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32. Carlisle y Dios

Carlisle fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.

—Emmett, Henry, llévense de aquí a Jasper.

Henry, que parecía muy serio por primera vez desde que lo conocí, asintió.

—Vamos, Jasper.

El interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose contra la presa implacable de Emmett, quien sólo me miraba y no se movía. Jasper debatió e intentó alcanzar a sus hermanos con los colmillos desnudos.

El rostro de Emmett estaba blanco como la cal. Rosalie, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Jasper, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Henry en su forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano. Emmett soltó a Jasper y dejó que sus hermanos se encargaran. Después de asegurarse de que podían retenerlo, corrió a mi lado a una velocidad con la que se volvió invisible para mis ojos.

El rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.

—Lo siento tanto, chicas —se disculpó con lamento, antes de seguir a los demás hacia el patio.

—Emmett, deja que me acerque —murmuró Carlisle.

Transcurrió un segundo antes de que Emmett asintiera lentamente y relajara la postura.

Carlisle apareció de repente a mi lado y se arrodilló, inclinado para examinarme el brazo. Miré a Bella. Parecía sacudida y tenía el pelo revuelto y manchas de sangre, pero no suya, sino mía. Su rostro aún mostraba la conmoción de la caída.

"¿Estás bien?" le pregunté.

—Lo siento tanto, Ophelia —se disculpó entre balbuceos.

Le había funcionado bien como colchón, ella no tenía ninguna otra herida a parte de la del dedo. Me alivió eso. Al menos una de nosotras estaba intacta, y mi sangre no era tan llamativa como la suya.

—Toma, Carlisle —dijo Alice mientras le tendía una toalla.

Él sacudió la cabeza.

—Hay demasiados cristales dentro de la herida.

Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. Había estado en un hospital varias veces cuando era una niña, ver la sangre no me afectaba mucho. Estaba acostumbrada.

—Ophelia —me dijo Carlisle con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al hospital, o te curo aquí mismo?

No podía mover el brazo para hacer señas, así que usé mi voz.

—Aquí, por favor —susurré. No habría forma de evitar que mi madre se enterara si me llevaba al hospital.

—Te traeré el maletín —se ofreció Alice.

—Vamos a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió Carlisle a Emmett.

Emmett me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Ophelia?

—Estoy bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.

El rostro de Emmett parecía tallado en piedra. Alice ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la pared. Emmett me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso a trabajar sin hacer pausa alguna.

Emmett permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque se mantenía sin respirar.

—Emmett, sal —suspiré.

—Puedo soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían azabaches con la intensidad de la sed contra la que luchaba. No era la primera vez que se quedaba cerca de mí después de un accidente en el que yo salía herida y sangrando, tenía un control impresionante cuando se trataba de mí, pero no quería que se torturara.

—Carlisle puede curarme sin ayuda. Sal a tomar un poco de aire.

Hice un gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.

—Me quedaré —decidió él.

—Estoy bien. En serio.

Carlisle decidió interceder.

—Emmett, quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a ningún otro que no seas tú en estos momentos.

—De ese modo, harías algo útil —apostilló Alice.

Emmett entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra él, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que Bella se cortó el dedo.

Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se inclinó sobre mi brazo.

Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Alice se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió por la puerta de la cocina.

—¿Bella está bien? —pregunté apenas estuvimos a solas— Pensé que era mi sangre, pero tal vez...

Carlisle sonrió entre dientes, interrumpiéndome.

—Emmett tenía razón —comentó para mi sorpresa—. Eres muy gentil.

—Sólo me alegra que no termináramos heridas las dos.

Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al caer una tras otra sobre la mesa.

—¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté— Incluso Alice y Esme... —mi voz quebradiza se extinguió y sacudí la cabeza maravillada.

Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el olor de la sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.

—Son años y años de práctica —me explicó—, ya casi no noto el olor.

—¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?

—Quizás —se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—. Aunque... nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —me dirigió una brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.

Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era, pero sabía que no sería una buena idea.

—¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta.

No comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería que siguiera hablando, así no prestaría atención al dolor mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.

Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:

—Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido del olfato.

Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.

Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no imaginar la aguja y el hilo.

—Intentas compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es culpa tuya —sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en los bordes de la herida—. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a ti mismo.

—No creo que intente compensar a nadie —me contradijo con dulzura—. Como todo el mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.

—Haces que suene demasiado fácil.

Examinó de nuevo mi brazo.

—Muy bien —dijo mientras cortaba el hilo—. Terminado.

Sacó un gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.

—Sin embargo, al principio —insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa para proteger la herida y la pegaba a la piel—, ¿cómo se te ocurrió probar un camino diferente al habitual?

Una sonrisa enigmática curvó sus labios.

—¿Emmett no te contó la historia?

—Sí, pero pretendo comprender cómo se te ocurrió...

Su rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura cuando (me negaba a formular la frase como si fuera una condicional) me tocara a mí.

—Ya sabes que mi padre era clérigo —musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado; lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz—, y tenía una visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes de mi transformación —Carlisle depositó todas las gasas sucias y las esquirlas de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó—. Lo siento —se disculpó—. He de hacerlo... Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni siquiera el reflejo en el espejo.

Fingí examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo tampoco carecía de fe. Mi abuela me había educado en esa parte. Mi madre creía en Dios, pero no era tan religiosa como mi abuela. Ella creía en un Dios bueno y misericordioso.

—Estoy seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro —sonrió al percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con tanta naturalidad—, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito —continuó con voz brusca—. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero, quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.

—No creo que sea una estupidez —murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por Carlisle—. Y tampoco creo que nadie lo vea así. Creo en un Dios que ama a todos, creo que puede verlo todo y sabe darse cuenta de quién realmente merece ir al infierno. Y ustedes no lo merecen.

—Gracias, Ophelia —sonrió con los labios sellados.

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