34. El último
A la mañana siguiente me sentía fatal: no había dormido bien, el brazo me ardía y tenía una jaqueca de aúpa. El hecho de que Emmett se mostrara dulce pero distante cuando me besó la frente a toda prisa antes de escabullirse por la ventana, no mejoró en nada mis perspectivas. Le tenía pavor a lo que pudiera haber pensado mientras yo dormía. La ansiedad parecía aumentar la intensidad del dolor que me martilleaba las sienes.
Quería formular un montón de preguntas apenas viera a Alice. ¿Cómo estaba Jasper esa mañana? ¿De qué habían hablado cuando yo me fui? ¿Qué había dicho Rosalie? Y lo más importante de todo, según esas extrañas e imperfectas visiones del futuro que solía tener, ¿qué iba a ocurrir a partir de ahora? ¿Podía adivinar lo que rondaba por la mente de Emmett y el motivo de que estuviera tan sombrío?
La mañana transcurrió muy despacio. Me moría de ganas de ver a Alice. A menudo, Alice se nos anticipaba en el almuerzo, pero hoy no nos esperaba sentada a la mesa delante de una bandeja de comida que no iba a probar. Edward tampoco se apareció junto a Bella.
—Ophelia, ¿cómo te sientes?
Le mostré mi dedo pulgar arriba. Bella suspiró aliviada.
—¿Has visto a Alice?
Negué con la cabeza.
Bella parecía tan nerviosa y temerosa como yo me sentía.
—¿Te dijo algo Emmett anoche? ¿Cómo estaba Jasper?
Volví a negar con la cabeza. Ahora parecía frustrada, probablemente tenía esperanzas de que yo supiera algo más que ella, pero estábamos en las mismas. Por las ojeras bajo sus ojos, me di cuenta de que tampoco había dormido muy bien anoche.
Miré el asiento vacío junto a ella.
—No vino —respondió a mi pregunta silenciosa—. ¿Has visto tú a Emmett? ¿Se han hablado?
De nuevo, negué con la cabeza. ¿Edward estaba evadiendo a Bella? ¿Por qué tuve el presentimiento de que Emmett hacía lo mismo conmigo?
Estiré mi brazo sano y tomé su mano. Ella no se apartó, apretó mi mano bajo la suya. Vi en su cara la desesperación. Algo estaba ocurriendo, nos dábamos cuenta, y por ahora sólo nos teníamos la una a la otra.
—Todo esto es mi culpa. Lo siento tanto, Ophelia.
Le sonreí con aliento. No era su culpa. Todo había sido un tonto accidente que le podría haber ocurrido a cualquiera. Edward nos había lanzado para protegernos. Yo estaba un poco atrás de ella y eso había causado que cayera sobre mí, y yo sobre los cristales. Nadie tenía la culpa.
Experimenté un alivio abrumador cuando llegué a mi calle y vi a Emmett parado frente a la puerta de mi casa. Me molestó profundamente sentirme así.
Me encaminé deprisa hacia la puerta principal. Intenté controlarme y razonar. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Me estremecí. Ésa era la pregunta equivocada, sin duda. Me costaba mucho trabajo respirar bien.
De acuerdo, me dije otra vez, ¿qué es lo más grave a lo que podría enfrentarme? Tampoco me gustaba mucho esa pregunta. Pero pensé en todas las posibilidades que había considerado antes.
Mantenerme lejos de la familia de Emmett. Claro que no podía esperar que Alice estuviera de acuerdo con esto, pero si Jasper no estaba bajo control, disminuiría el tiempo que podríamos compartir las dos. Asentí; podía vivir con eso.
Su rostro evidenciaba que algo no iba bien. En sus ojos había un no sé qué oculto que me hacía sentir insegura y me asustaba. No quería volver a hablar sobre la noche pasada, pero estaba convencida de empeorar aún más las cosas si rehuía el asunto. Me hacía sentir un poco mareada, como si me encontrara al borde de un precipicio en algún lugar muy alto.
—¿Qué tal te sientes?
—Muy bien —mentí.
—Entremos —propuso con una voz indiferente al tiempo que me tomaba de la mano y me quitaba la mochila del hombro.
No contesté. No se me ocurrió la forma de protestar, aunque rápidamente supe que quería hacerlo. Esto no me gusta, va mal, pero que muy mal, repetía de continuo una voz dentro de mi mente.
Él no esperó una respuesta. Entramos a mi casa, donde adentro dejó mi mochila sobre el sofá y finalmente me encaró. Intenté superar el pavor y pensar algo, pero entonces me obligué a recordar que aquello era lo que pretendía: una oportunidad para aclarar las cosas. En ese caso, ¿por qué me inundaba el pánico?
Sólo habíamos caminado unos cuantos pasos dentro de la casa cuando se detuvo. Apenas habíamos llegado al comedor.
Emmett me miró con expresión impasible.
—Está bien, hablemos —dije, sonando más valiente de lo que me sentía.
Inspiró profundamente.
—Ophelia, nos vamos.
Fruncí el ceño.
—¿De Forks? ¿Qué...? ¿Por qué?
Le miré en un intento de entender lo que me quería decir. Me devolvió la mirada con frialdad. Con un acceso de náuseas, comprendí que le había malinterpretado.
—Cuando dices nosotros... —susurré.
—Me refiero a mí y a mi familia.
Cada palabra sonó separada y clara.
Sacudí la cabeza de un lado a otro mecánicamente, intentando aclararme. Esperó sin mostrar un signo de impaciencia. Me llevó unos minutos volver a estar en condiciones para hablar.
—Pero... Prometiste —luché por protestar, refutar su idea y convencerlo de que su decisión era la equivocada—. Dijiste que...
—Sé lo que dije.
De nuevo lo miré sin entender. ¿Estaba rompiendo su promesa de nunca alejarse? ¿Su promesa de permanecer conmigo hasta mi último día? ¿Protegerme? Sonaba como si...
—¿Mentiste? —inquirí. No le di tiempo de responderme— ¿De eso se trata? ¿No me... no me quieres? —intenté expulsar las palabras, confundida por el modo como sonaban, colocadas en ese orden.
Fue su turno de fruncir el ceño. Su rostro estaba lleno de dolor y furia. Dio una larga zancada hasta mí y me levantó el rostro tiernamente con sus manos. Me obligó a mirarlo a los ojos. Se me llenaron los ojos de lágrimas, no por mi dolor, sino por el suyo. Nunca lo había visto con la expresión de estar a punto de tirarse al suelo a llorar.
—Yo nunca te he mentido sobre lo que siento —dijo con firmeza.
—Entonces no me mientas ahora. ¿Qué está pasando?
Se quedó callado unos segundos, absorto en el movimiento que sus pulgares hacían al acariciar mis mejillas.
—Tengo que dejarte —explicó—. No soy bueno para ti.
—No seas ridículo —quise sonar enfadada, pero sólo conseguí parecer suplicante—. Eres lo mejor que me ha pasado.
Esta clase de felicidad no la había sentido desde la muerte de mis abuelos. Incluso la superaba.
—Eso no es cierto —repuso con tristeza—. Tu brazo es la prueba.
—Emmett, lo que ocurrió con Jasper no fue nada.
—Tienes razón —concedió él—. Nada, comparado con lo que podría suceder.
Se me entumeció todo el cuerpo. No notaba nada por debajo del cuello.
—Lo único que hago es ponerte en peligro. Esto es lo mejor para ti.
Pero su lenguaje corporal decía todo lo contrario. Parecía confundido, roto entre dos ideas, y aún así decidido a hacer lo que le parecía correcto. Iba a irse.
—No —contesté con un hilo de voz; empezaba a tomar conciencia de lo que ocurría y la comprensión fluía como ácido por mis venas—. No lo hagas.
—Tendrás todo lo que yo no puedo darte —dijo, mirando mis labios con nostalgia—. Todo lo que siempre has merecido.
Mis lágrimas finalmente rodaron, mojando sus manos.
—Estoy más segura contigo.
No dijo nada. Guio mi frente a sus labios y me besó tiernamente. Las lágrimas me nublaron la vista. No iba a discutirlo ni debatirlo. Esto no era una conversación, era la despedida.
—Por favor —supliqué con voz llorosa y tan baja que podría sólo haber imaginado que lo dije. Me aferré a su camisa. Si me agarraba de él, sentí que no podía irse. No podía dejarme.
Pero sus manos me dejaron y luego me obligaron a soltarlo. Cuando volví a abrir los ojos, el tacto helado de su piel se había desvanecido.
Y él también.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro