17. Abuelos
Al salir de la última clase y del edificio, caminé hasta el estacionamiento con la cabeza gacha, evitando las persistentes miradas de la gente. No había sido el centro de atención desde que aprendí lengua de señas y todos me miraron como un bicho raro, e incluso a veces hicieron bobas imitaciones de mí haciendo señas (y eso ocurrió en la primaria).
Toda esa vergüenza e incomodidad se esfumó cuando lo vi. Emmett me esperaba, recargado con indolencia sobre la puerta del copiloto, listo para ayudarme a subir a su coche. Su arrebatador rostro estaba calmado. Sentí una peculiar sensación de alivio mientras caminaba hacia él. Mientras lo tuviera cerca, nada más me importaba.
—Hola —musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
—Hola —me correspondió con otra deslumbrante—. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?
—He tenido mejores clases —admití.
—¿Qué ocurrió?
—Jessica me estuvo interrogando toda la clase —dije, encogiéndome de hombros—. Angela sólo suspiraba y reía. Bella dijo que estaba feliz por mí, aunque parecía inusualmente interesada.
Extendió su mano y tomó la mía antes guiarme hacia la puerta del coche, que abrió para mí, y me ayudó a subir. Los asientos eran de piel, por lo que esperé que estuvieran fríos, pero no fue así. Emmett ya tenía el coche encendido y con la calefacción puesta.
Sonreí. Era increíblemente atento.
—No me sorprende —dijo al subir al asiento del piloto.
—Lo sé. Jessica siempre ha sido cotilla, pero no es mala.
—No, eso no —dijo, negando con la cabeza. Quitó el freno de mano, movió la palanca y manejó a la salida del estacionamiento—. Bella.
—No entiendo.
—¿Recuerdas lo que te dije sobre las personas que huelen... mejor —dijo con dificultad, evitando otras palabras al temer que pudiera incomodarme— para los de nuestra clase?
—Sí.
Escuché atentamente todo lo que había estado ocurriendo entre Edward y Bella. No me esperaba algo así, y aunquera era romántico, muy shakesperiano, no los envidiaba. Me pregunté cuánto más tiempo le tomaría a Bella descubrir el secreto, y si Edward terminaría por aceptar su deseo de estar con ella e ir en contra de su temor a lastimarla. Debía ser bastante difícil para él estar cerca de ella. Me sentí aliviada de que ese no fuera el caso conmigo y Emmett.
Me llevó de vuelta a casa, respetando el límite de velocidad. Sabía que mi casa estaría sola, ya que mi madre no volvía del restaurante hasta las cinco, a veces a las seis, así que lo invité a pasar.
Él observó el colorido interior del hogar, que primero había sido de mis abuelos. Sonrió enternecido cuando vio fotografías de mí, a través de las etapas de mi niñez, distribuidas en los muebles de la sala.
—¿Quiénes son ellos?
Me acerqué, a pesar de saber a quiénes se refería, y miré la fotografía frente a él, la más grande entre los demás portaretratos y en el centro del librero frente al comedor.
—Mis abuelos. Harriett y Leonardo —sonreí nostálgica—. Te habrían caído bien. Eran increíbles.
Mi abuela era una mujer de piel olivácea, ojos cafés, cabello largo, castaño y ondulado. Hasta sus últimos días se siguió pintando el pelo para cubrir las canas, y siempre estaba bien maquillada. Le gustaba verse bien, y vestir con prendas de punto (de ahí había sacado yo el gusto, y gran parte de mi guardarropa).
Al contrario de ella, mi abuelo vestía como todo un leñador y llevaba su abundante barba desarreglada. Era de piel clara, ojos verdes y cabello rubio dorado, antes de tornarse completamente blanco por la edad. De ahí habíamos sacado mi madre y yo los rasgos, aunque no el cuerpo. Nuestras caderas venían de la abuela Harriett.
De repente, sonreí divertida al recordar cómo mi abuelo, a pesar de los años, seguía mirando a su esposa como si fuera la mujer más sexy del mundo.
—Mi abuela te habría adorado. Mi abuelo tal vez no tanto, era celoso... y sobreprotector —me reí.
Emmett bajó la mirada hacia mí y me guiñó el ojo.
—Habríamos tenido algo en común entonces.
Como él esperaba, me sonrojé por ese gesto tan simple y coqueto. Era algo muy humano, pero él lo dominaba bastante bien. Todo lo hacía bien.
Una vez que estuvimos en mi cuarto, él sólo me observó hacer la tarea, que consistía en dibujar células y señalar sus partes. Cuando olvidé algo, no tuve la necesidad de recurrir al libro, porque Emmett se sabía todo de memoria. Pero apenas me estiré para agarrar el libro de Historia Universal, Emmett gruñó en desaprobación.
—Ya deja eso. Ven.
Sonreí.
—No puedo —le dije, acomodando el libro junto a mi libreta y pasando a teclear en mi vieja computadora portátil, que era más lenta que la batidora del restaurante—. Tengo que hacer este reporte para mañana.
—Toma un descanso —insistió.
Lo oí levantarse de la cama y caminar hacia el escritorio. Por el reflejo de la pantalla, noté que estaba frunciendo el ceño al no ver un indicio de que yo fuera a obedecerle.
Suspiré.
—Emmett... ¡Ay!
Había sido imposible incluso empezar a protestar. Me había levantado de la silla como a una niña pequeña, luego me alzó en brazos y me llevó hasta la cama, donde me dejó caer y yo reboté.
Él sonrió victorioso y se recostó junto a mí.
Lo miré sin poder creer lo que había hecho, pero terminé por sonreír divertida. Emmett podía ser un poco controlador, pero lo hacía de una manera irresistible.
—De verdad, nada suena mejor que descansar y platicar contigo, pero el reporte es muy largo y no quiero desvelarme.
—No lo harás —dijo con simpleza—. Yo haré tu reporte.
Me reí, incrédula. Él no pareció verle lo gracioso a sus palabras.
—No voy a dejarte hacer mi tarea.
—¿Por qué no? La terminaré en cinco minutos.
—¿Porque puedes leer y escribir súper rápido? —inquirí, arqueando una ceja.
—Eso también —concedió, asintiendo—. Pero me refiero a que he hecho tareas de ese tema cientos de veces.
Fruncí el ceño.
—¿Cientos de veces?
—Más o menos —admitió.
—Creo saber lo que quieres decir, pero suena demasiado loco.
—Te dije que cuando nos mudamos a un nuevo lugar, mientras más jóvenes aparentemos ser, más tiempo podemos quedarnos —me recordó—. Así que nos matriculamos mucho. He tenido muchas graduaciones.
Abrí los ojos en grande.
—¡Qué horrible!
Emmett se rio, luego se encogió de hombros.
—Bueno, resulta fácil después de las primeras veces.
—Imagino que tienes puros dieces.
—No en realidad —dijo con una mueca—. Tenemos acordado que, para no destacar demasiado, no debemos actuar todos como genios. Eso llamaría la atención. Nos equivocamos a propósito.
—Bien, dieces no, pero sí nueves.
Él asintió.
—Aún así no te dejaré hacer mi tarea —me negué—. No me sentiría cómoda con eso.
Puso los ojos en blanco.
—De acuerdo. ¿Al menos puedo darte otra computadora? La tuya es tan lenta que por primera vez podría quedarme dormido mientras enciende —bromeó.
—No es tan lenta.
Emmett señaló el aparato. Dejé caer los hombros con derrota. Todavía le faltaba sesenta por ciento para que se encendiera.
—Está bien, es muy lenta —concedí—. Pero no quiero que me obsequies una computadora. Ni ninguna otra cosa —me adelanté a decir, al verlo abrir la boca.
—Cariño, lo siento, pero no puedo ni mirar el estéreo de tu coche. Voy a darte uno que sirva. Tal vez... ¿uno de este siglo?
—Muy gracioso —dije sarcástica—. En serio, nada de regalos. No es mi cumpleaños. O Navidad.
—Hablando de eso, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—El primero de mayo.
Antes de que pudiera preguntar por el suyo, me hizo otra pregunta.
—¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.
—El café —dije sin dudarlo.
—¿Por qué? —inquirió con escepticismo.
—¿Vas a hacerme un cuestionario?
—Es mi turno de hacer preguntas. Quiero conocerte.
—Muy justo —acepté, y le eché un vistazo a mi computadora. Ahora le faltaba cincuenta y ocho por ciento. Lo miré de nuevo—. Es el color del chocolate amargo —detallé, explicando mi respuesta—. Me encanta. Era el ingrediente favorito de mi abuela. Se lo ponía a casi todos sus postres. Fue inevitable que también se volviera mi favorito. Además, me gusta mucho el olor de los granos de café.
Mi pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un momento, sin dejar de mirarme a los ojos.
El resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada insignificante detalle de mi existencia. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los muchos sitios que deseaba visitar, ya que nunca había ido más allá de Port Angeles; mi pasión por la repostería y mi historia familiar.
—Ophelia es un nombre bonito —dijo, luciendo ofendido por mi declarción de inconformidad con mi nombre.
—Mi madre tiene debilidad por los nombres anticuados. A mí no me fascina —repetí—. Toda mi vida he atendido por Eli. Pocas personas me dicen Ophelia.
Él se rio entre dientes. Era un sonido agradable.
—Ya veo —dijo, pensativo—. Tu madre no tiene un nombre anticuado, aunque tu abuela sí lo tenía.
—Sí —asentí—. Mi madre es extraña, pero la amo.
—¿Qué piensa tu padre de tu nombre?
Vacilé.
—Eran jóvenes cuando ella quedó embarazada. Él estaba de viaje por el país con sus amigos cuando llegó a Forks. Tuvieron un amor de verano. Él se fue, ella quedó embarazada y nunca supo nada más de él.
Pareció un poco confundido.
—¿Por qué te dio su apellido?
—O'Neil era el apellido de mi abuelo. Carver era el nombre de mi tatarabuelo paterno, quien puso el restaurante.
—¿Tus abuelos siempre vivieron aquí?
—Siempre —confirmé—. Les gustaba Forks, jamás consideraron irse. Ellos compraron esta casa —añadí, viendo mi habitación con nostalgia—. Mamá siguió viviendo con mis abuelos cuando supo que estaba embarazada. Ahora es nuestra. Quedó a nombre de mi abuela cuando mi abuelo murió de cáncer, pero no soportó la pérdida y falleció poco después, dejándosela a mamá.
—Lo siento mucho.
—Está bien —le dije, encogiéndome de hombros—. Fue hace cuatro años.
—Debió ser duro —musitó, estirando la mano para acariciar mi mejilla, algo que al parecer disfrutaba hacer—. Perder a ambos con días de diferencia...
—Lo fue —admití—, pero me alegra que ella lo siguiera. Estaba terrible, no hacía más que llorar y mirar a la nada. Me gusta pensar que están juntos otra vez.
—Es un pensamiento romántico.
—Soy muy romántica, para ser honesta. Uno pensaría que no, por lo que sucedió entre mis padres, pero realmente mamá nunca se esforzó en buscarlo, le gusta mantener ese verano como un buen recuerdo y a mí como la segunda parte del libro.
—Así que también es una romántica empedernida.
—Mucho más que yo —sonreí divertida—. Llora con todas las películas de amor.
—¿Y nunca se casó?
—No. Dice que no ha conocido al indicado. Aunque creo que tampoco lo ha buscado —murmuré—. Espero que lo haga pronto. Odio pensar que se quedará sola cuando me vaya a la universidad.
No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentí cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La mayoría eran fáciles, sólo unas pocas provocaron que me sintiera avergonzada, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una nueva ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que se tiene que contestar con la primera palabra que acude a la mente.
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