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CATOS I


La sangre verde salpicaba en todas direcciones, mientras sus disparos seguían acertando a los hologramas ultra realistas de los asquerosos alienígenas. Verlos morir, aunque no fueran reales, lo hacía sentir extasiado.

Recargó el rifle con rapidez; usando los cartuchos de sesenta balas electrificadas, e intentaba protegerse del fuego enemigo. Se cubría, rodaba y buscaba a los hologramas que aparecían cada cierto tiempo. Algunos corrían, otros respondían con sus armas de plasma, capaces de derretir hasta el metal más grueso. Si permitía que algún disparo enemigo le impactara, la prueba se detenía en el instante, y esa no era una opción para él.

Llevaba casi veinte minutos luchando. El campo de simulación emulaba perfectamente a la Base Aurier, aquella en donde su hermano adoptivo, Locke, consiguió la gran hazaña de vencer al primer alienígena en la historia. Había arena por doquier, enormes estructuras metálicas que lo hacían sentir insignificante frente a ellas, y fuego, mucho fuego consumiendo los restos de la base.

Ya había usado la pistola de choque, el rifle de precisión alfa y se encontraba en la última arma, el rifle repetidor. Si lograba avanzar, sin recibir ningún impacto, tendría la mejor nota.

Sin embargo, sin previo aviso, sintió un fuerte golpe en su espalda, pero no había nada allí. Se giró, confundido, buscando el origen del ataque. Miraba en todas direcciones, sintiendo su respiración acelerada; era como pelear contra un fantasma.

Luego, recordó algo importante: «¡dispositivos de camuflaje!»

Activó la función de calor del casco táctico y para su sorpresa, lo vio. Una figura enorme, de casi tres metros estaba a pocos pasos de él, sosteniendo algo tan brillante como el sol del mediodía. Era el momento cúspide de su prueba, enfrentarse al arma más letal de los demonios: la espada de energía.

Catos retrocedió, sintiendo un escalofrío que le recorría todo el cuerpo. Esos ojos, que irradiaban una sed de sangre perturbadora, le hacía estremecerse.

«Las supersticiones, hijo, están diseñadas para dominarnos». Una voz difusa resonó en su interior, haciéndolo paralizarse por un momento.

Absorto en lo que acababa de escuchar, se sorprendió cuando el enemigo blandió su espada contra él, pero logró girar en dirección contraria justo a tiempo. Las chispas revolotearon en todas direcciones, y el rugido enemigo le hizo erizar la piel. Debía derrotarlo, y rápido.

Apuntó al centro del torso del alienígena y desató una ráfaga continua, activando el escudo que lo cubría. La luz lo cegó por un momento, pero, sin importarle nada más, continuó con su arremetida. Sabía que esos escudos se sobrecargaban con electricidad, así que, si se detenía, todo su intento quedaría reducido a algo inútil.

Un gruñido ensordecedor resonó y en un parpadeo, Catos se había deslizado debajo del enemigo. Sin pensarlo más, volvió a disparar.

El alienígena se desmoronó en un haz de luz, y el silencio sepulcral de la sala fue reemplazado por un estruendo de aplausos. Catos, aun jadeando, soltó el rifle con manos temblorosas, sintiendo un extraño alivio. Había completado la prueba.

La Base Aurier se desvaneció, dando paso al enorme galpón de simulaciones. Las paredes grises llenaban todo el espacio visible, y las luces blancas le daban un aspecto a hospital que no le agradaba. A lo lejos, en las tribunas, las personas seguían vitoreando lo que acababan de presenciar. Asintió con gratitud, al ver que su padre adoptivo, Swein Parlot, aplaudía junto a los demás, con un claro rostro lleno de orgullo.

Caminó erguido y confiado, directo hasta el coronel que dirigía la prueba. Este lo observaba con calma, y, tras unas breves palabras, le permitió dejar la sala. Los siguientes soldados debían iniciar en los próximos minutos.

El primero en pasar fue un viejo conocido, Borg Ando. Un soldado de la reserva militar que conocía desde los quince años. Aprobó de milagro. Los hologramas fallaron disparos que parecían imposibles, y, en la lucha contra la espada, se resbaló, siendo atravesado. Catos no quiso imaginarse el dolor que sintió, en especial porque en las simulaciones, las heridas se sentían casi reales.

Luego, vio otros tres más enfrentarse a la prueba. Dos extranjeros que no conocía, de nombre Jean Farrow y Martin Berge, que aprobaron sin ser excelentes, y, una persona que lo impresionó.

La chica, a diferencia de él, había roto el récord de tiempo. Catos no lo podía creer. Verse superado por una extranjera, y del Borde Azul, ese país que solo destacaba por agricultura y pesca, que, además, carecía de soldados. Era imposible; tenía que haber un error.

Los ojos grises de la chica irradiaban felicidad, y su cabello largo, recogido en una trenza elaborada, le hizo sentir aún más enojado. Ni siquiera respetaba los estándares básicos para el ejército, no debía usar el cabello de esa manera. Cerró sus puños con fuerza.

—Así que al fin tienes competencia, ¿eh? —Borg, que había tomado asiento junto a él, luego de su prueba, le sonreía de manera retadora.

—Cállate, Ando. ¿Acaso quieres otra paliza?

El chico se negó con un bufido, girando el rostro para evitar la mirada penetrante de Catos. Parecía intimidado, incluso en un ambiente tan controlado como ese. Luego carraspeó su garganta; estaba claro que iba a decir algo estúpido, como siempre.

—Espero con ansias ver el día en que alguien te de una lección, Mars.

Catos frunció el ceño. En sus tres años en la reserva militar, múltiples personas lo habían retado, pero nadie lograba resultados positivos. Dudaba que ese día pudiera llegar pronto, así que solo se encogió de hombros y fijó su vista en la lejanía, donde la estructura comenzaba a cambiar de nuevo.

Esa fue la última prueba holográfica, dando por terminada la primera de las pruebas físicas.

Él se apresuró a salir de allí; quería prepararse para los exámenes de movilidad interurbana, y no deseaba que nadie lo interrumpiera. Si quería ingresar a los Exploradores, para matar hasta el último de los demonios invasores, debía ser el mejor.

Caminó por las calles cercanas al galpón, observando como los autos avanzaban a toda velocidad. Los hologramas con publicidad se alzaban imponentes y la gran multitud de personas caminaba de un lado a otro, emocionadas por ver a los soldados del futuro.

El próximo lugar al que debía ir estaba a quince minutos caminando, así que le serviría para distraerse de lo sucedido.

Aun recordaba las palabras que resonaron en su interior durante el combate, y rechinó sus dientes.

Consideraba eso como simples pesadillas, pero cada vez que venían a él, se sentían tan reales, como perturbadoras. La voz profunda, los gritos, el olor de la madera chamuscada, la sangre y los crujidos de seres enormes acercándose a su escondite le hacían temblar de impotencia.

«Carajo, si hubiera sido un combate real... estaría muerto», reflexionó, tensando su cuerpo.

¿Cómo era posible que alguien tan fuerte como él soñara con cosas como esas? No lo soportaba. Lo hacía sentir como un niño débil e indefenso, no como el hombre en que se había convertido.

Su vista paseaba de un lado a otro, observando cada detalle del paisaje de la gran ciudad. Aún no se acostumbraba. Harvest siempre le había impresionado. Los grandes rascacielos, las autopistas que parecían no tener fin y la cantidad de personas que vivían allí, lo diferenciaban mucho de su país natal.

El País del Plomo era un lugar árido, con pequeñas colonias dedicadas a la minería. El edificio más grande que podía encontrar allí era el centro de mando, y solo tenía tres pisos. Las calles sin asfaltar, las casas prefabricadas y el olor intenso a maquinaria pesada era el pan de cada día. Sin embargo, ahora su vida estaba en otro lugar, haciendo que la añoranza de su viejo hogar volviera cada cierto tiempo.

Se preguntó si quedaría algún otro superviviente. Aunque sabía que era una pregunta estúpida, así que sacudió su cabeza de manera negativa y continuó con su caminata.

Siguió a un grupo grande de civiles. Todos comentaban con alegría lo emocionante que había sido la primera prueba física. Muchos lo comparaban con los de años anteriores, incluso otros se jactaban de sus apuestas. Parecía que no era más que un simple juego para ellos. Los miró con desdén.

Las calles brillaban, luciendo tan impolutas, no parecían tener doscientos años de antigüedad. Los robots de limpieza aparecían cada dos cuadras, encargados de un sector específico. Cada basura que caía al suelo era recogida de inmediato, en un coro interminable de orden. Solo una ciudad rica como esta podía permitirse ese lujo.

Al llegar a su destino, analizó cada lugar, sorprendido por lo que veía. Era otro galpón, pero mucho más grande que el anterior. Su extensión se perdía en la lejanía, y carecía de techo, por lo que supuso que solo generaba escenarios terrestres.

Ingresó, imaginándose a qué se enfrentaría ahora, pero las respuestas llegarían en los próximos minutos.

La gran mayoría de soldados ya estaban allí, esperando por el inicio. Vio rostros contrariados, otros emocionados y algunos cuantos sin el más mínimo interés por lo que sucedía. Él tomó asiento en una silla metálica, alejado de todo el grupo. Frente a ellos, había una tarima pequeña, en la que un micrófono esperaba a su interlocutor.

No estuvo seguro de cuánto tiempo pasó, pero una voz femenina y amable lo sacó de su ensoñamiento. No podía creer lo que veía; era la presidenta en persona.

—Mis niños, estoy muy feliz de verlos a todos. Veo a los soldados del mañana, a los héroes y las personas que nos enorgullecerán con su valor. Este año, han superado las expectativas de la población.

Los aplausos la hicieron silenciarse. Recordó lo que siempre le decía Swein Parlot: «en tiempos tan difíciles, tener algo que celebrar hace que los ciudadanos se sientan mejor; además, la presión genera mejores soldados». Sin embargo, Catos nunca había entendido bien el porqué de televisar y promocionar los Exámenes de la Selección como un evento.

—En fin, mis niños, les deseo todo el éxito del mundo, pero recuerden esto: el fracaso no tiene lugar aquí. La gloria solo pertenece a quienes lo dan todo. ¡Honor, valor y paz!

—¡Las ramas de la humanidad! —respondieron al unísono todos los presentes, a excepción de Catos, que se limitó a mirarla con cautela.

El general a cargo, organizó a todos los participantes en varios grupos de diez personas. A Catos le tocó en una sección apodada como «Delta», no estaba seguro de qué se trataba, pero se dirigió hacia allí.

No conocía bien a nadie de su grupo. Solo reconoció a Jean Farrow, de cabello café, con hombros caídos y mirada perdida. No entendía como alguien como él pudo ingresar a los exámenes. También estaba la chica, esa que lo había superado en la anterior prueba. Se juró que esta vez él sería el número uno.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz que resonó desde un holograma en la parte superior de la torre cercana:

—Bien, soldados, la segunda prueba física está por iniciar. Les recuerdo, el movimiento interurbano evalúa su capacidad para desplazarse con velocidad en cualquier entorno, en este caso, veremos qué escenario generará nuestro hermoso sistema. Todo está permitido, pero recuerden, hay trampas, enemigos que dispararán contra ustedes y posibles rutas que no tengan salida. Tienen diez minutos para atravesar el lugar. Suerte y nos vemos del otro lado.

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, el terreno plano y de color gris dominante, empezó a cambiar. Edificios de casi cinco pisos se alzaron con rapidez, torres de vigilancia aparecieron en cada esquina, un puente céntrico que se suspendía sobre un gran mar llamó su atención, y, al final de todo, muy a lo lejos, una enorme luz intensa relucía, marcando el punto de encuentro.

Catos retrocedió, con los ojos fijos en el escenario que se transformaba frente a él. Las estructuras crecían como monstruos mecánicos, más grandes y complejas que en cualquier otra prueba que hubiera enfrentado. Por un instante, vaciló.

«No importa qué tan grande sea el reto, la victoria será mía», pensó, mientras sus ojos se clavaban en la luz distante que marcaba la meta.

Un enorme reloj holográfico inició el conteo regresivo desde el número diez. Todos los soldados se prepararon, viéndose unos a otros, y, cuando llegó a cero, el sonido de un disparo desató el caos. Unos corrieron a toda velocidad, mientras otros tropezaban, buscando no ser alcanzados por las trampas.

Catos corrió, esquivando al grupo entero, se alejó buscando seguir su propia ruta. Quería evitar al máximo ese extraño puente; le sonaba a posibles trampas.

Se dirigió hacia el callejón cercano, con una idea sencilla en la mente: correr por los techos. En la formación del terreno había notado algo demasiado peculiar para ser una coincidencia. Los edificios se juntaban mucho, casi como si los invitaran a evitar el suelo. Y eso, sin lugar a duda, sería su carta ganadora.

Ya en el callejón, las escaleras de emergencia de un edificio le sirvió para llegar casi hasta la azotea; solo tuvo que trepar por las canaletas para impulsarse.

Desde arriba, pudo ver al grupo de soldados que corría en línea recta, esquivando los disparos enemigos que los acribillaba. Observó caer a varios, siendo eliminados de inmediato. Él, por su parte encontró las uniones que esperaba.

Comenzó su carrera real, saltando de techo en techo. Sabía que no había manera de perder, no había manera alguna...

Cuando una explosión cercana lo hizo tambalearse y casi caer al vacío. Se pudo sostener de la cornisa, con el sudor perlándole la frente y su cabeza dando vueltas. ¿Qué rayos había sido eso?

«Gran guerrero», Una voz ronca que retumbó como un eco de aquella noche en el Plomo. Sintió el olor a pólvora, escuchó los gritos desesperados y, por un instante, su cuerpo se paralizó, volviendo a ese infierno.

—¿Quieres ayuda, fortachón? —Otra voz, pero esta parecía más real, incluso cercana.

No podía creer que alguien lo hubiera seguido. Era su plan, ¿quién se atrevió? Sintió como su sangre hervía.

Se trataba de una mujer. La chica se inclinó en el techo para ayudarlo a subir. Una vez arriba, sintió una punzada en el pecho. Lo había ayudado esa chica extranjera.

Su orgullo dolía más que las heridas de sus manos. Lo odiaba, odiaba haber dependido de alguien. Y, sobre todo, de ella.

—¿Vamos? —dijo ella, rascándose la cabeza—. Buen plan. En cuanto te vi separarte del pelotón, pensé: ese chico sabe lo que hace.

Catos bufó, dándole la espalda antes de responderle:

—Deberías buscar tus propios caminos.

La chica sonrió con amplitud y le posó la delicada mano en su hombro.

—Estarías eliminado, fortachón. Pasaste por una mina de seguridad —respondió, aun sonriendo—, avancemos rápido. ¡Ah! Por cierto, mi nombre es Astrid, Astrid Himmel.

Se tensó, y sus manos se cerraron con fuerza. No podía negar que, sin ella, de seguro se hubiera caído.

Sin nada más que decir, continuó, intentando alejarse lo máximo posible.

Ahora entendía mejor dónde podían estar esas minas. Siempre detrás de algunas puertas en las azoteas; un pequeño brillo azul las delataba. Corría, saltaba y esquivaba algunos disparos ocasionales. Todo era demasiado fácil.

Lo único terrible, era ser perseguido por Astrid. Esa chica era casi tan rápida como él, incluso a veces lo rebasaba, pero por alguna razón ella parecía esperarlo.

Sin embargo, su camino se detuvo forzosamente ante la presencia de dos tanques blindados. Disparaban rondas larguísimas, evitando el paso casi toda dirección. No había rastro del pelotón con el que había iniciado, así que en parte pudo sentirse aliviado. Aún llevaba la delantera.

Desde el techo, se asomaba, para buscar alguna vía alterna, pero cada vez que sacaba la cabeza, los disparos lo perseguían.

Con un suspiro cargado de frustración, decidió volver hacia atrás. Pero fue detenido por Astrid.

—Tengo un plan —dijo.

Catos, sorprendido, alzó la ceja. Aunque a lo lejos, una gran explosión le hizo notar la cercanía de sus rivales.

Encogiéndose de hombros, escuchó lo que la chica tenía que decir. No sonaba nada mal.

Astrid tomó ambos cascos en sus manos, y con una cuenta regresiva, hizo que Catos corriera hacia el siguiente techo. Esta vez los tanques no dispararon hacia él, sino que se enfocaron en el casco que la chica había arrojado.

El cañón del tanque hizo estremecer el edificio cuando Catos tocó el otro techo, era como si la IA que lo controlaba hubiera entendido que acaban de engañarla. Las llamas comenzaron a consumirlo todo, y notó como ahora, ya esperaban que Astrid hiciera de nuevo la misma jugada.

Esta vez, arrojó el casco y no hubieron disparos. Pero Astrid tampoco saltó, por el contrario, ahora arrojó su chaqueta táctica, llamando la atención de los enemigos, y consiguiendo cruzar a tiempo.

Él, anonadado ante la rapidez mental de la chica, se mantuvo viéndola durante unos segundos. Nunca se hubiera imaginado tal habilidad.

Ella acomodó su larga trenza, oscura como la noche, que sin su casco le caía casi hasta la cintura. Avanzaron esquivando pequeñas trampas el resto de camino, pero sin enfrentarse a complicaciones tan grandes como las anteriores.

Cuando finalmente llegó a la meta, el sudor le caía por la frente. El olor a humo de su ropa y la sangre de sus numerosas heridas le hacía sentir débil.

Fue el primero, con aún dos minutos para terminar la prueba. Astrid llegó segunda, pero no parecía enojada. Todo era demasiado confuso. Incluso parecía complacida...

«Me usó de guía —comprendió—, en el Borde Azul no hay ciudades como esta... Esa chica es inteligente.»

—¡Gracias, fortachón! —Astrid tomó asiento a su lado, con su rostro triunfante.

Él asintió, queriendo terminar cuanto antes con esa conversación, sin embargo, Astrid le entregó un extraño frasco verdoso.

—Es Borimita salvaje, te curará esas feas heridas —aclaró.

Catos inclinó su cabeza, sin comprender nada de lo que decía.

—Es de lo que está hecho el gel regenerador del ejército... Oye, ¿sabes qué? Te mostraré. —Untó el gel sobre unos cortes que ella tenía en sus manos, y para sorpresa de Catos, un pequeño vapor la cubrió, mostrando como poco a poco la piel cicatrizaba.

Tomó el frasco, dubitativo y con el ceño aún fruncido. No se sentía para nada a gusto con la situación.

La chica pareció sorprendida. Fijó sus ojos grises intensos sobre él, buscando alguna respuesta oculta. Su mirada, casi felina, lo hacía sentir aún más incómodo. ¿Acaso esa chica no conocía la privacidad? ¿Por qué se empeñaba tanto en ser amable?

—¿Puedo saber por qué tan enojado? Creí que te alegraría terminar una prueba tan difícil. Digo, a mí me hace sentir muy feliz.

Él la miró con desdén, incapaz de entender su actitud tan... casual. ¿Quién en un ejército hablaba así? No tenía el más mínimo sentido.

—Solo deseo alejarme de mis competidores.

—¿Competidores? —repitió, como si nunca hubiera considerado esa palabra—. Pensé que solo nos estábamos desafiando a nosotros mismos.

La declaración lo dejó atónito. Esa perspectiva se la había escuchado varias veces a Locke, pero nunca prestaba mucha atención. ¿Astrid pensaba así también? No tenía sentido. Los exámenes no eran un simple reto personal; eran una guerra, un filtro para escoger a los mejores soldados. Ella no tenía idea de lo que estaba en juego, y mucho menos lo que significaba ser un verdadero soldado.

—En fin, espero que mañana también sea divertido. ¡Ojalá nos toque enfrentarnos! Mejor te dejo antes que te sigas enojando. ¡Suerte!

Y así, la extraña chica de ojos grises se alejó, dejando a Catos con una sensación de enorme duda. Por primera vez, la idea de enfrentarse a alguien no le generaba un simple deseo de victoria, sino una curiosidad peligrosa. ¿Qué más escondía Astrid Himmel bajo esa sonrisa confiada?


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