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4.La Isla

La arena blanca se extendía bajo sus pies y la luz del sol se reflejaba sobre ella con tanta intensidad que mantener los ojos abiertos para no deslumbrarse era una auténtica proeza.

La capitana iba al frente, siguiendo de cerca los pasos del joven René. Lady Margaret, como siempre, buscaba la posición más cercana a ella, seguida de Farid, quien caminaba con pasos elegantes y la mano puesta la empuñadura de su jineta. Cillian, en cambio, se había situado casi al final del grupo y desde allí las observaba y se preguntaba si había algo entre las dos. Su mente era incapaz de imaginarse a June, fría como el hielo, en ningún tipo de relación, pero Margaret tampoco es que fuera una muchacha precisamente cálida, de hecho, estaba convencido de que en el fondo era una psicópata. La conexión entre ambas mujeres era innegable, así como lo era la admiración de la doncella hacia la capitana.

Mientras dejaba las huellas plasmadas sobre la arena, su cabeza estaba en constante actividad. Las preguntas se amontonaban y temía que las respuestas no fueran de su agrado.

—Qué ganas tengo de quedarme a solas con ese crío —murmuró Giorgio, a su lado—. Quiero ver su linda boquita alrededor de mi polla.

Cillian se giró hacia él, boquiabierto y enojado a la vez. Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos. Esa rabia que le nacía de tiempos pasados ya estaba elevando la mano izquierda contra su voluntad, lista para ser libre, cuando un silencio tenso les sorprendió a ambos.

Todos se habían detenido y los miraban fijamente con desconcierto.

René caminó hacia ellos con unos pasos muy suaves, tanto, que más bien parecía estar levitando. El poeta se mantuvo quieto mientras el pequeño adolescente finalizaba el trayecto justo delante de Giorgio.

—¿Voulez vous decirme algo? —le dijo.

Cillian sonrió por lo bajo al sentir la incomodidad de su repulsivo compañero. Este miró a la capitana, quien lo fulminó con la mirada, y tragó saliva.

—Solo hablaba con mi amigo, pequeño. No te pongas nervioso. —Colocó el brazo alrededor de Cillian en un gesto de camaradería que lo repugnó. Apestaba. Cuando los ojos de plata viraron hacia él, se sintió realmente incómodo.

«¿Pensará que tengo algo que ver con este maldito bastardo?». Ese pensamiento era muy molesto.

Se deshizo del abrazo de Giorgio con desdén y avanzó entre el resto de la comitiva, marcando distancia con ese degenerado. Nunca le había gustado, y no era por la cicatriz que surcaba su cara —la mayoría de los presentes estaban marcados de un modo u otro—, como tampoco lo era por los gestos rudos que lo caracterizaban, ni siquiera por el lenguaje soez y vulgar que empleaba ni por su falta de clase. Todo eso era de esperar en el lugar en que estaba. No, no le gustaba por las historias que contaba, por sus fechorías, por la cara de placer que ponía cuando arrebataba vidas ajenas, porque sabía que era un pederasta y que, a falta de niños, en más de una ocasión era a él a quién había mirado con lascivia. Odiaba su tacto, su olor y todo lo que le caracterizaba, pero ahí estaba. Tarik le había contado que el italiano era uno de los miembros más antiguos de la tripulación y que estaba en el Bastardo desde mucho antes de que June se convirtiese en capitana. Quizá esa era la única razón de que siguiese con ellos.

Estaba pensando en todo eso cuando la tierra tembló a sus pies con tanta fuerza que cayó al suelo.

Margaret se le agarró al brazo mientras la capitana misma luchaba por mantenerse erguida. No eran las únicas.

La arena blanca había dejado de ser deslumbrante a la sombra de una nube gris que cubría el cielo por completo y que olía a azufre. Volvió su vista a esa gran montaña que se alzaba desde el centro de la isla y de la cual, en esos momentos, una cuantiosa cantidad de humo salía disparada.

—¿¡Qué sucede!? —gritó Joseph, un viejo corsario venido a menos, que no había logrado evadir a la gravedad y la observaba desde el suelo.

Calme-toi, mes amis —exclamó René. Le ofreció su mano a Cillian y, aún aferrado a él, los observó a todos con reclamo. Al contrario que los demás, que luchaban contra sí mismos por mantener el equilibrio, el francés se mantenía completamente derecho, como si el terremoto no le afectase lo más mínimo—. Solo serán unos minutes. Vouz os acostumbraréis.

Ese crío no era normal y cada vez estaba más segura de ello. Se preguntaba si estaba arrastrando a su gente a una muerte segura. En su interior se planteaba aniquilarlo y dar marcha atrás, pero si la veían recular y contradecir sus propias decisiones, perderían la confianza en ella.

«Y es que la duda es mordaz, corrosiva y, una vez germinada, crece y se expande sin control alguno, como una epidemia que lo intoxica todo a su paso».



—Tengo curiosidad por saber qué fais tu ici. No le dejó contestar y, sin soltarle la mano, se dirigió al resto del grupo—. Calme-toi, mes amis. Solo serán unos minutes. Vouz os acostumbraréis.

Tenía razón. Pocos segundos después, la tierra se calmó y la nube gris empezó a disiparse, aunque aún era latente y las partículas de polvo se les metían en los ojos.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Cillian, entonces.

El chico sonrió —y había algo tenebroso en esa sonrisa— pero no contestó. Le dio la espalda y se fue de nuevo al frente, junto a June.

No les vio intercambiar palabra en todo el camino. Desde lejos podía observar como ella miraba a René con reparo mientras el joven ignoraba esos alardes de desconfianza.

Cillian se adelantó a los demás y buscó un lugar entre capitana y protegida.

—¿Alguien me puede explicar de dónde ha salido este chico? —preguntó.

—Si no fueras un cobarde, lo sabrías —contestó June en tono venenoso—. Habrías estado cuando apareció, pero preferiste ir a esconderte, ¿no?

El efecto fue inmediato.

«El mar no es lugar para poetas», le había dicho Tarik con el rostro de la vergüenza.

Él ya no era un poeta. Él ni siquiera sabía lo que era. ¿Le tomarían en serio alguna vez?

—No soy un cobarde —protestó resignado.

Lady Margaret lo tomó del brazo y lo obligó a detener el paso.

—¿Qué pasa contigo? Esto no es ninguna broma. No vuelvas a replicar a la capitana delante de los demás.

Él la miró de arriba abajo. ¿También ella se avergonzaba de él?

—No he replicado, solo me he defendido.

—¿Es que no te das cuenta de que, en estos momentos, cualquier contestación puede ser una chispa de odio entre nuestros compañeros? —La muchacha era bastante más joven que él, sin embargo, se comportaba de una forma más adulta—. Mientras yo esté aquí, no pienso dejar que nadie le levante la voz.

June se giró hacia ellos y les indicó por señas que siguieran andando. Eso hizo. No tenía ganas de discutir, por lo que siguió avanzando sin decirles una sola palabra más en todo el camino.

Llevaban buen rato rodeando la costa cuando pudieron divisar otro barco, atascado sobre la arena. Un barque con las velas recogidas e importantes daños a simple vista.

La capitana se acercó al navío y colocó la mano sobre la coraza.

—¡Vamos! —Todos la siguieron al interior de aquel gigante de madera en ruinas. Todos menos el muchacho.

Al entrar, el poeta pudo sentir cómo el corazón se le encogía. No deberían estar ahí y él lo sabía. Lo presentía. O quizá sí que era un cobarde.

Entraron en silencio. La oscuridad era el ama del ambiente por lo que sus pies tropezaron en más de una ocasión con varios objetos y muebles. El olor a humedad, moho y cerrado era espeso, tanto que casi se podía masticar. El corazón del poeta cabalgaba veloz y él trataba de aguantar la respiración para retenerlo. No tenía lógica, pero tenía la absurda sensación de que todos podían oírlo.

—¡Mierda! —exclamó Anne al llegar a la bodega—. ¡Tenéis que ver esto!

Todos, incluso Cillian y June, se acercaron de inmediato. Gracias a las grietas de las paredes pudieron vislumbrar parte de lo que allí había, aunque antes de ver, olieron. Olieron a sangre, a sangre reciente. Sangre que, como pudieron ver luego, se esparcía por todas partes y se colaba entre las juntas de la madera.

Sería valiente, lo sería, lo sería... Cerró los ojos y buscó las fuerzas dentro de él. No había cadáveres. Nada. Y los que habían visto en el bosque parecían llevar varios días en ese estado. ¿Habría más víctimas?

Dio un respingo al notar una mano en su hombro. Cuando se giró, se encontró con su compañero Elliot mirándole con algo similar a la preocupación. Luego, escuchó resoplar a June, la cual salió enfurecida de allí con todo su séquito detrás. Una vez fuera, Cillian respiró hondo e intentó disimular su incomodidad bajo la atenta mirada de aquel joven de ojos castaños con quien apenas había cruzado palabra.

—¿Qué significa esto? —June había alzado la voz y sujetaba a René por la muñeca. Ambos se encontraban sumidos en un duelo de miradas—. ¿De quién es ese barco? ¿Quién había allá dentro?

—No es voutre asunto. —El chico dio un tirón hacia atrás para soltarse de la capitana—. Señora, guarde su agresividad para cuando sea necesaria. —Esta última frase la pronunció en un perfecto inglés e incluso con una voz bastante más grave y madura. Era como si alguien hubiese hablado a través de sus labios.

Los ojos de June centellearon con ira, sin embargo, y para sorpresa de todos, él incluido, no le replicó ni se enzarzó con el crío.

—Sigamos. Acabemos con esto cuanto antes —fue cuanto llegó a decir.

Cillian contempló la escena virando sus ojos del barco a June, de June al chico y del chico al barco. Cuando miró por segunda vez a René, se encontró con los orbes de plata clavados en él.

No se intimidó. Se alejó de Elliot y se acercó al muchacho. Caminó a su lado de forma amistosa, pues estaba convencido de que la hostilidad de la capitana era contraproducente.

—¿Un naufragio, René? ¿De quién era esa sangre? —preguntó.

—No todos los que vienen son pas amies, Cillian. —El muchacho había recuperado su voz anterior. Siguieron andando sin mirarse el uno al otro—. ¿Y vosotros?

—Hasta dónde sé, no hay intención de haceros daño, sin embargo, si a esto le sumamos lo del bosque...

—Es sospechoso —concluyó por él—. Je sais.

Entonces, hizo eco en su mente la idea de que aquel muchacho angelical podía ser el responsable de esa atrocidad. ¿Lo habría pensado June? Pues claro; era evidente, lógico y sensato. De ahí debía nacer esa desconfianza que no se esmeraba en disimular.

—¿Sabes que es lo que ha sucedido en ambos lugares? —La voz le temblaba mientras retenía entre sus labios otra pregunta: «¿Tú o tu hermano habéis asesinado a esa gente?».

—No te preocupes, mon amie. Eres buena persona, le agradarás a frère. —No le había dado ninguna respuesta, aun así, sintió un ligero e irracional alivio—. Ya casi estamos —añadió señalando una construcción que se empezaba a vislumbrar a lo lejos.

Era una casa colonial, similar a aquella en la que June había pasado gran parte de su vida. Aquella que había sacado lo mejor y lo peor de ella. Aquel lugar en que la vieja June había muerto para dar paso a aquello en lo que se había convertido. Aquel lugar en el que guardaba su más amado y odiado secreto.

Agitó la cabeza para apartar los malos recuerdos que trepaban por las columnas del porche y que se colaban entre las numerosas ventanas del edificio. Nadie allí sabía de su historia, no más de lo que ella había creído conveniente contar. Había enterrado tan bien el pasado que casi parecía haberlo convertido en el recuerdo de otra persona. Sin embargo, esa construcción lo volvía todo más nítido y real. Era como viajar a través del tiempo. No le gustaba.

—¡Cillian! —llamó al poeta. Él, que ya había atravesado los muros que cercaban la propiedad, se giró hacía ella y se acercó con gesto hastiado.

—¿Sí, capitana?

—No confíes en él. —Había observado cómo en los últimos minutos habían caminado el uno junto al otro. Cillian era inmaduro. Fiel, un buen hombre en el que confiar, sí, pero inocente e infantil. ¿Acaso no se había dado cuenta de que, con toda probabilidad, ese crío sería un enemigo?

—¿No? —contestó el poeta, irónico y con la mano en el corazón. Continuó caminando, hablando de espaldas a ella—. Quizá, si me hubieras hablado sobre René cuando pregunté, sería más consciente de ello. Pero claro, a veces se me olvida que solo soy un cobarde.

No tenía tiempo para rabietas de niño inmaduro. ¿Acaso Cillian era incapaz de ver la gravedad de la situación?

—Sí, lo eres —afirmó. Sin detenerse, el aludido la fulminó con la mirada. Ella no pensaba retractarse—. Estás conmigo porque confío en ti y en tus otras virtudes.

—Y por Tarik —añadió él.

En parte tenía razón. Ella misma había llevado a cabo el matelotage entre intendente y protegido sin entender muy bien qué había visto el egipcio en alguien como ese pelirrojo despistado. Sin embargo, con el paso de tiempo había aprendido a apreciarlo y a verlo como la personificación de la humanidad de la que todos carecían. Sus canciones se habían convertido en sustento, aunque hubiera dejado la orquesta, y, además, ya no le apetecía pasar un día sin molestarlo.

—Eres mucho más que su puta —confesó. Él suspiró, sintiéndose consolado—, y también un cobarde —rio al fin, ya ante la gran puerta de la mansión.

Cillian puso los ojos en blanco y estaba a punto de abrir la boca cuando un ruido violento, que no supieron reconocer, los obligó a llevarse las manos a los oídos.

«¿Qué mierda es eso?», pensó.

Buscó una explicación en el muchacho de ojos grises que les había traído hasta allí, pero no pudo encontrarlo. Había desaparecido.

Y la puerta se estaba abriendo.


Nota de autora:

En este capítulo menciono que June ofició el matelotage entre Cillian y Tarik. El matelotage era una unión formal entre dos hombres, una práctica muy común entre piratas. Aunque a efectos era como un matrimonio (compartían hamaca y si uno moría el otro heredaba las pertenencias del otro), uno de ellos solía adquirir el rol de matelot.


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