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CATOS II

Su primera misión había iniciado. Los sospechosos caminaban con calma, sin dar indicio alguno de actividad peligrosa. Catos se preguntaba si el teniente se pudo haber equivocado. Sin embargo, sabía que eso rara vez ocurría. Ross era conocido en toda la galaxia como una de las personas con mayor capacidad para detectar posibles amenazas. Logró erradicar una célula terrorista que intentaba desestabilizar las Cumbres Congeladas; encerró a múltiples personas que vendían secretos de Harvest; luchó en la Guerra Relámpago, siendo condecorado múltiples veces, y ahora lo enviaba en una misión tan importante como esta.

Respiró hondo, buscando la calma necesaria para evitar errores estúpidos.

A su lado, Astrid Himmel caminaba con una concentración admirable. Sus ojos no quitaban la vista de los objetivos que aún avanzaban en una dirección desconocida.

Poco a poco dejaban atrás la zona de restaurantes y puestos de comida, sumergiéndose de lleno en una especie de mercado improvisado. El olor a pólvora, especias fuertes, cigarro y más cosas mezcladas lo aturdían.

Uno de los hombres era alto y delgado, con una chaqueta de cuero negra y un gorro de montaña oscuro, parecía guiar al otro, que era de estatura media, fornido, y llevaba una gorra blanca. Viéndolos desde allí, no parecían ser tan amenazantes. Podrían reducirlos en ese momento si así lo desearan, pero las órdenes habían sido claras: seguirlos e informar.

Tensó sus puños con impotencia.

«No me puedo distraer ni un segundo», se dijo, consciente de que en un momento todo podía cambiar.

Y casi como si se tratara de una respuesta a sus pensamientos, los dos hombres tomaron caminos diferentes. El de gorra se dirigió a la parte oeste de la plaza, cerca de los clubes nocturnos, mientras que el otro iba en dirección contraria.

El corazón de Catos se aceleró al notarlo. La presión era tanta, que creyó escuchar el palpitar. Giró su vista, fijándola en su compañera, que había abierto los ojos grises de par en par. Parecía confundida, o preocupada, o tal vez ambas cosas.

La chica se detuvo en seco y lo tomó del brazo, aún con esa expresión extraño. Lo vio a los ojos y Catos entendió con claridad lo que intentaba comunicarle: «debemos separarnos». Ella siguió al hombre de gorra y él tendría que seguir al de chaqueta de cuero.

Catos aceleró el paso, intentando alcanzar a su objetivo que le había sacado mucha ventaja desde que se separó de su compañero. Las zancadas eran enormes, lo que lo hacía moverse con rapidez. Se esforzaba por acercarse, consciente de que, si no se apuraba, podría perderle el rastro y fracasar en su primera misión.

La música retumbaba a través de los parlantes dispersos por el festival. La multitud caminaba con pasos alegres, y el aire estaba impregnado del olor intenso. Pero algo no cuadraba.

De repente, el sospechoso tropezó con un borracho, y el gorro negro cayó al suelo, revelando una cabellera oscura como la noche. Luego, desenfundó un arma y apuntó, gritando palabras que Catos no pudo escuchar. El borracho huyó despavorido, mientras el hombre intentaba recuperar el equilibrio. La situación se volvía más peligrosa a cada segundo.

«El teniente tenía razón. Este hombre no es quien parece ser. Pero ¿cómo lograron pasar los controles de seguridad? ¿Qué demonios quieren?». Sintió una oleada de incertidumbre.

Llevó su mano al oído, intentando comunicarse con Ross. No estaba seguro si el teniente había encontrado otro intercomunicador, pero era imperativo informar lo que había visto.

—¿Me escucha?

—Así es, novato, te escucho —respondió Ross con un tono agitado.

—Me parece que estaba en lo correcto, el sospechoso...

En ese instante, las miradas de Catos y el hombre se cruzaron. Un destello de reconocimiento y peligro atravesó su mente.

—¡Mierda! —exclamó, sintiendo cómo la situación se deslizaba fuera de su control.

Durante unos segundos, todo se sintió tenso, irreal, como una película antigua. El perseguido se acomodó el gorro y, de golpe, se puso en pie. Esta vez corrió a gran velocidad, intentando perder de vista al chico del Plomo.

La persecución comenzó de verdad. Ya no era una caminata sigilosa; ahora corrían, esquivando, golpeando y derribando a quienes se interpusieran en su camino. El sospechoso volcó varios barriles de cerveza en un puesto cercano, obligando a Catos a saltarlos en su frenética carrera.

Escuchaba las maldiciones de los comerciantes, la música retumbando en el aire y su propio corazón latiendo a un ritmo desenfrenado. «Espera... la dirección en la que va... no... ¡NO!», pensó con horror al comprender hacia dónde se dirigía el sospechoso: la tarima de los altos mandos.

Aceleró, pero el hombre ya le llevaba mucha ventaja. No había manera de alcanzarlo.

Para su alivio, vio que dos guardias fornidos estaban apostados a pocos pasos de la gran escalinata que conducía a la tarima. Habían detenido al enemigo.

Suspiró, intentando calmar sus pulsaciones, pero el alivio se transformó en horror cuando vio cómo lo dejaban pasar sin siquiera requisarlo. La incredulidad lo inundó. Sus brazos temblaban, y apretó los dientes con tanta fuerza que sintió que podrían romperse en cualquier momento.

Catos gritó con desesperación al teniente mientras sus ojos se fijaban en los guardias que dejaban pasar al sospechoso.

—¡Teniente, los guardias!

Un silencio abrumador se apoderó del intercomunicador. Cada segundo que pasaba se sentía eterno. Tenían que actuar de inmediato.

Finalmente, Ross rompió el silencio:

—Derríbalos, muchacho. Tienes permiso de usar fuerza letal. Son traidores, no aliados.

Las palabras del teniente resonaron en su mente, sin dejarle espacio para la duda. Catos sabía lo que tenía que hacer. Sus manos temblaban, pero la adrenalina lo impulsaba hacia adelante.

Frente a él, los dos guardias permanecían firmes, ajenos a lo que estaba por suceder. Uno tenía el cabello oscuro; el otro era calvo, con un bigote de un tono marrón ridículo. No había tiempo para pensar, solo para actuar.

Con un movimiento rápido y preciso, pateó la rodilla del guardia calvo, escuchando un crujido seco y espantoso que lo hizo estremecer. El hombre soltó un alarido desgarrador, pero Catos no se detuvo. Un golpe directo a la garganta lo silenció.

El segundo guardia, con reflejos torpes, intentó moverse, pero Catos ya estaba rodando hacia la derecha. En un solo movimiento, tomó el arma del guardia lesionado y, sin titubear, disparó dos veces. Los disparos resonaron en el aire, y el cuerpo del traidor cayó al suelo con un golpe sordo.

El dolor y la furia se mezclaban en su interior mientras apuntaba al guardia calvo que aún se retorcía en el suelo. Disparó una vez más, pero a la cabeza, eliminando cualquier amenaza restante.

Con la respiración agitada y el sudor empapándole la frente, se levantó y corrió hacia la tarima, empuñando el arma con firmeza. Cada paso lo acercaba al sospechoso, pero el temor lo corroía por dentro. ¿Qué sucedería si fallaba? ¿Y si ya era demasiado tarde?

—¡ALTO! ¡ALGUIEN DETÉNGALO! —gritaba con desesperación.

El hombre de gorro ya había llegado a la tarima, y la mesa de los altos mandos se alzaba ante él como un objetivo inminente. Catos sabía que no podía alcanzarlo a tiempo. No había otra opción.

Se detuvo en seco, apuntó con cuidado, tal como le habían enseñado en las clases de tiro, y respiró. Todo dependía de ese disparo.

Accionó el gatillo y en el fondo escuchaba las voces de otros guardias que habían presenciado su lucha: «Atrápenlo», «¡Traidor!». No tenía tiempo para pensar en lo que esos gritos significaban. No importaba lo que creyeran. Lo único que importaba era detener al hombre de gorro. Su mirada se mantuvo fija en el objetivo, sabiendo que su disparo sería decisivo.

Pero falló. Otros guardias lo habían empujado antes de que pudiera apuntar con precisión.

—¿Qué hacen, imbéciles? —gritó con impotencia, observando cómo el sospechoso se acercaba al objetivo. Había fallado, y todo parecía perdido. Gritó por ayuda, sintiéndose como un niño asustado en el sótano de su antiguo hogar. El sudor empapaba su frente, y las lágrimas se acumulaban en sus ojos. No podía permitir que se repitiera lo del País del Plomo; jamás permitiría que eso volviera a suceder.

—¡PADRE! ¡PADRE! —sus gritos aumentaron de intensidad al ver a su Swein en la mesa, cenando junto a los altos mandos.

Swein se levantó y apuntó con firmeza al sospechoso, exigiéndole que se echara al suelo. El hombre sonrió y, en un movimiento sorprendente, se quitó la chaqueta de cuero, revelando un chaleco bomba.

La visión del chaleco impulsó a Catos a liberarse de sus captores con un frenesí de disparos y patadas. No estaba seguro de haber herido a alguien, pero el arma se le había caído en el caos. Corría desesperado para detener al enemigo que amenazaba la vida de su padre.

—No, no, no de nuevo, por favor, no de nuevo... —sus plegarias se desmoronaron con las palabras más extrañas que había escuchado.

—¡AD SOLEM ET AURUM! —El sospechoso gritó a todo pulmón.

Swein disparó a la cabeza del hombre, acabando con él al instante. Pero la explosión fue inmediata. El chaleco detonó al impactar el suelo, y la devastación fue instantánea. La mesa de los altos mandos quedó hecha añicos y una esfera infernal se alzó frente a Catos.

El Almirante Eros y la presidenta Pirlo fueron consumidos por la explosión, y Catos intentó encontrar a su padre entre el caos, pero una ráfaga de viento ardiente lo empujó en dirección contraria, cayendo con violencia desde la tarima al suelo. Sentía su rostro herido por las esquirlas de vidrio que volaron por el aire. El cuerpo le quemaba y su cabeza daba vueltas mientras un ruido agudo retumbaba en sus oídos.

Intentó gritar, pero su voz no podía superar el estruendo en su cabeza. Todo se veía borroso y confuso; el tiempo se dilató en un vacío sin fin.

Tras unos segundos, horas, días o incluso años, sintió que alguien había apagado la luz y el ruido se desvaneció de manera abrumadora, dejando solo silencio... silencio y sangre.


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