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tres; océano





El océano de sus ojos persistía con atraparme en su profundidad, de perderme en el laberinto de sus olas y su mareta. Y yo, amante del misterio y de la sal, no puse mínima resistencia al saber que fui su elegido.











La marea trajo la basura a sus orillas como si fueran un precioso tesoro que deseaban conservar eternamente. Hay montones de basura acumulada en todo el borde, y la arena es tan negra como el eclipse más oscuro dado. A veces, debajo de más basura y algas negras, se ocultan animales marinos descomponiéndose.

Pese al tétrico panorama descubierto, Andrés es feliz. Su expresión risueña se esconde detrás de los tubos de la mascarilla, y puedo sentir mi corazón golpeando mis costillas con una fuerza demoledora cuando suelta mi mano y corre a los pies de las olas, ignorando todo el desastre que nos rodea.

El mundo se acabó hace dieciséis años. Andrés tenía cuatro años de edad en ese entonces, yo siete. Esta es la primera vez que presencia la playa con su propia piel, y me apena que no sea la misma imagen que su madre se encargó de contarle antes.

Lo peor del fin del mundo es que no fue inmediato.

Comenzó con el cambio climático, los glaciares de la Antártida se derritieron y la presión de los mares y océanos subió hasta destruir ciudades enteras. El pánico se contagió al resto de la población cuando se descubrió un nuevo virus. Provenía de la radiación ultravioleta intensificada por la falta del campo de ozono; es decir, del sol.

Andrés llegó al Refugio a los diecisiete, acompañado de su hermana menor. Sus padres habían luchado con sus últimos rastros de vida para llevar a sus hijos hasta un lugar seguro, y luego fueron asesinados por los soldados bajo la expectante inocencia de ambos niños.

Y cuando creyeron que finalmente sus vidas comenzarían a mejorar, los resultados de las pruebas arrojaron positivo en su hermana; positivo en el virus. Se la llevaron a algún lugar desconocido para Andrés, donde ella supuestamente estaría segura, pero yo ví por una de las ventanas qué fue de ella. No era difícil imaginarlo, era adonde se llevaban a todos los acogidos que portaban el virus y no podían entrar a nuestro Refugio: de regreso fuera de la barrera, mientras ella clamaba piedad desesperadamente.

Después nos conocimos, yo me encargué de cuidarlo a partir de ahí. La primera noche que lo escuché llorar, me prometí que daría mi vida por él. Después de todo, yo no tenía nada más porqué sacrificarme.

Y sin embargo, me había arriesgado a traerlo acá por un simple acto egoísta... No pude evitarlo, la playa fue su única voluntad desde que nos conocimos.

—¿En qué tanto piensas? —le pregunto, preocupado. Nos sentamos en la punta de una roca, detrás de nosotros está el vetusto auto, y enfrente el mar.

—En todo lo que ha pasado para llegar aquí —contesta, encogiéndose de hombros. Y sé lo que sugiere esa respuesta—. Es decir... Mira esto, hace tres años no imaginaba que pudiera estar aquí. Y es gracias a ti.

Guardo silencio antes de saber qué responderle, escuchando de fondo otra canción de Culture Club conjuntada a la risa de las olas que poco a poco suben hasta nosotros.

—Nunca comprendí tu insistencia por venir a ver la playa, a sabiendas de que no era nada similar a las fotografías que tienes guardadas.

—Bueno... —masculla, abrazándose un poco más a sus piernas—. Mis padres siempre me contaban de ella, tenían muchas anécdotas de sus viajes a la costa donde vivían, mi mamá decía que de niña había visto una sirena... Sé que es tonto, pero creí que podría sentir que estaban otra vez conmigo si venía.

—Los extrañas —murmuro a modo de afirmación, pero él no contesta. En su lugar, toma uno de mis brazos para abrazarse a sí mismo, acurrucándose contra mi pecho—. ¿Te sirvió? Quiero decir, ¿los sentiste contigo?

—Sí... Pero su breve presencia sólo me confirmó que prefiero estar contigo. Gracias por traerme.

Otra vez esa punzada de arrepentimiento. Yo no conocía el calor de una familia, no lograba entender esa tristeza albergada en Andrés a raíz de su separación, pues yo me separé de la mía antes de llegar Refugio, en un descuido que fue suficiente para perderme. Una familia ajena a mí me encontró y ellos fueron los que me trajeron al Refugio, cuando tenía diez años. No recuerdo nada de mi vida antes de esa edad, supongo que mi método de defensa fue hacerme olvidar todo. Viví bien así, siendo sólo yo y preocupándome sólo por mí, hasta que llegó Andrés.

Yo también prefería estar con él.

—¿Tienes hambre? —le pregunto luego de un rato en silencio, acariciando los guantes que protegen sus manos—. Supongo que la charla te abrió el apetito, podemos comer en el auto, ¿qué dices?

Él asiente tímido, sacando la cabeza de mi pecho. —Es buena id...

—¿Comida?

Una tercera voz nos sobresalta al mismo tiempo, haciéndonos voltear a nuestra espalda. Hay una mujer, camina tambaleándose y tiene media cabeza calva, con la ropa desgarrada y sucia y la piel irritada.

—Cuidado, Gonza... Está enferma —alerta Andrés en mi nuca. No necesito contestarle, su sólo aspecto me lo había demostrado ya.

—Niños, niños, trajeron comida para su tía. Sabía que no volverían a olvidarme —canturrea ella, arrastrando sus pies cerca de nosotros.

—Andrés, ve al auto y abre las puertas.

—Pero tú...

—Hazme caso, yo la distraeré.

Él asiente titubeante y se desplaza sin hacer movimientos bruscos hasta detrás de las rocas, mientras la mujer sigue atenta a mí. Sin embargo, es poco el tiempo que dura así cuando el olor de la comida se desliza apenas Andrés abre la puerta, captandola con sus ultrasentidos.

Lo siguiente que veo es su desnutrido cuerpo lanzándose a atacarme. Me embiste hacia la arena lanzando gruñidos inhumanos, manoteando para rasguñarme la cara. Me veo a mí mismo en el reflejo de sus ojos desquiciados, y tengo miedo. Pero resisto atrapando sus manos que siguen luchando por zafarse.

Acerca su cara tirando mordidas al aire, y cuando simula arrancarme la mascarilla de un mordisco, su cuerpo cae con un espasmo sobre el mío con el ruido de una erupción.

Luego una segunda erupción, penetrando en su cabeza hasta que la sangre salpica en mi abrigo. Me levanto asustado de inmediato, arrojando su cuerpo inerte lejos de mí, y mi mirada recae en un aterrado Andrés, que empuña con fuerza la Vendetta.

—Yo... L-lo siento... No iba a permitir que te lastimara.

Sus manos temblorosas sueltan el arma, que cae sobre la arena con un golpe sordo, y sus ojos no se despegan del cadáver sangrante.

—Andrés... —me incorporo como puedo, todavía medio aturdido, hasta asegurarme de sostenerlo en mis brazos—. Andrés, escúchame, está bien. Me salvaste.

Lo escucho moquear, con su cara escondida entre mi hombro. —Lo sé.

No es la reacción que esperaba. Imaginaba que estaría arturdido, y sin embargo parezco ser yo quien está más ansioso. Definitivamente, él ya había perdido su inocencia incluso antes de conocerme.

—Sí, mi amor. Estoy bien gracias a ti.

Siempre lo estuve.

[...]

De regreso en el auto, la característica sonrisa eufórica de Andrés desaparece. Se encuentra con las piernas arriba del asiento, flexionadas hacia su pecho. La música en la radio cassette sigue sonando, con Boy Gorge tan apasionado como en el viaje de venida, pero ni eso logra sacarlo de su estado inmóvil.

Los últimos enfermos que él había visto fueron sus padres, justo antes de que los soldados los balearan. Nunca me atreví a preguntarle, pero aprendí a intuir que su vida antes del Refugio fue dura. Supongo que al momento de disparar a la enferma le trajo malos recuerdos. Pues, antes de ser una enferma más, fue una mujer.

Ese hecho me estremece, mientras sostengo el manubrio del auto. Por el espejo retrovisor aún puedo notar el mar no muy lejos de la carretera... No me asusta haber sido contagiado, porque una de las características del jodido virus es que no es contagioso; sólo puede adquirirse inhalando sin filtro el oxígeno contaminado, o por contacto directo contra el sol. Sabía que en esta ocasión estaba libre de infección.

Por eso usábamos mascarillas desintoxicantes y nos cubríamos con muchas capas de ropa antes de salir al exterior. Desde unos años para acá, el Refugio impuso que sólo podíamos salir en temporada de otoño e invierno, ya que durante las otras estaciones del año la radiación solar es mucho más potente, y hay más riesgo de contraer el virus incluso con cientos de abrigos. Además, el calor en verano con abrigos provoca una insolación inminente.

Yo lo sé porque desde los catorce años me ofrecí como voluntario para salir en excursiones en busca de provisiones. Ahí fue donde encontré los cassettes para Andrés, aunque supiera que no podría escucharlos. Ahí fue donde...

Mi nuca palpita repentinamente, y mi visión vuelve a disiparse entre las líneas amarillas del asfalto de la carretera.

Andrés debió notar mi reciente tensión, porque se apresura a murmurar palabras tiernas a mi lado para relajarme, incluso si desconoce qué es lo que me molesta. Mis oídos escuchan vacío y veo borroso, entonces creo que esa es mi señal. Logro presionar el freno que ocasiona una violenta sacudida en el auto.

—¿Qué ocurre, Gonzalo? —me pregunta, preocupado—. Ni siquiera me preocupé en preguntarte si estabas bien, bendita mierda. ¿Qué sientes? Puedo seguir conduciendo si te sientes indispuesto.

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