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10. 🥀 The Mask


Los perezosos ojos verdes se abren lentamente a media mañana.

Aphrodite fija su mirada en el blanco techo y cae en cuenta de que no se trata de las maltrechas vigas de madera de su cabaña, ni el lecho sobre el que duerme es su habitual colchón desgastado.

El ruido de las gotas al golpetear contra el cristal de la ventana, le confirman que no ha dejado de llover durante toda la noche.

Intenta levantarse de la cama, pero el malestar vuelve a hacer estragos en su cuerpo y deja caer su cabeza nuevamente sobre la almohada. Tose un par de veces y hace una mueca de disgusto con los labios. Observa asombrado los mechones de su largo cabello cobrizo sobre las sábanas e intenta cambiar su aspecto en el acto, pero es en vano. Al parecer el poco poder que le quedaba se ha agotado por completo.

Se encuentra solo en la habitación, acompañado únicamente por las sencillas flores silvestres a su alrededor. Cierra los ojos y lleva una de sus manos hacia su sien, intentando dar suaves masajes para aliviar el dolor de cabeza, pero sus dedos tropiezan con algo extraño cerca de su oreja.

Retira con cuidado una pequeña flor de pétalos azulados y se queda observándola a corta distancia de su rostro.

¿Quizás cayó de alguno de los jarrones cerca del cabecero de la cama?

A pesar del malestar, la imagen logra hacerlo esbozar una suave sonrisa.

Vuelve a colocarla sobre su cabello intentando recordar exactamente cómo ha llegado a la habitación del entrenador.

¿Se agotó demasiado en el entrenamiento?

¿Se quedó dormido por la fiebre?

Posiblemente el atractivo instructor se compadeciera de su cansancio, dejándolo descansar en su habitación y no hubiera sido testigo del cambio radical en su aspecto a medianoche.

¿Y que habría pasado con su ropa? ¿Por qué tiene puesto sobre él una vestimenta tan suave y esponjosa?

Su cuerpo se siente medianamente caliente aún. Con fastidio abre algunos botones sobre su pecho y se deshace de los pantalones por el calor que empieza aumentar algunos grados de más en su piel, dejando libres sus delgadas piernas.

Sólo recuerda haber llegado al gimnasio en medio de la intensa lluvia. A partir de allí no tiene nada en claro.

Pero sí puede repetir con nitidez en su memoria el hermoso sueño que tuvo anoche. Lleva varios días imaginando ver de nuevo a su dulce Ares desde que emergió del mar, desde que despertó de aquella interminable siesta que duró tantos años. Sin embargo, éste último sueño fue el más real de todos. Es como si lo hubiera visto tan cerca que hubiera podido tocarlo, tan cerca que si quisiese podría haberlo besado.

Es una imagen borrosa en su mente. Un hombre que no llevaba casco ni armadura. Una figura cálida a su lado y un pálpito en su interior repitiéndose constantemente.

"Es él. Es él"

Aphrodite se gira sobre la cama y se cubre con las sábanas de la cabeza a los pies, enredado en sus propios pensamientos.

Su cuerpo quema, pero un escalofrío acaba de recorrer su espalda. No sabe si por la fiebre o por culpa de su extrañas ensoñaciones.

¿Tal vez está enloqueciendo al estar perdiendo su poder?

Intenta nuevamente concentrarse y esta vez logra por fin recuperar su sencillo y bello aspecto. Los medianos cabellos negros sobre su frente lo confirman.

El dios del amor deja caer sus pestañas al cerrar su párpados y suspira aliviado.

La sonrisa de Ares viene a su mente, haciéndole añorar los momentos felices que parecen pasar ante sus ojos.

Toca con suavidad sus labios y es aún capaz de sentir el primer y único beso que recibió del ser que más amó.

Incluso puede recordar un escrito entre sus manos, una carta de amor con la letra de Ares impregnada con miles de sentimientos guardados.

Ese papiro sería su último momento preciado.

Pero su corazón se estruja con los recuerdos que llegan de improviso. El sudor frío lo invade al punto de hacerlo temblar.

Su último momento feliz traería consigo la desgracia que lamentaría durante toda su vida.

La alegre música de lira, cítara y flautas, llenaba cada rincón del palacio de Zeus.

Era el día de la gran fiesta de compromiso en honor a los futuros esposos, Hefestos y Aphrodite.

Multitud de gente llenaba el lujoso salón. Los manjares rebosaban en las mesas y los más exquisitos vinos del Olimpo se servían en las finas copas. Las diosas lucían sus mejores vestidos y los dioses jubilosos brindaban entre ellos.

Las felicitaciones a las jóvenes divinidades se repetían por doquier y Aphrodite sólo se forzaba a sonreír, sintiendo por dentro quebrarse en miles de pedazos.

Hace tan sólo dos días, Ares lo había besado y en aquel instante pudo confirmar que ya no era más su niño de preciosos hoyuelos. Era su hombre perfecto, aquel que ansiaba tener por siempre a su lado.

En casi cuatro años había pasado de la ternura al cariño, sin poder evitarlo.

¿Quién le diría que tras el joven dios de la guerra también habría cabida para los tímidos brotes del amor?

Tras su primer encuentro, era divertido guiñarle un ojo al cruzar miradas por los pasillos del palacio y verlo ruborizarse hasta la nariz. Más divertido aún era encontrar al adolescente Ares escondido tras algún árbol del jardín, intentando pasar desapercibido y así continuar observando a Aphrodite sin ser visto.

Pero el dios del amor siempre supo que estaba allí. Su corazón siempre lo sabía.

Aphrodite sonreía para sí mismo mientras alimentaba a los peces del estanque o danzaba entre las flores del gigantesco jardín, fingiendo no notar su presencia. Le parecía tierno cuando percibía algún destello cobrizo del casco del joven dios entre la arboleda.

La divinidad del amor estaba acostumbrada a llamar siempre la atención por su belleza y a alejarse de cualquier dios que quisiera cortejarlo. Pero Ares era tan sólo un niño y su blando corazón fue incapaz de mantener la distancia.

Algunas semanas después, Aphrodite se decidió en construir un pequeño refugio en la cima de un árbol. Sería la forma perfecta de quedarse algunas noches en medio de la naturaleza sin tener que regresar a casa cada vez. A pesar de ser inteligente e intrépido en todo lo que hacía, no pudo evitar que algunas piezas de madera cayeran una y otra vez desde lo alto, retrasando constantemente su labor.

-¡Ey, tú! ¿Cuando vas a salir de allí? ¿No piensas ayudar a alguien tan hermoso como yo?

Un tímido Ares salió de detrás de un árbol, portando su habitual casco, jugando con sus dedos al estar algo nervioso de mostrarse frente al ser que más había admirado desde que lo vio por primera vez.

-Lo... Lo siento.

-Estás perdonado, pero la próxima vez no te ocultes. Me gustaría verte.

Ares sintió su pecho llenarse de infinitas emociones.

El bello dios quería verlo y eso hacía agitar cada vez más su tierno corazón.

-¿Volverás mañana?- preguntó el joven dios de la guerra con inocencia.

-Por supuesto. No hay lugar que me guste más en el Olimpo que el jardín de tu padre.

-Entonces terminaré de entrenar temprano y vendré todos los días a verte- afirmó Ares ilusionado.

Aphrodite sonrió ante la respuesta. La misma sonrisa que permaneció en sus labios cada tarde desde aquel día.

La presencia del pequeño Ares era cálida y acogedora, pese a que casi no pronunciara palabra alguna y sólo se dedicara a contemplarlo.

Con el pasar de los meses, Aphrodite se dio cuenta que al caer la tarde era su momento favorito del día. El joven dios llegaba de su entrenamiento y en seguida corría hacia el jardín, buscando su compañía, mostrando una gran sonrisa y un precioso par de hoyuelos.

Nunca le hizo falta a Aphrodite que Ares le dijera lo hermoso o bello que era. Tampoco necesitaba traerle los más caros o lujosos obsequios. Las horas a su lado y sus pequeñas flores silvestres se volvieron el mejor regalo que podría tener.

El tiempo pasó de prisa y celebraron juntos cada cumpleaños. Aphrodite fue testigo de sus visibles cambios, hasta ver al joven dios de la guerra convertirse en un gran y corpulento hombre.

Las usuales visitas de Aphrodite a la tierra y los numerosos pactos con los humanos se volvieron más tediosos cada vez. Porque sí, obtenía belleza y juventud, pero el calor de cuerpos ajenos ya no le llenaba como antes.

En cada caricia y cada entrega con los simples mortales, no podía dejar de pensar en la apolínea figura del dios de la guerra, sumergiéndose en sus entrañas, robándole el aliento.

Se sintió mal por pensar aquello.

Él solía ver a Ares casi como un hermano menor.

¿En qué momento cambió todo ese sentimiento?

De repente, al encontrarlo cada tarde, era incapaz de ocultar el rubor en su mejillas. Su dulce niño ya no era más un niño. Era un portentoso dios, capaz de atraer miradas y despertar el deseo de mortales y dioses.

Y en esa larga lista, Aphrodite no pudo evitar estar incluido.

Una de aquellas tardes y faltando pocos días para su dieciocho cumpleaños, Ares llegó abatido de la tierra y se resistía a mantenerle la mirada.

El dios de la belleza casi tuvo que forzarle a contarle lo sucedido.

Con una vergüenza infinita, Ares relató su primera experiencia íntima. Una de las tantas guerras en las que Grecia había ganado y le habían otorgado en ofrenda tres preciosas mujeres para complacerlo.

Aphrodite tuvo que morderse los labios, fingiendo una sonrisa, asegurándole que no tenía nada de malo, que era normal que sucediera.

Pero Ares no le dejó terminar e inmediatamente refutó su discurso, afirmándole que se sintió bien al principio, pero que su mente no estaba allí en aquel momento, ni era con quién hubiese querido disfrutarlo.

Aphrodite fue incapaz de preguntarle quién sería aquel ser que su cuerpo ansiaba. Porque si esos carnosos labios no decían su nombre, su corazón no lo hubiera soportado jamás.

Fue allí dónde se dio cuenta de sus sentimientos.

Celos infinitos carcomiéndole la piel por no haber sido el primero. Sin embargo, su dios de la guerra lucía acongojado ¿Cómo podría enfadarse con él? Ares estaba allí a su lado, hablándole con una voz diminuta, aguantando las ganas de llorar.

¿Sería muy codicioso de su parte desear no ser el primero pero sí el último?

Aphrodite inmediatamente lo abrazó, atrayéndolo hacia su pecho.

El de cabello cobrizo era incapaz de juzgarlo. Debía hacer honor a su nombre, difundiendo amor y confianza.

-Tranquilo Ares. Nadie va a culparte. De ahora en adelante, sólo haz lo que te dicte tu corazón.

Ares correspondió el abrazo, sumergiéndose en la dulce fragancia natural de Aphrodite. Respiró aliviado al no sentirse rechazado por lo que acababa de hacer. Sintió un suave hormigueo recorrer su piel al contacto ajeno. El cálido cuerpo que lo abrazaba y la suave voz que lo relajaba. Una dulce sensación que sólo podía causarle el único ser al que su corazón pertenecía.

Porque Aphrodite era su lugar seguro, donde ansiaba volver una y mil veces más.

Los latidos del blanco pecho se aceleraron en aquel abrazo y Aphrodite se apartó sonrojado, por temor a que Ares pudiera oírlo.

El dios de la guerra le respondió con una hermosa sonrisa y en ese instante Aphrodite dejó caer los escudos de su corazón.

Estaba sentenciado.

Tal vez Ares se enamoró primero, pero Aphrodite lo hizo aún más fuerte.
Sin quererlo, se había enamorado perdidamente del dios de la guerra.

"Haz lo que te dicte tu corazón", le había aconsejado.

Tal vez el dios del amor tendría que haber hecho caso a su propio consejo.

Zeus interrumpió la celebración, llamando la atención de todos los invitados. Sonrió en grande al asegurar que su hijo Hefestos había sido capaz de construir el trono más perfecto de todos los tiempos, a la par que descubría la figura con un tul blanco que guardaba los finos acabados del ostentoso mueble, repujado en oro y decorado con joyas preciosas.

Todos los dioses quedaron asombrados y aplaudieron al unísono, asegurando que definitivamente Hefestos sería un buen marido y proveería de lujos y comodidades que Aphrodite merecía.

Pero el dios de la belleza ni si quiera estaba interesado en aquello. Su corazón seguía inquieto e intentó buscar entre la multitud el característico casco de cobre y plumas rojas de su amado dios de la guerra.

Finalmente lo encontró al fondo del gran salón, escondido tras unas columnas de mármol.

Aphrodite intentó pasar desapercibido para acercarse a él. Al tenerlo en frente por fin, éste sólo le rehuyó la mirada, dejando un pequeño papiro entre sus manos antes de abandonar el lugar, saliendo por las puertas principales del palacio.

Ares comprendió que amar también es saber el momento de rendirse y así lo hizo.

Aphrodite leyó el escrito en voz baja y sus verdes ojos no pudieron retener las lágrimas. Eran las letras más hermosas que nadie jamás le había dedicado.

Palabras escritas desde el alma. Delicadas rimas describiendo su forma de ser y cada mínima cosa que amaba de él. Para su sorpresa, no mencionaba nunca su belleza. Lo nombraba como "Un ser diferente" en cada estrofa y una de ellas se quedaría plasmada para siempre en su memoria.

"Eres para mí un ser diferente.
Un ser de luz
capaz de crear magia con las manos,
hacer florecer las rosas del jardín,
construir un refugio para pájaros
y reconstruir un corazón"

Era un poema de amor.

Una sencilla "A" firmaba al final del escrito.

Antes que Aphrodite lo guardara para releerlo más tarde, la carta fue arrancada de sus manos por un enfurecido Hefestos, quién hizo honor a su nombre como dios del fuego, pues en cada línea que leía, sus pupilas sólo reflejaban las vivas llamas de la envidia y los celos.

¿Cómo alguien pudo atreverse a codiciar lo que era suyo por derecho?

Su obsesión y deseo por el dios de la belleza, era más grande que cualquier sentimiento escrito en aquella carta.

Sin duda, era el momento perfecto para usar el regalo de su padre Zeus.

Movido por el coraje y la desconfianza, arrastró del brazo a Aphrodite hacia el centro del salón, llamando la atención de todos en la fiesta.

Alardeo ante los presentes de sus dotes como dios de la forja y el fuego, enalteciendo sus dones al construir el trono de su padre. Anuncio además que daría a su prometido un obsequio igual de grandioso, como prueba de su gran amor.

Un fino baúl fue entregado por los sirvientes a los pies de Aphrodite.

Todos los dioses lo alentaron a que lo abriera y no pudieron ocultar su asombro al descubrir que se trataba de una delicada máscara de plata, con engastes de oro blanco simulando lenguas de fuego y pequeñas esmeraldas a conjunto con brillantes zafiros rodeando cada curva del preciado objeto.


Un regalo perfecto para la futura pareja del dios del fuego.

Hefestos aseguró que sólo quería preservar el rostro de su hermoso Aphrodite, para que sólo él tuviera el privilegio de observarlo, ya que su belleza sólo sería propiedad suya, asegurando que haría lo imposible también por ganarse su corazón.

Todos estuvieron de acuerdo con el heredero de Zeus y animaron al dios de la belleza a colocarse la máscara.

Con tristeza, Aphrodite obedeció y mientras lentamente sobreponía el brillante objeto sobre su rostro, Hefestos agregó un ligero detalle a su discurso. Afirmó que tardó meses en construir la máscara en su taller, pues no sólo era elegante y fina, sino que también llevaba parte del poder de su padre en ella y era capaz de mantenerse fija en el rostro ajeno hasta que Aphrodite lo ame también.

El dios de la belleza escuchó con horror la última frase, pero ya era tarde. Los finos hilos de oro blanco comenzaron a adherirse a su piel de porcelana. Aphrodite no dejó de intentar quitarse la máscara a como diera lugar y su mejilla comenzó a desgarrarse.

Podía fingir valor ante su incierto futuro.

Podía fingir no extrañar la presencia de su adorado dios de la guerra.

Podía fingir ser feliz con Hefestos.

Podía fingirlo todo, menos amarlo.

Su corazón nunca podría hacerlo.

Él le seguiría perteneciendo a Ares, incluso aunque no lo volviera a ver jamás.

Lo sabe bien, porque nació con esa cualidad sagrada.

El dios del amor sólo podría enamorarse una sola vez en la vida.

Por esa razón sabía que la máscara permanecería en su rostro eternamente y aún adolorido no quiso cesar sus esfuerzos.

Su grito agudo rompió el ambiente festivo y los invitados quedaron impactados al verlo. Líneas de sangre bajaron por su cuello y algunas diosas incluso cayeron desmayadas sobre el lujoso suelo.

Cuando al fin pudo retirar la máscara al completo, una horrenda grieta marcaba su piel desde su mentón hasta uno de sus enrojecidos ojos esmeralda.

Abundantes lágrimas no tardaron en salir y Aphrodite se cubrió el rostro con las manos, huyendo despavorido hacia las puertas del palacio.

Zeus sonrió satisfecho desde su trono al verlo marchar. Estaba seguro que una simple boda no detendría sus constantes preocupaciones sobre el inimaginable poder de la guerra y el amor. Pero al robar la belleza de Aphrodite le aseguraba que ningún mortal, mucho menos un dios como su hijo menor, volvería jamás a fijar sus ojos en él.

Horas después, el abatido Ares llegó nuevamente a su hogar. No tuvo ganas de entrenar, tampoco creía que su padre lo notara al estar ocupado en la fiesta de su hermano mayor. Sólo caminó sin rumbo por los campos de olivos y no pudo evitar volver a recoger sus habituales flores silvestres.

Sabía que su amado dios de la belleza ya no estaría en casa para recibirlas. Posiblemente se mudaría esa misma noche al nuevo palacio que mandó a construir su padre. Conociendo al receloso de su hermano, tal vez ya ni lo dejaría verlo.

Enredado en sus pensamientos, cruzó las puertas del Olimpo nuevamente. Siendo abordado por numerosos dioses que relataron consternados lo acontecido en la celebración del compromiso de Hefestos.

Ares corrió hacia el palacio principal y al llegar al gran salón, sólo pudo constatar lo que había escuchado al observar con repulsión la sangre derramada sobre el suelo. Las flores azuladas cayeron de su manos a la par que incontrolables lágrimas se deslizaron sin cesar.

Existieron días en que Ares deseaba que sus sueños se hicieran realidad. Jamás pensó que algún día desearía que la realidad fuera sólo un sueño.

Un horrible sueño del que quisiera despertar.

Con rabia se quitó el casco de cobre y lo estampó contra el suelo, recogiendo con impotencia y desesperación sus cabellos rubios entre sus dedos.

¿Cómo se había atrevido su hermano a dañar el rostro de ser más precioso que sus ojos hubieran visto jamás?

¿Cómo fue capaz de causarle tanto dolor?

¿Acaso no era la pareja que había elegido para compartir su vida entera?

¿Acaso no lo amaba de verdad?

Ares había asumido que por la felicidad del dios de la belleza, debía apartarse del camino. Creyó firmemente que su hermano podría otorgarle a Aphrodite lo que él merecía. Habilidades innatas y cualidades perfectas que pudieran enaltecer su bella presencia. Todo lo que él nunca podría darle.

Tal vez era tarde para darse cuenta que Aphrodite nunca necesitó nada de aquello.

Sólo necesitaba amor.

Decidido, se giró para salir en búsqueda de su amado, pero fue paralizado por un fuerte grito tras él.

-¡Detente!- retumbó en el salón la enérgica voz de Zeus.

Su padre le advirtió que no debía buscar al dios de la belleza. Que su acto al rechazar el regalo de bodas de Hefestos fue una deshonra para su familia y que si se atrevía a regresar al Olimpo sería duramente castigado.

Ares lo escuchó de espaldas, apretando los dientes. Formó puños con las manos y se deshizo de la espada, dejando caer su armadura, desafiando las palabras de su padre.

Zeus le aseguró que si desobedecía sus órdenes, nunca sería heredero a su trono, su poder sería disminuido a una ínfima parte y su cuerpo le recordaría cada día su rebeldía, pues sentiría en carne propia insufribles dolores en cada palmo de su ser a menos que siguiera entrenando cada día, sea donde sea que estuviese, pues eso aseguraba al todopoderoso rey que su hijo seguiría en buena forma y al regresar podría retomar su puesto como dios de la guerra.

Ares giró la mirada hacia su padre y lo miró de reojo con rencor. Nunca le importó menos ni el poder ni la gloria, su desmesurada fuerza o su privilegiado puesto en el Olimpo.

Estaba seguro que si sólo podía conservar una pequeña parte de su poder, con gusto lo cedería al dios de la belleza, tan sólo por verlo sonreír de nuevo. Tan sólo por saber que se encontraba bien.

Sin mirar atrás, Ares salió decidido del palacio y partió hacia la ciudad de Delfos en busca del conocido oráculo que pudiera ayudarle a encontrar a su amado Aphrodite.

Finalmente hizo lo que dictaba su corazón.

Un melodioso silbido sale de los gruesos labios del hombre de cabellos rubios, mientras corta las fresas alegremente.

Su cabello húmedo gotea por momentos sobre su pecho desnudo, pues no quiso entretenerse en secarlo después de la rápida ducha. Mucho menos quiso perder tiempo en buscar ropa y sólo se vistió con un simple pantalón deportivo al pensar que su querido Aphrodite podría despertar en cualquier momento.

Divide la fruta y una minúscula parte la lleva hacia el acuario, dando ligeros toques en el cristal para avisar a su pequeño amigo.

El cangrejito sale con rapidez de su guarida, feliz al saber que se trata de su humano favorito. Recoge con sus pinzas el trozo de fruta que reposa entre las rocas artificiales de su improvisado hogar y mastica pequeños bocados mientras Nam lo mira de cerca con una gran sonrisa.

-¿Tu también sabías que Jin era un dios, no es verdad? Debes haber estado muy preocupado por él y por mí- afirma comprensivo, mientras acaricia levemente el minúsculo caparazón con el pulgar. -No te preocupes pequeño, de hoy en adelante lo cuidaré yo por ti.

Nam se aleja para llevar las fresas al dormitorio y el diminuto crustáceo lo observa a la distancia, sintiendo su corazón más liviano con la última frase pronunciada. Puede que el cangrejito no entienda nada sobre el amor entre dioses y humanos, pero aprendió a ser feliz con la felicidad de los demás. Todo por el carismático hombre de radiantes hoyuelos a quien su pequeño corazón le estará por siempre agradecido.

La puerta de la habitación se abre lentamente y Nam se cuela en la estancia, caminando descalzo, portando un recipiente de fresas en las manos.

Observa a Jin envuelto en las sábanas, hecho un ovillo. Deja la fruta en la mesita y se agacha a su altura, intentando constatar si su precioso dios aún duerme.

Su mirada encuentra unos ojos marrones y brillantes que lo miran tímidos desde una ligera abertura entre las sábanas.

Nam alza una ceja con extrañeza al no toparse con los preciosos ojos esmeralda.

¿Será que cambió su aspecto al no sentirse seguro por la cicatriz en su rostro?

Al dios de la guerra no podría importarle menos aquella marca. Él lo seguiría viendo hermoso incluso si estuviera calvo o ciego.

Lo seguiría amando porque sabe que es él, su Aphrodite, a quien tanto extrañó.

Restándole importancia a su nueva imagen, le regala una sincera sonrisa y se sienta a un lado de la cama.

-¿Te sientes mejor?- pregunta posando una mano en su frente y comprobando su temperatura.

Aphrodite asiente ligeramente con la cabeza.

-Debes comer para recuperarte- afirma Nam acercando un trozo de fruta a los esponjosos labios contrarios. -Anoche me pediste algo dulce como el néctar, antes de desmayarte por la fiebre. Espero que al menos las fresas te sirvan.

Jin mastica lentamente y hace ligeros soniditos de satisfacción al comprobar el dulzor en cada bocado. Sin embargo, no recuerda en qué momento le pidió néctar.

¿Realmente se desmayó?

¿Por qué no recuerda nada?

¿Entonces este humano ha estado cuidando de él toda la noche?

Jin mastica su quinta fresa, arrugando su frente al pensar que acaba de mostrar su lado más débil a un simple mortal.

Él no necesita que lo cuiden ni lo protejan. Sólo necesita recuperar su belleza. Necesita volver al Olimpo, retomar su puesto como dios y regenerar su poder. No debería perder el tiempo en nimiedades sentimentales de los humanos. Su amado Ares lo debe seguir esperando.

Antes de que Nam le acerque un nuevo trozo de fruta, ágilmente Aphrodite se deshace de las sábanas olvidando su malestar y se incorpora sobre la cama, tumbando al corpulento hombre sobre el colchón.

-No pienses que tus fresas me harán olvidar nuestro trato- afirma impetuoso, mientras se posiciona sobre la cintura del entrenador, apoyando las blancas manos sobre los firmes hombros. -He asistido a tus cinco días de entrenamiento, ¿No crees que merezco mi recompensa?

Nam lo mira maravillado desde abajo, acariciando las finas piernas desnudas montadas a cada lado de su regazo.

La sonrisa boba asoma por los labios de Ares sin poderlo evitar.

No sabe por qué Aphrodite sigue jugando a ser un simple cliente del gimnasio, pero le fascina.

Ares se prometió a sí mismo que si lo volvería a ver algún día, le entregaría todo de él, sin condiciones.

Es hora de cumplir con su palabra.

-Sabes que nunca podría negarte nada y soy capaz de darlo todo por ti- contesta el dios de la guerra con dulzura. -Puedes reclamar tu recompensa. Toma de mí lo que desees.

Aphrodite sonríe triunfante por la respuesta.

Acaba de escuchar la frase que tanto ansiaba oír.

El pacto está sellado.


🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻🌻

Holissss de nuevo!!!!

Se acabaron los capítulos del pasado y por fin volvimos al presente.

Ohhh yesssssss 😏👌🏼✨✨

Sólo quería avisarles que el próximo domingo 23/04 no subiré capítulo de Afrodita porque el 24/04 será publicado por mi cumpleaños el Twoshot "Careless Whisper" 🥳💞

Gracias infinitas para los que desde ya lo están esperando y dejaron lindos mensajitos en la historia 😙❤️

Regresamos con nuestros bellos dioses griegos el 30/04.

Besos de algodón de azúcar para todos !! 🍭💜.

Con amor,

Ayri 🌻

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