9. 🥀 Little warrior
Los finos dedos de Aphrodite se sostienen con fuerza de la prenda del hombre más alto, como si temiera dejarlo ir incluso en sueños.
Su respiración es tranquila y acompasada, mientras duerme sobre el firme pecho ajeno. Se acurruca en los fuertes brazos de Ares, quien continúa despierto, resistiéndose a cerrar los ojos por miedo de que todo sea una efímera ilusión.
Una de sus más hermosas fantasías.
La morena mano se desliza por la blanca mejilla, dejando sutiles caricias sobre la herida ya cicatrizada. La horrenda marca que dejó su hermano mayor en el delicado rostro.
Si tan sólo hubiera intuido desde el principio las intensiones de Hefestos, no se hubiera alejado de Aphrodite ni por un segundo.
Pero en aquel tiempo, Ares era tan joven e inexperto. Era casi un niño. Sin embargo, eso no pudo impedir que su corazón comenzara a latir descontrolado cada vez que veía al precioso ser que ahora tiene el privilegio de tener entre sus brazos.
Nam lanza un largo bostezo cerca de las tres de la madrugada. Bam se asoma por la puerta semiabierta y mueve la cola alegremente al observar a ambos hombres acostados sobre las mantas. Se acerca hacia el lado de Aphrodite y como de costumbre, olisquea feliz el suave dulzor que emana del dios.
Acariciando su pelaje marrón, Nam le hace un gesto, llevando uno de sus dedos a su labios para que guarde silencio y no despierte a Aphrodite. El cachorro parece entenderlo y tras lamer las manos del entrenador, vuelve a irse, cerrando la puerta con el hocico.
El más alto suspira recostado en el respaldar de su cama y sonríe para sí mismo, al darse cuenta que Bam siempre supo quién era Jin todo este tiempo.
Aphrodite tose y tiembla por momentos. Nam apega aún más el delgado cuerpo junto al suyo, deslizando una de sus manos por la espalda del bello dios del amor.
El ondulado cabello ajeno cae como una preciosa cascada anaranjada, invadiendo gran parte del lecho. Nam se entretiene enroscando sus dedos en algunos rizos desordenados que descienden sobre los suaves hombros del ser más hermoso que jamás pudo conocer.
Lo buscó en tantos países y en tantas ciudades. Recorrió durante cientos de años diversos caminos y tantos mares. El tiempo pasaba muy lento y estar lejos de su único amor, lo volvió frío y solitario, un ser sin emociones.
Porque la llave de su sonrisa siempre la tuvo él, Aphrodite.
Ares lo había extrañado tanto. Cada año que pasaba era una completa tortura. Las estaciones se juntaban una tras otra. Las hojas del otoño le recordaban a su cabello cobrizo, el verano resplandeciente a su contagiosa risa. Sus ojos esmeralda renacían en su memoria, como la verde naturaleza en primavera. Incluso su blanca piel podía evocarla en los suaves copos de nieve que caían sobre su rostro en cada invierno.
Y como una promesa en su rudo corazón, en cada estación volvía a recoger sus queridas flores silvestres con la esperanza de volverlo a ver.
El dios de la guerra nunca dejó de buscarlo sin descanso. Cada fin de semana se acercaba a la orilla de alguna playa, de cualquier lugar, ciudad, pueblo o país que fuere.
Sólo esperaba que ocurriera un milagro.
El milagro que le auguró el oráculo antes de partir del Olimpo en busca de lo que tanto amaba.
"En tierras donde sale el sol lo encontrarás, a orillas del mar dorado"
Y así lo hizo, cada semana. Todos los meses, todos los años. Visitó muchos países de oriente, aquellas tierras donde salía el sol. Llegaba a los pies de algún océano, esperando que atardeciera, esperando ver esos destellos naranjas cuando moría el astro rey y las aguas tomaban su característico color dorado... pero caía la noche y nada sucedía. Uno a uno fueron pasando tantos años que perdió la cuenta. El mundo cambió pero su cuerpo no lo hacía al mismo ritmo, seguía siendo un dios después de todo. Transcurrieron milenios y en su rostro solo parecía que hubiesen pasado poco más de diez años.
Quizás si hubiera tomado más atención al vaticinio del oráculo, podría haber hallado la respuesta mucho antes. Porque el mar dorado nunca se refirió al color de las aguas, sino al mar Amarillo. El único mar en todo el mundo que lleva ese nombre.
Y si Ares hubiera llegado antes a Muan, Aphrodite no hubiera dormido tanto tiempo en el fondo del mar.
A pesar que su cuerpo descansaba en total calma, arrullado por las corrientes marinas, su corazón seguía inquieto. Porque era el dios del amor y era amor lo más necesitaba.
Por eso su corazón fue quien lo despertó de aquel profundo sueño, cuando sintió por fin cerca de la orilla el latido que tanto había esperado.
Su corazón fue quien lo guio a través del agua y la arena, a través de las polvorientas calles y la gente desconocida. Nunca fue su orgullo de dios, ni sus planes para recuperar la belleza que creía perdida.
Siempre fue su corazón.
La herramienta del amor que palpitaba feliz en su pecho al reconocer que su único dueño al fin había llegado.
La larga espera había valido la pena.
Inolvidables recuerdos llegan a la memoria de Ares, quien suspira sin dejar de observar las hermosas pestañas que descansan tranquilas sobre los blancos pómulos del rostro ajeno.
Su más bello milagro estaba al fin junto a él.
El dios de la guerra extiende su mano hacia la mesita de noche y toma una pequeña flor silvestre de uno de los jarrones. La coloca con cuidado en la oreja de Aphrodite y lo observa dormir tranquilo junto a él, contemplando el aterciopelado tono de su piel en conjunto con los pétalos azulados sobre su cabello.
Es tan maravilloso verlo así. Como un magnífico cuadro recién pintado, digno del más diestro artista.
Esa misma imagen es la que guardaba el dios de la guerra en su memoria. El día más inolvidable de toda su existencia.
La tarde en que conoció al dios de la belleza y el amor.
—¡No iré a entrenar, padre!
Un gran estruendo sonó en los pasillos del palacio de Zeus cuando Ares cerró la puerta de golpe, encerrándose en su habitación.
El joven dios se había levantado de la mesa y dejó el banquete de su padre a medio terminar. Otros dioses que compartían la ostentosa comida junto al todopoderoso rey, guardaron silencio ante el grito del hijo menor de Zeus. El chico había girado su vista, buscando el apoyo de su madre, pero ésta le dirigió una crítica mirada, desaprobando su actitud. Al no tener apoyo de nadie en aquel lugar, enfadado prefirió retirarse.
En aquel instante, agradeció el vistoso casco de cobre que le había regalado su hermano mayor un par de años atrás. Según él, le aseguraba poder cubrir su fealdad, pero tristemente sólo pudo asegurar en que servía perfectamente para ocultar sus inmensas ganas de llorar.
Ares estaba cansado de las exigencias de su padre. Cada día era un ir y venir de discusiones al insistir el monarca en que todo entrenamiento era poco ante sus ojos.
Desde que el muchacho cumplió los doce años, solía entrenar de sol a sol y únicamente tenía permitido detenerse para comer o dormir. No tenía hambre en realidad, al ser su condición divina y peculiar, pero era la única forma en que lograba obtener un pequeño descanso.
Aquel día era su quinceavo cumpleaños y nadie en el palacio lo había recordado. En el almuerzo, el joven dios se atrevió a mencionar que al ser un día especial, quería la tarde libre para él, pero su padre le había regañado duramente frente todos los comensales, insistiendo en que sólo era un día más, que su cumpleaños no era excusa para dejar sus obligaciones y que debía prepararse mejor para ser el dios de la guerra, tal como su destino había señalado desde su nacimiento.
Sin poder elegir, la joven divinidad había sido lanzada hacia un futuro marcado por el odio, la sangre y el rencor.
Pero Ares era tan sólo un niño. Un adolescente que detestaba el arduo entrenamiento al que era sometido día tras día. Odiaba las clases de lucha, las interminables horas del uso de la espada, las técnicas de defensa del escudo, las agotadoras sesiones del manejo del arco.
Lo odiaba todo.
En medio de aquel caos de su pubertad, fue casi un milagro encontrarse con un dios tan diferente de lo que se exigía de él.
Esa misma tarde, después de la acalorada discusión con su padre, aún con la armadura y el casco puesto, Ares abrió de golpe la gran ventana de su habitación que daba al inmenso jardín, con la intención de respirar aire fresco para tranquilizarse.
Pero quedó absorto al encontrar al más bello ángel que sus ojos hubieran visto jamás.
—Shhttt...— le dijo Aphrodite, colocando un dedo sobre los labios de Ares. —Hay mucha gente persiguiéndome y estoy tan cansado de huir ¿Puedo quedarme aquí un momento?— preguntó con una preciosa sonrisa, acomodando una flor silvestre sobre su oreja.
El dios de la guerra asintió con lentitud, hechizado por sus pupilas esmeralda, siendo incapaz de pronunciar palabra alguna frente a la obra de arte que lo estaba tocando.
Aprhodite le sonrió y Ares supo en ese instante que jamás podría olvidar su maravillosa sonrisa.
Tiempo después lo comprendió. Aquella vez lo dejó refugiarse en su habitación y sin quererlo, aquel ángel también se quedó para siempre en su corazón.
Porque Aphrodite era el dios del amor.
Con su exquisita belleza de tan sólo veinte primaveras, él era capaz de despertar ese sentimiento en todo aquel que lo veía. Aunque el amor pudiera inspirarse de muchas formas. Su fino rostro y su perfecta silueta incitaban a la pasión y la lujuria, al amor en su forma más primitiva, intensa y profunda, siendo el centro de obsesión de muchos mortales y dioses que constantemente lo perseguían. Entre ellos también Hefestos, el hijo mayor de Zeus.
Todos intentaban conquistarlo y poseerlo, como si fuera un territorio más del cual apoderarse, empujados por el deseo de obtener descendencia con el dios más bello del Olimpo, uno de los pocos dioses masculinos capaces de traer vida al mundo.
Pero a Ares no sólo lo atrajo su cara bonita. Ares vio mucho más en él.
Tras el primer día de su encuentro, fue común encontrar a Aphrodite entre las plantas o cuidando de los árboles. Con el paso del tiempo, el joven dios cayó rendido ante su dulzura al cantar, la ternura con la que trataba a los animales del inmenso jardín del palacio, su delicadeza en sembrar las flores y hasta en su formar suave de hablar, de sonrojarse, de pestañear, de respirar...
Enamorarse de Aphrodite fue tan fácil, casi como un juego de niños.
Cuando se dio cuenta, ya era tarde para evitarlo. Con tan solo quince años, su corazón adolescente comenzó ansiar cada día más su presencia, añorar su cercanía y la claridad que parecía inundarlo todo cuando él se hacía presente.
Los días se convirtieron en meses y verlo cada tarde al abrir la ventana, era el mayor regalo después de cada duro entrenamiento. A su padre, Zeus, no le molestaba la presencia de Aphrodite en su lujosa residencia. Al contrario, creía fielmente que su belleza daba un mayor toque de elegancia a su inmensa rosaleda y era la forma perfecta de mantener alejada las constantes disputas de cuantos dioses se acercaban a las puertas del palacio para intentar cortejarlo, causando siempre un gran desorden en el Olimpo.
Era usual verlos juntos al atardecer. El dios del amor hablaba y reía, mientras Ares sólo se dedicaba a contemplarlo, refugiado detrás de aquel casco de cobre que su hermano le regalase en su niñez. A Aphrodite no le importaba que lo llevase siempre puesto, tampoco preguntó el motivo. Él se conformaba con verlo sonreír, pues en la mitad de su rostro, la pequeña parte que el casco le dejaba vislumbrar, se formaban dos preciosos y radiantes hoyuelos, cual estrellas adornando su morena piel.
Ambos gastaban los minutos alimentando a los peces del estanque, recogiendo fresas de los arbustos, construyendo casitas para los pájaros, podando las hojas del jardín... Incluso edificaron un pequeño refugio entre los árboles, donde solían pasar la mayoría del tiempo en compañía del otro, mientras miraban el cielo estrellado.
Ares se mantenía tranquilo a su lado, casi no pronunciaba palabra alguna, pero no era problema para el dios de la belleza. Aphrodite podía pasar horas cantando o danzando entre las flores sin agotarse y el silencio ajeno nunca fue una incomodidad. Le resultaba tierno que sólo lo observase y sonriera. Mucho más tierno aún cuando avergonzado le traía algún obsequio de sus cortos viajes a la tierra en alguna sesión especial de adiestramiento. Un regalo que para el dios del belleza era mucho más valioso que las joyas o las más caras telas que sus pretendientes podían regalarle. El pequeño guerrero le traía flores silvestres que recogía siempre en los campos de batalla, porque incluso dentro del horror allí sembrado, podía germinar la belleza. Un rayo de esperanza que a Ares siempre le recordaba al bello dios del amor.
Con el pasar de los años, Aphrodite se volvió aún más hermoso de lo que ya era. Sus labios se tornaron más rojos, como los pétalos de las rosas del jardín que amaba besar. Su nívea piel se volvió más suave aún, tan tersa como la seda. Su brillante cabello descendió como un riachuelo cobrizo adornando su cuerpo hasta el final de su espalda.
Ares creció y su cuerpo junto a él. Su fisonomía, antes delgada y menuda, comenzó a cambiar notablemente. Los finos músculos se ensancharon, tomando la forma perfecta en cada palmo de su ser, siendo fruto del intenso esfuerzo día tras día.
Tan alto como su padre, su corpulenta figura causaba temor a quien tuviera en frente. A todos menos a Aphrodite, quien a pesar del gran cambio, seguía sonriéndole como de costumbre, porque tras la habitual armadura que siempre portaba, para él seguía siendo aquel dulce y pequeño guerrero de inocente corazón.
Pasar las horas en compañía de Aphrodite era una hermosa vía de escape en la pesada vida diaria de Ares, pequeños instantes en que dejaba de sentirse esclavo de su destino. Él era feliz simplemente con verlo. Contemplarlo era un placer. En su presencia encontraba paz y consuelo.
Pero de repente quiso más.
La calma de cada encuentro la rompía siempre los desordenados latidos de su corazón.
El dios de la guerra, próximo a cumplir diecinueve años, estaba deseoso de poder confesar al fin sus sentimientos. Pero antes quería asegurarse de ser alguien digno de Aphrodite, no un dios que desmereciera sus dones y encantos.
Intentó resaltar en otras labores fuera del campo de batalla. Dedicó sus pocos ratos libres a la agricultura como la diosa Demetra, a la lectura de los papiros de la sabiduría como la diosa Atenea, incluso a hurtadillas entraba al taller de su hermano Hefestos e intentaba aprender los menesteres sobre la forja del hierro y el uso del fuego.
Nada parecía salirle bien, pero no dejaba de intentarlo.
Sólo tenía un objetivo en mente: Ares quería dejar de ser el dios de la guerra.
Su amor por Aphrodite le hacia pensar en un futuro mejor. Por primera vez creyó que podía existir un destino diferente para él. Pensó que al fin podría elegir su propio camino junto a la única persona que amaba.
Pero se equivocó.
Zeus no vio con buenos ojos la afinidad de ambos y tuvo miedo. Al gran rey de los dioses le aterrorizaba la idea de que aquella relación amistosa pudiera llegar a ser algo más. Juntarse el poder de la guerra y el amor podría ser el fin de su reinado, porque no podría existir ninguna fuerza mayor que ésa. Un poder incluso mayor al suyo.
Guiado por sus temores, Zeus ordenó a Ares acudir a la tierra para ejercer su función de dios en la guerra de Troya. En su ausencia y aprovechando la obsesiva fijación de su hijo mayor por el dios de la belleza, decidió concederle a Hefestos la mano de Aphrodite en matrimonio y así acabar con sus problemas.
Al enterarse el dios del amor que su vida sería unida pronto a la de un hijo de Zeus, su alma dio un vuelco de alegría. Pero la emoción duró poco, pues no se trataba del hijo menor, aquel pequeño gran guerrero que su corazón siempre esperaba. Aquel por quien llevaba varios meses guardándose, porque ya no encontraba sentido entregarse a otras pieles, su ser ya sólo exigía preservarse para él.
Con infinita tristeza, aguardo la llegada de Ares durante varias noches en el enorme jardín, pero la batalla de Troya tardó más tiempo del que pensaba. En la tierra transcurrieron casi diez años, aunque en el Olimpo sólo habían pasado algunas semanas.
Cuando al fin Ares regresó una madrugada, lo hizo cubierto de sangre de la cabeza a los pies. La preocupación de Aphrodite quedó en segundo plano al observar sus cuantiosas heridas y la coraza rajada sobre su pecho.
Con preocupación corrió hacia él y los sostuvo de las mejillas, intentado constatar que estaba bien. Buscó su mirada, pero solo encontró lágrimas brotando de sus ojos, como infinitos pozos de desconsuelo.
Aphrodite sujetó sus manos y de prisa lo llevo hacia el pequeño refugio en medio de la arboleda, pues no quería que nadie se burlara de la fragilidad del dios de la guerra. Esa sensibilidad suya, ese corazón cálido, sólo quería que fueran siempre para él. El dios de la belleza y el amor ansiaba ser el único que pudiera observarlo de aquella forma.
Con extremo cuidado secó sus lágrimas y curó sus heridas una a una.
Ares no pronunció palabra alguna. Sólo observó con tristeza al bello ser sumido en su faena.
Ni si quiera era capaz de decirle que sus heridas no eran el motivo de su llanto. Su mayor desgracia fue querer cambiar su impuesta naturaleza bélica y ambicionar en ser un dios conciliador y pacifista. Él realmente ansiaba conseguirlo. Esa sería su gran muestra de amor hacia Aprhodite.
Estando en la tierra, intentó convencer al pueblo griego de que debían detener la batalla. Les aseguró que lo lograrían si otorgaban una ofrenda de paz al orgulloso pueblo de Troya. Sería un grandioso monumento a la concordia, en forma de caballo tal vez, pues era conocido por todos su significado como símbolo del triunfo y la victoria. Sin embargo, sus palabras fueron malinterpretadas. El gigantesco corcel fue construido en madera, pero utilizado como instrumento de guerra, escondiendo en su interior más de un centenar de combatientes que trajeron consigo aún más muertes y destrucción.
Ares nunca quiso que ocurriera aquello. Sus desesperados deseos de convertirse en alguien digno de Aphrodite se hicieron añicos ante sus ojos. En vano intento detener a ambos bandos. La sangre de miles de inocentes finalmente terminó desparramada por todo el campo de batalla.
Las calles se llenaron de algarabía por la victoria, la gente jubilosa lanzaban vítores en honor a Ares, la deidad a la que agradecían el triunfo. Cuantiosas ofrendas y hermosas mujeres le fueron entregadas en recompensa para su deleite. Pero no había nada que pudiera satisfacer al dios, mucho menos el placer cuando no provenía del cuerpo de quien hace más de un año su piel ansiaba ser dueño.
Los griegos ganaron la guerra y eso aseguraba que Zeus estaría orgulloso, pero Ares era incapaz de sonreír.
Derrotado, regresó nuevamente a su hogar en el Olimpo, portando sólo una flor silvestre entre sus manos, sin pensar que una horrible noticia le esperaría al cruzar las puertas del palacio.
Los guardias le informaron del compromiso de su hermano mayor y el dios de la belleza, por órdenes de Zeus.
El cielo se desplomó sobre Ares.
Sintió morir en vida.
A pesar de las altas horas de la madrugada, corrió hacia los enormes jardines, donde le esperaba la dulce presencia de Aphrodite, sentado cerca de las flores bajo la luz de luna.
El nudo en su garganta se liberó al verlo y sus ojos se inundaron de lágrimas sin fin.
El dios de la guerra decidió darse por vencido.
Porque daba igual lo que hiciera o cuánto se esforzara. Nunca podría dejar de ser el dios de la guerra. Nunca sería digno de su belleza ni de su hermosos encantos.
Fuerza y poder.
Coraje y valentía.
¿De qué le servían?
Aphrodite era tan perfecto en todo y Ares sólo sabía luchar.
Jamás podría llegar a ser el compañero que él se merecía, siendo Ares una vana competencia contra su hábil e inteligente hermano o entre tantos dioses que con sus increíbles y perfectos dones podrían superarlo con creces.
Aunque su alma se hiciera pedazos, tarde o temprano tendría que dejarlo ir.
—No llores, Ares— le dijo el dios de la belleza con dulzura, sentado a su lado mientras curaba sus heridas. —Te ves mejor cuando sonríes ¿Puedes sonreír para mí, por favor?
Tal era la necesidad de Aphrodite de saber que tras el caos en su vida generado por las órdenes de Zeus, necesitaba al menos saber que Ares estaba bien. Ya ni si quiera le importaba su futuro enlace con Hefestos. Sólo necesitaba que su dios de la guerra regresara a casa sano y salvo. Sólo así su corazón podría seguir latiendo, aunque en pocos días ya no latiera junto a él.
Las lágrimas de Ares se detuvieron cuando la fuerte figura fue rodeada por los finos brazos que apretujaron su ser, sumiéndolo en una suave calidez.
Ares no pudo dejar de temblar. Sintió morir y sintió renacer al mismo tiempo. Porque todo aquel sentimiento que germinó siendo aún un niño, había permanecido intacto en su interior.
Sin embargo, Aphrodite intentaba despedirse, aunque las palabras no salieran de su boca.
Sabía que al unir su vida a otro hombre, ya no podría ver al dios de la guerra tanto como quisiera. Ya no cantaría preciosas canciones para él, mientras trenzaba su cabello frente al estanque donde los peces daban brincos de alegría. Dejarían de observar las nubes, sentados en la rama de algún árbol, suspirando quizás al pensar en un futuro donde no fueran dos, sino tres. Aprendería a vivir encerrando aquel hermoso sentimiento que nació cuando Ares era tan sólo un pequeño guerrero, cuando su sonrisa conquistó su alma y sus preciosos hoyuelos conquistaron su vanidoso corazón.
Tendría que alejarse del gran dios de la guerra, de apariencia dura y fuerte, que escondía siempre su rostro tras un casco y guardaba la nobleza en su interior. El increíble hombre en el que se había convertido su pequeño guerrero, de alma amable y corazón bondadoso, no podría ser suyo jamás.
El destino así lo había decidido.
El dios de la belleza deshizo el abrazo y se quedó observando a pocos centímetros el rostro ajeno. Intentó forzar una sonrisa, pues era la última imagen suya que quería dejar antes de partir.
Pero olvidó que nadie puede detener a la fuerza del amor, ni la propia deidad, ni el propio destino.
Porque era amor lo que sintió Ares y así lo confirmó cuando su pecho se agitó entre los brazos ajenos. Cuando sus blancas manos le daban el consuelo que sólo él podía brindarle. Cuando su sonrisa fue la única capaz de iluminar su triste existencia.
Porque Ares se sentía él mismo sólo cuando estaba junto a él.
Y con aquel sentimiento vibrando en su interior, decidió ser valiente y se atrevió a robarle al destino un poco de felicidad. Aunque sólo fuera un breve instante. Aunque después tuviera que dejarlo marchar.
La fuerte mano se acercó al niveo rostro, acariciando su mejilla y deslizó sobre su oreja la única flor silvestre que mantenía entre sus dedos, viendo a Aphrodite aún más hermoso que la primera vez.
Lentamente, Ares cerró los ojos, acercando su boca a la ajena y lo besó con timidez, casi como la haría un niño. Contuvo la respiración y tras unos segundos su ser se llenó de gozo cuando no fue rechazado, cuando los dulces labios de Aphrodite le correspondieron cómo él sólo había imaginado en sueños.
El tibio roce fue tan ínfimo como el toque de una pluma, pero lentamente se convirtió en magia pura. Aphrodite fue regalándole uno a uno los suaves suspiros que murieron en los belfos del guerrero, haciéndolo sentir en el paraíso.
Un beso sublime donde Ares al fin pudo probar el cielo, porque sólo en su boca se sintió libre.
La delicada forma en que ambos labios fueron acogidos, se convirtió en un elixir de felicidad que bebieron juntos de la boca del otro. El ansiado néctar que tanto habían esperado degustar.
Y en aquella noche inmensa, con la luna adornando el cielo del Olimpo, la guerra y el amor se encontraron, fundiéndose al fin sin cadenas que pudieran detenerles.
El dios de la guerra le entregó su alma y el dios del amor entregaba a cambio por completo su corazón.
Lástima que aquel instante no duraría para siempre y Aphrodite sería la forma más hermosa en que la vida le enseñaría a Ares que a pesar de ser un dios, no todo lo podría tener.
Holissssss!!!💜
Siento mucho la tardanza 🤧. Tal como publique por Facebook, este fue el capítulo más difícil de corregir porque es el primero que escribí de toda la historia. Creo que lo he releído unas cincuenta veces, porque al ser al principio un borrador de ideas, fue difícil cortar párrafos y ordenarlos cronológicamente para que el pasado de mis dos bellos dioses pudiera entenderse.
No hay apenas diálogos porque era necesario contar la historia del pequeño Ares, así que espero que tanto texto no les haya aburrido 🥺
Quedan aproximadamente 2-3 capítulos más para terminar 🤧.
Gracias por acompañarme y por esperar pacientemente cada actualización.
PD1: Hay link de Facebook en mi perfil, por si alguien quiere seguir los spoilers que doy por allí 🙈
PD2: próximo capítulo el 16/04/23
Besos de algodón de azúcar para todos.💞💞
Con amor,
Ayri 🌻💜
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