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Prólogo.



Otro día más.

Otro día en el que la rutina no lograba corromper el cascarón que contenía aquella poco definida realidad. Otro día en que las vidas de los demás parecían ajenas a la suya.

El hombre regordete y con traje a la medida se sacudió las cenizas de cigarrillo del ropaje que vestía, logrando disimular un poco el hecho de que en aquella fría tarde se había fumado aproximadamente diez de ellos. Estaba ansioso por abandonar esa zona tan desolada e inhóspita, pero sabía que debía esperar. Su trabajo era claro, no podía irse hasta que ella no apareciera.

El hombre canoso suspiró, pensando en cuanto más tardaría la chica en salir del recinto al que solían acudir diariamente. Era ridículo pensar que cada día ocupaban aquel lujoso auto para viajar tantos kilómetros, desde la fulgurante y hermosa Chicago, hasta Illinois, una ciudad de la cual no sabía demasiado. Pero él, en el fondo, respondió su misma pregunta: era peligroso tener todo en un mismo lugar.

Pensando en el asunto, se recostó contra el auto, dándole un fugaz vistazo a su reloj de muñeca. Un pequeño regalo de su esposa, la cual ahora mismo debía estarlo esperando ansiosa en casa junto a sus hijos. Cuatro y veinte minutos de la tarde.

Se acercaba la hora de partir.

Subió su mirada a aquella puerta metálica grisácea y sonrió para sus adentros; estaba en lo cierto.
Más allá del enrejado que protegía el gran lugar, se acercaba una mujer, a la cual él debía las grandes cantidades de dinero que recibía mensualmente. Ella no sonreía, y sus ojos estaban protegidos detrás de unos lentes oscuros. Los dos guardias que custodiaban las puertas la reconocieron al instante, dándole paso inmediato a la mujer. Ella paró un segundo y mantuvo una conversación corta con ambos.

Mientras tanto, Niles, su conductor, se arregló el traje, tratando de presentarse ante la joven. Ella avanzó sin prisa a la puerta trasera del automóvil, y él la abrió, dándole cortésmente paso al interior. Solía ser así siempre. Ella era una mujer de muy pocas palabras, y él prefería no hablar demasiado, evitando cualquier acción que pudiera incomodarla.

Cuando la puerta se cerró tras ella, él se dirigió a la de conductor y subió. Era hora de volver a casa.

Niles encendió el auto, y emprendió el camino a Chicago —el cual ya conocía de memoria—.

Como solía hacer disimuladamente todos los días, subió los ojos lentamente al retrovisor, solo para observar a su acompañante a través de éste.

La morena yacía bien sentada en la parte de atrás, con la espalda recta y las piernas bien cruzadas. Sus manos perfectamente cuidadas permanecían en sus rodillas, pero su gesto era distinto. Era neutro, frío, distante. Estaba completamente impasible, como si estuviese ajena al mundo que la rodeaba.

Niles muy pocas veces había podido presenciar un gesto distinto a ese, y se preguntó porqué, poniendo los ojos sobre la carretera desierta. La chica oscilaba la edad de una de sus hijas —20 años, siendo más claro— y aún así, para su corta edad, la joven con rasgos latinos había presenciado aterradores sucesos que no tenían precendentes. Él desconocía demasiado su vida anterior al pecado, pero lo poco que sabía bastaba para hacer que su piel y corazón se erizarán. Él la veía como a una hija —ya que llevaba siendo su chófer casi tres años— y le dolía en demasía los estragos que ella tuvo que vivir para llegar hasta donde estaba. La superioridad tenía un precio, y ambos lo sabían.

—Niles...— Pronunciaron con suavidad extraña los labios rojos de Mia, más conocida en el bajo y alto mundo como Venus.

Él trató de no trastabillar, notando lo distraído que estaba. Carraspeó y la miró a través del retrovisor nuevamente. Esta vez, ella le devolvió la mirada. Sus ojos pardos y felinos, acompañados de una expresión intimidante pero femenina hicieron que la piel del pobre hombre temblara.

—¿Sí, señorita?— Preguntó, pero sabía la respuesta. Eran exactamente las cinco y treinta de la tarde, y él sabía lo que aquello significaba.

—Es hora.— Fue lo único que dijo la fémina.

Él asintió, y alargó la mano al estéreo lujoso que poseía el auto. En aquel estéreo, los cinco días de la semana, y precisamente a las cinco y treinta de la tarde solo se reproducía una canción.

La isla bonita, de Madonna, resonó en el auto, y la piel de Mia se erizó como de costumbre. Su respiración se aceleró al tope, y sus manos temblaron con nerviosismo. Tenía que controlarse.

A pesar del ritmo ochentero y alegre de aquella canción, el ánimo de Mia no se arregló; fue todo lo contrario. No le atraía la canción, si no la historia detrás de esta.

Mia se reprimió a sí misma para no recordar aquello, pero era imposible no hacerlo, así que se venció. Quería recordar.

Mia Helena San Martín Wale era su nombre completo. Una extraña combinación que solía causarle migraña, por lo cual optó hace muchos años en cambiarlo por un apodo menos complicado: Venus. Sí, como la diosa del amor en tiempos antiguos.

Su origen se remontaba 20 años atrás. Mia nació en una base militar estadounidense: mitad americana y mitad latinoamericana. Su madre, Helena, fue una inmigrante colombiana que conoció a un militar de apellido Wale, el cual le hizo vivir sus mejores años en suelo norteamericano. Después de ser dado de baja en un  supuesto asalto a tropas enemigas, pasaron de ser los tres a solo su madre y ella.

Los años pasaron, hasta que Mia cumplió diecisiete años. Ella y su madre siempre vivieron en Chicago, sobreviviendo gracias a el subsidio de guerra que el gobierno les brindó por su padre fallecido, y el trabajo de camarera de que su madre solía tener.
Todo iba bien, pero las cosas buenas no duran mucho tiempo.

La voz cantarina de Madonna regresó a Mia a la realidad. Su mirada seguía pérdida en un punto imaginario.

Recordaba los paseos dominicales con su madre, la cual solía reproducir aquella pegadiza canción en su chevrolet Bel Air descapotable, el cual era el auto más tortuoso del mundo; pero también el que más recuerdos dolorosos le traía.

¡Esta canción representa toda mi adolescencia! No sé como no te gusta.— Solía reñir Helena a su hija, mientras bailaba la canción en el asiento.

Hoy la canción no representaba alegría, o algún sentimiento positivo. Ahora solo traía dolor, y detrás de éste, un sentimiento de venganza muy propio de los más sanguinarios asesinos.

Todos querían venganza. Mia merecía venganza.
Le habían arrebatado todo lo que quería, tirándola de cabeza a este mundo lleno de peligros y soberbia.

No tenía la culpa, pero tampoco era inocente.

—Señorita Wale, ¿se encuentra bien?— Preguntó el viejo Niles desde el asiento de conductor. La canción había terminado, y con ella, los recuerdos. Mia apretó la mandíbula, tratando de no derramar ninguna lágrima. No podía ser débil, lo sabía bien.

—Solo conduzca.— Respondió fríamente la fémina, alejando todo recuerdo de sus padres fallecidos. Sentía la culpa remordiéndole la conciencia, y lo último que quería hacer era entablar una conversación.

Niles asintió, y no hubo más palabras durante el resto de viaje.

Mia cerró los ojos y suspiró, pensando en que tenía el plan en sus manos.

La venganza corrompe las mentes humanas, pero ¿quién dijo qué no era divertido?

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