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Capítulo 1.- Técnicamente, empezó con un libro



En circunstancias normales, Hanji no estaría en la biblioteca privada de los Smith, intentando encontrar un libro en el estante más alto del librero del fondo, rogando que nadie pasara por ahí a esa hora del día. 

Por lo general, el profesor Smith le permitía casi cualquier tipo de lectura, si su propio padre no poseía por casualidad el volumen que ella necesitaba. 

En este caso, habría sido imposible decirles a cualquiera de los dos cuál era su lectura deseada, ya ni hablar de pedirles dicho manuscrito. 

Como era usual desde el inicio de la palabra escrita, algunas lecturas eran censuradas por su contenido político, teológico o moral. Que se prohibiera la divulgación, por más obscena que fuera, ofendía gravemente a Hanji Zöe, quien apreciaba más que otra cosa el conocimiento y la expresión. 

Así pues, apenas escuchó que unos jóvenes de su clase murmuraban algo sobre un libro prohibido en la biblioteca de los Smith, Hanji no pudo sacarlo de la cabeza. 

Podía ser que el dichoso libro fuese sumamente aburrido, poco interesante o incluso mal escrito. Tal vez sólo era obsceno por algún dibujo morboso o peor, podía ser que sólo lo hubieran prohibido por ofender a la inmaculada iglesia de Inglaterra. 

¡Libros católicos, qué fastidio! 

Como ya conocía la mayoría de los libros de los estantes de en medio, dedujo que si había un libro oculto en algún lado, tenía que estar en las partes más altas o en las más bajas, y ya había buscado en las segundas. 

Tras más de una hora de infructuosa búsqueda, resopló desanimada. 

— Menuda tontería. —Susurró para sí. 

— Debes tener demasiada curiosidad si has aguantado todo este rato sin quejarte. —Habló una voz a sus espaldas, cerca de la puerta de la biblioteca. 

Hanji se sobresaltó y por poco resbala de los peldaños de la escalera de madera que había usado para llegar hasta los estantes de arriba. 

Observó petrificada al hombre que descansaba su cadera en el borde de un escritorio, tan relajado que no le quedó ninguna duda de que llevaba varios minutos observándola. 

Erwin, el hijo del profesor y dueño de esa casa, tenía veintiocho años en aquel entonces y ya poseía la altura de un adulto pleno y saludable. Vestía como cualquier abogado titulado, pero Hanji no creía que la mayoría de abogados se vieran tan bien como su amigo. 

A pesar de su profesión, Erwin se había unido a la policía unos años atrás. Sus conocidos le reprochaban haber elegido una ocupación tan mal pagada, pero Hanji pensaba que no podía ser de otro modo, considerando el espíritu justiciero del rubio. 

Lentamente ella bajó de la escalera, como si estuviera lidiando con un tigre hambriento en lugar de un hombre inofensivo. 

Erwin reconoció su temor y le sonrió, divertido. 

— Imagino que buscabas esto. —Le dijo, mostrándole la portada de un viejo y pequeño libro.

— ¿C-Cómo supiste…? 

— Mi padre me dijo que querías leer a solas en la biblioteca y, como te conozco, pensé que sería una posibilidad de que lo encontraras por accidente. —Él se encogió de hombros, y al ver su expresión desconcertada, volvió a sonreír.— Lo saco cada vez que vienes aquí. 

— ¿Desde cuándo ? —Preguntó ella con curiosidad. 

— Desde que aprendiste a leer y mi padre te dejó venir a tu antojo. —Erwin suspiró.— No quería que te cruzaras con algo desagradable, pero viéndote hoy, dudo que hayas estado buscando lecturas sobre las ranas africanas en la parte más alta del último librero. ¿Quién te dijo? 

— Lo escuché por ahí. —Hanji formó un mohín, rehuyendo la mirada de su amigo. Sin embargo, finalmente suspiró.— En la universidad. Unos chicos decían que había un libro prohibido en tu casa, en esta biblioteca. No puedes culparme a mí por ser curiosa si a ti se te ha ido la lengua con tus secretos. 

Hanji no esperaba que Erwin se quedara sin palabras, ni mucho menos que sus pómulos se cubrieran de un adorable rubor. Descubrió que el color rojizo destacaba algunos lunares en su piel de leche blanca. 

Sonrió con malicia. 

— Pero ya que lo tienes ahí, me lo podrías prestar un rato. —Sugirió casual, extendiendo la mano hacia el libro. 

Erwin lo retiró de inmediato. 

— Hay una razón por la que algunos libros están prohibidos, Hanji. Especialmente para señoritas de buena familia. 

— ¡Oh, vamos! —Hanji se acercó un poco más a él, con las faldas susurrando sobre el suelo. Las miradas de ambos se cruzaron.— Jamás me has negado un libro. ¿De verdad quieres empezar ahora? 

Erwin la observó unos instantes. No parecía convencido en absoluto, pero Hanji notó que algo se agitaba bajo el azul de sus ojos celestes. Era como si de pronto hubiera recordado algo importante, pero aún si no podía definir exactamente la naturaleza de su gesto, le resultó evidente que él estaba conteniéndose. 

Finalmente, lo vio suspirar, resignado. 

— Podría quemarlo, pero conociéndote, encontrarías el modo de hacerte con otra copia. —Le dijo, entregándole el libro.— Sólo cuida que nadie te vea con él. 

Hanji sonrió emocionada y, al cogerlo, soltó un gritito de alegría y dio unos pequeños saltos y giros hacia atrás, haciendo que las partes plisadas de su vestido se enrollaran sólo por un instante alrededor de sus piernas. 

Erwin tensó los labios, sabiendo que esa simple acción traería graves repercusiones. 

No podía esperar que alguien como Hanji se lo tomara con calma… y por mucho que quisiera negarlo, una pequeña parte de él anhelaba conocer el resultado de su imprudencia. 


Hanji se había ido ese mismo día a su casa, seguramente para leer el terrible libro que Erwin había heredado de su abuelo años atrás. Sabía que no era una lectura apropiada para ninguna dama; de hecho, ni siquiera creía que su abuelo hubiese tenido buen juicio al momento de dárselo como obsequio cuando cumplió quince años. 

Todavía le causaba escalofríos pensar en la primera vez que lo leyó, preguntándose si todas esas obscenidades eran físicamente posibles, o si el autor sólo intentaba ser lo más repugnante posible. 

Con el tiempo, el horror se convirtió en desconcierto y finalmente en curiosidad. 

Cierto era que muchas de las cosas que narraba Donatoi Alphonse Francois, mejor conocido como el Marqués de Sade, no eran ni eróticas sino criminales. El hombre estaba tan sumergido en el hedonismo y luchaba con tanto empeño contra los conservadores mojigatos e hipócritas de la época, que casi podía entender que quisiera escribir sobre todo lo que era socialmente incorrecto. 

Al madurar, Erwin se había hecho de su propia opinión respecto al marqués, pero no habría podido definir tan bien su ética si no se hubiese cruzado con el infame escritor. 

Hanji era una mujer de veinte años a la que no le faltaba conocimientos sobre el cuerpo humano y sus necesidades biológicas. La habían admitido en la universidad de Londres, en la facultad de medicina, así que debía confiar que ella fuera capaz de sobrellevar la lectura de «Justine y los infortunios de la virtud» sin demasiado disgusto. 

Por otro lado… ¿Era posible que él le hubiera prestado el libro con segundas intenciones? 

Ella era su mejor amiga, pero durante muchos años la había visto sólo como a una hermana menor. Después de todo, le llevaba ocho años justos. No era ningún viejo, pero ella sí era bastante joven. 

Y aún así… no dejaba de pensar en lo bonita que era, y cómo día a día esa belleza se hacía más notable por la edad. 

Su rostro ya había perdido la redondez de la infancia, y su cintura se había afinado hasta rivalizar con una avispa. Aunque su pecho seguía siendo increíblemente pequeño, Erwin no podía evitar perderse en la dulce piel de su escote, de un color tan tierno como el interior de una almendra. 

Las inapropiadas preguntas sobre su amiga seguían acumulándose, una sobre otra, mientras él hacía lo posible por ignorarlas. 

¿Ella sabría cómo besar? 

Recordaba que le había contado que un muchacho, el hijo del oculista, le había robado un beso en los labios dos años atrás, cuando había ido a renovar sus anteojos. Sin embargo, ella sólo lo había calificado como "agradable". 

¿Si él la besara, ella le rodearía el cuello con los brazos? 

Sólo imaginarlo le ponía la piel de gallina. 


Cuando Hanji llegó a su casa aquella tarde, supo que no podría empezar a leer el misterioso libro sin levantar sospechas de sus padres. Aunque ellos le daban bastante libertad para todo, tenían una rutina inamovible con respecto a la hora del té. 

Su madre hacía preparar los bizcochos más deliciosos y suficiente té para un regimiento. Entretanto, su padre les contaba a ambas sobre sus recientes reuniones con la Sociedad de Historia de Londres, donde él trabajaba como director y experto en historia medieval. 

Normalmente Hanji era un flujo constante de preguntas y cuestiones socráticas que buscaba extraer tanto conocimiento de su padre como fuera posible. 

En cambio, aquella tarde se limitó a escuchar, sonreír y hacer uno que otro comentario sobre las barbas de los viejos historiadores de la sociedad. 

Su madre le preguntó si estaba enferma y ella sólo pudo fingir que estaba un poco distraída por los próximos exámenes de la universidad. 

Por fin, cerca del crepúsculo, logró excusarse e irse temprano a la cama, diciendo que le daría algunos repasos a sus libros antes de dormir. 

A diferencia de otras personas que sólo necesitaban una vela para leer, Hanji se veía obligada a mantener las luces encendidas, ya que su vista era bastante débil y leer en la oscuridad le producía largas y dolorosas jaquecas al día siguiente. 

Antes de sacar del fondo de su cajón de ropa interior su pecaminosa lectura, tuvo la idea de llenar su cama de sus libros escolares, abriéndolos en páginas al azar por si acaso alguno de sus padres la llamaba a mitad de la noche. 

Sabía que era incorrecto mentirles a personas que la amaban y confiaban tanto en ella, pero también era consciente de que a su madre le daría un infarto si descubría su reciente adquisición. 

Además, debía admitir que el peligro de hacer algo prohibido calentaba la sangre en sus venas. 

Lo que jamás esperó, pasados algunos minutos de iniciar su lectura, es que las circunstancias de un personaje ficticio pudieran angustiarla tanto. 

Muchas otras novelas gozaban de poner a sus heroínas en toda clase de conflictos, pero sin duda alguna, Elizabeth Bennet podría considerarse a sí misma una mujer afortunada ante la posibilidad de ser una solterona el resto de su vida. 

¿De qué podía quejarse la futura señora Darcy si no conocía los infortunios de Justine, la pobre niña francesa que lo perdió todo, excepto su virtud? 

Todo iba de mal en peor para la vida de Justine, desde el momento que se separó de su hermana Juliette y no le quedó más remedio que enfrentarse a un mundo enfermo y podrido que deseaba arrancarle cada gramo de humanidad. 

Por primera vez en toda su vida, Hanji Zöe cerró un libro sin apenas llegar a la mitad, yéndose a dormir e intentando pensar en conejitos para alejar esas horribles escenas de su cabeza. 


Aunque no era sencillo sobrellevar su primera experiencia con el Marqués de Sade, Hanji Zöe no era una joven que se rindiera fácilmente. 

Sus padres la notaron afligida y taciturna el día siguiente a su "descubrimiento", pero con el correr de la semana, la aflicción dio paso a la molestia. 

Había tenido tiempo para pensar en ese estúpido libro y en las razones -más que razonables- para censurar lo y prohibir su distribución. Sin embargo, más allá de que la trama le revolvía el estómago, no se sentía cómoda ni satisfecha con la idea de no terminar de leer un libro. 

No era justo criticar al marqués por una obra que no había terminado de leer, así que tras mucha reflexión, decidió darle una segunda oportunidad a Justine. 

Como quien en nuestro tiempo retira una bandita de un sólo tirón, para evitar el suspenso, nuestra heroína decidió que lo mejor sería terminar el dichoso libro esa misma noche, sin importar cuán desagradable y retorcida se pusiera la trama.

Siendo una lectora ávida y el libro no tan extenso, no terminó tan tarde para sufrir un desvelo. 

Aún así, no estaba segura de que dormir fuese lo más inteligente. Había notado que sus sueños se relacionaban directamente con lo último que leía antes de dormir, y prefería mantener a la pobre Justine lejos de sus sueños. 


En resumen, su primera experiencia con el Marqués de Sade fue un espanto. El mal sabor de boca le duró varios días y consideró seriamente quemar el libro…, hasta que pensaba en Erwin. 

¿Tendría que devolvérselo? 

Era lo más lógico, pero cada vez que se dirigía a casa de los Smith con la copia en su bolsillo, cambiaba de parecer. 

Por un lado, porque le costaba enfrentar a su amigo a la cara después de tremenda lectura. Él sin duda lo había leído, y si sabía que ella también, ambos tendrían las mismas imágenes en su cabeza mientras hablaran. 

Y por otro lado…, al pensar en eso, la curiosidad nacía de nuevo. 

Pasaron varios meses en los que Hanji no pudo tomar ninguna decisión. Había guardado el libro en el forro de su almohada (ya que la criada podría encontrarlo en su cajón de ropa interior), fingiendo que no existía. Pero cada vez que recostaba la cabeza en su cama, venía de regreso la duda sobre lo que tenía que hacer con aquella copia. 

Un día, durante las vacaciones de Navidad, se permitió a sí misma ojearlo de nuevo. Ya sabía cuáles partes eran razonables de leer y cuáles le causarían pesadillas. 

Debía reconocerle al marqués el uso cínico de la exposición a los nobles y clérigos de su época. Sin importar cuán explícitas fueran sus palabras, no faltaba verdad en ellas. 

Aunque el destino de Justine seguía pareciéndole absurdo. 

Entre más lo leía, más pensaba que la virtud era una triste excusa del hombre para someter a mujeres y niñas a toda clase de sufrimientos, sólo para morir como mártires. 

Es decir, ¿no podía una mujer sucumbir al vicio sin ser condenada por toda la eternidad? 

Estos nuevos e inesperados cuestionamientos le dejaron saber que, al menos, el enfermizo marqués le había dejado una buena reflexión con su depravada novela. 


Como cada año, la familia Zöe dio una sencilla fiesta en su casa de Tyburnia en Nochebuena. Aunque no eran ostentosos en sus lujos, siempre ofrecían copiosas cenas navideñas con mucho vino, champaña, pavo y monedas de chocolate. 

Catherine Zöe amaba los villancicos, así que contrataban a los chicos del orfanato para ir a cantar a su pórtico. Hanji sospechaba que su madre lo hacía para ahorrarles el tener que ir de casa en casa en el frío para conseguir unas monedas. Catherine siempre les pagaba tres veces lo razonable, logrando que los niños se fueran muy emocionados y agradecidos. 

— Este año ninguno desafinó. —Le dijo a su madre mientras observaba a los pequeños compartiendo algunas monedas de chocolate que Catherine les había dado.— ¿Crees que encontraron a un instructor de canto? 

— Es posible. —Su madre se encogió de hombros, todavía observando a los niños con una sonrisa.— Saben que sin importar lo que hagan, recibirán su paga cuando vengan aquí. 

— Pero adoran hacerte feliz. —Repuso Hanji.— Creo que alguno de ellos sueña con que lo adoptes. 

Catherine miró a su única hija con una alegría apagada en sus ojos. 

— Yo ya estoy vieja para eso, querida. Y ya tengo una hija. —La atrajo en un abrazo de medio cuerpo, besando la coronilla de su cabeza.— Pero quién sabe, tal vez tú decidas darme a uno de esas criaturas como nieto. 

Hanji se echó a reír por las ridiculeces de su madre. Incluso siendo tan joven, sospechaba que sus aspiraciones a futuro estaban muy lejos del matrimonio y la maternidad. 

A la velada acudió su amiga Nanaba Winner con sus padres y su hermana mayor, recientemente casada. También asistió Mike Zacharius, el mejor amigo de Erwin y colega suyo en Scotland Yard, pero no había ni rastros de sus padres. 

— Cielo santo, Mike, ¿viniste solo? —Le preguntó Catherine al recibirlo. 

— Me temo que sí, señora Zöe. —El policía reverenció a la mujer de origen escocés y le obsequió una mirada amable, aunque como de costumbre no había sonrisa para combinarle. Era un joven realmente serio.— Mi padre enfermó y mi madre se niega a dejarlo solo. Prefería que no se expusiera al frío. 

Entre tanto, Erwin apareció bajo el umbral, justo detrás de su padre. 

Los Smith eran hombres altos y rubios, pero resultaba un auténtico misterio imaginar de dónde podía haber heredado Erwin su porte y su complexión robusta. El profesor hacía bastante justicia a su profesión; pálido, de mirada amable y con una sonrisa compasiva que lo acompañaba a todas partes. 

— ¡Profesor Smith! Me alegra que pudieran venir. —Lo recibió ahora Hanji, irradiando dicha felicidad como si fuera la estrella de Belén.— Han habido tantos enfermos en esta temporada que temía que hubiera pillado algún resfriado, o algo peor. 

— Ni lo menciones, Hanji querida. —El mayor le obsequió una de esas sonrisas que parecían cobijar incluso al alma más fría del averno.— No me perdería la fiesta de Nochebuena por nada del mundo. Aunque mi hijo sí estuvo a punto de perderse el asado de tu madre. 

Hanji levantó la mirada hacia Erwin, quien observaba unos cascabeles que colgaban del dintel de la puerta, unidos con un lazo de terciopelo rojo. 

— ¿Es así? —Ella sonrió internamente cuando vio que su amigo no respondía, como si no estuviera al pendiente de la conversación.— Oh, bueno. Estoy segura que el puchero de mi padre lo reanimará. En la escuela me han confirmado que es excelente para la salud. 

Entonces sí, Erwin le lanzó una mirada fulminante, sabiendo que esas eran patrañas. 

El puchero de su padre era cualquier cosa menos saludable. 

Si acaso, podía considerarse tan peligroso como el arsénico o el cianuro. 

— En realidad, me siento perfectamente. —Replicó el policía y abogado. 

El profesor decidió dirigirse al salón principal, donde Catherine Zöe repartía pequeñas y hermosas copas de champaña. 

Por fin a solas, Hanji examinó con más cuidado a su amigo. 

Lejos de bromas y pullas, debía reconocer que la tez del rubio se notaba más pálida que de costumbre, y su nariz se había teñido de un leve tono rojizo. 

— ¿Seguro que estás bien? —Le preguntó, preocupada, extendiendo la mano para tocar su frente.— Estás muy frío. 

— Es por tanta nieve. —Erwin se encogió de hombros y tomó su mano para besar sus nudillos. Entonces le ofreció una sonrisa que distaba mucho de la de su padre. Erwin sonreía como un rey a punto de tomar las tierras de un enemigo, implacable y encantador a partes iguales.— Te ves hermosa. 

Hanji se ruborizó. 

Su madre le había insistido en usar un vestido de noche, y aunque ella se había negado a mostrar sus hombros o usar joyería, había aceptado una prenda de satín rojo que brillaba bajo la luz de las velas. Su cabello estaba recogido y peinado en rizos que caían detrás de su cuello, luciendo una hermosa peineta de bronce con bayas artificiales. 

— El vestido brilla mucho. —Ella repuso en un susurro, plisando las capas frontales de su falda.

Para su sorpresa, Erwin la tomó del mentón para que le devolviera la mirada. 

Su sonrisa se había hecho incluso más peligrosa. 

— No, es perfecto. —Él murmuró.— Pareces una criatura pagana que emerge del bosque. 

— ¿Y por qué estaría aquí si fuera una ninfa? —Preguntó Hanji, conteniendo una sonrisa ante la absurda comparación. 

Suponía que el rubio sólo estaba jugando, así que decidió seguirle el juego. 

— ¿Por qué no estoy en el bosque, bailando desnuda bajo la luna llena? 

— En primer lugar, porque hoy no hay luna llena. —Respondió Erwin, mordiéndose la lengua para no echarse a reír ante su expresión indignada. Luego, para sorpresa de la castaña, tomó su mano y la arrastró suavemente hacia el hueco debajo de las escaleras.— La segunda razón es que cada cierto tiempo, necesitas tu alimento sagrado. 

— ¿Oh? —A pesar de los nervios que le producía esa cercanía e intimidad, fue presa de la curiosidad que le causaba esa fantasía.— ¿Y cuál es mi alimento sagrado? ¿Las galletas de jengibre de mi madre? 

— No. —Erwin le mostró una sonrisa de dientes blancos. "Tal como un tiburón", pensó ella.— Tú prefieres los corazones humanos. 

Hanji sacó la lengua con una expresión burlona de asco. 

— Puaj, ¿seguro que no son las galletas de mi madre? 

Erwin rió por lo bajo, y a pesar de lo absurdo de la situación, ese sonido de barítono hizo estremecer a la joven. 

— No, estoy bastante seguro que son corazones. 

Él la movió con su propio cuerpo, presionándola de forma muy sutil contra uno de los pilares que sujetaban las escaleras. Hanji pudo sentir el calor de su cuerpo contra el suyo, y aunque aún quedaban algunos centímetros que los separaban, deseaba imaginar cómo sería el cuerpo del policía debajo de ese recatado frac gris. 

Como si leyera sus pensamientos, Erwin se inclinó hacia abajo, respirando sobre la raíz de su cabello. 

— Vienes desde lo más profundo del bosque, porque sabes que aquí hay un corazón que puedes devorar. —Él susurró, logrando que Hanji perdiera el aliento. 

— Para ser justos, esta es mi casa. —Hanji no podía pensar de manera racional con ese hombre tan cerca suyo, y su voz deslizándose como la seda más suave por sus oídos.— Y como tú estás aquí, sería un sacrificio, ¿no? 

Aunque no tenía el valor de enfrentar la mirada del rubio, Hanji percibió que éste sonreía cuando volvió a hablar. 

— Siempre tan lista. Aunque… —Erwin tomó su mentón, otra vez, y la hizo dirigir su mirada más arriba de sus cabezas—, supongo que no contabas con eso. 

Hanji levantó las cejas al caer en cuenta de que el policía los había movido justo debajo de uno de los cinco muérdagos que su madre había insistido en colocar a lo largo de toda la primera planta. Sospechaba que intentaba empujar a Nanaba hacia los brazos de Mike. Jamás pensó que ella misma caería en la trampa. 

— S-Sólo es una planta. —Repuso ella tan dignamente como pudo, pero el violento rubor en sus mejillas no ayudaba en absoluto. 

Erwin volvió a reír, pero para su sorpresa -y disgusto- se apartó de ella. 

— Es cierto, no eres una persona supersticiosa. Aunque deberías saber que yo respeto bastante las tradiciones. 

Observando que el rubio hacía acopio de retirarse, Hanji reaccionó de un modo que no hubiera creído unas semanas atrás. 

Luego de retenerlo por el borde de la levita gris, lo miró a los ojos con una resolución furiosa en los ojos de chocolate. 

Entonces, bésame

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