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12. En mi habitación

Al contrario de lo que creí, sólo la luz de la sala estaba encendida, además de las lámparas en las mesitas laterales del sofá, donde mi mamá estaba sentada en una pijama caliente y rosa, hablando por el teléfono. Dejé caer mi mochila junto a la puerta, que cerré al mismo tiempo en que dejé las llaves en el portallaves de la pared.

Escuchando mi llegada, volteó a verme, y así confirmé mi sospecha. Algo no estaba bien, había ocurrido algo grave. Mis manos sudaron de los nervios. No había recibido malas noticias desde la muerte de mis abuelos.

—De acuerdo. Gracias por decirme, Cora —respondió, todavía en la llamada—. Buenas noches.

Cora era una de las meseras del restaurante. Caminé a la sala y me senté junto a mamá, mientras ella colgaba el teléfono en la mesa de al lado. Volvió a mirarme, tomando una larga respiración.

—El animal volvió a atacar.

Hace poco, a un oficial de seguridad en el condado de Mason lo había matado una clase de animal. La noticia había corrido rápido, ya que era un caso medio misterioso, pues no sabían qué animal había dejado el tipo de heridas que tenía.

—Hallaron a Waylon en su bote. Acaban de examinar su cuerpo —terminó de explicarme—. Cora iba pasando por la comisaría y lo vio. Era él. Waylon falleció.

Aunque hubiera querido, no pude moverme. Me sentí paralizada, tratando de adaptarme a la idea de que Waylon Forge, el agradable hombre que iba tan seguido al Carver, ya no estaba entre nosotros. Era un buen amigo de mi madre, habían crecido juntos, aunque él era un par de años mayor.

—Mamá, lo siento tanto —logré decir, mi voz temblorosa.

Mi mamá asintió y olfateó, tratando de aguantarse las lágrimas. Se limpió la cara con las manos. Sus labios llenos estaban rojos, al igual que su nariz y sus ojos. Me moví lo suficiente para alcanzarla y abrazarla. Ella me devolvió el abrazo y me sostuvo con brazos férreos, como si temiera que fuera a desaparecer.

Unos minutos después, sintiéndola sollozar en silencio sobre mi hombro, rompió el abrazo y se apartó, mirándome. Trató de sonreír, pero la tristeza no se iba de su rostro.

—Estaré bien, cielo —dijo, volviendo a sorber—. Dime, ¿cómo te fue con las chicas?

"Estuvo bien" mentí, volviendo a usar las manos para comunicarme.

Ella miró a la puerta, exactamente a mi mochila, y frunció el ceño al no ver ninguna bolsa. Entonces caí en cuenta de que el vestido que había comprado se había arruinado. Los tipos lo habían pisado y probablemente ahora estaba hundido en un charco.

—No compraste nada. ¿Qué ocurrió?

"No había de mi talla. Usaré el del año pasado. Está bien" le dije, encogiéndome de hombros al final.

Me regaló una media sonrisa. En otra ocasión, habría protestado y me habría obligado a ir con ella a Por Angeles el fin de semana para buscar en más tiendas hasta hallar un vestido, pero, así como yo había notado su tristeza, ella podía ver mi cansancio.

—De acuerdo —aceptó—. El del año pasado es bonito. Sólo no olvides llevarlo a la tintorería —me recordó.

No es como si tuviera opción. Había gastado el poco dinero que había ahorrado y reservado para el vestido del baile de fin de año. No podría comprarme otro, incluso si consiguiera que Bella, Angela y Jessica aceptaran acompañarme otra vez hasta Port Angeles.

"Lo haré el fin de semana" prometí.

—Bien —asintió—. Ahora ve a dormir —señaló con un movimiento de cabeza hacia las escaleras—. Mañana tienes clases.

"Son las diez con quince, mamá" gesticulé, rodando los ojos y señalando el reloj de pared, arriba de la televisión. "Haré unas tareas y luego me acostaré."

—Pero no muy tarde —ordenó alzando la voz, cuando ya iba subiendo las escaleras.

Entré al baño, que estaba en el pasillo frente a mi cuarto y junto al de mamá, y abrí la llave de la ducha. Mientras esperaba a que el agua se calentara, me desvestí, me desmaquillé, me lavé los dientes y me quité el implante coclear.

Disfruté de la ducha caliente, usando mi champú de flor de cerezo y un jabón de leche de coco para el cuerpo. Unos quince minutos después, me puse mi bata de baño blanca y envolví mi cabello en una toalla rosa.

Me dirigí a mi cuarto después de ponerme crema en la cara y tomar mi implante, encendí la luz al entrar y cerré la puerta. Cuando me volví, mi corazón dio un brinco junto con mi cuerpo. Tuve que cubrirme la boca con la mano para contener el grito que quise dejar salir por el susto.

Emmett estaba sentado despreocupadamente en el borde de mi cama, sobre mi manta rosa con dibujos de nubes sonrientes. Nunca pensé que lo encontraría en mi habitación.

Él sonrió divertido al verme saltar de miedo, vi sus hombros moverse, como si se estuviera riendo. Seguramente lo estaba, sólo que no podía escucharlo. Se puso de pie y sus labios se movieron, pero no presté la suficiente atención a tiempo como para leerlos.

Abrí la palma de mi mano, enseñándole mi implante. Emmett lo vio y entendió. Entonces, hizo algo que me sorprendió todavía más.

"Volveré en unos minutos" dijo con gestos.

¡Emmett sabía lengua de señas!

Demasiado impresionada, tanto por descubrir su nueva habilidad como por encontrarlo en mi habitación, sólo pude asentir en aprobación. Y en un parpadeo, Emmett desapareció. Miré alrededor, asegurándome de que no estuviera por ningún lado.

Tenía que haber entrado por la ventana, pensé al ver las cortinas moviéndose por el aire que entraba. Así que las cerré y me apresuré a ponerme un pijama. Elegí un pantalón gris y una blusa blanca de mangas largas.

Me quité la toalla del pelo, al que luego le quité el exceso de agua y lo desenredé con un peine. Después fui a la caja de Luigi, mi ratón gris de cola rosa, le puse comida y me aseguré de que su botella todavía tuviera agua. Finalmente, y con cuidado, me puse el implante. Escuché el canto de los grillos y al aire moviéndose entre las hojas de los árboles.

Estando lista, fui hacia la ventana, abrí ambas cortinas y me asomé. Afuera no había nada, más que un pedazo de jardín entre mi casa y la de mi vecino. No había nada con lo que alguien pudiera escalar o saltar. Por suerte, la casa de al lado no tenía ventanas por las que pudieran asomarse para ver mi cuarto. Sin embargo, cualquiera desde la calle podría notar si alguien escalaba la pared.

Luego de unos segundos de esperar y no ver nada, me rendí. Tal vez había tenido que irse o se había arrepentido de venir. Me volví hacia mi cama y quité las almohadas para levantar el edredón, la sábana y la manta. Justo cuando me senté, ya acobijada, encontré a Emmett parado frente a mi ventana.

—¡Deja de aparecerte así! —exclamé en un susurro, no queriendo alarmar a mi mamá.

Se rio de nuevo, causándome unas ridículas cosquillas en el estómago. No respondí, sólo escuché su risa y la grabé en la memoria.

—Tal vez algún día. Por ahora, es divertido.

Puse los ojos en blanco.

Me evaluó con la mirada, tomando nota del pelo húmedo y el pijama. Enarcó una ceja.

—Bonita ropa.

Le dediqué una mueca.

—No, te sienta bien.

—Gracias —susurré.

—¿Estás bien? —preguntó inseguro— Tu corazón sigue latiendo rápido.

Entorné los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo muy buen oído.

Asentí, tomando nota mental de ello. Entonces entendí que por eso podía oírme y entenderme bien cuando yo hablaba. Toda su familia podría escucharme perfectamente si usara mi voz.

No dijo nada más hasta que, a un paso humano y normal, se acercó a mi cama y se sentó frente a mí. Mientras él pasó los ojos por mi cuarto, fijándose en todos los detalles, yo me senté con las piernas cruzadas y lo observé a él, pensando en las nulas probabilidades que hace dos años había sentido que tenía para que Emmett me notara.

—¿Cómo entraste a mi cuarto? —cuestioné.

Dejó de examinar su entorno para mirarme. Su intensa mirada me dejó sin habla por un momento, como si hubiera perdido la lengua.

—Por la ventana.

—Sé eso. Me refiero a cómo.

—Ah —entendió—. Sólo salté.

Se encogió de hombros, restándole importancia.

Mi cuarto estaba en el segundo piso de la casa. Su fuerza sobrehumana debía darle la capacidad de dar grandes saltos.

—Dijiste que tenías más preguntas —mencionó.

—Como un millón —admití, asintiendo.

—Te escucho.

Apreté los labios, sin estar segura de con cuál pregunta comenzar.

—Quiero saber más de ti.

Él pareció cómodo con el tema, lo que me alivió. Me había preocupado que me considerara una cotilla. Tenía curiosidad sobre cómo había terminado siendo vampiro.

—Yo nací en 1915, en la pequeña ciudad de Gatlinburg, Tennessee. Trabajaba en el ferrocarril y le suministraba alimento a mi familia a raíz de la caza. Un día me topé con un oso pardo, en las montañas de Tennessee. No me acuerdo muy bien. Sucedió hace mucho tiempo y los recuerdos humanos se desvanecen. Pero sé que ese es el día en que debería haber muerto. Y lo habría hecho si no fuera por mi hermana, Rosalie. Ella me encontró y me llevó hasta Carlisle al temer que no fuera capaz de salvarme por sí sola.

—¿Cómo...? ¿Cómo te salvó?

Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera. Parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado.

—Cuando llegué a Carlisle, fue como ser llevado ante Dios. Rosalie le pidió que me salvara, y él lo hizo —se sumió en sus propios pensamientos durante un breve lapso de tiempo antes de continuar—. No muchos de nosotros tenemos ese tipo de autocontrol para conseguirlo, pero Carlisle siempre ha sido el más humano y compasivo de todos. Dudo que se pueda hallar uno igual a él en toda la historia —hizo una pausa—. Para mí, sólo fue muy, muy doloroso.

Supe que no iba a revelar más de ese tema por la forma en que fruncía los labios. Reprimí mi curiosidad, aunque estaba lejos de estar satisfecha. Había muchas cosas sobre las que necesitaba pensar respecto a ese tema en particular, cosas que surgían sobre la marcha.

—Días después, cuando desperté, me explicaron lo que era. Reaccioné mucho mejor de lo que todos esperaban. Nunca he sido una persona que se preocupe por las cosas que están más allá de su control —admitió, encogiéndose de hombros—. Me dijeron que ya no podía volver a ver a mi familia. Eso me preocupó. Así que hice que Edward preparara una bolsa con una pequeña fortuna, con la esperanza de aliviar su dolor por mi pérdida, y personalmente la dejé en el pórtico de la casa. No he mirado atrás desde entonces.

Su voz suave interrumpió el hilo de mis pensamientos:

—Edward fue el primero al que Carlisle convirtió. Estaba muriendo de la influenza española en 1918 —relató—. Poco después encontró a Esme. Se cayó de un risco. La llevaron directamente a la morgue del hospital, aunque, nadie sabe cómo, su corazón seguía latiendo.

—¿Tienes que estar a punto de morir para convertirte en vampiro?

Pronunciar esa palabra me ayudaba a terminar de asimilarlo y aceptarlo.

—No, eso es sólo en el caso de Carlisle. El jamás hubiera convertido a alguien que hubiera tenido otra alternativa —siempre que hablaba de su padre lo hacía con un profundo respeto—. Aunque, según él —continuó—, es más fácil si la sangre es débil.

Me contempló, y sentí que estaba a punto de zanjar el tema.

—¿Y Rosalie?

—Rosalie llegó después de Henry.

Fruncí el ceño.

—¿Quién es Henry?

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