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27. La calma


Me dio la sensación de haber dormido mucho tiempo. A pesar de eso, tenía el cuerpo agarrotado, como si no hubiera cambiado de postura ni una sola vez en todo ese tiempo. Me costaba pensar y estaba aturdida; dentro de mi cabeza revoloteaban aún perezosamente extraños sueños de colores, pesadillas.

Algo frío tocó mi frente con el más suave de los roces. Unos brazos pétreos me envolvían muy consistentes. Abrí los párpados bruscamente.

—Emmett —jadeé y me froté los ojos con las manos.

Iba a abrazarlo, hasta que caí en cuenta que ya estaba acurrucada contra su cuerpo. No lo había sentido llegar. Me apreté contra él, dejando que su helada piel bajara mi temperatura.

—Estoy aquí —dijo con voz suave, arrulladora—. No volveré a dejarte.

Aspiré su dulce aroma. Toda esa preocupación debería haberse ido desde que Rosalie me dijo que todos estaban bien y Emmett estaba camino de regreso, pero no se volvió real hasta que lo vi y sentí. Estaba conmigo otra vez.

—Vuelve a dormir —susurró contra mi pelo, acariciando las largas hebras doradas—. Rosalie me dijo que no descansaste. Te dije que no te preocuparas —me reprendió.

Sonreí contra su pecho.

—No es gracioso —insistió.

—Eres lindo —dije con voz somnolienta.

—No soy lindo, soy intimidante.

Lo abracé más fuerte y me acomodé mejor para volver a conciliar el sueño. Aunque era duro como una roca, no conocía lugar más cómodo en el mundo para mí.

—Como un oso —continué, ignorándolo.

Lo sentí sonreír contra mi cabello antes de que me sumiera en la oscuridad del sueño.

Por la mañana bajé con el deleitante olor a panqueques de plátano y chocolate caliente. A veces, en los domingos, mamá preparaba un desayuno extra dulce. Cuando me preguntó por Rosalie, tuve que decirle que se había ido después de mi turno en el Café.

—¿Ya mandaste el vestido a la tintorería?

"¿Vestido?" pregunté, confusa, aunque sin darle mucha importancia, y le di un sorbo a la taza. "¿Cuál vestido?"

—¡El que usarás para el baile! —me dijo con obviedad. Arqueó una ceja cuando me congelé con la taza entre mis labios— Lo olvidaste.

"¿Crees que aún tenga tiempo?"

—Es domingo, cielo. Hoy no abren. Tendrás que ir mañana después de la escuela. El baile es el siguiente sábado. No lo olvides —advirtió, apuntándome con el dedo—. Irás con Emmett, ¿verdad?

Fingí que no la había escuchado y mordí mi panqueque de plátano. No tenía idea de si iríamos. Emmett no había mencionado nada al respecto. Lo más lógico es que tendríamos que ir juntos, ya que estábamos en un noviazgo. ¿Tenía que preguntarme, o yo debía dar por sentado que iríamos?

El Café no abría los domingos, así que mamá se dedicaba a descansar o a hacer mandados. La acompañé al supermercado y a ponerle gasolina a su auto. Al volver a la casa, hicimos el aseo entre las dos. Cuando estaba cambiando mis sábanas, mi celular timbró. Respondí la llamada sin ver el identificador mientras le ponía una funda nueva a mi almohada.

—¿Hola?

Ya volví —me dijo Emmett al otro lado de la llamada.

Me detuve y fruncí el ceño. Incluso miré mi alrededor.

—Eh... ¿de acuerdo?

Lo escuché reír.

No leíste mi nota, ¿o sí?

—¡Claro que la leí! —mentí, mientras me echaba al piso. Busqué debajo de la cama y entre las sábanas sucias.

Está en tu computadora.

Me levanté de golpe y corrí a mi escritorio. Un post-it amarillo estaba pegado sobre la cámara de la computadora portátil. En letra cursiva y elegante, decía que se había ido de cacería con sus hermanos y volvería tarde.

—Lo siento. Bajé directo a la cocina sin ver nada. Mamá hizo el desayuno.

Emmett sabía de la tradición del desayuno dulce en los domingos.

—Está bien —dijo divertido—. Pasaré a verte más tarde. No está lo suficientemente nublado.

Me asomé por la ventana de mi cuarto, y confirmé que estaba en lo cierto. Forks se encontraba parcialmente soleado.

—De acuerdo. Te veré en la noche. Debo irme, estoy haciendo la casa con mamá. Te quiero.

Por un momento se quedó en absoluto silencio. Aparté el teléfono para revisar si la llamada seguía en curso o se había cortado, pero seguía ahí. Estuve por decir su nombre, pero él habló antes.

Yo también te quiero.

Mi corazón se aceleró, me congelé en mi lugar y mi mano tembló. No me había dado cuenta de lo que le había dicho hasta que él lo dijo también. Y, además, me correspondió. Lo dije tan naturalmente que no lo pensé, aunque eso no lo hacía menos verdadero.

Lo quería, y él a mí.

Una boba sonrisa se extendió por mi cara.

Al salir de casa y cerrar la puerta con seguro, me volví al pórtico y sonreí al ver a Emmett parado junto al enorme Jeep plateado. Por supuesto, a su lado, el Wrangler no se veía inmenso.

En el camino a la escuela, Emmett me contó cada detalle de lo que ocurrió la noche en que asesinaron a James, el vampiro que iba tras Bella. Habían llegado a tiempo, aunque después de Edward, para hacerlo trizas e incinerarlo en una fogata improvisada.

Los más horribles detalles no los omitió, pero tampoco me afectaron. No le tenía lástima al vampiro, y técnicamente no era sangriento. Lo que no podía imaginarme era a Emmett arrancándole extremidades a otra persona. Para los demás, él era un ágil y muy fuerte depredador. Yo lo veía como un enorme y duro malvavisco, ahora que lo conocía mejor.

Lo que sí me dio escalofríos fue escuchar lo herida que Bella resultó. Iría a verla después de clases. Anoche le había preparado un pan de plátano con chispas de chocolate. Esperaba que eso la animara un poco.

Al llegar a la escuela, como ahora acostumbraba, Emmett no se apartó de mi lado y me ayudó a cargar mi mochila cuando se dio cuenta de la cantidad de libros que llevaba. Tenía que dejar algunos en el casillero.

Cada vez que sonaba el timbre, él me buscaba en mi aula y me acompañaba a la siguiente. Probablemente se había memorizado mi horario de clases, ya que estaba pegado en la pizarra de corcho en mi habitación.

De regreso a casa, Emmett se ofreció a acompañarme a dejarle a Bella Swan el panqué de plátano. Claro, sólo después de que me alimentara. Así que me observó prepararme un emparedado de pavo, lechuga y tomate, mientras esperaba sentado en la barra.

—Pasaré por ti a las ocho el viernes —mencionó naturalmente, como si me hablara del clima. Lo miré con una ceja arqueada. Terminé de masticar el último pedazo del emparedado y tragué—. El baile.

Sonreí incrédula y luego me reí, tapándome la boca. Él no entendió lo gracioso.

—Yo no recuerdo haber sido invitada al baile —le dije, encogiéndome de hombros. Tomé una servilleta y me limpié los labios y las manos—. O haber invitado a alguien, en tal caso.

Me levanté del desayunador con el plato y fui a dejarlo en el lavaplatos. Emmett me siguió, casi pisándome los talones. No hacía ruido, pero había aprendido a sentir su presencia, y usualmente estaba muy cerca de mí cuando me seguía.

En realidad, me hacía feliz que él ya diera por sentado que iríamos juntos al baile y no me molestaba que no me lo preguntara formalmente..., pero quería molestarlo.

Sonreí en mi fuero interno.

—Estamos juntos —dijo seriamente, cuando me volteé a verlo. No parpadeó. Emmett siguió mirándome con el ceño fruncido, aunque ahora parecía un poco divertido—. Iré a donde tú vayas, cariño. Recuerda eso.

Miré sus ojos dorados, se veían mucho más coloridos y brillantes, desde que había cazado ayer. Su piel estaba más blanquecina que pálida, y las ojeras moradas bajo sus ojos habían desaparecido con el hambre.

Suspiré, admirándolo, y estiré la mano para apoyarla sobre su duro pecho. El sentimiento de tristeza y miedo se enterró suavemente en mi corazón. Me acerqué y lo abracé, rodeándolo del torso. Él me envolvió con sus brazos y recargó su mejilla en mi cabeza.

—Estaba asustada.

Él no tuvo que preguntarme a qué me refería.

—La idea de que algo te pasara...

No pude terminar la oración, ni siquiera la imagen en mi cabeza. Emmett me meció de lado a lado suavemente. Me abrumó la preocupación y el miedo, pero esta vez no de no volver a verlo, sino de cuánto se había metido bajo mi piel.

Me soltó suavemente y se apartó un poco para verme a la cara. Leyó mi expresión con mucha facilidad y entonces...

—¡Emmett!

Se había agachado a una velocidad sorprendente, y de un segundo a otro ya me tenía cargada en su hombro como un costal de papas. Aunque sabía que no me dejaría caer ni por accidente, sentí la necesidad de aferrarme a algo. Me sentí más estable cuando me agarré de los costados de su espalda.

—¿Qué haces?

—Puedes llevarle tu obsequio a Bella más tarde —fue su única explicación.

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