1: El nacimiento
110, d.C.
En aquel año, dos mujeres que alguna vez fueron amigas, se encontraban entre las frías paredes de piedra de la fortaleza roja, envueltas en gritos llenos de dolor mientras el parto se prolongaba interminablemente.
Para una de ellas, era la primera vez atravesando por aquella experiencia tan agotadora y dolorosa, mientras que para la otra, era la culminación de un ciclo, el último acto en una serie interminable de partos destinados a asegurar la sucesión del trono.
Los gritos resonaban en los pasillos, acompañados por el olor a hierbas y ungüentos, mientras las parteras, maestres y las damas de compañía luchaban por traer al mundo a los herederos del reino. Para Rhaenyra quien daba a luz por primera vez, cada contracción era un nuevo territorio conquistado en el campo de batalla de la maternidad, cada gemido una mezcla de dolor y esperanza.
Para Alicent, era la despedida de una era, el fin de una tarea impuesta por deber y responsabilidad.
Mientras las horas pasaban, el rey aguardaba fuera de la cámara, ansioso por el resultado de aquellos esfuerzos. Sabía que la llegada de un heredero significaba la continuidad de su linaje y la estabilidad de su reino. Pero también era consciente del sufrimiento que su búsqueda incansable de herederos había infligido a su esposa y a su hija, cuyas vidas se habían entrelazado en un pasado más feliz.
Y así, entre los gritos y el dolor, nacieron Jacaerys Velaryon y Daella Targaryen. Ninguno compartía características con sus padres, pues sus cabellos no eran plateados ni sus ojos violeta, como se acostumbraba en la nobleza de su linaje.
En cambio, los cabellos de Jacaerys eran tan castaño como el roble, mientras que los de Daella tenían un tono cobrizo que recordaba al fuego mismo.
—Majestad.—Un maestre lo recibió cuando este entró al cuarto donde su esposa había alumbrado.
—Es una niña.—Murmuró Alicent acurrucandola en sus brazos, ni siquiera levantó la mirada para ver al soberano pues parecía hipnotizada con la belleza de su niña.
Meses antes del anuncio de su embarazo, la reina Alicent compartía una cena con su leal servidor Criston Cole. Desde que su padre se había marchado, se sentía sola; no tenía aliados y su esposo parecía no preocuparse por ella.
—Mi reina.—Llamó su atención el guardián, notando su distracción.
—Lo siento, he estado un poco perdida.—murmuró.
Desde la primera vez que lo vio, ella había quedado enamorada del hombre frente a ella. Sus ilusiones se rompieron cuando fue obligada a casarse con el rey, y tiempo después Cole le confesó que se había encamado con la princesa Rhaenyra.
—Esta cena es mi forma de agradecer su lealtad y compañía.—habló otra vez, algo agotada, pues no había dormido bien en noches debido a las continuas solicitudes del rey para concebir herederos.
Ella no lo amaba; lo estimaba como a un padre, nada más. Le repugnaba tener que cumplir con aquel deber impuesto al ser su esposa. A veces se culpaba por no ser una madre presente, pero al ver a sus hijos, solo podía recordar a Viserys sobre ella y aquello le provocaba un fuerte rechazo.
Criston asintió con respeto.
—Es un honor servirle, mi reina.
Ella le miró con gratitud.
—Aprecio tu compañía, Criston. Eres mi única fuente de consuelo en estos tiempos difíciles.
—Solo hago lo que puedo para servir a mi reina.—respondió él con humildad.
—¿Alguna vez te has sentido atrapado en un destino que no elegiste?—Preguntó, con la mirada perdida en la distancia.
—A veces la vida nos lleva por caminos que no habríamos elegido por nosotros mismos.—Criston la miró con comprensión.
—Solo deseo encontrar un poco de paz en este torbellino de obligaciones y deberes.
—Lo entiendo, mi reina.—Respondió Criston con suavidad.—Pero recuerde que siempre tendrá a un amigo leal a su lado.
Alicent le dedicó una sonrisa, agradecida por sus palabras. En ese momento, aunque fuera solo por un instante, se sintió un poco menos sola en su lucha y se preguntó a sí misma: ¿Por qué si su hijastra hacía lo que ella quería sin ningún tipo de castigo, ella no podría hacerlo? Era la maldita reina y a pesar de haber dado hijos a la corona, dos príncipes y una princesa, sentía que su lugar en la corte seguía siendo incierto.
No eran suyos, no en el sentido en que ella deseaba. Anhelaba con todo su corazón tener un bebé que adorara, que le perteneciera por encima de la ley y el apellido. ¿Por qué no podía tener un hijo propio, un hijo que fuera su verdadera alegría y consuelo en medio de la oscuridad de su matrimonio? Una chispa de determinación encendió su corazón, y en ese momento, decidió que haría lo que fuera necesario para cumplir ese deseo.
Y aquella noche por primera vez en su corta vida fue a la cama con un hombre sintiendo la satisfacción de que no lo hizo por deber o por obligación, sino por el deseo ardiente de cumplir su propio destino. Con cada beso y cada caricia, sellaba su determinación de crear una vida que fuera verdaderamente suya, un bebé que llevara su amor y su sangre en sus venas.
Y así, en la intimidad de esa noche, entre suspiros y lágrimas, ese deseo se convirtió en realidad. Un nuevo ser, un nuevo rayo de esperanza, había sido concebido, y Alicent sabía que nada ni nadie se interpondría en su camino.
Cuando Alicent finalmente presentó a la bebé ante el rey, una sombra de preocupación cruzó su rostro. ¿Cómo podría ser una hija suya si no poseían sus distintivas características físicas?
—Su cabello es rojizo y sus ojos oscuros.—Observó a la pequeña con una mezcla de sorpresa y consternación.
—Creo que los dioses escogieron mi cabello y ojos por primera vez.—dijo la reina con voz suave.—Es un hermoso regalo para mi... Tan perfecta como el sol al amanecer.
Antes de que el rey siquiera pudiera reclamar o decir algo en contra de su esposa, a la habitación ingresó una de las criadas más fieles de su hija con un pequeño castaño en brazos.
—Majestades, les presento al príncipe Jacaerys Velaryon —anunció con una mezcla de miedo y respeto.
Viserys observó a su hija recién nacida y a su nieto con sorpresa y un destello de incredulidad en sus ojos, antes de salir de la habitación. La noticia lo dejó perplejo, pero sabía que no era momento para confrontaciones.
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