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LOCKE I

«¿Qué estarías dispuesto a sacrificar para proteger a tu familia, novato?» La voz de Karl Aaesen, la persona que lo había cambiado para siempre, resonó como un eco en el interior de Locke Parlot. Era un recuerdo vago que volvía a él cada cierto tiempo, obligándolo a rememorar lo sencilla que había sido su respuesta en ese entonces: «daría mi vida». Sin embargo, en la actualidad, con más de seis años de guerra contra los alienígenas, y a punto de volver a su país natal, sabía que su vida no iba a ser suficiente para salvarlos. Al menos no de todo lo que podría suceder si daba un paso en falso.

Tamborileaba sus dedos en la consola de mando, intentando acelerar el tiempo y acortar la distancia hasta su hogar. Seis años podían parecer un suspiro para alguien en constante movimiento, especialmente para él, que había pasado de ser un soldado desconocido a convertirse en el rostro más famoso de la humanidad. En un instante, estaba luchando por su vida en la Base Aurier, y al siguiente, rodeado de admiradores y saludos forzados.

«Si hieres a Dios, dejarán de creer en él», susurró, mientras observaba la imponente figura de su planeta natal, Harvest.

Las grandes manchas azules del mundo se extendían más allá de la vista. Varias zonas estaban marcadas por tierra fértil, montañas majestuosas, y dos polos cubiertos de un blanco brillante que le recordaban el frío del espacio exterior.

Al ingresar en la atmósfera, las turbulencias no tardaron en presentarse. La cabina se sacudió con una intensidad que lo hizo aferrarse al asiento, tensando la mandíbula hasta que sus dientes crujieron. Los ruidos metálicos resonaban en cada rincón, y las nubes de afuera lo envolvían, ocultando el exterior. La situación duró poco menos de cinco minutos, aunque para Locke, la presión y el caos hicieron que pareciera una eternidad.

A medida que la nave descendía, el paisaje cambió. Los grandes rascacielos con luces brillantes emergían de las nubes a su alrededor, sus superficies reflejaban la luz de la enorme luna llena, haciéndolo formar una pequeña sonrisa melancólica. El paisaje tan llamativo, brillante y lleno de movimiento lo hipnotizaba. Era un contraste tan drástico con su estado interno que, por un instante, sintió un alivio inesperado, la vista de su hogar suavizaba el peso que cargaba. En pocos minutos, había llegado a su tan ansiado destino.

Desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó de un salto. Sus pasos se sentían pesados, como si cargara varias mochilas tácticas al mismo tiempo, y los pensamientos de duda se arremolinaban dentro de él.

Al bajar de la nave, su ánimo se desplomó. Un enjambre de periodistas y curiosos lo aguardaba, gritándole su apodo. «¡Bestia Blanca!» Algunos pedían saludos, autógrafos o respuestas; otros querían que posara para las cámaras de las holotransmisiones. Cada voz, cada mirada y cada pequeño movimiento, lo hacía sentirse atrapado en un papel que ya no deseaba interpretar.

«Una noche, solo una noche quiero ser Locke Parlot y no la Bestia Blanca, por favor», pensó, sintiendo cómo la vena de su frente latía sin control.

El rostro que mostraba era una máscara de cortesía; saludó, sonrió y respondió preguntas, una tras otra, cuando lo único que quería era escapar, alejarse de todos y perderse en el humo de un cigarrillo.

Más de cuarenta minutos después, logró retirarse del tumulto con una sonrisa que apenas ocultaban su exasperación. Mientras se alejaba, notó su agotamiento y el peso de una verdad ineludible: su sufrimiento era un sacrificio necesario en la batalla que la humanidad debía librar.

Avanzó con paso firme, dejando atrás la incómoda situación, cuando una voz desconocida lo hizo girarse con rapidez.

—Bestia Blanca —dijo el extraño con un tono tan formal y frío que casi podría haberlo confundido con una IA o algún robot; sin embargo, procedía de un humano—, el teniente me envía para escoltarlo hasta el centro de mando, señor.

Se trataba de un hombre alto, con cabello café y vestido completamente de negro; era un mensajero, uno de esos soldados que respondían a las órdenes directas del teniente Ross. Siempre le habían parecido seres extraños, como muertos en vida o autómatas programados sin el más mínimo atisbo de emoción. Nunca había sentido afinidad por ellos.

Con calma deliberada, Locke sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió. Dio una larga calada, dejando que el humo llenara sus pulmones, antes de emitir alguna respuesta.

—Vaya, Ross no pierde el tiempo, ¿eh? —murmuró Locke—, ¿Qué asunto debo atender en el centro de mando?

Notó que el mensajero aún no se había presentado, algo que, según el protocolo, era su deber como escolta. Alzando una ceja, añadió con un toque de desconfianza:

—Y disculpe, soldado, ¿cómo se llama? —Los nombres de los mensajeros eran únicos, una especie de código que solo los miembros del alto mando entendían. Si daba un nombre falso, Locke lo sabría al instante.

—Soy Zeus. Y es una reunión, señor. No tengo órdenes de darle más información —respondió el hombre con una neutralidad inquietante, mostrando que el intercambio de palabras no le interesara en absoluto.

Asintió, evaluando al soldado. El uso de nombres de figuras míticas, históricas o famosas era una práctica común entre los Mensajeros; sus identidades reales eran eliminadas para siempre. Algo en la frialdad de Zeus le decía que era de fiar, al menos en lo que respectaba a seguir órdenes.

El vehículo arrancó casi sin darle tiempo a acomodarse en el asiento trasero. La autopista era perfecta, sin ni un solo bache en el camino, haciendo que el movimiento del vehículo fuera constante y suave. Los anuncios holográficos se alzaban a intervalos regulares, mostrando desde reclutamientos militares hasta promociones de restaurantes, todo mientras los autos pasaban a velocidades extraordinarias, como guiados sobre rieles invisibles para evitar colisiones.

Locke observaba el mundo a través de la ventana. Su único vicio, el cigarrillo, pendía de sus dedos mientras trataba de calmar sus pensamientos.

—¿Quiénes estarán en la reunión? —preguntó sin apartar la vista del paisaje que se deslizaba a su alrededor.

Zeus se detuvo ante un semáforo en rojo, permitiendo que un grupo de robots de limpieza cruzaran la calle, dejando todo inmaculado y brillante a su paso.

—Lo esperan el teniente coronel Alberto Ross, el almirante Michael Eros, el sargento Swein Parlot y...

—¿Mi padre estará allí? —interrumpió Locke, la sorpresa y la emoción desbordaba su voz. No había esperado ver a su padre tan pronto, y mucho menos en medio de un entorno tan formal.

—Sí, señor. También lo acompañará la presidenta —agregó Zeus con la misma indiferencia mecánica.

Sintió un nudo en el estómago. La presencia de Verónica Pirlo en la reunión solo podía significar una cosa: algo grave estaba ocurriendo, algo que iba más allá de sus peores expectativas.

Después de casi treinta minutos, Zeus detuvo el vehículo frente a su destino. No hubo despedida, ni siquiera una mirada de cortesía, solo una orden tácita de salir del coche. Locke se bajó, con los pensamientos y preocupaciones aun zumbando en su mente.

Caminó erguido y concentrado, buscando las fuerzas para enfrentarse de nuevo a los altos mandos del país. Se sentía agotado de fingir, de actuar para todos y no poder expresar la verdad. Sacudió la absurda idea y avanzó hacia la enorme estructura metálica que se alzaba frente a él.

El centro de mando era extraño. Se trataba de un edificio gris oscuro, hecho casi en su totalidad de metal y concreto, con pequeñas ventanas solo en la planta baja. Su aspecto se asemejaba más a una prisión que a un lugar gubernamental. La idea de trabajar allí le producía escalofríos.

Al acercarse a la puerta de entrada y entregar su identificación, escuchó: «¡Por todos los dioses! La Bestia Blanca en persona», y luego ingresó al edificio, esforzándose por mantener una amplia sonrisa.

En la recepción lo esperaba la persona que más había querido ver desde su llegada: su padre. Estaba sentado, absorto en la lectura de un holotransmisor en su muñeca. Locke se acercó lo suficiente para hacerse escuchar y, tras unos segundos, decidió hablar.

—Padre —dijo, intentando contener la emoción.

Swein Parlot lo observó con seriedad, luego asintió y se puso de pie, extendiendo la mano en un gesto formal.

—Hijo mío, me alegra verte de nuevo.

Se estrecharon las manos con fuerza, casi como si se tratara de un abrazo oculto. En parte, era lógica la actitud de Swein. El gran y aclamado sargento Parlot nunca podía perder los estribos, ni siquiera por su familia. Sin embargo, las dudas en el joven Parlot emergían como flores en primavera. No pudo contenerse más y decidió plantear la pregunta que tanto lo agobiaba.

—¿De qué se supone que será la reunión? —necesitaba estar preparado, la incertidumbre lo hacía sentir cada vez más inseguro, en especial porque algo dentro de él sabía de qué hablarían allí.

El sargento sacudió la cabeza de manera negativa y posó la mano en el hombro de Locke.

—Es el País del Oro.

Las palabras resonaron dentro de él como un eco perturbador. Eso solo significaba una cosa: Karl. No tuvo más remedio que asentir y avanzar rumbo al elevador metálico al fondo del pasillo. El silencio incómodo lo consumía junto a sus pensamientos conflictivos. Si toda la reunión iba a ser por su viejo amigo, solo podía significar problemas futuros.

«¿Qué carajo estás haciendo, Karl?» Sentía impotencia dentro de él. Su viejo mentor siempre había sido alguien impulsivo, y al hacerse líder del País del Oro, todo había empeorado. El temor de lo que pudiera estar ocurriendo lo invadía.

Ya en el tercer piso —el lugar de la reunión—, avanzaron hasta una puerta corrediza de un color rojo metalizado. En su superficie, se destacaba un grabado que rezaba: «Honor, valor y paz, las ramas de la humanidad», como un recordatorio solemne del propósito de todos los presentes.

Locke tomó una larga bocanada de aire, buscando el valor para ingresar a la sala. Al cruzar el umbral, lo primero que llamó su atención fue la mesa redonda, negra y brillante, que dominaba el centro de la habitación.

Sus ojos se posaron de inmediato en su superior, el teniente coronel Alberto Ross. Con su cabello plateado en corte militar y esos ojos oscuros e impenetrables, parecía una figura esculpida en granito. Sus facciones no mostraban emoción alguna, pero el leve movimiento de su nariz —que se ensanchaba cuando estaba molesto— delataba una tensión controlada. A su lado, la presidenta Verónica Pirlo intercambiaba palabras que Locke no lograba escuchar desde su posición.

Swein Parlot, consciente del ambiente solemne, carraspeó para hacerse notar. Todas las miradas se dirigieron hacia ellos. Verónica Pirlo ofreció una sonrisa educada, mientras Michael Eros se levantaba en señal de respeto para saludarlos. Ross, fiel a su estilo, permaneció en su asiento, observando con una expresión de análisis.

Los minutos siguientes se llenaron de saludos protocolarios y buenos deseos, con una formalidad que a Locke le resultaba asfixiante. Sentía un nudo en el estómago, deseando que la reunión avanzara rápido para poder salir y reencontrarse con el resto de su familia.

—Bien, basta de formalidades y diplomacia. El tiempo apremia, y debo organizar a los Mensajeros en pocas horas. —Ross se levantó, sosteniendo un holotransmisor en su mano y señalando con un gesto decidido—. Con la Bestia Blanca entre nosotros, estamos completos. Es momento de iniciar.

Depositó el holotransmisor en el centro de la mesa, y una imagen se proyectó al instante. La figura que apareció sacudió a Locke hasta el núcleo. Sus ojos se fijaron en el rostro del hombre con cabello rizado, de un dorado tan intenso como el oro puro. Sus ojos heterocromáticos, uno azul y otro verde, brillaban con una intensidad que parecía atravesarlo. En ese instante, un torrente de recuerdos de la Base Aurier lo invadió con la fuerza de una avalancha.

—Karl Aaesen —dijo Verónica Pirlo, interrumpiendo el viaje mental de Locke—, mis queridísimos señores. Hace dos noches, reportó que los alienígenas avanzaron en el territorio de las bases de salvaguardia. Sin embargo, nuestro contacto, Erik Dier, ha confirmado que Aaesen nos oculta información crucial. No sabe con certeza de qué se trata, pero podría ser alguna misión secreta que él mismo ha iniciado.

Mientras Verónica hablaba, la atención de los presentes estaba centrada en cada una de sus palabras. Pero Locke no podía dejar de pensar en el gigantesco alienígena en la base Aurier, sosteniendo la espada blanca como una estrella incandescente y acercándose a Karl. Tamborileó con sus dedos sobre la mesa oscura, buscando recuperar el control de sus pensamientos, pero le era una tarea imposible.

—Cada día me parece más sospechoso, propio de alguien de ese asqueroso país —gruñó Swein, con su habitual semblante sombrío.

—Sí, el sargento tiene razón. —El almirante Eros asintió con firmeza y luego apuntó al holograma de Karl con una sonrisa sarcástica en su rostro—. Aunque, si no mal recuerdo, la presidenta y Ross apoyaron la candidatura de ese idiota. Se los dije desde el primer día: nunca debimos confiar en él.

Locke recordó aquel momento. Después de la batalla en la Base Aurier y la lesión que dejó a Karl fuera de combate, su amigo había decidido seguir una carrera en la política. Con su discurso nacionalista y militarizado, había ganado seguidores con rapidez, incluidas las autoridades de Harvest, que lo respaldaron con entusiasmo. Todos, excepto Eros, que lo había tachado de «traidor». En aquel entonces, a Locke le parecía una reacción exagerada, pero ahora, con la situación en el País del Oro deteriorándose, empezaba a cuestionar sus propias convicciones.

—No es el momento, almirante. Con los exámenes de la selección tan cerca, debemos ser prudentes y no actuar con precipitación —intervino Swein, tratando de aplacar los ánimos.

—Quizás tengas razón en parte, Parlot, ¡pero es el momento de atacar! Podemos lanzar un bombardeo estratégico, igual que en la guerra relámpago. —Eros golpeó la mesa con fuerza—. Aplastaríamos los movimientos independentistas en un abrir y cerrar de ojos, luego reinstauraríamos un gobierno de confianza. ¿Qué esperamos? Lo hicimos con éxito en el País del Cobre. —Su risa resonó como un trueno, pero al cruzar la mirada con Locke, su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué dices, muchacho? Tu espada podría quitarle la cabeza a ese traidor con mucha facilidad, ¿no?

Locke se llevó la mano al costado izquierdo, allí donde siempre llevaba a Garra, la espada de energía que había robado durante la batalla en la Base Aurier. No encontró palabras para responder, así que solo asintió.

El salón se convirtió en una batalla de opiniones, con Verónica pidiendo un diálogo diplomático, Swein insistiendo en esperar un momento más oportuno y Eros clamando por una intervención militar inmediata antes de los Exámenes de la Selección. Los únicos que se mantenían en silencio eran Locke y el teniente Ross, quien observaba todo con una expresión calculadora, contrayendo su nariz.

—Destruir sin pensar no nos llevará a nada, almirante —dijo Ross con una pizca de ironía—. Tampoco quedarnos quietos, sargento. Y dialogar, presidenta, sería como advertirles que los estamos vigilando. No debemos entregar la ventaja de esa manera.

Sus palabras eran precisas y calculadas, y el peso de su experiencia se hacía sentir en cada una de ellas. Los presentes intercambiaron miradas, intentando descifrar la lógica detrás del enfoque de Ross. Locke sabía, por los años trabajando bajo su mando, que la respuesta que vendría sería clara y contundente.

Ross lo miró a los ojos, y en ese instante, Locke entendió lo que estaba a punto de proponer.

—Debemos enviar al muchacho —declaró el teniente con una sonrisa de satisfacción que parecía cruzar su rostro de lado a lado.

El silencio en la sala se volvió espeso. Todos evaluaban la propuesta que acababa de hacer Ross. Poco a poco, comenzaron a asentir con la cabeza, mostrando una aceptación tácita. En cuestión de minutos, los detalles de la misión quedaron definidos; las fechas, los objetivos y el plan de acción estaban claros. Locke partiría en ocho días, después de los Exámenes de la Selección, con un mes para descubrir qué tramaba su viejo amigo.

Su mente era un torbellino. Recuerdos de Karl, sus conversaciones pasadas, la feroz batalla, la muerte del sargento Roosevelt, líder de escuadrón en la Base Aurier... Todo volvía a él con una nitidez dolorosa. Pero un pensamiento persistía, ese que llevaba la pregunta de Karl. Esa condenada pregunta que se repetía con intensidad, como si fuera un coro melódico y molesto. Aquella que había respondido con tanta facilidad aquella vez:

«¿Qué estarías dispuesto a sacrificar para proteger a tu familia, novato?»

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