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2. 🥀 The pearl


La suave brisa del lunes por la mañana se cuela por las ventanas rotas de la vieja casita abandonada frente al mar.

La madera cuarteada por el paso del tiempo y las cortinas amarillentas por el sol de cada verano, deslucen el encanto de lo que un día fue la acogedora cabaña de algún pescador.

Sobre el colchón desgastado reposan los largos cabellos cobrizos y ondulados de un bello muchacho de tez albina que duerme apaciblemente.

Unas pequeñas patitas se mueven sobre la improvisada cama en el suelo y suben tranquilamente por encima de los hebras desordenadas, con delicadeza, hasta quedar frente al apuesto rostro del joven.

El chico entreabre perezoso uno de sus ojos verdes. Sus largas pestañas suben y bajan en un suave compás y se queda observando fijamente al pequeño animal que afligido le mira de cerca con pesar.

-¿Qué sucedió pequeñín? ¿No salió bien la cita de ayer?

El pequeño cangrejo menea eufórico dos de sus patitas hacia arriba, como si estuviera relatando lo sucedido el día anterior. Mueve su cuerpo con rapidez de un lado al otro del colchón, se gira un par de veces sobre su sitio y finalmente deja caer sus pinzas delanteras sobre la cama en un gesto de total desánimo.

Un brillo de tristeza asoma por su minúsculos ojitos, como si quisiera llorar.

Al diminuto animal no le hace falta expresar palabras.

La esperada cita con el moreno hombre que observaba en la playa al atardecer de cada domingo, había fallado. El pequeño crustáceo se enamoró a primera vista y se contentaba con contemplarlo siempre desde las rocas, pero se había determinado a sí mismo que ése domingo por fin se acercaría a él.

El cangrejo conoció a su nuevo amigo de tez clara varios días atrás en esa misma cabaña, cuando el frío hizo que el joven buscara cobijo y casi lo asfixiase en la oscuridad al acostarse en el mismo colchón, sin caer en cuenta del minúsculo animalito que allí dormía.

Ambos formaron un vínculo especial y el crustáceo decidió contarle sus penurias amorosas. El joven lo animó e incluso le colocó un lacito rosa en una de sus patitas para que se viera apuesto en su ansiada cita.

Pero el atractivo hombre de cabellos rubios ni si quiera había reparado en lo mucho que el animalito se había preparado para ese día y la timidez que tuvo que vencer para acercarse a él. Su danza de la conquista pasó desapercibida e incluso le quitó el lacito que lo hacía verse más elegante.

El cangrejito no tuvo más remedio que huir al sentirse rechazado.

Puede que fuese un amor imposible. El muchacho de largos cabellos cobrizos lo sabía, pero ¿quién era él para juzgar aquello?

No por nada el joven era llamado el dios de la belleza y el amor.

Y no hay nada que el amor no pueda conseguir.

Aprhodite acaricia el pequeño caparazón, se sienta sobre la cama y le brinda como alimento un par de algas al desanimado cangrejito para consolarlo.

¿Cómo pudo aquel hombre rechazar sin más a tan tierno animalito?

Él no lo conocía en persona, pero si lo tuviera en frente seguro que le reprocharía su actitud con severidad.

O también podría hacer que se enamorase de él y luego rechazarlo para que sepa lo que se siente...

Eso sería relativamente fácil para alguien de su condición.

¿Debería hacer uso de su poder?

El joven lleva el pequeño cangrejito hacia su regazo y continúa acariciándolo entre sus manos, escuchándolo con tristeza quejarse de lo sucedido.

Por extraño que parezca, el joven comprende todo el relato de su diminuto amigo. Le fue fácil entenderlo desde el primer día que lo conoció pues él también provenía del inmenso océano.

El hermoso muchacho había nacido de las profundidades de la misma espuma del mar y cobijado por una enorme concha marina que lo refugió durante sus primeros años de vida. El nácar cubrió su cuerpo y le dio ese color tan albino que realzaba aún más su deslumbrante belleza. Él era la hermosa perla que dejó su acogedor refugio y finalmente emergió de aquellas aguas que fueron durante años su hogar.

Sus padres le llamaron Aprhodite pues había nacido del Aprhos, la espuma. Aunque él hubiera preferido llamarse Jinju, cuyo significado era perla. Por eso no dudó en elegir ese nombre cuando tras muchos años dormido, emergió de las aguas meses atrás y llegó a la orilla del mar Amarillo, a los pies de la ciudad de Muan.

Aquella tarde del primer día de su llegada, Aprhodite desajustó la dorada diadema de su cabeza y la colocó sobre su cuello, acomodó su largo cabello hacia un costado, cubriendo la mitad de su rostro. Dejó atrás la vieja cabaña sobre la arena de la playa y se dirigió por un corto camino hacia el centro del pueblo, donde el barullo de la gente llamaba su atención.

No sabía dónde se encontraba exactamente. El mundo había cambiado demasiado. El refugio donde dormía en la profundidad del océano había sido movido por las corrientes marinas y finalmente había terminado a las orillas de un país que desconocía. La época era diferente, la gente era distinta, incluso sus ropas eran extrañas.

Caminó descalzo sólo portando una blanca túnica sobre sus hombros, ajustada con una cinta a la cintura y cayendo armoniosamente sobre su largas piernas. Las personas del pueblo lo miraron con extrañeza, como si viniera de algún carnaval o fiesta de disfraces. Una anciana que vendía flores en la plaza fue la primera en dirigirle la palabra.

"¿Es usted extranjero, joven?"

Los dones del dios hicieron que pudiera entender su idioma con facilidad.

"Sí... Soy Jinju. Ehmm... Jin. Soy Jin."

"¡Oh vaya! Te pareces mucho a mi nieto. Aunque él tiene el pelo largo y negro como la noche. Es cantante y siempre está viajando. Ojalá me volviera a visitar algún día"

El muchacho decidió presentarse acortando el apelativo hasta dejarlo solo en 'Jin'. Si usaba 'Jinju' podría sonar raro entre la gente, siendo 'Perla' un nombre común de mujer. Mucho más raro aún sería haber usado su verdadero nombre: Aprhodite.

Jin sonaba mucho mejor y así evitaría preguntas extrañas cuestionando su nombre, su familia o su procedencia.

Aquella buena mujer lo acogió esa tarde en su humilde casa, le preparó una deliciosa sopa para cenar e incluso le regaló ropa que su nieto dejó la última vez que le visitó.

En agradecimiento por su amabilidad, Jin se ofreció a ayudarle los días que hiciera falta e incluso a repartir flores los domingos, para que la anciana no tuviera que caminar tanto recorriendo el pueblo.

Desde aquel día sus domingos estaban siempre ocupados, motivo por el cual no pudo acompañar a su pequeño amigo a su ansiada cita.

Las flores siempre se le dieron bien a Aprhodite. Solía cuidar de ellas en los grandes jardines del palacio principal del Olimpo. No lo hacía por obligación. Lo hacía porque realmente amaba hacerlo y Zeus, dueño de tan grande palacio, lo dejaba recorrer libremente sus dominios pues la simple presencia de Aprhodite hacía que todo recobrara aún más belleza, como si fuera la más bella flor entre todas ellas.

¿Quién estará cuidando ahora de mis flores?

Jin se cuestiona pensando en su pasado, mientras deja al pequeño cangrejito sobre la cama y camina hacia la vieja ventana, sacudiendo el polvo con un trapo. Limpia una mesa cercana, se incorpora, alza la vista y observa su reflejo en un espejo roto colgado en la pared.

Sin previo aviso una lágrima se desliza desde sus orbes color esmeralda. Casi no puede reconocerse en el espejo. Su belleza es opacada por una gran cicatriz sobre su mejilla que surca un sendero de dolor desde uno de sus bellos ojos hasta su fino mentón.

Avergonzado, agacha la cabeza y vuelve a cubrir la mitad de su rostro con su largo cabello, tapando la horrible marca. Se dirige hacia la entrada de la cabaña y se sienta a los pies del umbral, mirando el mar en frente.

Nuevas lágrimas vuelven a caer por sus mejillas sin poder evitarlo.

Cientos de años atrás dejó los cielos del Olimpo, huyendo a la tierra con las manos en el rostro, cubriendo sus heridas mientras largos hilos de sangre surcaban entre sus dedos.

Su bella faz había sido dañada por quien debía ser su próximo compañero de vida. Un matrimonio concertado por el gran Zeus, rey de los dioses, quien complacido quiso devolver el favor a su hijo mayor, Hefestos, dios de la forja y el fuego, tras haberle construido el más ostentoso trono jamás visto, hecho de oro puro e incrustado con preciosas joyas que adornaban cada palmo del asiento.

Aunque no fuera su padre y no estuviera de acuerdo, Aprhodite no podía desobedecer una orden del mismísimo Zeus, rey de reyes. Sólo se forzó a simular una sonrisa frente a todos los demás dioses, quienes le felicitaron por tal honor de desposar uno de los hijos favoritos del todopoderoso dios.

Aprhodite sólo había cruzado un par de palabras con Hefestos. No sabía casi nada sobre su persona, salvo de su obsesión con él, pues no faltaba ocasión en que mandara vigilarlo cuando salía del palacio o que intentara cortejarlo enviándole preciosas joyas con sus sirvientes.

Sabía que Hefestos lo deseaba con locura, casi como la mayoría de dioses y mortales. No sólo por su belleza, sino porque Aprhodite era uno de los pocos dioses capaces de engendrar vida, independiente de su género.

Y todos ansiaban tener descendencia con Aprhodite, el dios más bello del Olimpo.

Pero Hefestos fue cegado por los celos. Era el dios menos agraciado entre todos y en un arranque de desconfianza e inquietud al saber que su prometido sería siempre acechado por sus encantos, se atrevió a dañar su hermoso rostro para que nadie jamás pudiera fijar sus ojos en él.

Creyendo que su belleza era lo único bueno que poseía, Aprhodite se refugió en el océano, nuevamente en el cálido caparazón que lo vio nacer. Triste y herido, se auto indujo en un profundo sueño con la esperanza que algún día al despertar no quedaran huellas de las heridas de su piel y de su corazón.

Pero su profundo sueño había terminado.

Una extraña fuerza lo obligó a despertar repentinamente.

Había llegado al pueblo hace tan solo un par de semanas atrás. Arribó de madrugada, cuando el manto oscuro aún caía sobre la playa y sus pies desnudos pudieron pisar al fin la fría arena.

Aprhodite decidió no sólo cambiar su nombre. Tras el encuentro con la anciana mujer en la plaza, cambió también su aspecto para no ser reconocido entre tantas esculturas y cuadros que se pintaron de él en la antigüedad.

La anciana aplaudió su cambio creyendo que se trataba de lentillas artificiales y que el cabello se lo había retocado en alguna peluquería de la ciudad. Estaba encantada pues solía decirle que su nueva apariencia le recordaba aún más a su nieto.

Cuando Jin salía al pueblo de vez en cuando para ayudar a la mujer, transformaba su ondulada cabellera cobriza por unos dóciles y cortos cabellos negros. Incluso sus pupilas de esmeralda tomaban un tono marrón oscuro, para pasar desapercibido entre la gente, sin llamar la atención. Aquellos cambios solo duraban pocas horas pues su poder ya era escaso y religiosamente a las doce de la noche al empezar un nuevo día, volvía a tomar su forma natural.

Incluso la gran cicatriz en su mejilla desaparecía durante algunas horas y era suficiente para poder ojear su aspecto en los escaparates de las tiendas del centro del pueblo y esbozar una leve sonrisa al sentirse nuevamente hermoso.

Jin había estado acostumbrado durante años a ser siempre el centro de atención por su belleza. Consentido y elogiado por todos.

Sin embargo, esta vez quería todo lo contrario.

Su mejilla seguía herida.

Su orgullo seguía herido.

Su alma seguía herida.

Sin su bello rostro no concebía ser capaz de volver al Olimpo, mucho menos ser merecedor de la atención y favores de nadie.

Jin sólo quería desaparecer.


🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻

Feliz Navidad mis bell@s herman@s Namjinistas!!! 😊🎄🎄🌟🌟

Hoy tocó capítulo como regalo 💓💓.

Espero que hayan tenido una linda noche llena de paz y amor.

Un beso de algodón de azúcar para tod@s!!

Ayri 🌻💜

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