve incorporarse y disponer de sus piernas. Se las separa con cuidado, se perfila hurgando en su perineo.
—No aún, Mani —ruega inquieto.
—¿No lo quieres, amore ? —susurra ronco por la pasión o quizá, por otro sentimiento...
Regulus desecha la duda de tajo.
—Sí, pero también quiero probarte —se hinca buscando sus labios—. Por favor, no me niegues el capricho.
Le dispensa un beso dulce, saborea su esencia en los labios amados, en la lengua cálida y cariñosa. Suspira emocionado, enarbolando la bandera de su amor.
—De acuerdo.
Con las manos presiona para recostar al de piel latina. Lo admira y disfruta con cada línea definida por el fuerte ejercicio, salpicada de cicatrices prodigadas en la línea del deber. Las dibuja con las yemas de los dedos delicado, suave, afectuoso.
—Eres tan bello, Mani.
—Estoy hecho para ti, caro mio.
—Lo sé —sonríe encantado.
Empieza por el rostro, repasando los pómulos, la nariz aguileña, las mejillas carnosas, se detiene un momento en los labios generosos. Los atrapa con los suyos y los humedece con su lengua.
El beso se dispensa con pasión y erotismo. Regulus abandona esos pliegues y aspira la albahaca y el romero de la piel del cuello, de los hombros y del firme pecho. Acaricia con los labios las heridas antiguas, pero se dedica a repasar con la lengua el pezón derecho.
Bajo sus manos, el abdomen del Santo se contrae. Regulus se marea ante la sapiencia del poder que ejerce sobre el italiano. Se aferra a la protuberancia del pezón, la succiona, la relame y alza los ojos hacia el rostro del mayor.
Manigoldo traga saliva grueso. Un estremecimiento le hace temblar los músculos. El rubio sonríe fascinado. Atrapa el botón con los dientecillos. Manigoldo reacciona con un gemido bronco. Regulus lo succiona acompasado, jugueteando con las caderas latinas, paseando el ras de sus uñas por las cuadradas líneas.
—Mio caro, me estás volviendo loco.
—Y esto sólo es el comienzo.
La promesa se cumple, mordisquea un pezón y pasa al otro. Su compañero se arquea. Regulus aprovecha para restregar sus entrepiernas y ofrecer un consuelo. Sus uñas se aferran a la espalda, los gemidos del italiano se permean de gozo y tortura.
El rubio viaja hacia el sur. Sus orbes se fijan en los cobaltos alterados y contenidos al máximo. Dispensa algunas mordidas y succiones por los abdominales. Los espasmos se desatan.
—Eres tan sensible, Mani.
—Shhh, ragazzo, no me insistas que me activo.
—¿Estás seguro que no querrás esto?
—¿Eh...? —arquea una ceja.
El joven pasea la punta de la lengua por la cabeza del pene italiano. El contacto de su húmedo apéndice dispensa electroshocks en el canceriano.
»Ah... ah... Amore!
—Eso pensé.
Musita las altivas palabras contra el glande, para darle una experiencia diferente. Acaricia la superficie con sus labios. Lo reconoce con pequeñas lamidas sin despegar la vista del rostro comprimido del mayor, disfrutando al máximo de sus reacciones.
»Sabes tan rico, Mani —vuelve a decir con sus labios sobre la rojiza corona.
—Ah, es... es... ah... amore.
—¿Si?
Aspira y suelta el aire sobre el glande. Suave y tierno. Repite la operación, esta vez el aire emana fuerte y frío. El mayor se retuerce bajo él.
»Mírame, Mani.
A base de esfuerzo, se acata la instrucción y en el proceso, se dislocan las mandíbulas.
Regulus engulle la corona, la succiona y la suelta. La relame como un tierno felino. La introduce como un león hambriento, la hunde más al fondo y succiona goloso.
La mano del italiano aprieta el contorno de su propio rostro sonrojado por la pasión. La fuerza de su brazo muestra cuánto se contiene, pero también...
Cuánto lo disfruta.
El rubio suspira e imita los actos de Manigoldo. Lo hunde más, obligando a sus músculos bucales a expandirse.
—¡No!
—¿Por qué... no? —refunfuña carraspeando para recuperar el aliento.
—No te lastimes, caro mío. No te obligues a tanto —susurra preocupado por él.
—Pero yo lo quiero —gimotea caprichoso.
—No lo necesito tan hondo —le acaricia la mejilla.
—Mentiroso —frunce el entrecejo ofendido—. Tú metes el mío y yo siento —se le va la voz.
—¿Qué sientes? —sonríe ladino.
—Tu... tu... —se abochorna más—. Esa cosa en tu garganta, que golpea en mi... mi... en mi... ¡Mani, no me hagas decirlo!
Se sonroja y en consecuencia, se cubre el rostro con las manos. Las carcajadas de felicidad del Santo de Cáncer resuenan en la habitación. Unos brazos lo rodean, el joven lo mira entre los dedos molesto.
—Adoro verte así. Eres la inocencia con patitas, mio piccolo Re.
—Eres malo conmigo.
—No es mi intención, debes creerme, pero es parte de tu encanto.
Manigoldo besa la nariz de Regulus, sus ojos se engarzan y hablan en silencio. Se acarician y consienten, se adoran y cuidan. La comunicación es cada vez mejor, ni las sombras pueden evitar sus declaraciones de amor.
—Está bien, ahora déjame. Yo estoy en una misión muy importante —levanta el puñito a la altura de su mejilla con ímpetu.
—Claro, chupármela —le guiña el ojo.
—¡Mani!
Las risas explotan y el Santo de Cáncer se deja caer en el lecho.
—Sólo no te ahogues.
—Tú lo llevas hasta el fondo.
—Mio caro, hay una razón por la que tú recibes profundo y yo me conformo con poco. Tiene que ver con la considerable diferencia de tamaños.
Regulus salta indignado y le da un manotazo en el muslo.
—¡Eres un desvergonzado! ¡Ya sé que la tienes gigante! —gruñe iracundo—. ¡A mí me entra por detrás todas las noches porque tú no quieres recibir la mía!
Manigoldo se muere de la risa. Regulus se sienta con las piernas y los brazos cruzados, todo enfurruñado.
—¡Me refería a la boca! Pero si quieres exaltar el portento de mi verga y la sabrosa estrechez de tu culo, ¡te lo acepto!
—¡Manigoldo!
Sus labios son ocupados por los otros. Se derrite en ese ósculo meloso. Suspira contra él, le echa los brazos al cuello y disfruta con sus roces, con sus jugueteos húmedos y los mordisquitos contenidos.
—Ti amo, mio piccolo Re —susurra contra sus labios—. Úsame.
—No me gusta esa palabra, Mani —acaricia con gusto la mandíbula prominente.
—Y a mí me encanta —besa sus mejillas—. Es la forma perfecta para demostrarte cuán entregado estoy a ti.
»Además, cada que me lo hagas, yo recibiré placer y no me sentiré un pervertido por incitarte a hacer cochinadas. Es lo justo, me usas mientras yo te enseño cosas sucias.
Los ojos del león se abren inmensamente. Manigoldo le besa la nariz.
»Muchas veces me sentí como un degenerado por mancillar tu honor. Ahora mismo es uno de esos momentos, mientras tú te afanas en comértela con tantas ganas.
Su mejilla es llenada de besitos. Su cuello es el siguiente. El joven suspira de felicidad.
—P-pero yo quiero c-comerte.
—Ya te dije, úsame.
Regulus sisea con una succión en su pezón derecho, se erotiza con los cuidadosos jalones de su protuberancia y gimotea al momento en que Manigoldo usa los dientes para entregar una pizca de dolor.
Sólo una pizca que aderece las acciones.
—Mani —ronronea apasionado.
—Úsame, gózame, soy tuyo esta noche.
El recordatorio del tiempo que les queda, despeja las nubes de la excitación. El rubio se prepara y se acomoda entre las piernas latinas. Esta vez, su boca adapta un ritmo casi perfecto. Lo hunde de poco en poco. A veces, pausa por alguna tos o incomodidad.
—Así, mio piccolo Re. Sólo —traga saliva—, cuida tu campanilla o todo se irá al carajo.
—Mhm.
Al transcurso del tiempo se torna complicado. El miembro de Manigoldo adquiere un mayor tamaño y le obstaculiza llevarlo más adentro. Las mejillas le duelen y saliva en exceso. Sin embargo, le motivan las acciones del Santo de Cáncer. Éste tiene las sábanas sujetas con las manos. A veces las aprieta, otras las retuerce.
La garganta del italiano no cesa de emitir sonidos extasiados.
Los músculos del abdomen contrario le dan una idea al más joven de cuán bien o mal encaminado está. Se marcan más con algún gemido agudo, se relajan en sus pausas.
—Mio piccolo Re, no creo aguantar mucho más.
—Ay qué bueno.
—¿Ah?
—No, nada.
Se calla su dolencia facial.
¡Se llevará a la tumba el secreto!
Utiliza todas sus artimañas aprendidas, aprieta en las zonas más erógenas como el frenillo y la uretra. Succiona acompasado, acariciando los testículos y el perineo. El italiano blasfema y sacude la cabeza.
—Esto...y... Ah, quíta-te... ¡Ya!
¿Que se quite? ¡Ni loco!
La primera expulsión de líquido le golpea el paladar. El león logra mantener aún la boca pegada. La segunda no es tan afortunada. El líquido se acumula en las cavidades e, inexperto en esas lides, el joven se separa recibiendo una tercera en la mejilla.
Se niega a perder el líquido seminal y en la peripecia para tragárselo, termina tosiendo. Un par de manos lo rodean y un cansado Manigoldo se afana en cuidarlo.
—Respira por la nariz, intenta tragar lo que te quedó. ¡No debiste...!
Manigoldo es callado con una mano en la boca. El más joven obedece las instrucciones y por fin, respira correctamente.
—Cállate —logra decir—, es mío. ¡Tú siempre dices que lo mío es por ti! Ahora esto fue por mí —se relame con satisfacción.
—De acuerdo —sonríe de lado—. Ven, te quedó aquí.
Una mano se alarga para limpiarle la mejilla. El más joven desobedece la comanda. Por alejarse, se va de espaldas a la cama y se apresura en poner las manos al frente.
—¡Es mío!
—¡Cabezón que eres!
—Lo soy como tú eres conmigo.
Con un par de dedos se limpia la mejilla y después, se los lleva a su boca. Los paladea curioso, aunque no sea su primera vez en esto. Se relame con los ojos de su amante fijos en sus acciones.
—Deja que te limpie —susurra erotizado.
—Ni lo sueñes, es mío —ruge y toma el resto.
Los dos dedos se sumergen en su boca y suspira con el sabor. Chupetea las falanges goloso, con una sonrisa encantadora marcada en su faz.
—Pareces un gato que se comió toda la leche.
—Es muy rico —reconoce feliz.
—Así que mi leche es muy rica.
—¿Tu... leche? —se le abren los ojos como platos.
—Justo eso.
—¡¿A eso se referían los demás, cada vez que tú decías que me darías leche de cangrejo?!
La acusación termina en un lujurioso beso. Regulus se rinde y recarga su cabeza en el lecho. Manigoldo sonríe y recorre el rostro juvenil con el dorso de la mano. Hay devoción en el gesto y un amor eterno capaz de conmover el corazón del pequeño león.
—Ti amo, mi gatito inocente.
Los siguientes besos se intercambian al tiempo que las falanges de Manigoldo se dedican a elastizar el esfínter de Regulus con ayuda del acostumbrado aceite. Las caricias llegan al miembro juvenil, los labios se posan en él, los ruidos de succión se acompañan de los gemidos griegos.
El rubio arquea las caderas llamando a la penetración. Manigoldo ignora las exigencias. Le dedica tiempo y con calma, le otorga otro orgasmo.
Entre espasmos y gemidos cortos propios del clímax, Regulus aprecia su piel abriéndose con el paso del falo italiano. Ronronea con una sonrisa complacida. Sus piernas se anclan a la cintura de su amante, sus labios se funden en un beso amoroso y matizado en sensaciones bellas.
—Maniii —gimotea extasiado.
Las caderas del mayor se acoplan a un ritmo constante. Las manos latinas sujetan las caderas estrechas, lo elevan y en esa postura, el glande golpea con vigor el punto más dulce del joven.
Regulus blasfema con el placer entregado sin cortapisas. Sus zafiros chocan con los cobaltos. La felicidad se derrama entre ellos. Se confirma con la unión de sus bocas y se marca con las uñas del menor en la espalda del mayor.
—Eso, márcame —jadea Manigoldo contra su boca, mordisqueando su labio inferior—. Déjame una huella imposible de borrar.
—Mani —susurra ansioso, entregándose al momento—. Mi Mani.
—Amore mío, ti amo.
—También ti amo.
La velocidad del vaivén se acelera, la fricción del miembro en sus paredes se intensifica. Regulus gruñe nervioso, se remueve queriendo más y más.
—Prométeme... ah, que... vivirás bien, Reg.
Las palabras lo alcanzan como un rayo. Se estremece, se duele en lo más profundo de su ser. El italiano no le da tregua, es inclemente y lo fuerza a disfrutar. Esos golpes en su próstata le llevan a otro nivel de complacencia.
—¡Mani!
—Prométemelo, mio piccolo —jadea sujetando la cabeza de Regulus con sus manos—, júramelo.
Tanta es la intensidad en los cobaltos, la inquietud y nerviosismo por obtener la respuesta necesaria para seguir su labor y mandato.
Su destino.
Regulus se descubre incapaz de negarle esa paz y dejarlo marchar preocupado.
—L-lo juro.
Una lágrima cae por su mejilla y resbala perdiéndose en el momento. Manigoldo la atrapa con sus labios y la enjuga con deferencia.
—Ti amo, mio piccolo Re...
—Y... y yo a ti, ti amo, Mani...
El orgasmo lo arrebata de la amarga realidad. Al alcanzar la cima, las contracciones desquiciadas de Regulus se llevan a Manigoldo con él. Los gemidos y gruñidos pisotean cualquier sentimiento negativo.
Se trenzan trémulos, intercambiando besos urgentes. Se entregan al otro, se sacian de su aliento.
Esa noche, ninguno de los dos duerme. Se dispensan amor en caricias. Sus cuerpos encuentran miles de formas de mostrar sus sentimientos. Sus gemidos son los únicos sonidos combinados con las palabras tiernas y emotivas.
Cáncer y Leo se graban en la piel, en la mente y el alma del otro. En cada minúscula partícula de su cosmoenergía, entrelazando sus constelaciones en esta y muchas vidas.
Pues lo saben. Ambos tienen la conciencia clara: ésta es una despedida.
El amanecer los encuentra entrelazados. Las piernas se niegan a separarse de las otras, los cuerpos se estrechan rasguñando cada segundo de la presencia del otro. Cada espacio microscópico es llenado por el compañero.
No hay distancia, sólo una comunión absoluta, deferente y amorosa.
Manigoldo es el primero en moverse. Ofrenda un beso tierno en la frente de su amado y saca fuerzas de flaqueza para quitarse el traje de hombre y ponerse la armadura que lo convierte en el Santo de Cáncer.
Regulus es incapaz de separar sus zafiros de su figura mientras el italiano se da un baño rápido y se calza sus prendas.
El rubio se viste usando toda su fuerza de voluntad y lo acompaña en el desayuno. Le sonríe cuidando de él, procurando que nada le falte. El café, el pan, la mantequilla, la mermelada...
Manigoldo besa su coronilla dejando un vaso de leche frente a él con una sonrisa traviesa.
—Así no dejaré de crecer y seré más alto que tú —bromea.
No es el momento de las lágrimas. No, señor. Este tiempo es para disfrutarse y reír. Acumular las últimas perlas de recuerdos de su felicidad.
—Eso espero porque sigues teniendo una estatura común —le responde sonriendo—. Anda, bebe, no quiero irme y que lo dejes ahí. Debes alimentarte bien.
—¡Sí!
Obedece manso, concediendo el capricho.
Por desgracia, los alimentos terminan demasiado rápido. Ambos se ponen en pie, El italiano sostiene el abrigo con su mano y la blanca pañoleta con la otra.
—¡Manigoldo!
—¿Si?
Al voltear, Regulus le besa con todas las fuerzas de su ser. La caricia es correspondida con la misma potencia. Se estrechan y degustan su sabor hasta que la falta del maldito aliento los obliga a separarse.
Ambos presionan la frente contra el otro y sonríen felices.
—Ti amo, Mani.
—Ti amo, mio piccolo Re —aspira y lo aprieta contra su pecho, hundiendo la cara en sus cabellos.
Regulus aspira su aroma y se conmina a ser fuerte.
»Sonríe, siempre sonríe —le susurra Manigoldo al oído.
—Siempre.
El Santo de Cáncer le da un último beso en la sien y sale por la puerta. Se dirige con paso marcial hacia su armadura. Sujeta la Pandora Box y se la calza en la espalda.
Regulus sale tras él. Mientras Manigoldo arregla las asas, el rubio se toma el tiempo para acomodar la pañoleta blanca y cubrir el cuello de su amado.
—¿Me veo bien? —le guiña un ojo con una sonrisa de las suyas, irreverente y traviesa.
—Tan guapo como siempre —le sonríe fascinado.
—Bien, me voy —exclama firme.
—Triunfa, Mani —le frota el tórax, a la altura de su corazón.
—Tenlo por seguro. Ganaré, mio piccolo Re —le acaricia la mejilla.
Tras un último beso lleno de sentimientos, el Santo de Cáncer da los primeros pasos trémulos hacia la salida rumbo a la casa de Tauro y después, aspira profundo. Los gruesos hombros se elevan y caen. Endereza la espalda y la cabeza, levanta el mentón y se retira de ahí, caminando con resolución.
Como todo un flamante y orgulloso Santo de Athena que lucha por el amor y la justicia.
Regulus sale tras él, sólo al rellano. Lo ve bajar las escaleras sin mirar atrás. Lo detalla con la garganta cerrada y la nariz doliéndose.
"No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a llorar".
Con esa promesa, sigue el recorrido de su figura hasta que se pierde.
Voltea hacia el Templo de Cáncer vacío. Se ocupa en limpiar cada pequeño detalle de éste, hasta dejarlo impecable. Recoge todas sus pertenencias y asiente satisfecho por su labor.
"Está hecho, Mani. Ya arreglé bien tu Templo".
Toma el bolso y se topa de bruces con un visitante. Levanta la mirada hacia los cabellos hirsutos.
—Hola, Gato.
—Señor... err... Kardia —le sonríe y saluda con una inclinación de su cabeza—. Manigoldo no está —se felicita por su tono firme.
El Santo de Escorpio encoge los hombros y le dedica una sonrisa torcida.
—Lo sé, vine por una ánfora que me prometió y el bastardo se quedó. ¿Me ayudas a buscarla? Tiene dibujos de uvas.
—Ah, s-sí.
Deja el bolso y se ocupa de buscar en las pertenencias de Manigoldo. La encuentra al poco y al voltear, descubre que se le ha perdido Kardia.
—¡Acá estoy!
Se dirige a la terraza. El Santo de Escorpio está cómodamente sentado.
»Trae tres vasos.
—¿Tres? —se extraña—. ¿Vendrá otra persona?
—Más le vale al puto.
Sin entender del todo quién podría ser la tercera persona invitada, Regulus obedece. Al volver, Kardia saca de un bolso un par de ánforas. Abre una y sirve una cantidad en dos vasos.
»Siéntate, Regulus.
El joven obedece. Kardia le pone un vaso enfrente.
—Y-yo nunca he probado el vino.
—Hoy sí.
—P-pero.
—Vamos, te estás tragando las lágrimas. Las olí desde mi casa y mira que hay un gran trecho de distancia —asevera empujando el vasito.
—N-no voy a —se le atoran las palabras—, llorar.
—Bien, pero vas a beber —declara sin aceptar objeciones—. Él querría que lo hicieras.
—É-él se fue a... una misión —susurra con un nudo en la garganta.
Llorarlo ahora, mientras vive y pelea con todas las fuerzas de su cosmoenergía, sería una falta de respeto tremenda. Significa pisotear su vida, pero sobre todo, su amor compartido.
Regulus se niega a eso.
—No, pero tú ya lo sabes —musita con mucha seriedad—. ¿Verdad?
Regulus deja caer la cabeza y restriega sus manos nervioso.
—Y-yo vi... v-vi...
—Cancri empezó a titilar anoche —exhala con pesar mirando al cielo del mediodía—. Ambos sabemos lo que significa. Lo mismo pasó con Piscis aunque me negué a creerlo.
»Tú y yo tenemos esa conexión. Tú por razones obvias dado que eres su nieto y yo, quizá porque vivo un pie en el Inframundo y otro, en la Tierra.
Regulus encaja las uñas en sus palmas y sus músculos se tornan de metal. Duros, pesados, imposibles de moldear.
—É-él... todavía no se va.
—Bebe. Dale un trago, te hará bien.
Sostiene el vaso y lo mira con aprensión. Empina un poco y el licor se le sube de golpe. Tose incontrolable. Kardia no emite un sonido.
El calor volviendo a su cuerpo le hace notar cuán frío se encuentra.
—Es un buen tipo —susurra Kardia—, un tocapelotas, pero un buen tipo. ¿Sabes lo que hicimos cuando ambos obtuvimos por fin nuestras armaduras?
—N-no.
—Nos fuimos a las acomodaciones del Patriarca y le robamos a Sage una ánfora de su exclusiva y privadísima reserva de vino tinto.
—¡¿Hicieron qué?!
—Nos robamos la anforita y nos largamos a Rodorio —sonríe divertido mirando el vaso—. Nos lo bebimos directo del pico. Después, me jodía que había querido besarlo y como no pude, probé sus babas de la botella.
Sus propias risas lo sorprenden. Es inevitable. En su cabeza la imagen de Manigoldo burlándose es un manto de protección para su corazón dolorido. Además, hace mucho que sus celos de Kardia se desvanecieron.
Sólo necesitó ser testigo del amor dispensado por el Santo de Escorpio al de Acuario...
—Sí, me lo dijo un par de veces —susurra divertido—. "Kardia se muere por mis babas".
—Ese idiota —blasfema y empina un trago del vaso—. Yo sólo me como las babas de un Santo en este lugar y nunca sería Manigordo.
—Manigoldo —corrige por inercia.
—No, Manigordo porque en una misión compartida, se tragó el cerdo completo. No me dio nada y después, estuvo tres semanas haciendo ejercicio para bajar de peso por glotón.
—¡¿Se tragó un cerdo completo?!
—Por supuesto, nunca lo viste tragar, ¿verdad?
—Sí, él... él cocina para mí —sonrió feliz con las mejillas rojitas de complacencia.
—Suertudo, ¿probaste alguna vez sus fideos?
—Sí, son deliciosos. Él les pone queso fresco y hierbas de olor. ¡Saben de mil maravillas! Son mi platillo favorito y los hace cuando se lo pido.
—¡Ese hijo de puta! No quiso cocinarme más que tres veces y a ti apenas te conoce y te cocina a diario. Se nota que lo traes de una tenaza.
Se le sonrojan las mejillas y desvía la mirada. Sonríe sin proponérselo.
—Como me trae a mí, pero de una pata —corrige rápido con diversión.
—Me alegra, el cangrejo se puso mal al saberse enamorado de ti.
—No puedo creer que él dudara de mí.
—Siempre dice que eres el ser más puro que jamás conoció. Adora tu sonrisa. Lo sabes.
—Sí —aprieta las mandíbulas.
"Sonríe. Siempre sonríe".
—Además, él te ama con cada fuerza de su cochina y vulgar vida. No deberías preocuparte por él porque...
Un rayo penetra sus cosmoenergías con violencia y les arrebata la respiración.
Regulus abre las mandíbulas y las cierra.
Las reabre y aprieta los hombros. Se cubre nariz y boca con las manos sintiéndose perder en la vorágine de la desesperación y la locura.
Porque...
Manigoldo ha muerto.
Muerto...
Se ha ido...
Como Albafica... como Asmita, como Hasgard...
Kardia exhala con malhumor. El rostro se convierte en una mueca amarga. Se empina el resto del líquido de su vaso y después, el contenido del de Regulus. Sujeta la anfora entregada por el Santo de Leo y dispensa generosas cantidades en los tres vasos.
–-Puta madre —reniega el mayor—. Te adelantaste, bastardo de mierda. Albapija y tú, Manidiota, son un par de mentirosos. Me aseguraron que sería el primero en largarme y terminé siendo el último...
Regulus se esfuerza para no soltar el llanto. La garganta le impide respirar, el pecho se le comprime y le arde como lava derretida. El estómago se queja, aspira y en el acto, la tos le arranca de la realidad.
Tose y tose sin control, expulsando el aire, algunas flemas y su dolor. Un par de palmadas en su espalda le ayudan a terminar el proceso. El león mantiene el silencio, deseando saber cómo seguir sin Manigoldo.
Nunca tendrá respuesta.
Lo sabe.
Lo extrañará en cada momento de su vida.
—Ven, brindemos por él.
La voz le atrae la atención. Por inercia, sigue el ritual, levantando su vaso.
»Por Manigoldo, el Santo de Cáncer. Uno de mis dos mejores amigos, el único inconsciente en el Santuario capaz de pararme los pies. Un camarada incondicional, estupendo en la batalla. Un guerrero excepcional y un hombre como pocos.
El menor asiente con el nudo aún instalado como visitante fastidioso en su garganta. Sabe que, de hablar, se romperá ahí.
Kardia choca su vaso con suavidad contra el del joven y lo lleva a su boca. Regulus lo imita.
El licor es dulce, aromático y delicioso al paladar. Resbala por su garganta llevándose las malas sensaciones. Le reconforta y le deja un buen sabor en la boca. Es tan...
Como Mani...
Fuerte y cálido, con una personalidad ardiente que saca lo mejor de él.
Lo detalla intrigado y le da otro pequeño sorbo ratificando el sabor y las sensaciones.
—Él lo pidió para ti —informa Kardia con voz suave—. Por si se iba antes. Me pidió algo así, adecuado para tu inexperiencia alcohólica y que te dotara del sustento para respirar si te enterabas de su partida y no podías reaccionar.
»Siempre se preocupó por ti, se esmeró hasta en los más pequeños detalles para que fueras feliz.
Mani aún después de muerto lo cuida.
Se muerde el labio inferior con fuerza, sin acostumbrarse a sentir el pinchazo de su corazón roto. Aspira ruidosamente, sus ojos se niegan a soltar las lágrimas, pero su nariz ha caído en desgracia desde el acceso de tos.
Kardia le ofrece un pañuelo. Regulus lo toma por compromiso y al extenderlo, acaricia la letra grabada en él.
"M".
—La damita nos bordó uno, ¿te acuerdas?
Asiente.
—Mani —susurra por lo bajo, acariciando la tela con reverencia.
La lleva a su rostro y de él, extrae su aroma.
—Llora.
—Me niego —logra hablar.
—Te hará daño.
—Lloré tanto a mi padre y sólo me envenené —susurra con amargura—. No voy a llorar a Mani, él... —sacude la cabeza apretándose el estómago—. Me quedo con su amor y sus risas. Con los ecos de su voz grabados en mi memoria.
—Entonces sonríe.
—N-no p-puedo.
—Sonríe.
—N-no p-puedo —repitió arisco.
—Él querrá verte sonreír.
Es demasiado terco. Golpea la mesa con las manos sacando el estrés acumulado, Kardia se limita a señalar tras sus espaldas. El rubio voltea con miedo y pánico, pero al mismo tiempo, con esperanza y ansiedad.
—No me iría sin despedirme de ti, mio piccolo Re...
—Mani.... —le tiemblan los labios.
Las lágrimas se escapan traidoras. La respiración le falla. Los sollozos se desprenden de él, como una lluvia de estrellas cayendo a la tierra.
Es él, su Manigoldo. Translúcido, usando su armadura de Cáncer, guiñando un ojo.
Tan perfecto... tan sonriente.
—Mio amore.
Le atrapa la carita con las manos frías y casi inconsistentes. Acorta las distancias y une sus labios a los de un Regulus lloroso.
—Mani.
—En esta vida no nos tocó estar mucho tiempo juntos, pero cada momento a tu lado valió la pena.
—Perdóname por no aprovecharte bien.
—Si me hubieras aprovechado bien, hoy me habrían hecho papilla —le guiña un ojo—. Thanatos está inhabilitado, es lo único que me reconforta.
Acaricia la mejilla de Regulus. A éste sólo le importa que Manigoldo se ha ido y esta es la última vez que se pueden tocar y hablar.
»Sonríe, mio piccolo Re. Sonríe para mí...
Es tan difícil. Es tan doloroso cumplir esa pequeña súplica. La sonrisa no se impone a las lágrimas o al dolor lacerante de su alma.
—Ven, brinda con nosotros, Manidiota —le pide Kardia—. Deja de atormentar a ese chico y bebe un poco.
—No me lo perdería por nada del mundo, Karpito.
Tres manos llenas se alzan, Regulus se ve incapaz de soltarse de Manigoldo. El italiano le acaricia los cabellos con un brazo sobre sus hombros.
—Eres lo que más amo en el mundo, mio piccolo Re.
—Eres mi amor, Mani —sonríe enamorado—. Eres mi amor.
—Gracias por amarme tanto —le guiña un ojo y desvía la mirada al otro—. Cuídate, Karputo, y cuida de él, si puedes, por favor. Sabes cuánto lo amo...
—Lo sé, vete tranquilo, haré lo que pueda.
Los tres beben del rico licor. Al poco, dos vasos continúan en las manos.
Uno solo cae al piso y se rompe en mil pedazos para nunca más ser reconstruido, como el corazón de un joven y enamorado león.
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