9. Port Angeles
—No está aquí —comentó Jessica al notar la mirada de Bella, quien observaba alrededor con curiosidad.
Jessica le dio una sonrisilla burlona, y volvió a echar la cabeza hacia atrás para seguir disfrutando de la luz solar. Estaba encima de la mesa donde Jessica estaba semi recostada, como si estuviera en la playa. Aunque Bella y yo también estábamos disfrutando de los cálidos rayos del sol en el patio del instituo, optamos por quedarnos sentadas.
Al igual que Jessica, estaba usando una blusa de tirantes con escote V. El noticiero no se había equivocado sobre el tiempo atomsférico de hoy. Se sentía bien absorber un poco de vitamina D.
—Cuando el tiempo está así, los Cullen desaparecen —le explicó, ya que se veía aún más confundida al saber que ningún Cullen había asisitido al instituto hoy.
—Así que... ¿sólo se saltan la escuela?
—No. El doctor y la señora Cullen se llevan a sus hijos a escalar y cosas así —aclaró Jessica—. Intenté eso con mis padres, ¡no estuve ni cerca!
Me reí.
—¡Chicas! —exclamó Angela, llegando a sentarse entre Bella y yo— ¡Voy a ir al baile de fin de curso con Eric! Sólo le pregunté, tomé el control —exclamó, dejando la mochila de lado.
—Te dije que pasaría —le dijo Bella, abrazándola con alegría.
"Estoy feliz por ti, Angela. Se verán muy bien juntos" gesticulé. Sabía que no podía entenderme, pero la esencia del mensaje era obvio.
Angela sonrió y me abrazó antes de mirar a Bella, con una mueca de tristeza.
—¿Estás segura de que tienes que salir de la ciudad?
—Ah, sí —contestó, aunque no me pareció muy honesta—. Es un asunto familiar.
Entonces, Angela se giró para verme.
—¿Y tú? ¿Con quién piensas ir? ¿Alguien te ha invitado?
Bella y Jessica voltearon la cara para mirarme fijamente.
"Sola" dije con señas y moviendo los labios para que pudieran leerlos. Una palabra tan simple y corta podían entenderla.
Jessica resopló.
—Los chicos de esta escuela son unos idiotas. No necesitas a nadie —me animó.
Le sonreí en agradecimiento por su apoyo.
Siempre iba sola a los bailes. Siempre. Nadie me invitaba. Después de todo, era la chica con trasero grande, caderas anchas y sin estómago plano. Los chicos buscaban chicas con cuerpos como el de Jessica y Angela: sin un gramo de grasa. Ellas eran preciosas, pero no las resentía y tampoco las culpaba por tener citas para el baile.
De todos modos, no lo necesitaba. A través de los años, había aprendido que las citas sólo servían para verse bien al llegar. Durante la fiesta, todos estaban con todos. No es como si realmente fuera a estar sola. Tenía amigos, y todos ellos sabían divertirse y hacerme reír.
—El viernes tenemos que ir a Port Angeles, antes de que se acaben los buenos vestidos —planeó Jessica.
El timbre resonó más tiempo del necesario para que todos los estudiantes, que seguían afuera para aprovechar el buen tiempo, notaran que ya era hora de entrar.
—¿Port Angeles? —preguntó Bella, de repente interesada— ¿Les importa si voy?
—Claro que no —declaró Angela, entusiasmada—. ¡Quiero tu opinión!
Le sonreí a Bella, haciéndole saber que sería divertido tenerla ahí. Bella me agradaba, no era condescendiente ni me miraba diferente. También resultaba bueno tener otra amiga que fuera tranquila como Angela. Jessica podía ser un poco demasiado a veces.
Port Angeles era una hermosa trampa para turistas, mucho más elegante y encantadora que Forks, pero Jessica y Angela la conocían bien, por lo que no planeaban desperdiciar el tiempo en el pintoresco paseo marítimo cerca de la bahía. Ellas venían más que yo, y esta era la primera vez de Bella.
Después de recogernos en su coche en la casa de cada una (ya que las demás necesitábamos dejar nuestros respectivos coches en casa), Jessica condujo hacia Port Angeles y después directamente hasta una de las grandes tiendas de la ciudad, situada a unas pocas calles del área turística de la bahía.
Ir a comprar vestidos a los dieciséis años con mis amigas resultó no ser tan divertido como los años anteriores. Ahora no teníamos a nuestras madres aconsejándonos y alentándonos. Me sentí como un pez en un estanque de tiburones. Angela y Jessica encontraron todos los vestidos que les gustaron en su talla. Yo me rendí después del segundo.
—¿No te gustan? Podemos ir a otra tienda después de esta —me dijo Angela— No hay muchos bonitos aquí. No te apures. Encontraremos algo que te agrade.
Sólo asentí y le señalé el probador, animándola a ponerse ese vestido color lila. Poco después salió al mismo tiempo que Jessica, que llevaba un vestido ceñido y rosa fuerte, con un escote pronunciado.
Levanté mis manos con los diez dedos arriba, calificando a Jessica. Luego le di un nueve a Angela. Le lucía mejor el vestido anterior, pues el color quedaba mejor con su piel.
—¿Verdad? —rio Jessica emocionada, viendo mi puntuación— Este me encanta. Hace que mis pechos resalten.
Me reí. En lo personal, a mí no me gustaba mucho enseñar tanta piel, pero a Jessica sí. No la juzgaba, era cuestión de gustos, y admiraba su confianza. Tal vez, si tuviera su cuerpo, también me gustaría enseñar más piel.
—Bella, ¿tú qué piensas? —preguntó Angela, mirándose en el espejo con diferentes poses para ver todos los ángulos del vestido.
Bella alzó la mirada de su libreta, les echó un rápido vistazo a ambas y asintió.
—Son bonitos.
—Dijiste lo mismo sobre todos los vestidos —señaló Jessica, aunque no desanimada.
Bella sonrió incómoda.
—Es que me gustaron todos.
Angela bajó los hombros y la miró con pena.
—Esto no te interesa mucho, ¿verdad?
—En realidad, hay una librería a la que me gustaría ir —admitió, bajando la mirada. Tomó su mochila y se levantó del sillón—. ¿Nos vemos en un rato?
—Claro.
—Seguro.
Me levanté también y, con simples señas de mano, le pregunté si podía ir con ella. Bella comprendió y asintió. Estarlas viendo probarse vestidos comenzaba a desanimarme un poco. Tener diecisiete y un cuerpo que incumplía con los estándares de belleza no era fácil.
La seguí fuera de la tienda y caminamos en silencio un par de minutos. Ella seguía un mapa trazado en su libreta, tratando de ubicar la librería que quería. No nos detuvimos hasta que dimos vuelta en una esquina y algo bonito y verde capturó mi atención.
Detrás de la vitrina de una tienda de antiguedades, sobre un dedo de maniquí, había un lindo anillo plateado con una piedra verde y ovalada. Probablemente una aventurina pulida. Era del color de mis ojos, que había heredado de mi madre y ella de mi abuelo.
—¿Ophelia?
Se detuvo cuando se dio cuenta de que no iba a su lado y regresó unos pasos hasta donde yo estaba. Siguió mi mirada y comprendió.
—Es muy bonito —dijo, y noté más sinceridad en eso que en los halagos de los vestidos de baile. Señalé a la puerta de la tienda—. ¿Quieres que te acompañe?
Negué con la cabeza y asentí hacia su libreta. Podía ir a buscar esa librería. Habíamos planeado ir a cenar a un pequeño restaurante italiano junto al paseo marítimo. Nos encontraríamos ahí después.
—Bien. Te veré en el restaurante.
La vi retomar su camino hacia la librería. La campanilla de la tienda de antiguedades no me sorprendió cuando abrí la puerta y entré. El lugar olía un poco a polvo y a humedad, pero los artículos que noté a simple vista me convencieron de quedarme a mirar un poco.
—Bienvenida —dijo la chica detrás del mostrador—. ¿Buscas algo en especial?
"No, gracias" dije con señas y moviendo los labios.
Volví a toparme con esa expresión de sorpresa que la gente ponía al descubrir mi condición. Era mejor así. Prefería esa cara a la de indignación por mi falta de respuestas habladas, antes de entender que yo me comunicaba con lengua de señas.
Caminé entre los pasillos. Todo se veía amontonado y sin orden, lo que me llevó a mirar cada sección con más detenimiento. Quedé impresionada cuando descubrí que al final de la tienda había un probador, algunos maniquís y ropa de segunda mano.
Acaricié la tela del vestido que llevaba el maniquí sin cabeza. Era color crema, casi dorado, con falda amplia y corta, llegando a las rodillas, como de bailarina. Estaba cubierto de encaje con un patrón muy bonito y el escote era en forma de corazón, pero cubría justo lo suficiente para mi gusto y comodidad. Los tirantes iban caídos a los hombros, dejando la clavícula desnuda.
—Puedes probártelo —dijo la vendedora, a lo lejos, asomándose por uno de los pasillos.
No tardé en desnudar el maniquí y llevarme el vestido al probador. Esbocé una gran sonrisa cuando lo sentí entrar como una segunda piel. Casi lloré de la emoción por que fuera de mi talla. Me admiré unos minutos más en el espejo, jugando con mi cabello para decidir cómo peinarlo. Tenía unos tacones que le quedarían muy bien. Era perfecto.
Me asusté un poco cuando vi el precio del anillo al final. Era el vestido o el anillo. No me alcanzaba para los dos. Con pesar en mi corazón, pero decidida, pagué por el vestido y salí con la bolsa en la mano. Me acomodé la mochila a los hombros.
Anduve entre las calles, llenas por el tráfico propio del final de la jornada laboral, con la esperanza de dirigirme hacia el centro. Caminé sin saber adonde iba porque luchaba contra la desesperación, intentando no pensar en él y la historia quileute con todas mis fuerzas.
Al cruzar otra calle comencé a darme cuenta de que iba en la dirección equivocada. Los pocos viandantes que había visto se dirigían hacia el norte y la mayoría de los edificios de la zona parecían almacenes. Decidí dirigirme al lado este en la siguiente esquina y luego dar la vuelta detrás de unos bloques de edificios, para probar suerte en otra calle y regresar al paseo marítimo.
Un grupo de cuatro hombres doblaron la esquina a la que me dirigía. Conforme se fueron aproximando, me percaté de que tenían muchos más años que yo. Iban bromeando entre ellos en voz alta, riéndose escandalosamente y dándose codazos unos a otros.
—¡Eh, ahí! —dijo uno al pasar.
Debía de estar refiriéndose a mí, ya que no había nadie más por los alrededores. Dos de ellos se habían detenido y los otros habían disminuido el paso. El más próximo, un tipo corpulento, era el que parecía haber hablado, y avanzó medio paso hacia mí. Entonces desvié la vista y caminé más rápido hacia la esquina. Los podía oír reírse estrepitosamente detrás de mí.
—¡Eh, espera! —gritó uno de ellos a mis espaldas, pero mantuve la cabeza gacha y doblé la esquina con un suspiro de alivio. Aún los oía reírse ahogadamente a mis espaldas.
Me encontré andando sobre una acera que pasaba junto a la parte posterior de varios almacenes. Descubrí que anochecía cuando las nubes regresaron, arracimándose en el horizonte de poniente, creando un ocaso prematuro. Al oeste, el cielo comenzaba a agrisarse.
De repente, el cielo se oscureció más y, al mirar por encima del hombro para localizar a la nube causante de esa penumbra, me asusté al darme cuenta de que dos hombres me seguían sigilosamente. Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío me recorrió la espalda.
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