Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

cuatro; estallido.

Oh, mi amor, envuélveme entre tus pétalos y abrázame hasta que termines con mi dolor. Incluso si resulta ser para siempre.


Indispuesto. Ajá, esa era la palabra. Estoy indispuesto. Sus manos cálidas me acarician la cara, que insisto en mantener cabizbaja, me gira hacia él y toquetea mis párpados cerrados, batiendo superficialmente mis pestañas con sus índices.

—Cariño —insiste, y noto la amargura en su voz—, ¿qué te pasa?

—Mi amor, hazme un favor.

—Claro que sí, dime lo que sea.

Tomo una de sus manos pegadas a mi cara y la deslizo a mis labios, besando su palma áspera. Inhalo el aroma de su fragancia corporal, de esa tenue crema de avellana.

—Mi amor, sigue conduciendo por mí.

—Oh, si, por supuesto —responde, haciendo el amargue de cruzar el asiento—. ¿Por qué no me dijiste qué te sentías mal?

Pese a su intento por querer llegar, sus movimientos torpes se detuvieron al notarme decaído, sin intención de moverme. En ese momento su voz sigue atascada en mi cabeza, atormentándome sin quererlo con su pregunta. No pudiendo verlo a los ojos, respondí.

—Porque, vida mía, no es el tipo de malestar del que debías estar al tanto.

—¿De qué hablas? —titubea, comprendiendo superficialmente lo que quería decir—. ¿Qué te ha ocurrido, mi amor?

—Sabes a lo que me refiero.

—Quiero que me lo digas, Gonzalo. Si realmente es lo que creo, si es verdad, dilo con tu propia voz.

Sus manos, ahora pegadas a mis mejillas, me obligan a mantener el contacto visual que tanto me ardía. No necesito de otro sol que me contagie, cuando tengo su mirada indeleble sobre mí.

—No lo digas —murmura, sin que ninguno de los dos pestañee.

—Lo siento, Andrés... Estoy enfermo.

—¡No! —grita, apachurrando más mis mejillas—. No, no, no. No tú, Gonzalo. ¡¿Por qué tú?!

—Lo siento —es lo único que puedo decir, una disculpa incoherente.

—¡Dijiste que no me dejarías! ¡Que estarías conmigo hasta tu último aliento! ¿Lo recuerdas, cuando llegué al refugio?

Me arrojo a abrazarlo, aunque la guantera me lastime en el estómago, lo capturo en mis brazos hasta sentirlo temblar e hipear en busca de aire, dando caricias a su cabello.

—Es lo que estoy haciendo, mi vida.

El aire se quiebra con sus lloriqueos, no puedo hacer nada mas que pegarlo a mí. Consolándonos a ambos hasta que llegue el momento de la verdadera despedida, sin atreverme a verlo a los ojos todavía. Se siente igual de frágil que la primera noche que descubrió que se había quedado sin familia. Luego de un momento, su voz suena más calmada junto a mi oído.

—¿Cuándo fue?

—Hace... Hace dos días. Durante la última excursión, un infectado me atacó mientras estaba solo, no estaba preparado y me sacó la mascarilla. Sólo fueron unos segundos, pero mis pulmones ardieron.

Fue una decisión arriesgada regresar al Refugio ocultando mi condición, pero aún con tanta histeria en mi mente, me dije que tendría que cumplir la voluntad de Andrés, la de venir juntos a la playa. Ya se lo había prometido antes, que iríamos cuando hubiera oportunidad... Se hizo costumbre prometerle muchas cosas.

Aunque al final, me consuela saber que sí pude cumplirlas.

El efecto del virus no es inmediato, creo que eso es lo más cruel del asunto; notar que tu cordura se desprende de tu ser poco a poco, que tu cuerpo comienza a reaccionar sin que se lo ordenes, que un día te olvidas de todo. Me rehusaba a conocer el proceso, y eso Andrés lo sabía. Lo habíamos hablado cientos de veces antes, si en algún momento uno de los dos estuviera enfermo, preferíamos acabar con nuestra vida antes que terminar como un irrazonable deambulando en busca de sesos.

Andrés sabía lo que yo pensaba hacer una vez que bajara del auto.

De un momento para otro, mientras pensaba en eso, Andrés me empuja con fuerza del abrazo y me arrincona con sus piernas junto al volante.

—Pues no voy a abandonarte —dice, con los ojos inyectados de sangre.

Yo, confundido, no pude reaccionar a tiempo a sus intenciones. En un ágil movimiento, consigue bajar la ventanilla del auto todavía encendido hasta asomar la cabeza por fuera.

Luego de sus bocanadas, vuelve a posicionarse sobre el asiento, tosiendo, hasta recargar la cabeza sobre la almohadilla sin preocuparse de subir la ventana.

—¡No, Andrés! —tarde, me abalanzo sobre su cuerpo débil y presiono el botón para impedir que el aire siga ingresando. Y con lágrimas quemándome la cara, me centro en su expresión aturdida de ojos cerrados—. ¿Qué hiciste, Andrés? ¿Por qué?

—No iba a dejarte solo —lanza una risilla, frunciendo el ceño malherido—. Es cierto, tus pulmones arden.

Mi mente se nubla por completo, cualquier rastro de pensamiento coherente desaparece hasta quedar en blanco. Sólo puedo ver a Andrés frente a mí, entreabriendo apenas los ojos, pero con lo único que puedo relacionarlo es... saber que no pude protejerlo.

Entonces un toque frío se presenta en mi mano... Andrés me está entregando la Vendetta. Sus pestañas apuntan hacia mí, sus ojos lucen más brillantes que nunca, aún con el rastro de lágrimas encima de sus pecas. Tose un par de veces, y asiente.

No hay necesidad de palabras. Mas bien, no quiero pronunciarlas. ¿Esto fue lo que planeaste desde el principio, mi amor? ¿Sumergirme tu identidad en el corazón y mente hasta tener la certeza de que no podría negarte nada nunca?

Mis lágrimas se resbalan de mi mentón como finos copos de nieve, empapando sin querer su rostro. Temo preguntarle y conocer su respuesta, pero en realidad ya me está contestando con esa mirada tan decidida. Hazlo, hazlo.

En un instante de razón perdida, coloco la punta de la Vendetta justo sobre su sien. Él no tiembla, pero mi mano no puede quedarse quieta.

—Lo siento —reitero, con la voz más perdida que nunca.

—No lo hagas. Fue mi decisión, Gonza.

Mi nombre saliendo de sus labios es lo único que escucho. Ni siquiera la radio, que continúa cantando ajena a nosotros, tiene sentido, sólo puedo concentrarme en él. Me regala una sonrisa, la última, y luego cierra los ojos. Es el fin.

Aprieto los ojos, la Vendetta en mi mano, y quito el seguro con dedos inseguros. Y sin darme oportunidad de a reflexionar, disparo.

El mundo se vuelve frío cuando su aliento deja de calentarlo.

No me atrevo a abrir los ojos, no me atrevo a pensar. En ese mismo momento de delirio, apunto ahora el arma debajo de sobre mi propia sien. Su frío me duele. Comienzo a contar para distraerme: uno, dos, tres, cuatro.

Y luego, bajo el eco del estallido de mi mano, espero a la oscuridad.









Sólo... que la oscuridad nunca viene a buscarme. Y mi única compañía es un chitido burlesco cada vez que presiono el gatillo, porque no el cartucho está vacío.

No. No, no puede ser. ¿Podía un arma de emergencia tener nada más tres balas, o mi mala suerte había traspasado los límites del subrealismo?

La dejo caer, aún apretando mis ojos con fuerza mientras detrás puedo sentir las lágrimas luchando por salir. Mis párpados cada vez pesan más, y aún así me rehúso a abrir los ojos. No quiero encontrarme con la realidad, con esa que yo mismo había interpuesto.

Por Dios, le había disparado al amor de mi vida.

Me echo hacia atrás en la oscuridad de mis párpados, asfixiado al reconocer debajo de mí la anatomía inmóvil de Andrés. Me contengo el asco y, como puedo, consigo abrir la puerta del auto para arrastrarme fuera del asiento, cayendo de frente con los codos enterrados en la grava del asfalto. Pero ya no había dolor externo que puedo importarme, ninguno iguala el que hay dentro de mí, ardiendo, matándome poco a poco.

En mis manos todavía siento la sangre viscosa resbalando, y en mi nariz, pese a ya estar afuera, sigo respirando el asqueroso e irreconocible olor que esta emana.

Había matado al amor de mi vida.

Entonces, sin poder contener más las lágrimas, me veo obligado a abrir los ojos. La mareta del océano, a la distancia, me llama.

No me dejo perturbar, no cuando una idea llega a mi sofocada mente. Me incorporo tambaleante sobre la carretera y obligo a mis piernas a andar, a que me lleven al remedio de mi corazón herido. El viento frío me choca en la cara, mis pulmones vuelven a arden con cada bocanada de oxígeno y mis cuerpo cada vez se queda más débil. Así hasta que consigo regresar a la arena negra.

No me detengo hasta llegar a donde las olas chocan, simulando ser manos que piden arrastrarme. El océano me sigue llamando. Sin pensarlo, hago caso a su llamado.

El agua está helada, aunque eso no me detiene de nadar como puedo hasta que mi cuerpo entero se sumerge. Las olas me llevan consigo y me hunden, no son compasivas, no dejan de caer sobre mi cabeza. Mi cuerpo flota y se ahoga hasta que mis dientes tiritean de frío. Al fondo, a donde el océano me lleva, el sol comienza a salir de su escondite, pintando el cielo de rosa con sus brazos. Es... Como si quisiera abrazarme.

Recordando la última sonrisa de Andrés, me doy la vuelta y a lo lejos distingo, con ojos entrecerrados, una pequeña aglomeración de gente en mal estado mirando en mi dirección. Son enfermos, debí haberlos alertado con el disparo y me persiguieron sin que me diera cuenta. Ya no importa. Nada me importa.

Sólo floto.

Y me entrego al océano verdadero, así como una vez me entregué el océano de sus ojos.






















Cuando volví a abrir los ojos, me encontré a mí mismo flotando sobre el agua templada. Luego, las olas se relajaron tanto que, apiadándose de mí, me llevaron a la orilla de la arena como tratando a un objeto perdido.

Me quedé estático, apreciando de espaldas el esplendor del sol anaranjado que continuó subiendo poco a poco sobre el océano. Nunca me había detenido a apreciarlo, me enseñaron a tenerle tanto miedo, que ahora me pregunto si es que siempre lució tan inofensivo.

Con sus rayos secando mi débil cuerpos, le agradecí. De alguna forma, supe que fue él quien guió mi destino. Me recompuse sobre mis rodillas para despedir a las olas que se alejaban de vuelta a su escondite, calmando las aguas detrás ellas. No supe cuánto tiempo me quedé ahí sentado, apreciando el paisaje que nunca había visto con los mismos ojos, hasta que escuché una risa en la lejanía. No pude evitar incorporarme los más rápido que mis entumidos huesos me lo permitieron, esperanzado; porque yo conocía esa risa. Le di la espalda al mar, y entonces lo vi.

Sobre la arena más blanca del mundo, Andrés correteaba persiguiendo unos cangrejos.

Seguía riendo eufórico, pateando la arena a sus anchas, con los brazos abiertos como un pájaro en pleno vuelo. Su risa ablandó mi corazón, nunca lo había escuchado tan contento. Mi sobra, extendiéndose hasta él, en algún momento llamó su atención. Pese a la distancia, percibí su sonrisa.

—¡Gonza! —gritó corriendo hacia mí, con sus ropas agitándose en un viento tranquilo. No se detuvo al llegar a mí, me abrazó con sus delgados brazos y enterró sus mejillas en mi pecho—. ¿Por qué tardaste tanto en venir?

—No lo hice —murmuré, acariciando sus cabellos sedosos—, es sólo que me extrañaste mucho.

—¿Ya podemos irnos?

—¿Adónde?

Sin soltarme, señaló un punto a nuestra izquierda. La puerta, donde nos esperaban nuestras familias agitando sus manos en saludo. Como nunca antes, me sentí en paz.

Tomé su mano hasta enrredar nuestros dedos, se plantó a mi lado con entusiasmo y lo reconocí más precioso que nunca. No pude dejar de sonreír.

—Andando, mi amor.

Entonces empezamos. Nuestro camino a la enternidad.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro