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LOCKE II

Los fuegos artificiales iluminaban el cielo nocturno de Harvest y el ruido ensordecedor del festival se mezclaba con risas, música y una cacofonía de sonidos difíciles de distinguir. Sin embargo, a pesar del bullicio, solo un pensamiento dominaba la mente de Locke: miedo. Sabía que el final de esta celebración marcaría el comienzo de una nueva e incómoda misión lejos de su hogar.

A su lado, Swein Parlot discutía animadamente con los demás altos mandos en la gran tarima de la Plaza Central. El tema de conversación giraba en torno a los combates cuerpo a cuerpo del día anterior. El almirante alababa la técnica única de Jean Farrow, mientras Swein lo escuchaba con una sonrisa cautelosa, destacando la victoria de Catos sobre el joven Martin Berge. Algunos lanzaban comentarios llenos de orgullo por los suyos, mientras otros susurraban críticas y prejuicios sobre las naciones de origen de los participantes.

Verónica Pirlo, de pie al borde del escenario, aplaudía con entusiasmo mientras se preparaba para entregar las nuevas insignias a los graduados. Para ella, felicitar en persona a las nuevas generaciones era el momento culminante del festival. Sus ojos verdes brillaban con una alegría auténtica al ver a los jóvenes soldados formados a la perfección frente a la gran tarima.

Locke no pudo evitar que sus pensamientos se remontaran a su propia ceremonia de graduación, varios años atrás. Recordó el orgullo que sintió al recibir la insignia de los Exploradores con la estrella dorada de manos de la presidenta. Una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro, logrando que, por un breve instante, sus preocupaciones se disiparan.

—Ese fue un gran día, ¿verdad, Locke? —dijo Verónica Pirlo, captando su mirada con una sonrisa cálida y reconociendo la nostalgia en sus ojos. Su voz no tenía el tono formal que empleaba en público, sino uno más suave, casi maternal.

Locke se limitó a asentir, desviando la vista. Se sentía expuesto, ella podía ver a través de sus pensamientos y leer el miedo que lo atormentaba.

Luego de casi veinte minutos de música, elogios y un extenso discurso del almirante Eros, llegó el momento de entregar las nuevas insignias a los novatos. Los diez mejores se preparaban para elegir la rama del ejército en la que servirían. Las opciones eran variadas: los Protectores del Oro, asignados como guardias en aquel lejano planeta; los Protectores del Cobre, desempeñando un rol similar pero en el país vecino; los defensores de Harvest, encargados de proteger la capital y disponibles para ser reubicados, y, por último, los Exploradores, la rama de élite donde solo los más valientes entraban, aquellos dispuestos a arriesgar sus vidas en misiones extremas.

«Sé que Catos nos elegirá, pero los demás...» pensó Locke, sintiendo un vacío en el estómago. Era una verdad incómoda que, en los últimos años, cada vez menos novatos optaban por unirse a los Exploradores. La guerra contra los alienígenas parecía estancada y las misiones que implicaban un riesgo elevado se habían vuelto desalentadoras para muchos. Pero Locke, con una intuición que le erizaba la piel, presentía que pronto se necesitarían más soldados dispuestos a sacrificarse.

Su pensamiento fue interrumpido por la aparición de Astrid Himmel, la mejor graduada, recibiendo con emoción su insignia de Explorador. Las lágrimas surcaban su rostro mientras Verónica Pirlo le dirigía palabras de elogio. La joven soldado se detuvo cerca de Locke, quería decir algo, pero no se atrevía. Percibió su nerviosismo, y, consciente de su deber como figura pública, decidió romper el hielo.

—Felicidades, señorita Himmel —dijo con calma, extendiendo la mano para felicitarla.

Astrid, aún emocionada, asintió con rapidez y le estrechó la mano. Sus ojos, brillantes de emoción, delataban un nerviosismo casi infantil.

—Yo... lo admiro mucho, Bestia Blanca —balbuceó, sonriendo con timidez—. Solo quería... un autógrafo.

Locke se permitió reír. La risa fue breve pero sincera, algo que no hacía desde hacía mucho tiempo. Rápidamente firmó un pequeño papel que ella sacó de su uniforme.

—Aquí tienes —dijo, entregándole el autógrafo mientras la joven se sonrojaba.

Cuando Astrid se marchó, Locke volvió la mirada hacia la silla vacía del teniente Ross. Un deseo fugaz atravesó su mente. Admiraba a Ross, pero en ese momento envidió la libertad que tenía para ignorar los eventos sociales. Las celebraciones y las formalidades nunca habían sido lo suyo, pero su rol público lo ataba a esos deberes.

«Debe estar interrogando a los nuevos Exploradores», pensó con un suspiro, imaginando a Catos, Jean Farrow, Martin Berge y Astrid siendo sometidos al escrutinio del severo teniente. Sintió algo de lástima por ellos, aunque sabía que la dureza de Ross era parte de lo que lo hacía tan efectivo.

—Bestia Blanca —Una voz fría y robótica resonó a sus espaldas. Aunque apenas fue un susurro, Locke no necesitaba mirar para saber de quién se trataba.

—Zeus —respondió—, me alegra escucharte de nuevo.

El hombre, vestido de negro, estaba inclinado detrás de él, hablándole al oído.

—Desaparición confirmada. Erik Dier ha muerto en circunstancias desconocidas. El principal sospechoso es Karl Aaesen. Las órdenes para la misión se actualizarán pronto en su red neuronal.

Tras esas cortas palabras, Zeus se alejó con paso calmado, su presencia gélida pareció desvanecerse entre las luces del festival. Locke frunció el ceño, procesando la noticia. La muerte del informante en el Oro era un nuevo golpe en la misión, pero lo que más le preocupaba era que Karl, su viejo amigo, estaba cada vez más señalado como traidor. Un suspiro de frustración escapó de sus labios mientras inclinaba la cabeza hacia atrás. La situación no hacía más que complicarse.

De manera repentina, Swein posó la mano en su hombro. Se sintió agradecido con su padre, pero sabía que no podría comprender del todo el peso de la situación. En su interior, las palabras de Zeus y la imagen de Karl en la Base Aurier, años atrás, se mezclaban. Locke había forjado una conexión con Karl que lo llevó a salvarle la vida en la emboscada alienígena. Pero ahora, con la sombra de la traición tan cerca, las dudas eran el único resultado posible.

—Ve, disfruta tu última noche aquí, hijo —dijo Swein, con la mirada fija en el gran festival y sosteniendo una copa de vino en la mano—, te mereces un descanso.

Locke sonrió con pesadumbre. Sabía que lo que decía su padre era cierto; los últimos años se había perdido el Festival de la Selección por todas sus misiones, pero hoy, al fin podría actuar como una persona normal. Sin embargo, el peso de la información recibida seguía latente en su mente.

Envalentonado por las palabras del sargento, se levantó y con un tono formal, habló en voz alta:

—Bueno, discúlpenme, pero me debo retirar. Aún estoy joven, y esta festividad me la he perdido demasiados años. Disfruten de la comida. Padre, con permiso.

Hizo un ademán con la mano y se marchó, dejando atrás la seriedad del banquete que se aproximaba. Descendió hacia la plaza, donde la música en vivo resonaba a todo volumen. Las melodías alegres lo envolvieron, y por un momento, se permitió olvidar sus preocupaciones.

Las luces brillaban con intensidad, y las risas a su alrededor parecían arrastrarlo lejos de los problemas. Pero, en su interior, la figura de Karl seguía allí, como una sombra. Aún recordaba aquel día, el rayo azul que viajaba a toda velocidad y como su viejo amigo lo había hecho bajar de la gran torre de vigilancia antes de que el caos iniciara. El miedo y la adrenalina aún se sentían palpables en su memoria.

—¿Acaso también pensarás en mí, Karl? —murmuró para sí mismo.

«El tiempo, el dinero y el poder cambian a las personas», solía decir su padre, y la verdad, tenía mucha razón.

Mientras se sumergía en esos pensamientos, el vibrar de su holotransmisor lo sacó de la introspección. Al leer el mensaje, una pequeña luz de esperanza apareció para así dejar de pensar en tantas cosas negativas.

Era de Kerr Roosevelt, hijo del fallecido sargento Roosevelt y miembro del equipo Zulú.

«Estaré cerca del Bar La Última Nota. Anímate a un trago, yo invito». Eran justo las palabras que había deseado leer. Distraerse con un viejo conocido podría ser la solución a su mente agitada.

Cuando llegó a la entrada del bar, la escena era un torbellino de actividad. Grupos de civiles se mezclaban, algunos entrando mientras otros salían, dejando en el aire el aroma fuerte de cerveza y licores más potentes. Locke respiró con fuerza, sintiendo algo de alivio. Por un momento, el recuerdo del informe de Zeus volvió a su mente, pero lo apartó, decidido a disfrutar al menos de unas horas sin las sombras de su misión.

De repente, sintió una mano cálida en su hombro. Al girarse, se encontró con Kerr.

—¡Ninja! —exclamó Locke, viéndolo con asombro.

—Así que la esperanza de la humanidad también es humano, ¿eh? —rió Kerr, mientras le daba una palmada en la espalda—. ¿Entramos?

Locke asintió, con la emoción en sus ojos revelando lo que las palabras no podían. Juntos, cruzaron el umbral hacia el pequeño bar.

Dentro, la atmósfera era un cálido contraste con el bullicio exterior. La música, lenta y melódica, evocaba una nostalgia que resonaba en Locke. 

El bar, con su tono azul oscuro y luces de neón que brillaban desde las esquinas, tenía un aura acogedora. Los taburetes eran metálicos con acolchado para sentarse, y la tarima pequeña tenía a la banda que tocaba las canciones. Era un lugar agradable y reservado, lo suficiente como para que Locke pudiera bajar un poco la guardia.

Ambos pidieron un par de cervezas y continuaron charlando durante varias horas.

—¿Dónde está tu escuadrón? —Le parecía extraño verle sin sus compañeros; era la primera vez que se encontraban fuera de combate en mucho tiempo.

—Pues, ¿la verdad? Ni idea. —Kerr se encogió de hombros—. Les pedí que me acompañaran al festival, pero ninguno se animó. Axel trabaja hasta fuera de servicio, revisaba informes para el teniente Ross. A veces es insoportable y aburrido.

—Suena muy a Axel —Locke no pudo evitar reír.

—Matty, en cambio, llevó a mantenimiento a Colmillo. Puedo jurar que esa mujer tiene una relación casi erótica con ese rifle; me asusta un poco.

» Marco no bebe y deseaba descansar, y Minerva, dios, ella prefirió quedarse en casa jugando a sus videojuegos. Son un grupo de aburridos. Por primera vez en años estamos de permiso, ¿y no disfrutan del festival? ¡Bah! Que les den, yo sí lo disfrutaré. —Kerr tomó un largo trago y se limpió la boca con su manga—. ¡Por mis compañeros! Unos imbéciles crípticos.

Locke tomó un trago, disfrutando del ambiente y del humor de Kerr, aunque una parte de su mente seguía regresando al mensaje de Zeus. Las palabras «Karl Aaesen» y «traición» flotaban en su conciencia como una nube oscura, a pesar del esfuerzo que hacía por dejarlo de lado.

—Pues son soldados de élite, Kerr. En su mayoría, son personas reservadas y centradas solo en sus misiones. Eres de los pocos animados —dijo Locke, arrancando una carcajada a ambos.

El ambiente relajado y la charla con Kerr le ayudaban a desconectar, aunque no del todo. Por un momento, Locke miró a Ninja, y recordó al sargento Roosevelt. Las últimas palabras que había dicho resonaron en el bar, como si todas las personas en el lugar las repitieran: «¡déjalo, ya está muerto!» Lamió sus labios, intentando sacudirse el recuerdo y volver a concentrarse en la persona que tenía en frente.

«De no haberte salvado, Karl, ¿qué habría sucedido?» fue la pregunta que se formuló de manera inconsciente. Pero por el momento, decidió seguir disfrutando de la compañía y la cerveza, dejando esas preguntas para después.

La música cambió a algo más pesado, con ritmos vibrantes que contrastaban con la atmósfera íntima del bar. Harvest era la capital tecnológica y estratégica de la humanidad, pero si algo tenía, era una gran vida nocturna. Locke se sintió nostálgico mientras recordaba los días antes de que la guerra estallara. El tiempo había pasado, pero la música y el ambiente del bar le hicieron sentir una conexión con el pasado.

Recordó al sargento Roosevelt, la batalla en la Base Aurier, a Karl herido y el caos de aquella noche. Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en la intensidad de la lucha.

«Su tío también estuvo allí; hace años que no lo veo». Los hermanos Roosevelt estuvieron al mando del escuadrón durante esa batalla, pero solo uno había sobrevivido.

Locke sintió un impulso de preguntar por él.

—Oye, Ninja, ¿cómo está tu tío?

Kerr apresuró su trago para responder.

—Bien, bien. Está feliz de que haya vuelto por estos días. De hecho, preguntó por ti... Había flores nuevas en la tumba de mi padre y pensamos que quizás...

—Sí. Llevé a mis hermanos a verlo hace unos días. —Locke asintió, con una tristeza contenida en su voz.

—¡Lo sabía! —Derramó un poco de cerveza—. Gracias, Locke, eres muy amable... incluso después de tanto tiempo. —La voz de Kerr se tornó afligida, reflejando el dolor que aún sentía por la pérdida de su padre.

—Es lo menos que puedo hacer. Fue un gran hombre.

Continuaron bebiendo en silencio, con la música envolviendo sus pensamientos en un suave murmullo. Locke aún sentía el peso de los eventos de la Base Aurier, en especial la muerte del sargento Roosevelt. Esa noche había comprendido el verdadero costo de la guerra y lo que estaban dispuestos a perder por una mínima victoria.

«Si hieres a dios, dejarán de creer en él», repitió en su mente mientras el caos comenzaba a desarrollarse.

Tras un largo rato de conversación, su holotransmisor comenzó a emitir un destello rojo inusual, el cual estaba reservado para el teniente Ross. Locke se tensó al ver el mensaje que parpadeaba en la pantalla:

ALERTA: REAGRUPARSE EN LAS COORDENADAS NOVIEMBRE, OSCAR, ROMEO, TANGO, DOSCIENTOS VEINTE. SOSPECHOSOS EN MOVIMIENTO.

Sin previo aviso, la música se detuvo, y las luces del bar se apagaron de golpe, sumiendo el lugar en una oscuridad total. El estrépito de vasos cayendo al suelo y el sonido de vidrio quebrado llenaron el ambiente mientras las bebidas se derramaban por el suelo. El bar quedó en completo silencio, un silencio opresivo que se sentía casi palpable.

Locke, frunciendo el ceño, se preparaba para preguntar qué había sucedido cuando un ruido estridente cortó el aire. Se cubrió los oídos; el retumbar era tan penetrante que casi le resultaba doloroso. En medio de la confusión, los gritos comenzaron a resonar en la calle, y la gente empezó a correr en todas direcciones, sus movimientos frenéticos pintaban un cuadro de pánico generalizado.

Intercambió una mirada con Kerr, notando la tensión en sus ojos. Ambos sabían que debían actuar con rapidez. Locke se levantó y se ajustó el arma que llevaba en su uniforme, un gesto que reflejaba la seriedad de la situación. Kerr, con determinación, pidió la escopeta del bar, que el barman, con un rostro asustado, le entregó con manos temblorosas.

—Parece que nunca hay descanso real, ¿verdad, Bestia Blanca? —dijo Kerr con una sonrisa forzada mientras se preparaba para la acción.

Locke asintió, con su mente ya enfocada en lo que estaba por venir. Cuando de repente, otro mensaje de su holotransmisor lo dejó helado. Era de Demian.

«Hermano, está herida, le dispararon, ayúdame, por favor, no sé qué hacer.»

Con sus ojos cafés llenos de duda y preocupación, sintió que el mundo se le desmoronaba. ¿Qué rayos estaba pasando? Y lo más importante, ¿Quién estaba herida?




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