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Capítulo 5: Nueva perspectiva

Mi abuela Australia fue durante su juventud una ilustre e icónica actriz, pero luego de su retiro decidió refugiarse en una finca apartada de la ciudad y, por tanto, de la prensa. Es por ello que eventualmente íbamos a visitarla o ella a nosotros.

—¡Niños, me alegra tanto que vinieran! —dijo, animada.

—Si tú no vas a vernos, nosotros debemos venir —se quejó mi primo Dallas.

—No exageres. Fui la semana pasada —replicó.

—Entendemos, abuela —intervino Landa—. A tu edad ya no estás para esas cuestiones.

—Como me vuelvas a llamar "vieja" te desheredo —la amenazó y todos nos echamos a reír.

—Abuela, ahora en serio, ¿qué edad tienes? —preguntó Venecia con curiosidad.

Su edad era un misterio. Nadie la sabía.

—Solo el día de mi muerte la sabrán.

—Cuánto drama por un número —opinó Austria.

—Soy actriz. Tengo que ser dramática —emitió mi abuela teatralmente—. Por cierto, ¿por qué no vino Kenya?

—Debe estar con su novio, Évett —respondió Paris.

—En vez de estar metiendo la nariz para descubrir mi edad deberían averiguar en qué andan metidos esos dos.

—Todos sabemos qué meten y en dónde... —comentó Austria.

—Llevan casi 2 años juntos... ¿Se imaginan si se casaran? —aventuró Venecia, ajena a la insinuación tan turbia de Austria.

Pequeña inocente.

—Sería la boda del año —opinó Paris.

—Abuela, ¿podemos pasar a ver a tus animales? —indagó Landa, indiferente a los líos amorosos de nuestra hermana mayor. Landa era un poco inmadura para ciertos temas, el amor era uno de ellos. Supongo que por eso no ha tenido novio.

—¡Creí que nunca lo preguntarías! El chisme familiar me gusta, pero mis mascotas son mi adoración.

—Te entiendo, abuela. No sé qué sería de mi vida sin Pickles...

—Suertuda —masculló Austria—. Mi corazón se partió en pedazos cuando tuve que despedirme de Gertrudis.

—No compares. Gertrudis era una cobra. Podía matarnos a todos —repliqué.

Qué original... La cobra Gertrudis.

—Era una culebra —me corrigió—. Y era hermosa. Entendía mi corazón y yo el suyo —añadió teatralmente.

Eso de ser dramática parece hereditario.

—¿Qué clase de corazón tienes tú para que solo te entienda una cobra? —me burlé. Ellas siempre se burlaban de mí, así que debía aprovechar los momentos en que se invertían los roles.

—Culebra —me corrigió nuevamente.

—Da igual si era una lagartija o el monstruo del lago Ness —refuté.

—¿Alguien quiere té? —terció mi abuela, ignorando nuestra pequeña discusión.

—¿Glu está bien, abuela? —indagó Landa, obviándola a ella.

—Claro, está con Cleopatra.

—¿Glu? —preguntó Dallas.

—El pavo real de Landa —esclareció Venecia.

—Qué mascotas tan... peculiares —comentó mi primo.

Por increíble que parezca la única normal soy yo. Mis padres les sugirieron un perro o un gato, pero ellas necesitaban una cobra y un pavo real en sus vidas.

—Lucky es muy común —declaró Venecia.

—¿Quién es Lucky? ¿Tu dinosaurio? —se burló Dallas.

—No, listo. Es mi pollito.

—Al que se comerán cuando crezca —añadió él, malévolo.

—¡Claro que no!

Más allá de que Venecia ama a Lucky (y por eso nunca se lo comería), ella es vegetariana.

—¿Y si en lugar de hablar de animales vamos a verlos? —propuso mi abuela.

Cualquiera pensaría que el hecho de vivir en una finca sería solitario, pero no cuando tienes un zoológico. Como éramos tantos decidimos dividirnos para alimentar a los animales.

Irlanda fue corriendo a ver a su pavo real blanco, Glu, el cual estaba con su compañero Cleopatra (es macho, pero por una razón que escapa a mi entendimiento mi abuela le puso nombre femenino). Mi abuela después de meditarlo decidió que los entregaría a un zoológico, pues eran muy delicados y temía que bajo sus cuidados les pasara algo (Irlanda sería quien la desheredaría si algo le pasaba a Glu). Creo que esa ave era el único ser al que ese demonio quería. Mi hermana luego se dedicó a las gallinas Clotilde, Carmela y Cuca, así como al rey del corral: el gallo Guillermón.

Sé lo que estás pensando: la vieja se tuvo que meter algo muy fuerte para ponerle así a los pobres animales.

Aún no han visto nada.

Austria alimentó a Chamusquina, una cerdita que dio a luz hace poco tiempo (solo el padre santo sabe cómo mi abuela le pondrá a los pequeños cerditos). Una vaca llamada Esmeralda y su ternero Panecillo también fueron acompañados por ella esa tarde. Paris y Dallas fueron con Guadalupe y Juan, los patos, y a su fiesta acuática se unió Burbuja, la tortuga. Venecia estuvo con la familia equina: el caballo Paco, su esposa, la yegua Pólen (sí, mi abuela los "casó", nos invitó a la ceremonia y todo) y el fruto de su unión, el potro Picarón.

Por último quedamos mi abuela y yo. Como los animales que faltaban estaban en la misma habitación fuimos juntas a darles de comer.

—¿Te gusta lo que te traje hoy, Priscilla? —le preguntó mi abuela a su lora.

—Le gusta, le gusta —emitió estruendosamente el ave de hermoso plumaje verde.

Yo sonreí ante el mimo que le daba a su mascota mientras le daba de comer a sus hámsters: Chispita y Galaxia. Posteriormente ella fue a ver en su vitrina a Mirella, su tarántula. Yo, por mi parte, estaba con Anselmo, el puercoespín.

—Abuela, ¿no has pensado en llevarlos a todos al zoológico y comprarte un perro? Créeme, la comida para perros es más barata —sugerí.

—Estos animales son lo único que me queda de tu abuelo... —confesó, melancólica—. Él amaba la fauna. Antes de morir se dedicó fervientemente a estudiarlos.

—¿Y no crees que le habría gustado que vivieran en libertad una vez que completara sus investigaciones? —sugerí. A pesar del excelente cuidado que mi abuela les daba, no me gustaba que vivieran en cautiverio.

—Tal vez tengas razón —murmuró—. Me recuerdas tanto a tu abuelo...

—Mi madre me ha contado que me parezco a él, que tengo sus mismos ojos.

—Y no solo eso... Siempre defiendes tus ideales. Hay que ser valiente para hacer eso... —opinó—. Tal como él lo fue...

—Lo querías mucho, ¿no, abuela?

La respuesta a mi pregunta fue un silencio acompañado de una melancólica y nostálgica sonrisa.

—Le gusta, le gusta —chilló Priscilla de repente, haciéndonos reír.

—¿Y tú qué? —preguntó mi abuela repentinamente—. No me has contado cómo te va en tu tercer año de instituto.

—Igual que siempre —respondí con un encogimiento de hombros.

—Qué poca emoción —comentó, decepcionada—. ¿No hay ningún pretendiente al acecho? —indagó, juguetona—. ¿O alguien que te guste?

—Pues... no —mentí. Omití la cruda realidad de que estaba enamorada de Will porque si mi abuela se enteraba, nos haría una boda más ostentosa que la de Pólen y Paco.

—¿Todo sigue igual que en los últimos dos años? Joder, qué instituto tan aburrido. En mis tiempos no era así...

—Abuela, en tus tiempos las chicas se casaban a los 15 años y tenían 80 hijos —refuté.

—Más respeto, Bélgica —exigió, fingidamente ofendida—. Solo tuve 2 hijas y me casé a los 26 años. Mi madre solo nos tuvo a Egipto, a México y a mí —emitió, pensativa.

—Pero no todo está igual... —la interrumpí antes de que citara todo mi árbol genealógico o, lo que es lo mismo, el mapa mundial—. Llegó un chico nuevo —le informé—. Y es un idiota —agregué ante su cara de entusiasmo.

—Al parecer, no te cae bien —puntualizó.

—Es un idiota con I mayúscula —gruñí.

—¿Qué hizo para merecer esa ofensa? —Arqueó una ceja con expresión divertida.

—Simplemente lo es —sentencié, omitiendo lo que pasó.

—¿Es impresión mía o ese chico te gusta? —preguntó, suspicaz.

—¡¿Qué?! —exclamé, escandalizada ante el simple hecho de que alguien pensara que podría sentir algo por ese ser—. Claro que no.

—Te irrita de una forma sospechosa —comentó.

—Ya lo has dicho: me irrita, pero ni aunque ocurriera una apocalipsis zombi y la repoblacación de la Tierra dependiera de nosotros dos estaría con él.

—Y ahora estás exagerando para convencerme... —analizó—. Como si en realidad estuvieras intentando convencerte a ti misma...

—Abuela, te dije que no me gusta —reafirmé.

—Le gusta, le gusta... —chilló Priscilla tan inoportuna como siempre.

—Hasta Priscilla se da cuenta —puntualizó, divertida.

—Abuela, ¿y si mejor continúas hablándome de mi abuelo? —sugerí, evasiva.

—Y ahora desvías el tema... Pero está bien, fingiré que no he visto esta escena antes... Ahora que lo pienso... Por aquí había un diario de campo de tu abuelo —dijo, tomando una pequeña escalera de madera para alcanzar un estante.

—Ten cuidado —emití.

¿Y qué creen que pasó después? Pues que mi abuela no tuvo cuidado. No sé si fue debido a un descuido suyo o a la evidente antigüedad de la escalera, pero se cayó.

—¡Abuela! —exclamé mientras corría hacia ella, preocupada.

—Creo que me rompí el coccis... —lloriqueó—. Veo la luz... —añadió con dramatismo como si realmente estuviese viendo la puta luz a lo lejos.

—No corras hacia ella, abuela. ¡Da media vuelta! —chillé mientras llamaba a la ambulancia.

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Después de un inmenso revuelo y una gran ola de preocupación mi abuela huyó de la luz (por suerte para todos). El doctor nos dijo que no se había roto ningún hueso y, en general, todo estaba bien, pero debía quedarse hoy en observación, así que jugamos piedra, papel o tijeras (con toda la madurez que nos caracteriza) para decidir quién pasaría la noche con ella, ya que todos no podíamos quedarnos.

Austria sería su acompañante y yo, a petición de la soldado casi caída (o sea, mi abuela con la cadera casi rota) fui a la cafetería a buscar algo de comer.

Mientras deambulaba como zombi por los pasillos del hospital después de buscar comida me encontré con algo inesperado o, mejor dicho, alguien.

—¿Caleb? —articulé, sorprendida.

—¿Musa? —respondió con igual tono.

—¿Qué haces aquí? —inquirí, ceñuda.

Querida, es un ser humano, también tiene derecho a enfermarse. 

—Pues... —musitó, esquivo, mirando con nerviosismo hacia los lados, como si quisiera ocultar el motivo de su visita al hospital.

De pronto salió del banco de sangre una trabajadora del lugar y, colocándole una mano en el brazo, le dijo:

—Gracias una vez más...

Caleb simplemente sonrió tímidamente y la mujer le devolvió la sonrisa, marchándose y dejándome con varias dudas.

—¿Eres donante de sangre? —pregunté, extrañada.

—Hoy me desperté generoso —bromeó, rascándose la nuca en un gesto nervioso.

—Por tu lenguaje corporal deduzco que no querías que descubriera que donas sangre —concluí.

—No es algo que necesites saber —zanjó.

—Acaso... ¿te avergüenza que sepa eso de ti? —indagué.

De repente me despertó una inmensa curiosidad en torno a ese chico. Por la forma en que se expresó la enfermera diría que no es la primera vez que dona. Normalmente las personas se vanaglorian de sus grandes gestos, pero Caleb ni siquiera los menciona.

Tal vez este chico sí tiene un buen corazón después de todo...

—No es eso... Solo no quiero hacer de esto un drama...

—¿Drama? —repetí—. Querías que te viera como un buen chico y, ¿me ocultas algo tan significativo? Caleb, salvar vidas como tú lo haces es...

—Tampoco es la gran cosa —me interrumpió, restándole importancia y desviando la mirada mientras tensaba la mandíbula.

Por alguna razón parecía molestarle hablar del tema.

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó repentinamente.

—Mi abuela se cayó.

—Dios, ¿y cómo está? —se alarmó.

—No fue grave. Todo está bien, solo debe pasar una noche en el hospital.

—Me alegra. Bueno, ya me tengo que ir —se apresuró a decir, emprendiendo su marcha como si estuviera huyendo.

—¡Caleb! —Se giró al escucharme—. ¿Te veo el sábado para hacer el trabajo? —pregunté con la esperanza de oír un "sí".

—Claro, Bélgica. —Dicho eso, dio media vuelta y se largó.

—Bel —me llamó Paris—, tardaste como 50 años.

—Estaba con Caleb —expliqué mientras caminábamos hacia la habitación de mi abuela.

—Lo vi, pero se fue antes de que llegara a saludarlo.

—Estaba extraño —le conté—. Descubrí que dona sangre.

—¿Ah, sí? —emitió, sorprendida—. No pensé que fuera tan humano, quiero decir, no me parece un mal chico, pero... No sé, se necesita una gran empatía y una sensibilidad especial para donar sangre, cosas que alguien de nuestra edad normalmente no tiene. Los chicos de 17 años solo piensan en sexo, alcohol y fiestas...

Ahora que lo pienso... Los menores de edad no pueden donar...

—Exacto —respondí, obviando mi reciente pensamiento—. Es por eso que hoy lo vi... diferente... Sin embargo, él fue esquivo, casi grosero... No me trató como suele hacerlo. Al marcharse, me llamó por mi nombre y no "musa" como de costumbre... —relaté—. Creo que hay muchas cosas de ese chico que necesito descubrir...

Paris se detuvo de pronto.

—¿Qué? —dije, haciendo lo mismo mientras ella esbozaba una extraña sonrisa.

Oh, oh... Esa sonrisa de casamentera.

—Te gusta, ¿cierto? —Arqueó una ceja, sonriendo.

—¿Por qué todos me preguntan eso hoy? —me quejé, fastidiada—. No me gusta, Caleb —afirmé con énfasis en cada palabra—. Solo siento curiosidad por él ahora...

—Curiosidad, ¿eh...?

—Sí. Solo me gustaría conocerlo un poco mejor. Tal vez lo juzgué mal.

—Supongo que debes pasar tiempo con él... —sugirió—. Y yo te ayudaré con eso... —Enrolló su brazo en el mío, caminando alegremente.

—Paris, ¿qué pretendes hacer? —inquirí, ceñuda.

—Eso será una sorpresa...

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Hoooooolaaaaaa.
Cómo va la vida?
Qué les pareció el cap? :D
Los leo!
Qué opinan de la abuela Australia?
Y de los animales? :v
Mi mamá me contó que cuando era joven tenía unos vecinos que tenían como 50 animales en la casa y algunos se llamaban como los de la historia :v
De ahí salió la inspiración xd
Y qué creen de la pequeña interacción de Caleb y Bel en el hospital? :)
Y Paris tiene planes perversos :v
Nos enteraremos en el siguiente cap xd
Espero que este les haya gustado.
Se les aprecia <3
Hasta el próximo viernes :D
Dato random: El nombre del padre de Bel (Sheldon) lo tomé del personaje de The Big Bang Theory. Amo esa serie :D
Ig: daia_marlin
Chau, chau.

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