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III


Madelyne estaba a un gesto de desatar a la bestia que su comprador guardaba bajo su seria expresión. Solo bastaría un sutil movimiento en forma de negación para que Viktor mostrara su verdadero rostro obsesivo. Ni siquiera vio venir el jarrón en su dirección, solo sintió una ligera brisa y el estallido en miles de trozos junto a su cabeza. El acto deliberado de su comprador fue una amenaza seca contra su persona. Sí, le había lanzado un jarrón extremadamente valioso en un arranque de ira, todo porque ella no quería quitarse la prenda.

La mirada de la joven se levantó en dirección al hombre cuando escuchó el rugir de la madera bajo sus pies descalzos. Él se acercó a ella como un viento helado de invierto golpeando con furia la puerta, se agachó y cogió un trozo del jarrón.

—Quítatelo.

Volvió a ordenar, apretando el trozo de jarrón en su mano hasta sangrar. Una lágrima resbaló por la mejilla de Madelyne cuando tomó el lazo rojo que rodeaba su cintura y lo desató en una lenta aventura hacia la tragedia.

Allí, en ese preciso instante en que su vestido caía para enseñar el camisón blanco que cubría su delgado cuerpo, comenzó todo.

Viktor inspiró hondo ya calmado.

—Hay algo en ti que te hace especial —habló con suavidad—. No es belleza, es inocencia, pero tu torpeza arruina la perfección. —Sacó un pañuelo blanco de su bolsillo trasero y limpió la sangre iracunda que salía de su corte—. Tienes suerte de que te haya comprado, sabrá Dios en qué manos habrías caído.

Madelyne no pudo creer el descaro que tenía al pronunciar tales palabras, ni la hipocresía en su tono. Cuánto deseo portaba en su ser... si tan solo pudiese mencionar una palabra para romper el nudo en su garganta... No podía, comprendía el precio de tal acto.

El comprador ató el pañuelo en su mano y volvió a darle protagonismo a la joven de pie. Llevó sus dedos largos y delgados hacia la tela roja que cubría hombros y brazos, deslizándolo hacía una caída. Tocó con seguridad ambos hombros de Madelyne, luego se explayó a los brazos hasta llegar a sus manos.

La joven no comprendía qué estaba haciendo su comprador, tampoco la forma tan estudiada en que la tocaba. Nadie nunca la tocó así, con tanta confianza, excepto ella.

—Yo hago todas las cosas bellas. Hago perdurar su existencia por siempre en mis fotografías. Yo te enseñaré qué es la belleza.

Habla mucho, desde la arrogancia y el arribismo puro, pensó Madelyne.

Deseosa de despotricarlo más, volvió a sentirse absorta en la desesperación cuando sintió que su comprador tocó su cuello, su clavícula y bajó al diminuto hueco entre sus pechos. Y luego más abajo, en la curva perfecta bajo sus senos. Se quedó perpleja del miedo, corroída por el tacto procaz del hombre.

Abrió sus labios en los que solo halló un jadeo protestante.

Viktor continuó estudiando la figura de la joven, llevando sus manos por la cintura, el ombligo, sus caderas, muslos y pies. La recorrió con cautela e imaginación, adicto a las fotografías que prontamente le tomaría. Por fin, después de tanta búsqueda fallida y compras que terminaron en empleadas a quienes no podía ver a la cara, su codicioso sueño lograría conciliarse. Forjaría su llamado enseñándole al mundo entero cuál era la belleza verdadera: la suya.

.

Los siguientes días no fueron los mejores para Madelyne, adaptarse a las sirvientas con velo no resultó fácil para su asustadiza persona. No poder hablar dificultaba las cosas, Madelyne temía hacerlo incluso en su cuarto porque sentía que su comprador estaría observándola, o tal vez que alguna sirvienta la escucharía y la delataría. El fotógrafo tuvo tal repercusión en su frágil ser que respiraba el miedo de ver aquella mirada infernal otra vez. Se dedicó a obedecer en todo lo que él le pedía, a cambiarse hasta cincuenta vestidos, a encogerse cuando no lograba llegar a la cumbre de las expresiones faciales que él exigía. Soportaba los gritos llenos de fuego que proporcionaba hacia ella.

Su único consuelo entonces era su ferviente creencia en Dios. Cada noche se arrodillaba a los pies de su cama para formar una silenciosa oración dirigida al cielo. Tanta fuerza y convicción tenía en el canto de su anhelo sabiendo que un día, su ruego sería escuchado. Pedía dejar la mansión, marcharse para siempre de allí, perderse de los terrenos de su comprador y no verlo jamás. Lloraba por clemencia, lloraba para que todo acabara algún día.

Pronto la joven consiguió formar un lazo silencioso con las sirvientas de Viktor, a complementarse con ellas cuando él no andaba en la casona o bien, en las tardes de baño. Las sirvientas y Madelyne se volvieron cómplices de un mismo anhelo. Todas y cada una de ellas querían abandonar a Viktor o matarlo como venganza por lo que él les había hecho.

Existía un objeto que secundaba al más apreciado de Viktor, éste era un látigo de cuero negro de dos metros. Las sirvientas lo conocieron el instante cúlmine en que la ira poseyó a Viktor a tal punto que las marcó con su fiel acompañante, arremetiéndolo contra el rostro de las jóvenes y obligándolas luego a cubrir dicho acto con el velo en sus rostros; Madelyne lo conocería una tarde en que no consiguió levantar su brazo lo suficiente. Viktor es una bestia, decía en sus oraciones cada noche. Sin embargo, algo de suerte se enlazaba a la joven porque todos los latigazos que blandía Viktor contra su figura daban en el suelo o cualquier sitio, nunca a ella. Su acto de violencia no paraba, la torturaba mentalmente hasta desgastarla, hacía que ella perdiera los estribos en silencio, ahogando sus propias penas. Madelyne conocía la violencia física, las excéntricas mujeres de madame Brennett la padecieron, ella también en ocasiones tuvo que experimentarla por la desobediencia que azotaba su alma adolescente; pero la violencia mental cambiaba su visión por completo. Por eso no se cansaría de repetir que su comprador era una bestia.

Llegó a tal extremo la obsesión de Viktor por conseguir una belleza perfecta, que comenzó a castigar a Madelyne sin comida por un día cada vez que posaba mal y a premiar cuando la chica lo complacía a través de magníficas fotografías.

Madelyne no lo entendía, tal vez ni siquiera deseaba hacerlo totalmente. Comprendía que lo odiaba, demasiado como para sentirse mal por ello, sin embargo, una parte de ella ansiaba comprender el trasfondo que portaba su comprador, de dónde había nacido aquella obsesión que lo hizo adjudicarse como quien hacía las cosas bellas. El hombre tenía una mirada fría que solo se ablandaba cuando conseguía una foto perfecta. Siempre andaba con el entrecejo fruncido, la frente arrugada, los labios rectos. Y, a pesar de esto, cada vez que ejercía un pequeño gesto delicado hacia ella, quería sonreír. Sabía lo errático de esto, pero siempre ansiaba una mínima aprobación por parte de él.

Una contradicción fatal que la mantuvo en vela muchísimo tiempo. Una contradicción que la hacía huir de los ojos vacíos de su comprador porque estaba mal. Para ella, para las sirvientas, para el mundo y para él.

Viktor conocía la fisonomía de Madelyne tanto como que en sus dedos estaba tallado el roce de su cuerpo y la sensación misma al recorrerlo. Conocía sus expresiones, sus gestos. Todo. Sabía lo que comía, lo que vestía, la hora en que dormía y podía hacerse una idea de lo que ella rezaba. Así también sabía de los cambios que el cuerpo de la joven. Por eso le fue fácil distinguir cuando el corazón de su musa se aceleraba ante su cercanía.

Lo confundió con miedo. Y se conformó a esto hasta que llegó aquella extraña noche.

Algo faltaba en sus fotografías que no lo conformaba. Comenzó a sentir un vacío, un decline que lo llevaría a un terrible bloqueo creativo, entonces decidió que la joven, su musa, tenía toda la culpa por esto. Se concentró en llevarla a un siguiente nivel en las fotografías. Le pidió a una de sus sirvientas que la llevara a su despacho y no tardó en aparecer la joven con una bata bajo su camisón.

Viktor por primera vez sonrió bajo un aura que a Madelyne le pareció terrorífica. En silencio esperó que el comprador hablara desde su altivez. Sus esperanzas cayeron al suelo al ver que Viktor se paró frente a ella con el látigo en su mano.

—Quítate todo.

Era la orden que esperaba, no la que deseaba. Inspirando con dificultad, se quitó la bata y la tiró al suelo. Ahí se quedó de pie, sin hacer otro movimiento mientras una lágrima caía por su mejilla haciéndolo por ella.

—He dicho que te quites todo.

El latigazo estuvo a un dedo de golpear su pie. Madelyne ya era una sabía conocedora de que competir con su comprador no resultaría favorable. Bajó su cabeza entre sollozos ya incontenibles. Lentamente se desprendió de la última vestimenta que cubría su cuerpo. Se encontró desnuda frente a Viktor, llorando y suplicando que él no hiciera nada contra ella.

La mirada de Viktor no cambió.

—Ve al sofá.

Madelyne obedeció en un lento paso hacia el sofá del despacho y se sentó de forma erguida. Si bien existía una diferencia de altura entre ella y su comprador, ahora ésta fue mayor. No les gustó, se sentía violentada. Colocó un brazo sobre sus pechos y el otro en su intimidad.

Viktor se sintió complacido de su nueva creación, observando a la joven como nunca la había visto. Para él estaba perfecta, digna de fotografías, llena de emociones, completamente pura.

Tomó el brazo de la joven para posicionarlo donde su cabeza idealizaba.

—Lleva tu mano aquí y...

Madelyne negó a ser guiada por los ojos de Viktor. Contuvo con fuerza sus extremidades junto a ella, tratando de ocultar su desnudez.

Una pésima idea que hizo aterrizar los ideales del fotógrafo.

Viktor lucía molesto. Frustrado por la desobediencia de la chica. Agarró con fuerza el látigo y flexionó su brazo hacia atrás para arremeterlo contra Madelyne, pero se detuvo. No podía, no podía dañarla. Marcarla significaba que su pureza se marcharía, dejando solo un cuerpo que guardaba algo. Una cascara como la de los demás, una cicatriz la convertiría en lo mismo que sus sirvientas.

Lanzó a un lado el látigo para hacer uso de sus manos, usarlas para golpear a la chica quien en un gesto asustado se ocultaba encogiendo sus hombros. Pero no pudo conciliar el golpe. Se negaba a tocarla, porque si lo hacía... Si lo hacía no existiría castigo que le enseñara a mantenerse lejos de ella. Quería conservarla casta, por siempre. Qué infortunio, pues mientras más la observaba, mientras más enlazaba su figura curvilínea con sus apagados ojos, más lo poseía el deseo de hacerla suya, en cuerpo y en alma. Y cuando esto pasaba, consciente de su debilidad, iba al sótano de la casa con el látigo en su mano temblorosa, lo extendía lejos de su cuerpo para acercarlo con fuerza, romper con la tentación en el seco sonido del cuerpo golpeando su espalda hasta dejar marcas.

Madelyne jamás vio a Viktor tan frágil.

El hombre altivo que la miraba como un objeto se marchó del despacho sin decir nada en palabras, mas su expresión agónica decía mucho.

La extraña noche estaba aconteciendo...

Madelyne no pudo apartar la mirada que invadió a su comprador. Inquieta, se movía en su entre las sábanas de su cama. No podía dormir porque la expresión de Viktor se dibujaba en la oscuridad de sus párpados. Se preguntaba qué le había pasado, por qué motivo él huyó de ella, por cuánto tiempo la inquieta mirada de Viktor había aguardado emerger, en cómo habló ensimismado en sus ideales sin el tono lascivo que coincidía con los visitantes del burdel.

Pensar en él encendía una calidez en la parte baja de su vientre, un hormigueo que terminaba en su zona íntima, una parte que halló sensible al roce. Abrió sus labios en una petición, quería una explicación al fuego extraño que la poseía. Sintió una adicción, una maquinación contra su cuerpo. No se percató del movimiento de sus piernas juntas apretando su entrepierna, tampoco de lo sensacional que se sentía acariciar su cuerpo. Poco a poco comenzó a descender sus caricias a la parte llameante de su cuerpo que imploraba atención. La tocaría para suplir a la tortura y complacerse, porque lo ansiaba y merecía.

—No.

La autoritaria voz de su comprador apagó todo deseo de placer. Ilusa de su aparición, sintió total vergüenza por ser pillada así. Llegó sus manos al rostro y lo cubrió para que, en medio de la oscuridad del cuarto, Viktor no pudiese observarla. Con sus ojos cerrados y a oscuras, no anticipó el despojo de las sábanas, tampoco el bruto tacto del fotógrafo alrededor de sus muñecas.

—Te quiero pura —habló quitándole las manos del rostro—, por dentro y por fuera.

Viktor tardó demasiado tiempo en darse cuenta lo que por mucho tiempo se estaba negando a hacer. Tocar la piel fina de Madelyne le ardió las manos como si apretara cientos de trozos. Y la joven notó de nuevo esa vulnerabilidad en él, la que tanto se esmeró en guardarle.

Ambos quedaron perdidos, existiendo en una fracción llena de contradicciones. Mujer contra hombre, el resultado estaba claro. El silencio desembocó en una insania de deseo mutuo que tuvo su unión. No trató de un beso, trató de oxigeno mismo. De necesidad.

Y pronto se convertiría en algo más.

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