𝖢apítulo uno.
KALA
Pirineo Aragonés, España
Centro penitenciario Ultimátum
18 de Septiembre de 2024
¿De verdad era legal que una prisión, aunque fuese una en la que solo encarcelaban a multimillonarios, tuviese tantas hectáreas de terreno que ni se veía el horizonte, un edificio de tres plantas que tenía más parecido a la mansión playboy que a un centro de detención y una fuente de cristal en la entrada?
Con la esperanza de que la cafeína me ayudara, ingerí el café que me había traído una de las empleadas. No había pegado ojo en toda la noche; estaba angustiada por si metía la pata y defraudaba a mamá. Ella ya no estaba aquí, sin embargo, la sentía muy presente. Me masajeé la frente, confiada en que terminaría con el repentino dolor de cabeza. Las tres horas de viaje en helicóptero que tuvimos que hacer para llegar hasta aquí, me habían rematado. Más me valía adaptarme si quería sacarle provecho a mis vacaciones, porque no existía otro modo de llegar y salir de aquí.
—Es importante que entienda la normativa del centro antes de firmar el contrato. Sobre todo, el índice tres, donde indica que queda terminantemente prohibido revelar cualquier información interna, mucho menos hablar de su existencia —remarcó el señor Herrera, el gerente—. Ultimátum es una prisión exclusiva para altos cargos del estado, magnates y políticos.
Se quitó las gafas que llevaba, apoyó los brazos en el escritorio y me observó atentamente. El objetivo era que la organización no saliera a la luz, ya que sino, al tratarse de una cárcel inconstitucional, la cerrarían y se quedarían sin ganancias que llevarse al bolsillo.
—Comprendo, señor. En realidad, la semana pasada, el departamento de recursos humanos me envió toda la documentación por correo electrónico, así que tuve tiempo para ponerme al día. —le escupí entre dientes, actuando como si nada de esto me sacara de quicio.
Herrera levantó las cejas en gesto de asombro y me pregunté si había dicho algo fuera de lugar. Le miré, sin estar segura de qué se suponía que debía hacer.
—Para tener solamente veintidós años, es usted una joven de lo más aplicada. —me elogió el hombre de pelo canoso, vestimenta formal y piel envejecida.
Apreté la mandíbula, obligándome a no soltar los mil insultos que tenía en la punta de la lengua. No era la primera vez que por ser la hija del Vicepresidente del Gobierno, me hacían la pelota, cuando en realidad lo único que les interesaba era quedar bien con él.
—Hago lo que puedo, señor.
Mi falsa sonrisa se amplió, al igual que mi rabia. No fue tarea fácil licenciarme en psicología, pero en este sitio valoraban cosas distintas, entre otras, el poder.
—Como me cae bien, voy a darle un consejo. —inclinó un pelín el torso por encima del escritorio y se aclaró la garganta—. Bajo ningún concepto se deje llevar por las primera impresiones. Aunque los reclusos vayan con traje y corbata continúan siendo peligrosos.
Mi corazón empezó a latir con potencia contra mis costillas. Solté un insulto en voz baja, aferrada a los apoyabrazos del asiento. Procuré que Herrera no me escuchara. No quería que me despidieran el primer día, aunque ganas de salir corriendo no faltaban.
—No se preocupe, lo tendré en cuenta. —agregué intentando mantener la voz estable para que no se diese cuenta de lo histérica que estaba por dentro.
Jugueteé con un hilo suelto a la altura de los muslos de mis ajustados pantalones de color negro mientras el gerente Herrera, rebuscaba en el fichero que había justo al lado de un grandioso ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrecía una imagen panorámica del Aneto, la montaña catalogada como la segunda más elevada de la península ibérica.
—Para legalizar el contrato, solo debe echar una firma en este recuadro de aquí. —colocó el papel encima del mueble de madera enfocándolo hacia mí, señaló el hueco con el dedo índice y me dio un bolígrafo.
Respiré hondo, observando el espacio en el que debía firmar. Me negaba a formar parte de este circo. Se lo prometiste a mamá, me recordé. Estrujé el alargado lapicero sin saber qué hacer. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y sin pensarlo más, firmé.
Algo que me reconfortaba era que al menos, iba a ocupar el puesto de psicóloga, mi vocación.
—Es un placer darle oficialmente la bienvenida a Ultimátum, señorita Aguilar.
Se levantó, esbozando una sonrisa triunfal y extendió el brazo hacia mí. Imité cada una de las acciones del señor Herrera y, como gesto protocolario, zanjamos el acuerdo con un buen apretón de manos.
—El placer es mío. —mentí.
Herrera atendió la hora en el reloj de marca que tenía en la muñeca. —¿Me permite un momento, por favor?
—Por supuesto. —respondí asintiendo.
En cuanto me volví a sentar, el señor Herrera cogió el teléfono inalámbrico que había en el despacho, tecleó una numeración y se llevó el auricular al oído.
—Si, ya puede pasar. Gracias, Paula. —y colgó.
Al cabo de un minuto, llamaron a la puerta. Me di la vuelta por mera inercia y vi a una chica plantada en la entrada. Era bastante alta. No como yo, que medía un metro cincuenta y nueve. Tenía el cabello tan largo y rubio que me recordó a Rapunzel. Llevaba puesto un pantalón de pinza y una blusa con estampado floral.
—Kala, te presento a Itziar, tu coordinadora. —hizo un gesto con la mano para presentarnos y la chica me mandó una sonrisa—. Itziar se ocupará de enseñarte las instalaciones y de llevarte a tu apartamento. Por descontado, cualquier duda, puedes acudir a ella.
Recogí mi bolso de piel donde llevaba lo esencial y me coloqué el asa por el hombro. El empleado que estuvo aguardando en recepción a que llegara, se hizo cargo del resto de mi equipaje. Una suerte, teniendo en cuenta la de ropa y zapatos que llevaba ahí.
—¡Se me olvidaba! —interrumpió el gerente desde su cómodo sillón antes de que me marchara—. ¡Dale recuerdos a tu padre de mi parte!
La sangre me empezó a burbujear, como si estuviera cociéndose en una olla a presión. Ese comentario me hizo recordar que en vez de salir a ligar, me quedaba estudiando, sin embargo, no fue eso lo que valoraron al seleccionarme. Itziar frunció el entrecejo, al tenerla delante seguro que vio como me había puesto roja como un tomate por el enfado.
—Desde luego, señor. —añadí sin siquiera girarme, verle la cara no iba ayudarme en absoluto.
Cerré la puerta del despacho y una vez fuera, solté un suspiro. Ni siquiera fui capaz de levantar la vista por miedo a la reacción que tendría Itziar. No quería que se llevara una impresión equivocada de mí. Se puso a andar por los elegantes pasadizos repletos de cuadros clásicos de pintores famosos y esculturas bañadas en oro y como no era una opción quedarme atrás, seguí sus pasos sin decir ni pío. No quería cagarla más.
—Mi primer día fue peor. —confesó mi coordinadora, echándome una mirada repleta de empatía mientras nos montábamos en el espacioso ascensor de acero.
Antes de poder preguntarle acerca del tema, tuvo que atender una llamada. Me apoyé en la pared y esperé a que terminara. Pocos minutos después, colgó.
—¿Qué te pasó? —pregunté como buena cotilla una vez aterrizamos en la segunda planta de la prisión.
Prisión entre comillas, porque este lugar se parecía a cualquier cosa menos a una prisión.
Itziar volteó la cabeza en mi dirección y me miró con dudas. Me fijé en el casi imperceptible cambio en su rostro y entonces, una vocecilla sonó en mi interior cuestionándose el motivo de su brusca variación.
—No me gustaría contártelo y que fueras corriendo a chivárselo a Herrera. —soltó parándose en mitad del pasillo, observándome con los brazos cruzados.
Fruncí el ceño sin entender nada.
—¿A qué viene esto? —reproché molesta, aunque a la vez confiada en que me diera una explicación.
—A qué sé que eres la hija del Vicepresidente.
Apreté tanto los dientes que noté un chasquido en la mandíbula y pasé a rechinarlos sin quitarle el ojo.
—Mira, Itziar. No estoy aquí por gusto. Estoy aquí porque le prometí a mi madre que en cuanto me graduara, haría las pruebas de Ultimátum, pero murió y ahora solo quiero honrar su memoria.
Si su piel ya de por sí era blanca, ahora transmutó a un tono nuclear. A la vez, pude ver como en sus ojos traslúcidos se libraba una batalla en su interior.
—Yo... —bajó las vista avergonzada, sin la valentía suficiente para mirarme—. No tenía ni idea. Te he juzgado mal. Por favor, Kala, discúlpame.
No dudé en que había arrepentimiento y sinceridad en sus palabras. Lo que me repateaba, era que gente que no me conocía de nada, me juzgara cada dos por tres por ser «la hija de». Vivir así era una pesadilla.
—Creo que lo mejor será que olvidemos lo que acaba de pasar y empecemos de cero —suspiré—. No quiero tener problemas con nadie, y menos en el trabajo.
—Para demostrarte que me arrepiento de verdad, te contaré lo que ocurrió. —respiró hondo y trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra—. Llenaron la bañera de mi apartamento con sangre falsa y luego metieron un muñeco del tamaño de un humano para que creyese que había alguien muerto dentro.
—¿Estás hablando en serio? —quise asegurarme con la mano colocada sobre el pecho, impactada.
—Totalmente en serio. —aclaró sin pestañear.
Me entraron ganas de vomitar solo de pensarlo. No podía creerlo. ¿Quién fue el miserable que hizo algo así? Aún perpleja, me puse detrás de Itziar y la seguí hasta el comedor. «Qué maravilla», pensé, al ver la formidable chimenea que había en medio de la sala, donde el fuego crepitaba haciéndote sentir como en casa. Sonreí al ver el sofá aterciopelado en el que me tumbaría durante horas acompañada de una taza de café y un buen libro que leer.
—¿Y no te vengaste? —quise saber, embargada por la frustración mientras girábamos hacia la derecha.
Nos detuvimos enfrente de una puerta opaca.
—¿Vengarme de Beliel? —soltó una carcajada—. Solo un necio se enfrentaría a ese psicópata.
Un escalofrío sacudió mi espina dorsal al oírla pronunciar esa última palabra.
Itziar giró el pomo, abrió la puerta e hizo un gesto con el brazo opuesto invitándome a entrar. Di un paso al frente y subí tres escalones. Se me escapó un gemido de sorpresa al ver a dos cuerpos desnudos encima de la mesa de billar. Me quedé inmóvil, con los músculos tan rígidos que no podía ni moverme. Pedí en silencio que la tierra me engullera y me arrojara en cualquier parte del mundo. Dadas las circunstancias, no iba a ponerme quisquillosa con el destino.
La silueta femenina se encontraba apoyada sobre sus manos y rodillas, mientras que el hombre de aspecto salvaje, la penetraba por detrás. Ambos debían tener unos treinta años. Me fijé en que las patas del mueble trepidaban hasta tal punto, que daba la impresión de que iban a ceder en cualquier momento. El ruidoso grito que soltó la mujer, me hizo volver a mirar.
Mi corazón se aceleró desmesuradamente al ver que de repente, el hombre me estaba mirando mientras seguía metiendo y sacando sin parar, aferrado como una garrapata en las caderas de ella. Sin desviar los ojos, enredó la larga melena en su brazo y tiró con fuerza. Se me había secado la boca porque llevaba demasiado tiempo abierta. Esto no estaba bien.
«¡Maldita sea, Kala! ¡Deja de mirar!»
Tragué saliva con dificultad, sintiéndome incapaz de apartar la vista. Él empezó a menear las caderas con más agresividad y entonces, le propinó un azote que resonó en las cuatro paredes de la estancia. Seguro que le quedarían los dedos marcados durante días.
Sin esperarlo, noté un agridulce pinchazo en mi zona íntima cuando volvió a girar el rostro hacia mí y me guiñó el ojo mientras se relamía los labios.
—Ese es Beliel. —me susurró Itziar al oído.
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