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Capítulo 2 | Peste negra y familias religiosas

Anakin

Sentado en un sofá color beige frente a su terapeuta, Anakin cambió de página el grueso libro que sostenía entre sus manos sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Sus ojos oscilaban de un lado a otro mientras que su cerebro absorbía cada palabra del para nada interesante contenido. Delia Stanzler, de treinta y cuatro años, cabello rubio y rostro muy redondo, lo observaba desde su lugar con una simpática sonrisa con los labios.

—Anakin —lo llamó con un tono suave y tranquilo al que él no respondió. Algunas veces todavía le costaba trabajo reaccionar a su propio nombre—. Anakin —insistió la mujer, inclinándose hacia adelante—. Anakin.

Parpadeando con desconcierto, Anakin arrastró su mirada lejos del libro.

—¿Sí? —respondió, contemplando las mejillas estiradas de su terapeuta.

—La sesión comenzó hace cinco minutos.

—Lo lamento, me he distraído.

—Está bien, no pasa nada. —Delia enderezó la espalda, se acomodó mejor en su diván, que también era color beige, y cruzó las piernas con total profesionalismo—. Dime, Anakin ¿cómo te fue hoy en el instituto?

Anakin se encogió de hombros.

—Igual que siempre.

—¿Igual que siempre? —repitió ella, alentándolo a dar una mejor respuesta—. ¿Eso qué significa?

Suspiró, cerró el libro de tapa dura que había estado leyendo hasta hace apenas unos segundos y deslizó los dedos sobre las letras con relieve de la portada. Le encantaba sentir la textura áspera del cuero sintético.

—Me quedé dormido durante las primeras tres horas de clase, tomé un plato con verduras hervidas en la hora del almuerzo y obtuve las mejores notas en un examen de Matemáticas que presentamos la semana pasada.

Delia ladeó con la cabeza, todavía con las mejillas estiradas en una sonrisa.

—¿Eso es todo?

Anakin bajó las pestañas para ocultar sus ojos de la mujer que, al igual que él, prestaba atención a cada mínimo detalle, gesto o movimiento que el otro hacía. Pese a no ser una persona muy expresiva, ella tenía la habilidad de leerlo sin ningún tipo de problema. No era de extrañar que sospechara que Anakin ocultaba algo.

—Después de Educación Física, dos chicos me ataron a una regadera en el área de las duchas.

—¿Los reportaste con la autoridad correspondiente?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no quise hacerlo.

—Eso no está bien, Anakin.

—Lo sé, no estoy diciendo que lo esté.

—¿Quieres que...?

—No quiero hablar más sobre el tema.

Delia, que en aquel momento debía tener las mejillas adoloridas de tanto sonreír, apretó los labios pintados de rojo hasta formar una delgada línea. Asintió y garabateó unas cuantas observaciones en su cuaderno.

—Bien, ¿qué me dices de tus habilidades para socializar? —preguntó, atenta a su lenguaje corporal—. ¿Iniciaste o mantuviste una conversación con otras personas que no fueran tu hermana o tu mejor amigo Hendry?

—No me gusta socializar.

—En nuestra última sesión dijiste que lo intentarías.

—Lo intenté —repuso él, tamborileando los dedos sobre el encuadernado del libro—. No funcionó.

—Parece que estamos regresando al punto inicial de partida, ¿no crees?

—Dije que no me gusta socializar —repitió Anakin, puesto que la mujer parecía no haber entendido bien sus palabras—. Eso no significa que tenga problemas para iniciar o mantener una conversación con otra persona.

Delia garabateó otra observación en su cuaderno amarillo.

—¿Qué es lo que no te gusta de socializar? —preguntó, nuevamente observándolo.

—Todo.

—Anakin...

—Hoy una persona se molestó conmigo porque no lo miré a los ojos mientras me hablaba —mencionó, recordando el incidente con Jonas—. Se molestó tanto que me sujetó del rostro y obligó a hacer contacto visual.

—¿Cómo te hizo sentir eso?

—Enfadado —admitió sin pensarlo—. No me gusta que me toquen, sobre todo la cara.

—Bueno, eso es...

—Pero el contacto visual no fue tan incómodo —continuó—. No sabía que existían ojos tan azules.

Los únicos ojos azules que Anakin había visto eran los de su madre, con quien rara vez hacía contacto visual y, los cuales, tenían diminutos destellos dorados. En cambio, los del bruto de Jonas eran de un azul más claro; como el tono del agua del Acuario de Georgia al que sus padres solían llevarlos a su hermana y a él cada año.

—Es una lástima que ese imbécil tenga unos ojos tan bonitos.

—Anakin —le advirtió Delia, objetando con la cabeza—. Sin groserías.

—Lo siento —se disculpó, alzando las esquinas de su boca en una sonrisa.

Era exactamente la misma sonrisa que su terapeuta, que también era una persona con trastorno del espectro autista, solía utilizar todo el tiempo frente a sus pacientes. Al percatarse de ese detalle, Delia entornó los parpados.

—Veo que has estado practicando tus expresiones faciales.

—Para sonreír se necesitan aproximadamente diecisiete músculos del rostro. —Anakin dejó de sonreír y regresó a su indiferente actitud de siempre—. ¿Cómo puedes sonreír todo el tiempo? ¿No te cansas de hacerlo?

—Con el tiempo uno se acostumbra.

—Yo no creo que pueda acostumbrarme nunca —dijo, y lo decía en serio.

Sonreír le parecía un esfuerzo completamente innecesario.

—Lo mismo decía yo cuando tenía tu edad —repuso Delia, divertida.

Anakin suspiró antes de volver a trazar las letras con relieve en la portada del libro que aún sostenía en sus manos. A su vez, observó el anillo de plata que Delia llevaba consigo en el dedo anular de la mano izquierda.

—Tengo una pregunta.

—Te escucho.

—Eres una mujer casada —indicó, sin apartar la mirada del anillo de plata—. También eres autista —añadió, tras una breve pausa—. ¿Cómo supiste que lo que sentías por la persona con la que te casaste era amor?

Las fosas nasales de su terapeuta se hincharon como las de un sabueso en busca de información.

—¿Estás interesado en alguien?

—Creo que ese podría ser el caso, no estoy seguro.

—Dame más detalles —le pidió ella, inclinándose hacia adelante en su diván—. ¿Qué es lo que sientes cuando estás con esa persona?

Anakin cerró los ojos, haciendo un esfuerzo por desmenuzar y entender sus propios sentimientos.

—Siento que se me retuerce el estómago —confesó—. Pero no como cuando bebo ese desagradable yogurt de fresa que me hace querer vomitar, sino como cuando estoy a punto de ganar una partida de dos horas en League of Legends. Mi corazón se acelera y mis latidos suenan igual que una estruendosa melodía en mis oídos.

—Interesante, ¿algo más?

—Cuando estoy con esa persona no me molesta utilizar diecisiete músculos de mi rostro para sonreír cada vez que dice una tontería. Su risa es contagiosa y su sonrisa es algo que podría admirar todo el día.

—Eso es muy lindo, Anakin. Acabas de describir lo que es estar enamorado.

«Enamorado», repitió él, como si fuera la primera vez que escuchaba esa palabra: «enamorado».

—Tengo otra pregunta.

—Dime.

—¿Puedo estar enamorado de un chico?

Las mejillas de Delia volvieron a estirarse en una sonrisa.

—Por supuesto que puedes —respondió ella sin pestañear, notándose mucho más animada que antes—. Así como los chicos pueden enamorarse de otros chicos, las chicas también pueden enamorarse de otras chicas.

Incómodo, Anakin se removió en su sofá.

—Creo que no formulé bien mi pregunta, eso no es lo que quería preguntar.

—Está bien, puedes intentarlo de nuevo.

Hizo una pausa de cinco segundos y finalmente dijo:

—¿Puede alguien como yo enamorarse?

—¿Alguien como tú?

Suspiró y retorció los dedos sobre la portada del libro.

—Sí, alguien con autismo.

—Anakin —lo llamó ella, sonaba mucho más seria. Anakin tuvo que alzar la barbilla lo suficiente para poder mirarle las mejillas—. El hecho de tener autismo no significa que no podamos enamorarnos. Las personas con trastorno del espectro autista tenemos los mismos sentimientos y las mismas emociones que el resto de personas. Podemos sentir amor, podemos enamorarnos y podemos relacionarnos amorosamente con otros.

—¿Incluso si esa persona no es como nosotros?

La sonrisa de Delia se suavizó, volviéndose cálida y amable.

—Mi esposa es una mujer neurotípica —dijo, sorprendiéndolo—. Llevamos nueve años felizmente casadas.

—Esposa —repitió Anakin, arrugando un poco las cejas—. No sabía que estabas casada con una mujer.

—El amor no debe reprimirse por las barreras establecidas por la sociedad, Anakin. Nos enamoramos de la persona, no de su género. Recuerda bien esto: antes de ser hombres o mujeres, somos seres humanos.

Anakin no pudo evitar pensar en Hendry, quien, al igual que él, también era un hombre.

Recordó la primera vez que aceptó tener sentimientos extraños por su mejor amigo. En aquel entonces, tuvo la idea de buscar sus síntomas en internet. Jamás imaginó que su propia curiosidad sería lo que lo llevaría a descubrir que era homosexual. Sin embargo, no tardó mucho en entender que Hendry no era como él en ese sentido. Más de una vez, Anakin lo había sorprendido mirando a Paige Campbell, inclusive cuando ni siquiera el mismo Hendry se daba cuenta. No se tenía que ser muy inteligente para saber que él estaba interesado en ella.

Después de su sesión con Delia Stanzler, Anakin se despidió de su terapeuta y echó a andar hacia su casa a paso de tortuga. Como el consultorio se encontraba ubicado en el centro de la ciudad, cualquier otra persona habría tomado el autobús. Desafortunadamente, Anakin tenía la mala costumbre de quedarse dormido en el sitio que sea, sin importar lo incómodo que fuera. Muchas veces esa mala costumbre lo había hecho despertarse en otra ciudad del estado de Washington, viéndose obligado a llamar a sus padres para que fueran a recogerlo.

Quince minutos antes de llegar a su casa, Anakin se detuvo en el parque más tranquilo del vecindario para descansar un rato las piernas. Le gustaba porque no había áreas recreativas. Se trataba más bien de un lugar al que los adultos mayores podían llevar a sus perros a caminar. Anakin se sentó bajo la sombra de un viejo roble rodeado de flores silvestres de diferentes colores. Le envió un mensaje de texto a su hermana para no preocuparla, cerró los ojos y respiró profundamente, regodeándose con esa agradable mezcla de olores que flotaba en el aire.

Empezaba a quedarse dormido cuando escuchó a dos personas discutir detrás del viejo roble.

¿De verdad vas a fingir que no me viste? ¿Cuándo fue que te volviste tan grosero?

Sabes que no puedo hablar contigo.

¿Por qué no? ¿Por qué ellos te dijeron que no lo hicieras?

Eso no importa.

Jonas...

Anakin, que acababa de incorporarse perezosamente para extraer los protectores auditivos de su mochila, los dejó guardados en su estuche cuando escuchó la mención de ese conocido nombre. Sabía que se trataba del mismo Jonas Young que lo había molestado en las duchas del instituto porque reconocía el sonido de su voz.

¿Qué estás haciendo aquí?

Quería ver tu rostro.

Bueno, ya lo viste. Ahora tengo que irme.

La persona que estaba hablando con Jonas emitió un resoplido.

No te vas a volver gay por hablar conmigo cinco minutos, ¿sabes?

Cállate y no me toques, no quiero que me pongas las manos encima.

Maldición, Jonas ¿qué tanta mierda te han estado metiendo en la cabeza?

Solamente di lo que tengas que decir, no puedo dejar que me vean hablando contigo.

Sus palabras hicieron que la otra persona tardara varios segundos en recomponerse.

¿Todavía te gusta el helado de choco menta? ¿Qué tal si vamos por un poco?

No puedo, mamá está esperándome en casa.

¿Qué me dices de mañana?

No puedo.

Entonces, ¿la próxima semana?

James, lo mejor es que...

Fui aceptado en la Universidad de Múnich. Me enteré la semana pasada.

¿Múnich? Pero eso está en...

Alemania. Kevin y yo estamos pensando en rentar un pequeño departamento cerca del campus. Su familia vive allá, así que... Mira, quería decirte esto en persona porque no sé si vaya a regresar. Ya no hay nada que me ate aquí en Seattle.

¿Ya no hay nada que te ate a Seattle? ¿Y qué hay de mí? ¿No soy razón suficiente para hacerte volver?

Jonas, me tratas como si tuviera la maldita peste negra. Incluso ahora, ni siquiera dejas que me acerque a ti.

Pero sigues siendo mi hermano. Te quiero aunque... aunque estés enfermo.

No estoy enfermo. La homosexualidad no es una enfermedad.

Ninguno dijo nada durante varios minutos.

¿Le vas a decir a nuestros padres que te vas a ir Alemania a estudiar?

No, no creo que les importe. Dejé de ser su hijo el día que escapé de ese sótano.

Esta vez fue Jonas quien se quedó callado un buen rato.

James, por favor, ve a ver a papá. Dile que ya no estás enfermo. Dile que has cambiado, aunque no sea verdad. Estoy seguro de que él y mamá te aceptarán de regreso si les dices eso. Sólo tienes que fingir que eres normal, no importa que...

Lo siento, Jonas, pero no voy a fingir ser alguien que no soy.

Por favor.

Cuando sea que quieras verme, llámame o envíame un mensaje de texto y prometo tomar el primer vuelo que encuentre disponible para venir a verte. Mi número de teléfono va a seguir siendo el mismo. No pienso cambiarlo nunca.

Los silencios entre los hermanos se hicieron cada vez más largos y tensos.

No puedo creer que estés eligiendo a ese maricón por encima de mí.

No, no hagas eso. No me hagas odiarte.

¿Odiarme? —Jonas bufó—. Papá tenía razón, tú ya no eres mi hermano.

Jonas...

¡Te dije que no me tocaras, joder!

Espera, no te vayas así. No quiero que nuestra relación termine de esta manera.

Demasiado tarde, no quiero volver a verte.

Jonas...

Vete a Alemania, anda. Vete y no regreses jamás.

Anakin asomó la cabeza detrás del roble para ver a Jonas marcharse hacia donde él supuso debía estar su casa. El otro chico, James, se quedó de pie en el mismo sitio durante varios minutos mientras veía a su hermano desaparecer. Cuando éste ya no pudo verlo, se frotó las mejillas húmedas y echó a andar en la dirección opuesta.

Sujetando el estuche negro de sus protectores auditivos en las manos, Anakin volvió a acomodarse bajo la sombra del viejo roble y se dejó llevar por el rugido estático que eran sus pensamientos. No pudo evitar pensar en la reacción que tendría su hermana cuando descubriera que él era homosexual. ¿Y sí su reacción era la misma que la de Jonas? ¿Y sí tras descubrir que Anakin era gay, ella comenzaba a tratarlo como si tuviese la peste negra?

Pensar en Padme diciéndole que no quería volver a verlo le hizo sentir escalofríos.

—¡Annie! ¡Annie! —chilló una alegre voz a la que Anakin reaccionaba de inmediato. Al volverse, atisbó a Padme corriendo a donde estaba él—. Sabía que te encontraría aquí, sé lo mucho que te gusta este viejo árbol.

Anakin la miró a los ojos sin decir una sola palabra. Entre ellos no había secretos. Anakin tenía planeado hablar con su hermana sobre su sexualidad, pero el desprecio de Jonas hacia su hermano lo hizo reconsiderarlo.

—¿Qué sucede? ¿No te sientes bien? —preguntó su hermana, tocándole la frente. Anakin la agarró de las muñecas, llevó las manos de Padme a su rostro y las dejó sobre sus mejillas. Ella frunció el ceño—. ¿Annie?

—Estoy muy cansado.

Padme le dedicó una brillante sonrisa.

—Lo sé, por eso estoy aquí. —Se inclinó hacia adelante hasta que sus narices se tocaron—. Vamos a casa.


Jonas

El intercambio de palabras con su hermano dejó a Jonas en un estado alterado e irritable. Le temblaban las piernas, le sudaban las manos y sentía muchas ganas de golpear algo, lo que sea. Su corazón latía de forma errática en el interior de su pecho, amenazando con salir disparado de su caja torácica en cualquier momento.

Era un estúpido.

No James, sino él.

La expresión que había logrado distinguir en el rostro de su hermano después de haberle escupido palabras tan hirientes se negaba a abandonarlo. Durante un instante, Jonas deseó poder volver el tiempo atrás. Deseó no haberle dicho a James que ya no era su hermano. Deseó no haber dado un paso atrás cuando él intentó tocarlo.

Pero ya era tarde.

Demasiado tarde.

James se iba a ir a Alemania para no volver jamás. Ni siquiera por él. ¿Por qué iba a querer regresar cuando su propio hermano acababa de despreciarlo debido a su orientación sexual? «Yo no elegí ser de esta manera, Jonas —le había dicho James el día que escapó del sótano. Su rostro pálido por haber sido privado de su libertad durante casi nueve semanas reflejaba un sinfín de tristeza—. Ojalá algún día papá, mamá y tú puedan entenderlo».

Jonas trató de entenderlo. Él en verdad quería hacerlo. Pero era difícil ver a su hermano como una persona normal cuando sus padres, cuyo fanatismo religioso iba más allá de lo racional, se habían encargado de llenarle la cabeza con charlatanerías como: «La homosexualidad es una enfermedad; una distorsión provocada por el mismísimo Satanás». «James fue seducido por el mal, no debes acercarte a él o el mal te seducirá a ti también».

—¿Seducido por el mal? ¿Te estás oyendo a ti mismo? Suenas ridículo —se había burlado James el día que su propio padre lo encerró en el sótano como un animal—. ¿Qué hay de malo en amar a alguien? ¡Vamos, dímelo!

—No es un «alguien» —espetó su padre, sin alterarse—. Es un chico, igual que tú.

—Chico o chica, da lo mismo. Tú no lo entiendes.

—No, no lo entiendo. Pero no te preocupes, hijo. Con la ayuda de Dios, yo enderezaré tu camino.

Quizás si Jonas no le hubiese dicho a su padre lo que vio ese día hace tres años, James jamás habría tenido que pasar dos meses de su vida encerrado en un sótano, esperando el perdón de Dios. Pero no había podido evitarlo. En aquel entonces el chico tenía sólo doce años y, el ver a su hermano besar a otro chico bajo la sombra de un viejo árbol lo dejó muy asustado. Pensó que su padre sabría qué hacer, pensó que él podría ayudarlo, de modo que fue corriendo a contárselo. Si hubiese sabido lo que eso ocasionaría, se habría cosido la boca él mismo.

—Ya llegué —anunció Jonas después de atravesar la entrada de su casa. Él y sus padres vivían en una residencia de dos pisos pintada de azul oscuro, con un gran y bello jardín preciosamente arreglado—. ¿Mamá?

—En la cocina.

Jonas se encaminó por el pasillo hasta la cocina, no sin antes echar un buen vistazo al puñado de cruces y fotografías enmarcadas que colgaban simétricamente a lo largo de ambas paredes. Las fotografías familiares habían dejado de incluir a James hace más de dos años, cuando escapó del sótano, y las fotografías que lo incluían de años anteriores habían sido remplazadas o desechadas, negando así la existencia de un hijo homosexual.

—¿Qué tal te fue en el instituto, cariño? —preguntó su madre al percibir su presencia detrás de ella.

—Bien, como siempre —respondió él, observándola picar un par de cebollas con un afilado cuchillo sobre una tabla de cortar. Llevaba el pelo castaño recogido en un meticulosa coleta—. Mamá, ¿puedo preguntarte algo?

Su madre lo miró por encima del hombro con una amable sonrisa en los labios.

—Por supuesto, dime.

—¿Alguna vez piensas en James? —El sonido que producía el cuchillo al picar las cebollas sobre la tabla de cortar se detuvo en seco. Adentrándose en aguas peligrosas, Jonas continuó—. Me preguntaba si tal vez...

—No se habla de James en esta casa.

—Pero...

—Pero nada —lo atajó, retomando a su tarea—. Sube a tu habitación y lee tus versículos en voz alta.

—Sigue siendo tu hijo —insistió Jonas, ignorándola—. Sigue siendo mi hermano.

—Sube a tu habitación ahora, Jonas. No me hagas decírselo a tu padre.

Con un nudo en el estómago, Jonas apretó los puños, se dio la vuelta y subió las escaleras para encerrarse en su habitación. Sus deseos por golpear algo, lo que sea, regresaron como un relámpago, incitándolo a descargar toda esa rabia que ardía en sus venas con lo que sea que estuviera cerca. Sin embargo, en vez de dejarse llevar, se postró de rodillas frente a su cama y recitó los versículos de la biblia que sus padres lo había obligado a memorizar.

Casi podía escuchar las silenciosas pisadas de su madre fuera de la habitación, asegurándose de escucharlo leer aquello que ella le había ordenado. Una vez estuvo seguro de que había vuelto a la cocina para seguir picando cebollas sobre la tabla de cortar, se dejó caer en el colchón de la cama y se cubrió el rostro con un brazo.

—James... Kevin... Alemania... —murmuró en voz sumamente baja.

Kevin Herschberger era el nombre del chico al que su hermano mayor había estado besando bajo la sombra de un viejo roble en un parque del vecindario tres años atrás. Jonas sabía quién era porque el muchacho solía ir a su casa pretendiendo ser uno de los mejores amigos de James. Su madre se culpaba a sí misma todos los días por haber dejado entrar a un emisario de Satanás. Según ella, él había influenciado a James de ir por el mal camino.

Exhaló un suspiro mientras se incorporaba para sacar su teléfono celular de la mochila. Abrió una pestaña en el navegador y buscó la distancia que existía entre Seattle, Estados Unidos y Múnich, Alemania. «Ocho mil kilómetros —pensó, haciendo cuentas en su cabeza—. Son más de doce horas de vuelo». Con la mandíbula tensa, Jonas buscó el número de su hermano en su lista de contactos; éste estaba guardado con un alias en caso de que sus padres revisaran su teléfono celular sin que él lo notara. Miró el nombre falso de James y escribió:

«Lo siento»

Transcurrieron tres, cuatro, cinco minutos, pero Jonas no se atrevió a presionar el botón de enviar. Sabía que, si lo hacía, James no dudaría en responder y perdonarlo. Después de todo, su hermano poseía un corazón puramente bondadoso. Pero, ¿no era mejor dejar las cosas como estaban? En Alemania, James conocería a otras personas, formaría una nueva familia. Una familia con la cual podría vivir sin miedo a mostrarse tal y como era.

Jonas tragó saliva y añadió:

«Espero que encuentres la felicidad que te mereces»

Ambos mensajes jamás fueron enviados.


Anakin Skylar Blondeau Frost era, sin lugar a dudas, el chico más perezoso que Jonas había conocido en toda su vida. Se quedaba dormido sobre el pupitre en pleno examen de Biología, cabeceaba de un lado a otro al tiempo que picoteaba con un tenedor sus, por lo general, verduras hervidas durante la hora del almuerzo y, en ocasiones, lo había visto dormitar de pie, con la cabeza metida dentro su casillero, como si fuese un avestruz.

Un bicho raro en todo el sentido de la palabra.

Jonas intentaba no prestarle demasiada atención, pero resultaba difícil no hacerlo cuando el marginado y él compartían la mayoría de las clases. Siempre, por alguna extraña e inexplicable razón, se encontraba a sí mismo mirando en su dirección. Ya sea para verlo sumido en un sueño profundo, jugando en su consola portátil sin ser percibido por los profesores, o simplemente contemplándose las uñas de las manos como si éstas le desagradaran.

El rostro del marginado era como mirar un pizarrón en blanco que jamás mostraba un mínimo rastro de emoción. Había sido así desde el jardín de niños. Por esa razón, la microscópica sonrisa que vio en sus labios el mismo día que Alex y él lo ataron a una regadera en las duchas, hace apenas una semana, lo había desconcertado por completo. Ese bicho raro había sonreído. Había sonreído microscópicamente cuando Hendry se aferró a él.

—¿Lo habré imaginado?

A su lado, Noah volvió la cabeza en su dirección.

—¿Cómo dices?

—Yo, eh... nada. Sólo pensaba en voz alta.

—¿Y en qué pensabas exactamente? —preguntó Alex, codeándole las costillas—. ¿En los pechos de Paige?

—Joder, si me dieran un dólar por cada vez que mencionas los «atributos» de Paige, ahora mismo tendría dinero suficiente para comprarme una maldita mansión en las Bahamas.

—O un Rolls-Royce descapotable de doble turboalimentación —coincidió Noah.

Alex se encogió de hombros, esbozando una sonrisa astuta.

—¿Qué puedo decir? Soy un chico al que le gustan mucho los pechos. Sobre todo los de...

—Alexandre Stewart, tu turno —profirió el entrenador Hernández, sin apartar sus ojos del portapapeles que sostenía entre sus manos y en el que se encontraba registrando las estadísticas de los posibles candidatos.

—Deséenme suerte.

—Que te jodan —le dijo Jonas.

—Buena suerte —sonrió Noah.

Distribuidos a lo largo y ancho de las gradas del estadio de fútbol del instituto, una multitud de estudiantes de primer año esperaban con ansias a que llegara su turno de ser llamados para pasar por las pruebas de los Halcones Bicentenarios con la esperanza de conseguir un lugar en el equipo. Dichas pruebas eran sólo el primer paso hacia la oportunidad de construir una exitosa carrera en la NFL (La Liga Nacional de Fútbol Americano).

Para Jonas, cuyo sueño era convertirse en jugador profesional para así algún día jugar junto a los Patriotas de Nueva Inglaterra, pasar las pruebas de los Halcones Bicentenarios era una cuestión de vida o muerte.

—¿Crees que seamos capaces de avanzar a la siguiente ronda? —le preguntó a Noah, quien, pese a no haber sido llamado todavía, a diferencia de Jonas que había sido uno de los primeros, no parecía sentirse nervioso.

—No lo sé, tal vez —respondió sin más—. ¿Por qué? ¿Estás perdiendo la batalla contra los nervios?

—Sí, creo que me voy a enfermar del estómago.

Noah se echó a reír.

—Descuida, te irá bien. Fuiste uno de los más rápidos, el entrenador dijo que superaste el tiempo de Holt.

—No me jodas.

—No te jodo.

—Holt es el jugador más rápido del equipo.

—Pues ya no más. —Jonas se pasó las manos por el pelo, todavía sin poder creerlo. Noah le propinó una palmadita de apoyo en la espalda—. Holt se irá a la universidad el próximo año, quizás tú puedas remplazarlo.

—Deja de hablar.

—Sólo digo que...

—Necesito beber algo o en serio me enfermaré. —Noah volvió a reírse—. ¿Tú quieres algo?

—Gracias, pero estoy bien.

Jonas abandonó su lugar en las gradas del estadio e hizo su camino hacia las instalaciones del instituto en busca de una máquina expendedora de bebidas. Las máquinas del estadio disponían únicamente de bebidas isotónicas, pero él lo que necesitaba en ese momento era una gaseosa de manzana. Casi dejó escapar un gruñido al ver que las únicas gaseosas que quedaban en la máquina eran las de limón, esas que casi nadie compraba.

Sin embargo, como ya había llegado hasta allí, decidió que peor era nada.

Mientras desenroscaba la tapa de su bebida carbonatada, Jonas escuchó el sonido de las notas de un piano haciendo eco en el pasillo. Una chispa de calor se extendió en su interior cuando reconoció la pieza. Era la misma que James solía tocar para él los días de tormenta eléctrica; esto con la finalidad de distraerlo de los truenos que parecían sacudir las paredes de la casa. Si había algo a lo que Jonas le tenía miedo, era a los truenos.

Antes de darse cuenta, se encontró a sí mismo recorriendo el pasillo, siguiendo aquel suave e hipnotizante sonido hasta terminar en la entrada de la sala de música. Dentro, la luces estaban apagadas, pero había una persona sentada frente al piano. Jonas sintió una especie de nudo en el estómago cuando vio de quién se trataba.

Con la espalda erguida sobre el banquillo, el marginado presionaba las teclas del piano con sus largos, finos y paliduchos dedos. Se veía como un alma en pena envuelto en oscuridad, sobre todo por esa muerta expresión que llevaba consigo a todos lados. Jonas se apoyó en el marco de la puerta y lo miró desde su lugar con una cara aburrida, desinteresada, pero no se marchó. Era pieza su favorita, y el marginado estaba tocándola realmente bien. No tan bien como su hermano, pero al menos no cometía tantos errores como él. Jonas había intentado seguir los pasos de James, pero al final había desistido y en su lugar, se había decidido por el violín.

—No sabía que tocabas tan bien el piano —exclamó Jonas, alcanzando el interruptor para encender las luces en la sala de música en cuanto el marginado terminó de tocar—. Jamás te he visto participar en clase.

Esperó a que éste respondiera, pero el marginado no dio señales de reconocer su presencia. Estaba quieto sobre el banquillo, con los ojos cerrados y una pequeña arruga entre las cejas. Jonas apretó los puños, sintiéndose repentinamente furioso. Ese maldito hijo de puta estaba ignorándolo de nuevo. ¡¿Quién diablos se creía que era?!

Decidido a desquitar su rabia con él, dio un paso al frente.

—No me gusta ser el centro de atención.

Toda su rabia se disipó en un instante, como si alguien hubiese soplado la llama de una vela.

Era la primera vez que el marginado le dirigía la palabra; la primera vez que respondía a algo que él le decía. Aturdido, se quedó de pie a mitad de la sala de música, preguntándose qué debía decir a continuación.

—¿Por qué no?

El marginado entreabrió los ojos, sólo un poco, y se encogió de hombros.

—Porque de ese modo nadie puede ver mis defectos.

Paseándose por el salón de música, Jonas se acercó a los violonchelos que descansaban sobre sus soportes en una esquinas de la sala y deslizó los dedos por encima de las cuerdas, esforzándose por parecer aburrido.

—¿Y cuáles son esos defectos?

—Soy muy perezoso.

«Lo sé, te veo dormir todo el tiempo».

—Tengo problemas para prestar atención.

«Lo sé, rara vez te he visto mostrar interés en clases».

—Soy muy sensible a la luz.

«Lo sé, casi te dejo ciego hace un minuto, cuando encendí las luces de la sala».

—Me cuesta trabajo saber lo que sienten los demás. —Jonas dejó los dedos suspendidos sobre las cuerdas de los violonchelos—. Y me es verdaderamente difícil mirar a otras personas a los ojos, me hace sentir incómodo.

Jonas se volvió hacia él para estudiarlo; el marginado seguía quieto en su lugar, contemplando el teclado. Se acercó moviéndose con un aire despreocupado y se sentó junto a él en el banquillo, de espaldas al piano.

—A tu hermana y a Hendry sí que los miras a los ojos.

—Con ellos es diferente.

—¿Qué me dices de tus padres?

—La última vez que los miré a los ojos, tenía ocho años.

—Joder, ¿estás hablando en serio? —preguntó, riéndose, más que nada por los nervios.

—Estoy hablando en serio.

—Pues sí que eres raro.

«Tan raro que no puedo dejar de mirarte».

La respuesta a aquello fue un prolongado silencio.

Entonces, el marginado hizo algo qué él no se esperaba: giró la cabeza hacia un lado y lo miró. Jonas sintió que se quedaba sin respiración. Éste observó su barbilla, después subió por sus mejillas y, al final, se detuvo en sus ojos. Los nervios le congelaron el estómago y se preguntó sí eso lo convertía a él también en alguien diferente.

—Sí —soltó de pronto el marginado, mirándolo fijamente.

Jonas parpadeó desconcertado.

—¿Sí, qué?

—Es una lástima que un idiota como tú tenga unos ojos tan bonitos.

Sus hombros se tensaron al igual que los músculos de su mandíbula.

—¿Acabas de llamarme idiota a mí, imbécil?

—Sí.

—Maldición, ¿acaso quieres que te mate?

—No, gracias —ironizó el otro, levantándose del banquillo con movimientos lentos y perezosos—. Aunque no lo parezca, me gusta mucho estar vivo. —Pero antes de abandonar la sala el música, el escuálido marginado se detuvo a mitad de camino y se volvió para mirarlo una vez más—. Por cierto, te estaba escuchando el otro día.

Jonas frunció las cejas.

—¿Me estabas escuchando?

—Sí, cuando hablaste con tu hermano.

Una intensa y devastadora ira relampagueó en el semblante de Jonas, quien se levantó del banquillo tan rápido que terminó por voltearlo en el suelo. A continuación, sujetó al marginado por el cuello de su camisa blanca del uniforme y lo sacudió con tanta fuerza que, posiblemente, también había logrado sacudirle los huesos.

—¡¿Qué mierda fue lo que escuchaste?!

—Todo —respondió el otro, con esa estúpido expresión en blanco—. No sabía que tu hermano también era...

El puñetazo que Jonas le atestó en el rostro fue lo suficientemente violento como para enviarlo directo al suelo sin darle siquiera la oportunidad de terminar lo que sea que iba a decir. No le importó, se lo merecía.

—Como le digas a alguien lo que escuchaste, así sea a tu jodida hermana, juro que te arrepentirás.

La cantidad de sangre que brotó de la boca del marginado terminó por embarrar el suelo de la sala de música. Sin embargo, con  todo y un lado del rostro enrojecido por la fuerza del golpe, el marginado no hizo siquiera una mueca de dolor.

—No pensaba hacerlo —dijo un tanto extraño por culpa del corte en su labio inferior.

—Más te vale. Más te vale o te juro que... —no terminó.

En su lugar, apretó los dientes y se marchó.

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