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DANIEL I

Olía a moho, humedad y a desechos humanos. El ruido de pequeños pasos en la oscuridad le molestaban, y el gotear constante de una condenada tubería antigua, le hacía desear tener de nuevo el arma con la que ejecutó a ese traidor hace ya once días. Sin embargo, estaba allí de nuevo y no podía hacer nada más que esperar a la extraña ministra.

Reunirse en esos estrechos pasillos ocultos, cercanos a los drenajes, era algo tan absurdo, como los planes confusos de esa mujer. No la soportaba, pero no tenía más opción que trabajar para ella.

Llevaba casi cuarenta minutos esperándola. Caminaba de un lado a otro, guiado por la luz de una vela posada sobre un muro de piedra casi tan antiguo como el país del Oro.

«Los lugares más recónditos, ocultos de todo ojo indiscreto, serán nuestros puntos de reunión, Daniel», le había dicho esa mujer hace más de cuatro años. En ese entonces solo era un quinceañero, sin conocimiento alguno de política, influencia o manipulación. Sin embargo, ahora ya sabía cómo funcionaba todo.

Tronó sus dedos, emitiendo un eco sonoro en todo el lugar. Se preguntó si tal vez la ministra ya estaba allí, espiándolo, como solía hacer. Su rostro viajaba a cada esquina, cada sombra, cada centímetro cercano, sin lograr ubicarla.

—Bien —dijo una voz dulce como la miel—, estás aprendiendo.

De un pequeño lugar oscuro apareció. Llevaba ropa ancha, de color negro, con una capucha que cubría parte de su rostro. Pero esos ojos, esos dos zafiros brillaban con intensidad, incluso allí.

—Te observé casi veinte minutos, Daniel. Debes mejorar. No puedo tolerar que alguien te espíe sin que lo notes. —Ángela Rossi descubrió la capucha, mostrando su delicado rostro y una sonrisa amena—. Como sea, el tiempo apremia y hay muchas cosas por hacer. ¿Tienes la información que te pedí?

Daniel volvió a tronar sus dedos con impaciencia. Le ponía los pelos de punta.

—El líder no ha descubierto quién lo hizo todavía —dijo con tono gélido. Tras cuatro días del atentado de la selección, múltiples conversaciones con mercenarios en las barracas, con los trabajadores de Diana Ersos y gente allegada al capitán Jensen, aún no lograba reunir ni una sola pista. Era frustrante.

Ángela lo observó con atención, aun manteniendo su sonrisa. Daniel tenía la leve sospecha de que el líder también la había empleado a ella para encontrar la respuesta. Y por su pregunta, parecía ser que tampoco conseguía información.

—Es una lástima. —La ministra suspiró con hombros caídos—. Tenía la esperanza de que tuvieras al menos una pista.

El silencio cubrió el lugar durante varios segundos. Él no dejaba de observarla con cautela. No podía sentirse tranquilo con una persona capaz de averiguar hasta el secreto más privado, incluso si eso implicara que podría ser ejecutado por ello.

—¿Y tú? —Ángela clavó sus ojos penetrantes en él—. ¿Quién crees que pudo hacerlo?

La pregunta lo dejó desconcertado. Se lo había planteado muchas veces sin conseguir alguna respuesta satisfactoria. Aunque, la verdad, solo quería saberlo para felicitar a esa persona. Los pobladores de Harvest eran traidores, y los traidores solo servían de ejemplo.

Meditó un largo rato antes de responder, sintiendo un ápice de frustración dentro de él.

—No me importa. Y de igual manera, ¿por qué rayos quieres saber quién lo hizo?

De nuevo esa sonrisita molesta de la ministra se hizo presente. Aunque parecía tener un matiz diferente.

—Mal hecha esa pregunta. —Llevó su mano a la boca en un gesto grácil—. La verdadera pregunta debería ser: ¿para qué lo quiero? ¿Para qué desea alguien tener información, Daniel? —Le dio la espalda, dirigiéndose de nuevo a la sombra desde donde había salido—. Te lo dejo de tarea, ¿sí?

Ya casi desaparecía en la oscuridad, cuando de repente, habló de nuevo:

—Acaba de llegar información desde la Base Concordia. Se avistaron luces sospechosas en la lejanía. Eso es lo que le dirás al líder, ¿entiendes? Es lo que lograste averiguar de mí. ¡Ah! También dile que mis espías me informaron que él busca descubrir quién cometió el atentado. Eso será suficiente para saciar su sed de información. Ahora ya vete, Daniel. Y recuerda, asegúrate de que nadie te siga.

Tras esas palabras, supo que la reunión había terminado. Se encaminó al fondo del alargado pasillo con olores repugnantes y avanzó. Las paredes se estrechaban cada vez más, haciendo que sus hombros rozaran la superficie rígida y rugosa de la piedra envejecida entre agua y suciedad. Una pequeña puerta, por la cual debía entrar agachado, daba hacia su libertad.

Al salir, el sol de la mañana se hizo presente con tal intensidad, que se vio obligado a parpadear sin control. Sus ojos escocían y unas lágrimas se le escaparon. Las personas caminaban en la calle de tierra cercana, mientras un par de autos viejos cruzaban en la esquina de San Inés. Estaba en la zona marginal del país del Oro, donde los harapientos mendigaban, los niños delgados lloraban y los gorlacks callejeros se peleaban sin piedad. Matar o morir, como en la vida misma.

Su ropa encajaba perfectamente con el ambiente. La camiseta rota, con el olor a los túneles en los que tuvo la reunión, lo hacía parecer un pordiosero más. Debía ducharse cuanto antes y presentarse ante Diana Ersos; hoy recibirían a la Bestia Blanca. Su llegada era motivo de festejo nacional. La sola mención de un héroe como él, generaba demasiada expectativa en la población y en los soldados. Se decía que su objetivo era ayudarlos en la lucha contra los alienígenas invasores, aunque, gracias a Ángela, Daniel sabía que solo venía a investigarlos de cerca.

«Otro traidor más», pensó con rabia contenida. Para Daniel, Karl era la única esperanza del Oro. Cualquier traición al líder era una traición al país, y quienes osaran dudar de él merecían desaparecer sin rastro.

Recordó a Jensen y no pudo evitar imaginarse qué le haría si descubriera sus reuniones con Ángela. Aunque también se reunía con él para darle información. Incluso lo hacía con Diana, muy a su pesar. Las órdenes del líder habían sido claras: «no confíes en ellos. Ocultan algo y tú debes averiguarlo». Ninguno era totalmente leal al líder y eso era preocupante; en algún momento descubriría si había traidores ocultos.

A veces no sabía quién mentía, o quién lo intentaba manipular. Era como ser un peón en un juego interminable de ajedrez.

El ruido de un holotransmisor enorme, que mostraba la imagen del líder, lo hizo salir de su ensoñamiento. Lo mostraban como el gran héroe que era, luchando por mejorar la pobreza, por liberar al país y por darles lo mejor. Sonrió.

El resto del camino se sintió como un sueño lejano. Tomó el viejo bus del oeste, rumbo a Ciudad Capital. Su departamento estaba a pocas cuadras del palacio de gobierno, lo suficiente para que pudiera reunirse con la gran comitiva encargada de recibir a la Bestia Blanca.

Luego de quitarse el olor desagradable y arreglarse como un digno pupilo de Karl Aaesen, caminó hasta el palacio de gobierno. Allí, Diana Ersos lucía una ropa en extremo formal. Un vestido amarillo con pequeños detalles rojizos y un enorme collar de oro; brillaba casi tanto como el sol. Estaba rodeada por protectores del Oro, serios y armados, preparados para partir en cualquier momento.

En todo el viaje, la ministra Ersos no paraba de hablar sobre lo honrada que se sentía con ser elegida para recibir a una leyenda como la Bestia Blanca, sobre lealtad, amor a la patria y mil cosas que se diluían sin darle algún sentido real. Era una persona extraña. Parecía amar el sonido de su voz y no soportaba que la interrumpieran nunca. Él se limitó a mirar por la ventana del vehículo de lujo, pensando en la pregunta que le había hecho Ángela.

«¿Para qué alguien necesitaría información?» Los secretos eran poder y el que descubriera la verdad tras el atentado de la selección no solo tendría en sus manos una respuesta, sino un arma. Una herramienta que podía usarse para proteger al líder o para hundirlo. Si esa información caía en las manos equivocadas... prefería no pensarlo.

Llegaron después de un largo tiempo de conducción; Daniel dejó de contar luego de la primera hora. La zona de desembarco intergaláctico estaba rodeada por grandes torres blancas que delimitaban la distancia de cada aeronave. El ruido de los hiperpropulsores al despegar era ensordecedor, como una gran explosión, y los aterrizajes, luego de aminorar la gran velocidad, parecían demasiado sencillos para lo que eran en realidad.

La nave que traía a la Bestia Blanca estaba por arribar justo en el momento en que su comitiva ingresó al lugar. La vio maniobrar con gracia, sin complicarse en lo más mínimo en un baile magnífico de habilidad. El piloto la hizo girar, posándose de la mejor manera para que sus tripulantes pudieran desembarcar con facilidad.

Los ojos de la ministra estaban abiertos de par en par, llenos de vida, presenciando la llegada de una leyenda. Sin embargo, Daniel sabía la verdad, y no se sentía muy a gusto con el arribo de alguien que deseaba investigar al país.

Crujió sus dedos, llamando la atención de Diana.

—¿Nervioso, niño?

Él la observó con rostro serio. Su fanatismo era admirable, pero a veces rozaba lo exasperante.

—No —respondió con voz fría como el hielo—, ¿y usted?

Una sonora risa se le escapó a la ministra, demostrando la realidad. Esa mujer moría de pánico al conocer a alguien como Locke Parlot. Él se limitó a suspirar.

Cuatro personas descendieron de la nave. Tres hombres con ropas negras, desde los pies hasta la cabeza, caminaban erguidos, alertas, mirando en todas direcciones con rostros de piedra. Justo en medio, el último de los tripulantes caminaba con un semblante muy diferente. Era alto, de hombros anchos y sonreía a cada persona que se le acercaba. Los periodistas se habían apresurado a intentar obtener la primicia de su llegada. La Bestia Blanca era todo lo que había esperado Daniel.

—Vamos rápido, niño —Diana señalaba la dirección que debían seguir. Su mirada vacilante y los leves temblores en sus manos eran lamentables—. ¿Qué esperas?

La Bestia Blanca iba con pasos firmes, escoltado muy de cerca por los tres hombres serios. Transmitía un aura intimidante, casi como si se tratara de un ser superior, imponente y capaz de aplastar a todos los presentes en un parpadeo. Se preguntó si sería tan habilidoso como contaban las historias.

El grupo de Daniel estaba conformado por la ministra, tres protectores del Oro, Martha Erickson, que suplía a Cristian Weber en su ausencia como comandante de los mercenarios y dos personas que no conocía de ningún lado. Todos permanecían firmes, esperando a su invitado.

Cuando estuvieron a pocos pasos, las formalidades no se hicieron esperar. El sonido de las fotografías zumbaban a diestra y siniestra; los elogios, buenos deseos y palabras agradables iban y venían en un coro molesto, y, finalmente, el momento de partir se presentó tras las absurdas palabras de la ministra.

«Es un gran honor para mí recibirlo, estimado Locke Parlot, Bestia Blanca», había dicho inclinándose.

Él, por su parte, analizaba al soldado más famoso de la humanidad. Su mirada fija e indescifrable, parecía atravesar a cada persona, como si evaluara su valor en cuestión de segundos. Los movimientos de sus manos, relajados y firmes, eran calculados, y la sonrisa que tanto cautivaba a muchos... no llegaba a sus ojos. Era una máscara impecable, pero falsa, que ocultaba un universo de secretos.

—Su residencia es espléndida, mi señor —Diana hablaba con emoción ya en el enorme vehículo que los llevaba al palacio de gobierno, tal como había ordenado el líder—. Sus soldados ya están instalados allí, junto a un grupo de empleados para satisfacer sus necesidades. Tienen lujos, diversión y lo más importante, un lugar para descansar. —Su tono ominoso le hacía alargar cada palabra—. En definitiva, todo está listo para su estancia, mi señor.

—Le agradezco mucho, ministra —fue la respuesta de la Bestia Blanca, que cruzó su mirada con Daniel y con una sonrisa añadió—: ¿cuál es tu nombre, chico?

Suspiró. No quería intercambiar palabras con ese hombre, al menos no aún. Necesitaba averiguar sus verdaderas intenciones antes. Para su suerte, la ministra intervino de nuevo.

—¡Oh, mis modales! Mil disculpas, mi señor. El chico es Daniel Matos, pupilo de nuestro líder. Es alguien reservado y bastante silencioso, no se preocupe.

Locke Parlot mantuvo un rostro serio, que escudriñaba cada centímetro de su ser. Daniel no sabía qué pensar al respecto.

—Si Karl ve en ti alguien tan confiable como para ganarse sus enseñanzas, entonces también te otorgo mi voto de confianza, Daniel. —La Bestia Blanca asintió, mientras tamborileaba con sus dedos sobre la superficie de la puerta.

«¿Está mintiendo?» Su actitud era confusa. Ya estaba acostumbrado a alguien así, y la verdad, le transmitía una desconfianza tan grande como Ángela Rossi. Aunque su tono parecía amable, sus ojos analizaban todo con un cuidado extremo.

Recordó que esa mujer de seguro tenía espías en el vehículo y sintió como un escalofrío le recorría el cuerpo. Giró su rostro, posándolo en cada uno de los presentes, sin obtener algún indicio de quién podría ser.

Fuera, en las calles, un grupo de niños se acercaba demasiado, pidiendo a gritos que el soldado más famoso de la humanidad los saludara o regalara algo de comida. Daniel sintió un nudo en el estómago al verlos. Recordó su propia infancia, marcada por la miseria, y un pensamiento fugaz le cruzó la mente: «Podría haber sido uno de ellos».

El rostro severo de Diana lo sacó de su ensimismamiento.

—Son escorias, mi señor, no les preste atención —indicó la ministra Ersos, tensando sus labios. Los miraba con desdén, como si fueran un grupo de leprosos, o algo peor—. Cuando lleguemos a Ciudad Capital, todo eso mejorará.

Locke Parlot no respondió. Solo miró por la ventana y los saludó a todos. Daniel observó el gesto con atención. No sabía si era una muestra genuina de compasión o simplemente parte de su imagen pública.

Mientras avanzaban por las antiguas autopistas, Martha Erickson alzó su voz, con tono formal, para invitar a la Bestia Blanca a los cuarteles de La Compañía de Hierro. Ese grupo de mercenarios que solo servían al Oro por la cantidad de dinero que se les pagaba. Diana continuó hablando de mil cosas sin sentido y Daniel solo asentía con rostro serio.

Una vez llegado al palacio de gobierno, los tres escoltas de Locke Parlot bajaron junto a él e ingresaron, preparándose para la cena que el líder había solicitado. Diana se mantuvo en la puerta enorme de un blanco impoluto, con su labio temblando.

—Espero con todo mi corazón que el atentado de la selección le haya dejado una valiosa enseñanza a la Bestia Blanca —arrojó de repente la ministra.

Él la miró, ladeando la cabeza, con una expresión que no dejaba entrever mucho.

—Tú también lo piensas, lo sé. Sé que el plan real del líder es traerlo a nuestro bando y así poder conseguir la libertad del país —continuó la ministra, clavando sus ojos oscuros en él, intentando descifrar qué pensamiento pasaba en su mente—. Eres un niño, pero no eres tonto, ¿verdad? ¡La historia está en movimiento, Daniel! Todo lo que hemos hecho nos ha llevado aquí. Esta cena no es el final, es el inicio del cambio. ¡Ad solem et Aurum!

Daniel esbozó una leve sonrisa. La idea de que todo se pudiera resolver de manera tan sencilla le parecía maravillosa. Aunque, si la ministra Rossi aún tenía sus dudas, significaba que estaban en terreno peligroso y pronto podría encontrarse con los enemigos ocultos que buscaban entorpecer la libertad del Oro.

Por ahora sería suficiente asentir y darle la razón a Diana Ersos. Pero cuando llegara el momento, él se encargaría de conseguir la verdadera libertad. Por su país, por la justicia y por el líder supremo.

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