KARL I
La sangre del traidor cayó con lentitud frente a él, como un ejemplo claro para todos los presentes. A su lado, Daniel Matos, su pupilo, observaba con ojos vacíos y los dedos temblando sobre el arma. Lo que acababa de suceder había cumplido todas sus expectativas.
—Lo hizo muy bien para ser solo un niño —aseveró el capitán Jensen, mentor de Karl. Tenía esa mirada complacida que solía hacer cuando las cosas salían según sus planes. Daniel se había ganado el respeto de todo el Oro.
Él se limitó a asentir, observando de reojo al cadáver. El ruido de la multitud congregada en la plaza aún resonaba, clamando por libertad, por independencia y por la muerte de otra persona que osaba desafiarlos.
Posó una mano en el hombro de Daniel, cuya sonrisa casi infantil, parecía inadecuada en contraste con el cuerpo inerte frente a ellos. El chico tenía una frialdad innata.
—Así fue, anciano —respondió con calma. La muerte a su alrededor no era más que un simple trámite—. Vamos, niño, devuelve ya el arma. No es momento de regodearse.
Antes de irse echó un último vistazo a la Plaza de los Combatientes. Los árboles enormes, teñidos de tonos otoñales, desprendían un aroma que lo obligó a suspirar. Ese lugar, donde años atrás se firmó el tratado que puso fin a la Guerra Relámpago, era ahora testigo de la futura revolución. Todo parecía señalar que el pasado y el presente seguían entrelazándose.
«¿Qué hubieras hecho en mi lugar, Locke?» Él sabía que su viejo amigo no sería capaz de tomar una decisión como esa, al menos no en la actualidad.
Dio media vuelta, dejando atrás a todas las personas que aún gritaban eufóricas. El sonido de los pasos de Daniel siguiéndolo confirmó que el chico también entendía eso. Era una lección que conocía muy bien: los traidores solo sirven como ejemplo, y hoy habían cumplido con su propósito.
El viaje en la gran limusina fue difícil. Karl observaba a las personas en estado deplorable; cuerpos delgados, desnutrición, situación de calle y más cosas que le hacía hervir la sangre. La imagen implorante del traidor se reflejó en su mente, recordándole la miseria causada por el EUH y las NUI.
—¿Otra vez enojado, muchacho? —Jensen lo miraba con seriedad—. ¿Es por Cristian?
La sola mención del mercenario le hizo tensarse. No era solo la frustración de que el consejo lo ignorara, sino algo más. Cristian representaba lo que él siempre había despreciado: un hombre carente de ideales y que solo seguía órdenes por dinero.
En medio del silencio, el capitán desenfundó su daga. La hoja, de un metal oscuro y mate, parecía absorber la luz a su alrededor, excepto cuando se movía, emitiendo destellos de un rojo vivo como brasas ardientes. Era tan letal como hermosa.
Daniel mantenía su mirada fija en el arma del anciano. A pesar de su frialdad habitual, Karl percibía en él cierta incertidumbre. Le hacía recordar a sí mismo cuando era más joven.
En un parpadeo, Jensen perforó la pequeña mesa de madera de la limusina, abriendo un enorme agujero en medio. Las astillas saltaron en todas direcciones, obligándolo a retroceder sorprendido. Cruzó miradas con su mentor, que sonreía con amplitud.
—¿Ven este agujero? —Jensen esperó el asentimiento—. Esto es lo que puede conseguir Cristian al infiltrarse en Harvest. Destruirlos desde adentro, aprovechando la confusión durante los Exámenes de la Selección. Será la clave de nuestra victoria.
La sonrisa de Jensen lo hizo recordar. Era el mismo hombre que lo había guiado en sus momentos más oscuros, cuando aún era un muchacho huérfano y lleno de dudas. Siempre tenía una forma de demostrar que sus decisiones eran correctas, incluso cuando parecían descabelladas.
—Como quieras —dijo Karl, reacomodándose en el asiento—, pero sabes que no podemos enfrentarnos a ellos todavía. Necesitamos la información de hoy. Si Ángel trae lo que le pedimos, es probable que al fin podamos hacer eso que tanto deseas.
—Correcto, muchacho. Tú eres el líder y no actuaremos sin tu autorización. Digamos que esto es, solo una medida cautelar. —Jensen se sirvió una copa de vino, tomándola entre sus dedos con una elegancia digna de un rey—. Solo te recuerdo que no siempre tendrás tiempo para cuestionar las decisiones. Algún día dependerás de alguien como Cristian para ganar una guerra.
Karl observó el agujero en la mesa, recordando todas las veces que había cuestionado los métodos de Jensen, y, encogiéndose de hombros, decidió responder:
—Si algo sale mal, será tu cabeza la que estará en juego, anciano.
El capitán soltó una carcajada ronca, que resonó como un eco en el vehículo.
—Lo estaré esperando, muchacho. Como siempre.
El resto del viaje se basó en un silencio prolongado, interrumpido ocasionalmente por Daniel, que hacía observaciones sobre la reciente ejecución y la próxima reunión a la que se dirigían.
Cada palabra del joven hacía que la mente de Karl revoloteara sin control. La reunión sería con Ángel Cano, el chico de diecinueve años que había cumplido la misión más peligrosa en los últimos años: adentrarse en territorio alienígena.
La expectativa de poder conseguir la libertad del país le hacía estremecerse. Como si la esperanza de luchar contra Harvest y todas las entidades que los apoyaban se pudiera resolver en un parpadeo.
«Es una idea estúpida», pensó, pero no podía evitarlo.
El Consejo se debía reunir en el antiguo tribunal de justicia, lugar en el cual se juzgaron los crímenes de la famosa Guerra Relámpago. Se trataba de un salón amplio, con dos estatuas de casi seis metros de altura que sostenían una gran balanza entre sus manos.
Él, como siempre, llegó con antelación. Desde lo más alto, observaba el estrado y el techo decorado con grabados que narraban una victoria que no sentía propia.
Jensen tomó asiento a su lado, mientras Daniel permanecía de pie, atento, vigilando ante cualquier eventualidad.
La llegada de los ministros comenzó con Ángela Rossi, ministra de inteligencia, que llevaba su cabellera amarilla suelta y un vestido negro formal.
—Los demás ya están por llegar, mi señor. No se preocupe —aseveró con un tono tan afable y meloso que Karl sintió un leve retorcijón en el estómago. Los ojos azules de la ministra eran los más intensos que había visto en su vida, y su sonrisa parecía inquebrantable, casi burlona. Siempre jugaba a ser su aliada perfecta, pero Karl no confiaba del todo en ella. Sabía que tenía un talento insuperable para conseguir cualquier secreto, pero también podía imaginarla usándolos en su contra si algún día le convenía.
—Diana está por entrar al edificio, y Erik solo está a un par de cuadras —añadió, inclinándose en señal de respeto.
Karl no respondió. Su silencio era la mejor respuesta para alguien como Ángela, y ella lo sabía.
Diana Ersos, ministra de propaganda, se presentó con rapidez, tal como Ángela había indicado. Su rostro, con una sonrisa fingida, y el pin enorme del país del Oro en su blusa formal, mostraba el tipo de persona que era: una fanática sin remedio.
Finalmente, tras más de cuarenta minutos, llegó el ministro de economía, haciendo todo el ruido humanamente posible.
—Ministros —dijo con su tono altanero de siempre—, ¿de qué me perdí?
Daniel fue el encargado de responderle e indicarle su asiento, justo a la izquierda de Karl. Erik Dier, como siempre, mostraba su habitual descuido, con la chaqueta mal abotonada y un ligero olor a alcohol que lo precedía. Karl sintió una oleada de disgusto al verlo; si no fuera por el buen manejo de las finanzas que aportaba al consejo, hace tiempo que lo habría retirado de su puesto.
Cuando todos se acomodaron, solo era cuestión de esperar el ansiado arribo de Ángel Cano.
No supo cuánto tiempo pasó, pero los portones se abrieron con un crujido estruendoso. Un joven rubio y delgado avanzó escoltado por dos mercenarios. Sus pasos eran torpes; sus piernas parecían flaquear bajo el peso de algo más que el cansancio. Las luces del tribunal se reflejaban en su frente perlada de sudor; era lamentable. Se detuvo un instante al pasar junto a las estatuas que sostenían la balanza, observándolas con temor, como si esperara un juicio.
Por su parte, Karl tomó el informe que tenía frente a él y lo ojeó, fijando su vista en el párrafo que le hacía imaginar una victoria rápida.
Los alienígenas demuestran un nivel tecnológico muy avanzado. No obstante, su comportamiento roza lo bárbaro, rigiéndose por el honor como pilar fundamental en su sociedad. Todo su asentamiento rodea la ciudad de Nueva Vida, la vieja colonia minera en el País del Plomo...
El hecho de que tuvieran todo el campamento en el mismo lugar, sin expandirse a las zonas aledañas, implicaba que había algo importante allí. No tenía dudas de eso.
Golpeó el estrado, haciendo que la conversación en voz baja de los presentes se detuviera de inmediato. Todas las miradas se centraron en él, y, con un tono autoritario, habló:
—Bienvenido, Ángel. Tranquilízate. Esto no es un juicio, solo queremos escuchar lo que tienes que decir.
Por un instante, Ángel pareció recuperar algo de compostura y dio un paso adelante, dispuesto a hablar frente a las personas más poderosas del País del Oro.
—Lo si-siento. S-solo qué verlos allí, tan serios, me... me da un poco de pánico.
Erik Dier se inclinó hacia adelante, con su enorme papada oscilando con cada palabra que salía de su boca:
—Habla de una vez, niño. No tenemos todo el día para escuchar tus balbuceos. —Su tono cargado de desprecio era tan pesado como el aire en la sala.
Karl apenas lo miró, pero en su mente pasaron todas las veces que aquel hombre actuaba de esa manera tan altanera que le hacía desear golpearlo con fuerza.
Ángel tragó saliva y respiró, con sus ojos fijos en un punto invisible sobre la mesa, como buscando anclarse a algo.
—L-lo siento. Para iniciar, los alienígenas, se... se hacen llamar Guardianes.
Que esas bestias se creyeran protectores de algo le causaba una gracia irónica. Aquellos que destruyeron el Plomo hasta las cenizas osaban llamarse de esa manera. No tenía sentido. Tanto ellos como las NUI eran los causantes de las peores tragedias, y merecían sufrir las consecuencias.
—Los Guardianes, ¿eh? —intervino Diana, con voz divertida. Una pequeña risita se le escapó—. ¿Y qué resguardan?
Dier soltó una carcajada que retumbó en el tribunal antes de intervenir con ese molesto tono burlón de siempre:
—Ah, sí, claro. «Guardianes». Qué nombre tan original para un grupo de invasores.
Ángel tragó saliva de nuevo, pero esta vez levantó la mirada. Sus ojos buscaron a Karl por un instante; algo en su postura había cambiado. Su voz, aún temblorosa, ganó un atisbo de firmeza:
—Son guerreros, mi señora. Dicen cuidar el planeta, ellos...
—¡Son unos asesinos! —La voz de Karl resonó con fuerza, haciendo eco en las paredes del tribunal. Sus manos se aferraron al estrado con tanta fuerza, que casi cedía ante él. Sus ojos heterocromáticos, uno azul y otro verde, fulminaron a Ángel. Cada palabra era un latigazo, una descarga de ira contenida que ahora se desbordaba.
El eco de su arrebato se desvaneció, dejando un silencio tenso que se extendió por minutos eternos. Los presentes apenas se movían; Diana vaciló con sus dedos de nuevo, pero ahora con incomodidad. La sonrisa de Ángela desapareció, sustituida por una expresión neutra. Dier dejó escapar un bufido, pero evitó cruzar la mirada con Karl. Daniel mantuvo su postura firme y tensa.
Finalmente, el líder relajó su cuerpo. Con un suspiro pesado, señaló a Ángel para que continuara.
—Ellos me permitieron conocer más. Pero creo que su líder quiso expresarse de otra manera. —El muchacho parecía más seguro ahora.
Ángela Rossi ladeó la cabeza y lo miró con dulzura, contrastando con la tensión del momento:
—¿A qué se refiere, joven? ¿Cómo es posible que no pueda expresarse de manera clara?
Jensen, sentado al fondo del estrado, dejó escapar un quejido: —Vamos, habla rápido. A mi edad, la espera es un martirio.
Ángel enderezó un poco los hombros, sus ojos brillaban con algo que parecía orgullo. Por primera vez, su voz no tartamudeó:
—No solo están cuidando el planeta. Están cuidando algo dentro del mismo, ¿me hago entender? —Era evidente que estaba orgulloso de haber deducido esto antes que los demás. Incluso se permitió una leve sonrisa segura, mientras observaba las reacciones.
Karl entrecerró los ojos, con sus pensamientos corriendo a mil por hora. Las palabras de Ángel resonaban con fuerza, abriendo posibilidades que podrían cambiarlo todo.
Giró su rostro, para encontrarse con Jensen que asentía. Parecía satisfecho. Ángela, por su parte parecía preocupada, mientras que Diana fingía, notablemente, que entendía la situación pese a no enterarse de nada.
—Los guardianes hablaron de sus fábulas y leyendas. Tienen algo parecido a la historia de Los Revividos, pero adaptada a su mundo. Mencionaban a los Portadores, seres cósmicos capaces de canalizar vida en biomasa... Ellos creen que protegen su historia en ese país. Creen que hay algo capaz de hacer guerreros inmunes al dolor, como una metáfora a revivir... Por eso no avanzan. ¡Por eso no nos han seguido atacando! ¡Hay algo oculto allí!
—Un arma —murmuró Karl, con sus pupilas dilatadas. Su respiración se aceleró, y una sonrisa se formó lentamente en sus labios. Era la respuesta a todas sus plegarias. Esa arma le aseguraría no solo la libertad de su pueblo, sino su dominio absoluto. Debía conseguirla cuanto antes.
Luego de sus palabras, el ministro de Economía se levantó con dificultad, sus movimientos eran torpes y pausados. Tenía el rostro teñido de autosuficiencia, y una sonrisa triunfal adornaba sus labios.
—Eso es todo —dijo, extendiendo las manos y hablando de manera ceremonial—. Debemos informar de inmediato a las Naciones Unidas. Así ellos podrán tomar la mejor decisión para actuar. ¡Es nuestro deber como miembros ejemplares!
El eco de sus palabras resonó dentro de Karl. Dier observaba a cada miembro del Consejo, buscando aprobación en sus rostros. Se creía intocable. Pero él ya había llegado al límite. Esa propuesta, ese conformismo servil, era el colmo. No permitiría que siguieran arrastrándose como perros ante quienes los mantenían encadenados.
—No. —Fue la respuesta seca, y cargada con desprecio de Karl.
Dier titubeó, incrédulo ante el desafío.
—¡Mi señor! —exclamó el ministro, alzando la voz con indignación—. Eso que recomienda podría ser considerado traición y no podemos incurrir en esa falta grave.
Sintió un calor abrasador que lo consumía desde dentro. ¿De verdad ese hombrecillo osaba acusarlo a él de traición? Su visión se estrechó mientras el rostro sudoroso de Erik Dier lo encaraba.
Sin meditarlo demasiado, Karl se levantó de su asiento y lo tomó por la parte trasera del cuello. Su fuerza fue suficiente para levantar al rechoncho ministro como si no pesara nada, empujándolo contra la mesa de madera que presidía la sala. Los papeles volaron y cayeron desordenados por el impacto.
—¿Traición? ¿¡TRAICIÓN!? —vociferó. La sala volvió a quedar en completo silencio. Nadie se atrevía a moverse, salvo Daniel, que observaba la escena con un rostro de diversión total.
Dier intentaba liberarse, forcejeando con todas sus fuerzas, pero Karl lo mantenía inmóvil. Con una rapidez sorprendente, tomó unos papeles que estaban en la mesa y los metió en la boca del ministro, silenciando sus inútiles protestas.
—¿Sabes lo que es la traición, Dier? —rugió Karl, apretando su mandíbula mientras hablaba—. Traición es lo que le hicieron al País del Cobre. ¡Es no responder al llamado de auxilio del País del Plomo cuando los arrasaban! Traición es obligarnos a financiar sus malditas campañas militares, arrebatándonos los recursos que necesitamos para alimentar a nuestras colonias.
Todos observaban atónitos. Ángela Rossi mantenía una máscara de serenidad, pero sus ojos delataban preocupación. Diana observaba con fascinación, y Jensen mantenía un rostro calmado e inexpresivo. Mientras tanto, Daniel sonreía de oreja a oreja.
Karl continuó, sintiendo cómo su voz gruesa hacía encogerse cada vez más al ministro.
—Nos quitan todo para abastecer a su preciado Harvest y a esas bastardas Naciones Unidas que solo saben oprimirnos. Pero ahora, este cerdo viene a hablarme de traición.
El ministro balbuceaba detrás de los papeles, con lágrimas brotando de sus ojos. Su rostro estaba rojo, y su respiración era entrecortada y desesperada.
—¡Por todos los dioses, líder! —gimoteó cuando logró escupir los papeles al suelo—. ¡Te lo imploro! ¡Déjame vivir, no diré nada!
Karl se quedó inmóvil por unos segundos eternos. El sudor resbalaba por su frente, mientras su mente procesaba la súplica de aquel hombre. Por un instante, se permitió reflexionar. «Locke, ¿qué pensarías de esto?» Pero el asco que sentía lo invadió, borrando cualquier duda.
Desenfundó su arma con rapidez, y apuntó a la cabeza de Erik. El ministro sollozaba como un puerco, sus chillidos ahogados y las lágrimas caían como una lluvia torrencial.
Pasaron varios segundos, cada uno cargado de tensión insoportable. Nadie en la sala se movió ni respiró. El tiempo pareció detenerse.
Finalmente, el estruendo del disparo rompió el silencio. El eco resonó en las paredes, seguido por el ruido seco del cuerpo de Dier al desplomarse contra la mesa.
Ángela Rossi desvió la mirada, ahogando un grito. Su máscara de serenidad se quebró por un instante. Diana se inclinó hacia adelante, fascinada como si acabara de presenciar un espectáculo teatral. Jensen se levantó, con el rostro congestionado; no se veía feliz. Sin embargo, la risa de Daniel hizo que todos lo miraran con confusión.
El arma de Karl todavía humeaba cuando este giró hacia los demás miembros del Consejo antes de decir unas últimas palabras.
—¿Alguien más tiene algo que añadir?
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