El sol del mediodía se colaba por los ventanales de la oficina, iluminando el lugar con un brillo casi cegador. El aire ardiente parecía emanar de las mismas paredes, pero no era nada comparado con el calor que Karl sentía bajo la piel. Se reclinó en la silla, frotando su frente con fuerza. Desde allí, escudriñaba a los tres ministros con atención quirúrgica, cada gesto, cada parpadeo y cada movimiento podría delatarlos. Uno de ellos lo había traicionado. Y cuando descubriera quién, juraba que esa persona rogaría por piedad.
Intentaba mantener la compostura, pero la escena le resultaba insoportable. Ángela Rossi vagaba por la oficina como un animal enjaulado, sentándose y levantándose sin rumbo, mientras que Jensen, con su habitual expresión de calma, permanecía inmóvil, con las piernas cruzadas, como si estuviera por quedarse dormido. Aunque era Diana quien lo enfurecía más. Esa sonrisa torcida, casi burlona, y esos ojos oscuros que irradiaban confianza. ¿Qué demonios ocultaba?
Karl carraspeó, y el sonido rompió el tenso silencio.
—Bien. —Su voz resonó como un trueno—. Nadie parece querer decir nada, ¿correcto?
Ángela, como un perro regañado, bajó la cabeza y tomó asiento. Diana, en cambio, se mantuvo en el sofá antiguo junto a Jensen, cruzando los brazos con una lentitud que rozaba el descaro.
El calor en su pecho se volvió insoportable.
—¡Necesito saber qué carajo sucedió! —El golpe que asestó al escritorio retumbó por toda la sala. Jensen se sobresaltó, moviendo la pierna con un gesto involuntario. Ángela tembló, mientras Diana apenas alzaba una ceja.
El silencio se mantuvo durante lo que pareció una eternidad. Los ministros medían sus palabras, pero ninguno se atrevió a romperlo.
—Maldita sea —gruñó—. Estoy rodeado de estúpidos y aduladores. Rossi, ¿dónde diablos están sus espías? ¿Por qué no me da alguna información? —Antes de que la ministra pudiera decir algo, continuó gritando—. Como sea. Estoy harto.
Karl caminó de vuelta hasta su escritorio y tomó el arma con la que había ejecutado a Erik Dier. Aún recordaba la sangre brotar de su cráneo y el grito de pánico que emitió Rossi. Aunque lo que no podía dejar de imaginar era el rostro de rabia que irradiaba Jensen. Vino a su mente el viaje en la limusina, esa conversación sobre Cristian y todas las dudas que le generaba enviarlo a la capital. Y ahora alguien había ejecutado un plan que no debía salir a la luz aún.
Fijó su vista en el anciano y con el labio temblando de rabia, habló:
—Te dije que esto pasaría. No se siguieron mis órdenes. —Lo apuntó con el arma, pero su mentor ni siquiera parpadeó—. ¿Tienes algo que decir?
Una sonrisa se esbozó en el rostro viejo y decrépito que lo miraba con serenidad.
—Cristian no lo hizo, muchacho. ¿De verdad crees que sería tan estúpido para arriesgar su pago?
No respondió. Tenía sentido eso que decía, pero, si no fue el mercenario, ¿entonces quién? La frustración lo devoraba por dentro, haciendo que las ganas de disparar incrementaran segundo a segundo.
—Además —continuó el anciano—, solo sigue mis órdenes. No hará nada mientras yo no se lo indique. Y por si desconfías de mí, tampoco lo hice. Pero me alegra que lo hagas.
Eso fue más de lo que necesitaba. Apretó sus puños con fuerza, deseando salir de allí, dejándolos solos, a merced de Harvest. Gracias a Ángela sabía que Locke era el encargado de llevar la investigación, pero ahora, con el atentado de por medio, sería todavía más difícil convencerlo de ayudarlo con sus planes. Todo era muy frustrante.
La ministra Rossi carraspeó, levantándose con lentitud. Su mirada pacífica hacía que Karl se sintiera aún más enojado. Estaba claro que diría algo estúpido.
—Mi señor... el atentado fue una lástima... yo...
—No lo fue —interrumpió Diana, poniéndose de pie con una sonrisa desafiante—. Mi señor, ¡el atentado fue algo maravilloso! Han muerto los traidores que tanto oprimen a nuestro pueblo. La presidenta Verónica Pirlo y el almirante merecían ese final. Es motivo de celebración, ¡no de enojo!
Karl no podía creer lo que escuchaba. Diana aún sonreía, como si la ejecución de sus planes sin autorización fuera la victoria más grande.
Con el rostro desencajado, el líder dio un paso hacia ella, sin apartar la mirada. Jensen observaba con frialdad, sabiendo que estaba a punto de desatar su ira. Ángela, por su parte, ya no prestaba atención a nada más, solo apartó la vista hacia una vieja pintura, buscando un refugio del horror que presenciaba.
—¿Eso cree, señorita Ersos? —dijo Karl, modulando su voz fría como hielo. Esperó la confirmación de Diana para continuar—. Excelente. Entonces, ¿recuerda cuál era nuestro plan? ¿Verdad?
La incertidumbre brilló en los ojos de Diana al recordar lo que se había fraguado durante años. Era algo tan elaborado, tan secreto y frágil, que si se llevaba a cabo en el momento equivocado —como había sucedido hace tres días—, todo podría colapsar en un parpadeo. La mirada de la ministra Ersos se desvió, buscando apoyo en los otros dos, pero ellos permanecieron en silencio, con miradas distantes.
—Entonces, con este atentado, todo se ha arruinado. ¿Lo entiende, Ersos? Dígame, ¿¡ahora lo entiende!?
—Yo...
—¡No! No entiende nada. Para usted es mejor celebrar una victoria estúpida y vacía, en vez de conseguir la verdadera ventaja. ¡Necesitábamos el arma del Plomo para ganar! Ahora todos esos imbéciles están investigándonos. ¿Cómo vamos a conseguir la ventaja ahora? ¡Responda!
Los ojos llenos de pánico de la ministra le causaron asco. ¿Acaso era tan estúpida como para celebrar sin siquiera pensar en las consecuencias? Deseó estamparle la cabeza contra la pared.
—No entiendo cuál es el problema... —Se atrevió a decir Diana. Fue su peor error.
—¿¡El problema!? —Karl sentía tanta rabia en su interior que le asustaba—. De rodillas, señorita Ersos, ¡AHORA!
La ministra se arrodilló, obedeciendo la orden del líder supremo. Su mirada se mantuvo firme en el suelo.
—Haría todo lo que yo ordene, ¿verdad?
—Mi... ¿Mi señor? —Había duda en su voz, la duda que Karl deseaba encontrar.
—Responde, Ersos. —El líder apuntó con su arma y esperó, una vez más, el asentimiento de la ministra. Luego se la entregó en sus manos—. Apunte a su cabeza —dijo con tono gélido.
Diana Ersos sudaba como si estuviera corriendo una maratón y sus estúpidos ojos oscuros vacilaban cada segundo. Sin embargo, ante toda esa situación, obedeció. Era diferente a Erik Dier, de eso no había duda.
El arma apuntaba a su sien diestra.
—Si le dijera que dispare por el bien del país, ¿lo haría?
Sus ojos oscuros como el cielo nocturno lo miraban tan abiertos como dos ventanales. Parecía que el miedo la iba a dominar y se negaría a seguir la orden. ¿De qué sería capaz?
—Sí... sí... mi señor —su voz se quebraba.
—Entonces hágalo.
Hubo un silencio sepulcral en la oficina. Nadie se atrevía a cuestionar las órdenes de Karl, ni siquiera su mentor. Los segundos se sentían horas, la brisa artificial parecía haberse intensificado y la mirada atónita en Ángela Rossi le causó cierta diversión.
Diana sostenía el arma con fuerza, pero su mano temblaba. La convicción para obedecer se veía en sus ojos, pero un atisbo de duda empezaba a generarse.
«¿Qué harás?», se preguntó Karl.
La ministra de ojos oscuros gritó, como si le hubieran roto un hueso, y tras unos segundos, accionó el gatillo.
El clic del gatillo resonó en la oficina. Por un instante, nadie respiró. El eco del sonido seco pareció absorber todo el aire de la habitación, dejando solo el llanto quebrado de Diana y los sollozos histéricos de Ángela. El capitán miraba todo en silencio y se levantó de golpe, tal como la otra vez. Con la gran diferencia de que Diana seguía viva, el arma no estaba cargada.
Tomó el arma de la ministra, que no paraba de temblar.
Jensen lo miraba con reproche y Ángela ya no les prestaba atención. Todos eran unos inútiles. Aunque uno de ellos había dado la orden, no había dudas. ¿Jensen había sido capaz de desobedecerlo de esa manera? ¿O tal vez Diana, en su afán por ganarse el honor de asesinar a sus enemigos? ¿Ángela? Tal vez la ministra quisiera encubrir algo con esa cabellera rubia y ojos que irradiaban paz. Nunca podía confiarse de nadie.
Sin embargo, estaba claro que no sacaría nada interesante de ellos en ese momento. Necesitaba sacarles información de manera individual y para hacerlo tenía claro qué hacer.
Tanto Locke, como Daniel, eran sus mejores opciones, y pronto podría usarlos. En pocos días Locke llegaría al país, al menos eso decía el informe de Ross. Y Daniel, por su parte, ya había iniciado con la investigación.
Giró el arma en su mano un par de veces, y, con un suspiro de cansancio, hizo que todos los ministros salieran de la oficina. Jensen se fue sin quitar ese rostro de enojo.
Ya en soledad, Karl se dejó caer en el sofá, observando cada centímetro con sus ojos dispares. Las pinturas en las paredes representaban algunas de las batallas que su gente enfrentó años atrás. La resistencia en el puente de Ciudad Azul, la fiera emboscada de Nueva Vida y el bombardeo en el País del Cobre. Se sorprendió por todas las veces que las armas habían llamado a una colonia minera a luchar.
Cubrió su rostro con el antebrazo. Se sentía tan agotado, que no notó en qué momento cayó rendido.
La voz seria de Locke se presentó ante él, respondiendo a sus preguntas. Era un sonido reconfortante, lejano y que lo llevaban a un tiempo mejor. ¿Estaba soñando?
—Solo quiero ayudar —decía su querido amigo. Su semblante era seguro, pero parecía ocultar algo. ¿Miedo? Se veía muy joven. Tal vez demasiado joven. Aunque ya habían pasado seis años desde esa conversación, el recuerdo era tan vívido como si estuviera sucediendo en ese momento—, ¿lo entiendes? Fui el mejor graduado... Era mi deber venir aquí. ¿Crees que es una razón estúpida?
Karl lo miró, sorprendido. El chico tenía ojos cafés muy profundos. Parecían dos pozos oscuros que escudriñaban hasta lo más recóndito de su ser. Sus cejas, gruesas, pero arqueadas, le daba un aspecto amigable, casi jovial; aunque su manera de fruncir el ceño cuando algo no le gustaba, le hacía ver como un niño enojado.
Se permitió una sonrisa.
—Tu motivo no es mejor ni peor que los otros, novato. Pero está claro que sigues ocultando la verdadera razón por la que luchas. —Su voz respondió, pese a que él no había dicho nada. «Estoy soñando. Esto sucedió varios días antes del ataque en Aurier», entendió de inmediato.
Locke se mantenía de pie, inclinado sobre el borde de la gran torre de vigilancia en la Base Aurier. Los sonidos lejanos de la arena al moverse en la oscuridad eran reconfortantes. En las noches el Desierto Naranja se transformaba en un mundo que le hacía erizar la piel y rechinar los dientes. El cambio era tan drástico, que le parecía algo ilógico.
Desde lo alto de la torre, podían vislumbrar cada rincón de la vasta extensión de arena oscura. Parecía tener vida propia. A lo lejos, muy a lo lejos, unas pequeñas luces mostraban al devastado País del Plomo. Ese que había caído en manos de los alienígenas.
—Solo quiero que mi padre esté orgulloso —dijo Locke finalmente. Encogiéndose de hombros y ocultando un rostro sonrojado.
Con la mirada seria, sabiendo que su compañero, siendo solo un novato no conocía lo duro de una guerra, y mucho menos del sacrificio, decidió plantear una pregunta tan importante, como necesaria.
—Entonces, ¿qué estarías dispuesto a sacrificar para proteger a tu familia, novato?
El sueño se desvaneció en una luz azul y un ruido horripilante que resonaba como un condenado eco. Su muñeca vibraba una y otra vez.
Se levantó de golpe, buscando la fuente del ruido. Cuando fijó la vista en el holotransmisor de su muñeca, que resplandecía y rugía sin descanso. El identificador no mostraba nombre y, frunciendo el ceño, atendió.
El holograma de un hombre de cabello oscuro como un agujero negro, piel pálida y ojos avellanos, que fingían una amabilidad casi tan falsa como su paciencia, se reflejó ante él.
—Líder —dijo con sarcasmo el hombre, y luego chasqueó la lengua—, ¿se puede saber qué mierda están planeando?
Karl rechinó sus dientes, sintiendo que su sangre hervía.
—Cristian... lo mismo me pregunto yo de ti.
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