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Capítulo dos.


𝖪𝖠𝖫𝖠

Me observé en el espejo arrugando la nariz, asqueada y sin ningunas ganas de vivir. Meneé la sien mientras escaneaba a la chica de ojos caramelo, figura decente y una holgada melena rojiza con un toque bronceado que se preguntaba cómo iba a mirarles a la cara tras verlos en plena acción encima de esa mesa de billar.

Desbloqueé el móvil y consulté la hora. Faltaban diez minutos para las ocho. Pues la ropa de deporte a lavar y bostezando, me metí en la ducha. Había madrugado para ir a entrenar. Lo hacía bastante a menudo, y más aún si necesitaba desahogarme. Mi especialidad era el boxeo. Hacía años que lo practicaba. Concretamente desde que mamá nos dejó. En esa época, los ataques de ansiedad se convirtieron en mi peor pesadilla y el boxeo, fue lo que me ayudó a combatirlos.

Una vez terminé de enjuagarme, me envolví el cuerpo con una suave toalla de algodón y fui hasta el armario empotrado que había en la habitación. Francamente, no tenía ninguna queja respecto el apartamento que me habían otorgado. Era acogedor, con las paredes maquilladas de un color beige que hacía resaltar la decoración tradicional y los muebles de diseño.

Giré la barbilla hacia el recibidor cuando llamaron a la puerta. Sujetando con firmeza el nudo de la toalla para evitar que se desatara, fui a abrir, intrigada por quién sería a estas horas de la mañana. Bajé la vista hacia el felpudo y me encontré una caja de medida estándar, ni grande ni pequeña.

Miré hacia ambos lados, revisando el pasadizo con la esperanza de dar con alguna pista. Como no encontré nada, me agaché para recoger el objeto y sin pensarlo dos veces, retiré la tapa. Pegué un grito a la vez que la caja salía disparada por los aires junto con el pájaro degollado que habían metido dentro.

«¡Por el amor de Dios!»

Aún con la mirada anubarrada por culpa del shock, pude ver una tarjeta en el suelo. Entre tanto ajetreo seguro que se había caído de la caja. Se me hizo un nudo en la garganta y por un momento, dudé, pero como las ganas de saber si había algo escrito eran superiores, me hice con ella rápidamente.

El corazón se me paralizó cuando leí:

"La próxima en acabar degollada
vas a ser tú."

Una ligera capa de sudor enfrió mi frente. Tragué con dificultad, cuestionándome que tan mal había hecho y quien me odiaba tanto como para querer matarme.

༺༻

No le expliqué el incidente a nadie. Tampoco es que tuviera a alguien de confianza con quien hablar. Me senté en la única mesa vacía de la cafetería donde en armonía, varias decenas de personas se hinchaban a cafeína antes de emprender la jornada. El camarero me trajo el expreso que le había pedido y sonreí en gesto de agradecimiento antes de ingerir el primer sorbo, que por cierto, me supo a gloria.

La sala era acogedora, con paredes barnizadas en un color verde militar y grandes ventanales que daban al jardín. Como en todo el edificio, los techos eran altos y sofisticados. Habían plantas en cada rincón de la estancia, ofreciendo así, un aura entrañable.

—Tu debes de ser Kala, la hija del Vicepresidente.

Sobresaltada, me giré hacia el origen de la voz. Había una chica justo detrás de mí. Tenía el pelo negro, con vaporosas ondulaciones en las puntas, y su piel era de un ligero tono avellana que hacía despuntar sus ojos verdes. Llevaba una falda de tubo gris y en la parte superior, una blusa violeta con escote media luna.

—¿Hay algún problema? —le ladré, poniéndome a la defensiva como siempre que nombraban a mi padre.

La pobre se quedó de piedra.

—Calma —levantó las manos en gesto pacífico—. Solo quería ofrecerte algo de compañía en tu primer día. A nadie le gusta ser la nueva. Además, esta gente no es que sea demasiado simpática, la verdad. —hizo una mueca a la vez que observaba su alrededor.

Cerré los ojos con fuerza, arrepentida por mi pésimo comportamiento. Tenía que controlarme. Al fin y al cabo, ella no tenía ninguna culpa de mis desgracias.

—Lo siento. He sido una borde. —me disculpé.

Ella chasqueó la lengua y sacudió la cabeza de un lado a otro, restándole importancia al asunto.

—Soy la hija del Ministro de justicia, así que entiendo tu reacción. A mí tampoco me gusta que me hagan la pelota por interés, pero tampoco voy a ocultar quién soy. Por cierto, mi nombre es Ainara. —mostró una dulce sonrisa de dientes blancos y proporcionados.

Su respeto por sí misma me dejó boquiabierta. Solo por eso, ya la admiraba. Ojalá llegue a adquirir esa mentalidad algún día, a poder ser, no muy lejano.

—Es un placer. —y le regresé el gesto.

Volteé la barbilla hacia la entrada cuando Itziar y dos hombres trajeados, accedieron a la estancia. El de la izquierda debía tener unos veinte y el otro rodaba los sesenta. ¿Por qué todo el mundo iba vestido de punta en blanco? No pude evitar sentirme ridícula con mis botas Dr. Martens, mis firmes vaqueros de tiro alto y mi cazadora de cuero. Aunque mi padre me echara la bronca por no vestir como una «señorita», yo seguía sin acatar las normas y poniéndome lo que quería.

—¿Quiénes son esos dos? —le pregunté a la vez que señalaba a los acompañantes de Itziar con un sutil y disimulado movimiento de cabeza.

Ainara me miró entusiasmada, igual que una niña a la que le ofreces ir al parque de atracciones. Estaba más claro que el agua que a esta le iba el chisme. Después, agarró el respaldo de la silla que había justo enfrente y sin perder tiempo, la movió para poder sentarse.

—Veamos —dijo, y me miró de reojo—, el que es más mayor se llama Escorpión, su condena es de dieciséis años. El otro, es Belcebú. Llegó hace pocos meses y si no recuerdo mal, su condena es de veintidós años. Ya tiene un expediente abierto por haberse acostado con Miriam, la educadora social —suspiró—. Ella está a la espera del juicio. Se dice por ahí que le retirarán el título y que no podrá volver a ejercer nunca más.

La miré con los ojos tan abiertos, que un poco más y salen rodando. De repente, empecé a toser como una loca porque me había atragantado con el café. Me di unos golpecitos en el pecho sin dar crédito a lo que acababa de oír. Tenía que tratarse de una broma.

—¿Me estás diciendo que los reclusos pueden campar a sus anchas? ¿Y qué diablos significan esos nombres tan raros? —subí el tono más de lo que quería, y unos cuantos rostros se giraron hacia mí.

—Baja la voz —pidió Ainara, llevándose el dedo hacia los labios en gesto de silencio—. Tienes que entender que no estamos en una cárcel normal y corriente. En Ultimátum, aunque haya normas, el dinero es lo que manda. —dijo, y observó su alrededor para revalidar que nadie la había oído—. Y si estás pensando en ir a hablar con Herrera, no lo hagas. A él, lo único que le importa es llevarse un buen pico al bolsillo.

—¿Y qué hay de nuestra seguridad? —exigí saber, esta vez con el volumen más bajo, casi en un susurro.

Ainara se encogió de hombros.

—La mayoría van a su bola, así que si no les molestas ellos tampoco lo harán. Y respecto a los nombres, no son auténticos —retorcí el ceño sin entender a lo que se refería, y apenas tardó en captarlo—. Cada uno, al llegar, elige un apodo con el fin de ser más temidos.

«¿Un apodo? ¿En serio?» Solté una carcajada y le di otro trago al café, ya tibio por el rato que llevábamos hablando. Era increíble que a estas alturas, siguieran actuando como críos; midiéndosela para ver quién la tenía más grande. Resoplé. «Menudos idiotas»

—¿Y quién se supone que es el más temido? —inquirí, haciendo ver que me interesaba cuando en realidad lo único que quería era desentenderme del tema.

—Bel... —iba a decir Beliel, y de repente, se calló.

Pude ver como de golpe, el cuerpo de Ainara se quedó inmóvil. Tras unos segundos, cuando pareció que por fin reaccionaba, elevó la vista hacia mis espaldas.

—Largo de aquí. —escupió una voz ronca y varonil, haciendo que me estremeciera des del asiento.

El motivo lo desconocía, pero estaba claro que este tipo la había tomado contra Ainara.

—No voy a dejarla sola conti... —quiso rebatir, pero sus palabras murieron en el intento.

—¿Acaso tengo que repetirlo? —la interrumpió.

Detrás de mí, oí un gruñido. Ainara abrió mucho los ojos y se irguió. Ambas nos observamos y le hice un gesto dándole a entender que podía sola, que no era necesario que se metiera en líos. Ella lo miró a él y luego a mí, dudosa, pero finalmente cedió. Tragué con dificultad mientras esperaba mi turno con los dedos entrelazados sobre el regazo, inmóviles.

—Así que tú eres la hija de Luis Aguilar —canturreó a la vez que se dirigía hacia la silla vacía con las manos metidas en los bolsillos —, el capullo que me la jugó y por su culpa, me encerraron en esta mierda de sitio.

«¿Quién se ha creído que es?»

—¡Ni se te ocurra decir una sola palabra contra mi padre! —refuté, apretando los puños mientras me levantaba de la silla, que cayó de bruces al suelo.

Escuché un bisbiseo global, como si haberle plantado cara fuese la novedad del momento. La energía de la sala menguó; todo el mundo estaba tenso. Solo pude captar una espalda ancha y definida, pero cuando se dio la vuelta y descubrí su verdadera identidad, tuve que contener el aliento para no soltar un disparate.

Joder. Era él. Beliel. Sus ojos recorrieron la extensión de mi cuerpo con lentitud, sin perder detalle. Eran de un gris apagado, tan umbríos como un día de lluvia, y le combinaban de maravilla con el color negro regaliz de su pelo, que estaba bien arreglado. Iba enfundado en un elegante traje beige que dejaba al aire algunos de sus tatuajes, y llevaba una barba afeitada. Tenía que admitir que era atractivo. Demasiado atractivo, pero no podía olvidarme de quién era: un psicópata sin remordimientos al que había pillado fornicando como una bestia salvaje en la sala recreativa de la prisión, y yo, su nueva psicóloga.

Cuando dio un paso hacia mí y me vi obligada a echar la cabeza hacia atrás por lo alto que era, pude olfatear una fragancia a océano. Evaluó la escena con un brillo de absoluta prepotencia, se ajustó la corbata, respiró hondo y con un tono de pura amenaza dijo:

—Como vuelvas a alzarme la voz voy a...

—¿Vas a qué? —le desafié sin dejarle terminar, y la sorpresa no tardó en bañar sus facciones.

Tal vez debería haberme callado. Provocar al criminal más temible de la presión no era una buena forma de empezar, pero tampoco iba a dejar que me humillara delante de todos. Ni detrás tampoco.

—Parece que la gilipollez viene de familia. —me atacó con una lógica aplastante, mirándome como si fuera un pedazo de basura maloliente y asquerosa.

Ese gesto me ofuscó aún más.

—¿Y quién a llegado a esa conclusión? ¿Tú y las dos neuronas que te quedan? —escupí resentida.

Honestamente, me importaba más bien poco que te metieras conmigo. Pero era oír algo en contra de mi familia y sacaba las garras sin pensármelo dos veces.

—Escúchame bien, niñata mal criada. —su mirada se opacó y entonces comprendí que se le había agotado la paciencia —. Como vuelvas a levantarme la voz y a vacilarme de esta manera, tendrás problemas.

Puse los brazos en jarras y levanté el mentón, ignorando el aura oscura que le rodeaba.

—¿Me estás amenazando? —le eché en cara, tratando de ocultar el miedo que sentía en realidad.

Estábamos tan cerca que nadie podía oírnos.

—Será mejor que no me cabrees y que te comportes como la supuesta profesional que eres. —me observó fijamente, y de repente, bajó la vista hacia mis labios.

Contuve el aliento mientras notaba como mi corazón se aceleraba, y recé para que se tranquilizara.

—¿Y sino qué? ¿Vas a pegarme una paliza delante de todos? —insinué, alargando la mano para señalar a la gente que había en la sala, y se oyeron murmullos.

Sus cejas se dispararon hacia el techo.

—Podría hacerte cosas peores, créeme. —aseguró, clavando sus penetrantes ojos en los míos.

Nos quedamos mirando durante unos segundos y, por alguna razón, me vi obligada a apartar la vista.

—No te tengo ningún miedo. —soné indudable, pero en verdad era más para convencerme a mí que a él.

—¿Estás segura? —rebatió con tono irónico, y dio otro paso al frente, exterminando los pocos centímetros de separación que quedaban entre nosotros.

Parpadeé más veces de las que fui capaz de contar. Le tenía tan cerca, que hasta pude identificar su aliento mentolado con un ligero toque a nicotina. Le esquivé para alejarme de él y sus hechizos, pero me cogió del brazo y me obligó a mirarle. Acto seguido, se inclinó hacia la altura de mi oído y me dijo en un susurro:

—Haga el favor de no tocarse pensando en lo de ayer, señorita Rottenmeier —se apartó de mí—. Nos vemos en la próxima sesión de terapia, y por tu bien, espero que aprendas modales si no quieres problemas.

«¿Señorita Rottenmeier?»

Me quedé boquiabierta. Ya ni siquiera contaba con la entereza necesaria para cerrarla. Se abotonó la clásica americana y me crucificó con la mirada antes de dar media vuelta e irse por donde había venido.

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