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5: Despedida



Ante las crecientes discusiones, insultos y rumores en Desembarco del Rey, la princesa Rhaenyra decidió buscar refugio en Rocadragón, donde podría encontrar paz y tranquilidad lejos de las tensiones. Consciente de que allí nadie podría molestarla, optó por apartarse de la capital, dejando atrás las intrigas que la rodeaban.

El único que intentó persuadirla para quedarse fue el rey, su padre, quien anhelaba la compañía de toda su familia en la fortaleza, aunque ignoraba en gran medida la falta de armonía que prevalecía entre ellos. Para él, la reunión familiar era una prioridad, incluso a costa de ignorar los conflictos subyacentes.

—¿Daella? —Jacaerys, el príncipe heredero, ingresó a la habitación de su tía con un tono de voz suave.

—Jacaerys. —Daella le sonrió, dejando uno de sus tantos libros a un lado.— ¿Ya se marchan?

—Los sirvientes todavía están guardando nuestras cosas, pero no falta mucho para irnos. —respondió él.

—Te extrañaré. —Daella suspiró.— ¿De verdad tienes que irte?

Su relación al igual que la de muchos niños era una mezclada por el cariño y diferencias, discutían pero eso no anulaba la unión que al menos ellos tenían.

—Sí, pero te escribiré. —Jacaerys le aseguró con una sonrisa.

El joven príncipe, con sus mejillas redondas y su mirada apacible, en realidad no quería irse. En el fondo, sentía una profunda estima por sus tíos, especialmente por Daella. A pesar de los intentos de sus padres por dividirlos y enfrentarlos, siempre encontraban la manera de llevar su relación en paz.

—¿Me vas a enviar cartas? —preguntó Daella, con una sonrisa nostálgica.

—¿Las vas a responder? —Jacaerys devolvió la sonrisa.

—Lo haré. —aseguró.—Lamento si mis hermanos te han hecho sentir mal. Suelen ser así de tontos la mayoría del tiempo.

—No te preocupes, Daella. Lo entiendo.—Jacaerys tomó la mano de su tía con afecto.—Me encantaría quedarme, pero ya sabes cómo son las cosas.

Ella tomó las manos de su sobrino, tratando de sentir la calidez y la cercanía que siempre compartían, incluso en los momentos más difíciles. Ambos se estimaban profundamente, aunque no siempre lo expresaran en voz alta.

—Yo debería disculparme también. A veces me dejo llevar por las bromas de Aegon.—Jacaerys admitió con sinceridad, reconociendo sus propias fallas.—Ojalá las cosas hubieran sido diferentes, pero madre ya no quiere vivir aquí.

—¿Qué hay de ti? —Habló Daella, todavía con un tono de esperanza—. También heredarás el trono de hierro algún día, tu lugar está aquí con nosotros. Aprendiendo.

Jace suspiró, mirando a su tía con una expresión de duda.

—No puedo dejar a mi madre y hermanos solos.—dijo finalmente.—Con mamá también aprenderé lo necesario para gobernar.

Daella asintió con comprensión, aunque su corazón se apretó ante la idea de que su sobrino se marchara.

—Entiendo, Jace.

La puerta de la habitación fue tocada, interrumpiendo su conversación.

—Me tengo que ir.—Jace se puso de pie con resignación. —De todos mis tíos, tú eres mi favorita.

Aseguró Jace, dándole un abrazo.
Daella correspondió, sintiendo una pizca de extrañeza en su interior. No lo dijo, pero también sentía esa conexión especial con él, una conexión que iba más allá de lo que creía correcto.

—Cuídate, Jace.—dijo con una sonrisa, aunque una parte de ella quería retenerlo a su lado.

Con un último apretón de manos, Jace salió de la habitación, dejando a Daella con un nudo en la garganta y la sensación de que algo estaba cambiando en ella.


La reina, sumida en la quietud de sus aposentos, aguardaba pacientemente mientras las expertas costureras daban los toques finales a su deslumbrante vestido. A través de la ventana, los rayos del sol se filtraban suavemente, iluminando la habitación con una calidez reconfortante, hace años no tenía la tranquilidad que aquel día le brindaba.

Fue entonces cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de uno de los guardias del palacio. Este hombre, cuya lealtad a la reina era indiscutible, se acercó con reverencia a la consorte, portando noticias que, aunque no siempre eran bien recibidas, eran necesarias para mantener el control.

—Pueden marcharse.—Pidió a las mujeres que no tardaron en seguir la orden.

—Su gracia —anunció el guardia, inclinándose con respeto—. La princesa Rhaenyra se ha marchado con sus hijos y su esposo.

La reina asintió con un gesto frío. "Están donde deberían estar, lejos de mi familia," murmuró con un deje de resentimiento en su voz.

—El príncipe Jacaerys visitó a la princesa Daella antes de partir —continuó el guardia, con la mirada fija en su reina.

—¿Escuchaste su conversación?

Alicent arqueó una ceja con curiosidad. ¿Qué asuntos debía tratar aquel bastardo con su hija?

—No, mi majestad —respondió el guardia, manteniendo su postura firme.

Era bien sabido que las costumbres de los Targaryen con respecto a su familia eran peculiares, pero la reina no podía evitar sentir un cosquilleo de preocupación en su interior.

Nunca pensó que los hijos ilegítimos de Rhaenyra compartirían aquel gusto, algo que no podía permitir en su propia familia. Imaginar una unión de su hija con quienes ante los ojos de los demás eran sus sobrinos le daba asco.

—Mantente atento a la correspondencia de la princesa —ordenó la reina, con voz firme—. Nada puede llegar a ella sin antes pasar por mi aprobación. ¿De acuerdo?

—Como ordene, majestad —respondió el guardia, antes de hacer una reverencia y retirarse.

Una vez sola, la reina se dejó caer en su silla con un suspiro. La preocupación por el futuro y destino de su amada hija la invadía, y sabía que debía mantenerse vigilante si quería proteger lo que más valoraba en el mundo.

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