ASTRID III
La herida de su hombro mejoraba día a día. El agujero por donde ingresó la bala ya estaba cerrado gracias al gel regenerador y el rápido accionar que tuvo en el hospital militar de Harvest. Tres días habían pasado desde el Atentado de la Selección, tres fatídicos y cansados días. El caos, la paranoia y el pánico eran el pan de cada día. Las calles se llenaban de militares deteniendo a cualquiera que actuara de manera sospechosa; las personas se mantenían en sus hogares, solo saliendo para cumplir con sus trabajos. Y ella... Ella estaba por iniciar su primer día como Exploradora.
La reserva militar de los Exploradores se encontraba en las afueras de Ciudad Corazón, a pocos minutos de la capital del país. Constaba de cinco edificios pequeños, barracas rudimentarias y un centro de entrenamiento holográfico personalizado. Los colores grises, verdes y negros eran los predominantes de aquel lugar.
Llevaba su uniforme impecable y el cabello trenzado, tal como siempre le había gustado a Evi. Los nervios se cernían sobre ella, en especial después de haber fallado su primera misión. Lamentó tanto que su persecución terminara con esa explosión.
Recordarlo le causaba escalofríos. Las llamas, los gritos, los lamentos, todo se mezclaba con el ruido ensordecedor de ese misil disparado desde el dron. Aunque a Catos tampoco le fue nada bien en la suya.
«El fortachón aún no despierta», recordó sintiendo un vacío en el estómago. El chico sufrió un traumatismo grave en la cabeza y seguía postrado en cama. Lo había visitado tres veces antes de que a ella le dieran de alta, y escucharlo gritar entre sueños era aterrador.
Su mente seguía divagando mientras caminaba hacia las barracas. Allí se reunía un pequeño pelotón de quince soldados, los tres novatos graduados recientemente: Martin, Jean y ella, junto a otros que no conocía. Vio hombres y mujeres mucho mayores que ella, con rostros pétreos, miradas hoscas y semblantes sombríos.
«Ya no habrá risas ni diversión», sopesó, fijando su vista en cada uno de los presentes.
Martin tenía el rostro congestionado, como si acabara de ver un fantasma. Yacía sentado en el suelo de tierra, con las piernas extendidas, y cuando vio a Astrid le hizo señas para que se acercara. A su lado vio a una chica con pequeños rizos cafés. Sus ojos eran avellanos y parecía ser alguien amable.
—¡Astrid! —dijo el chico sonriendo—. ¿Estás segura de iniciar ya? ¿Tus heridas?
—Estoy bien —aseveró ella con tono afable.
La chica resultó llamarse Dany Johnson, oriunda de Harvest y con un año en la reserva de los Exploradores. En efecto, fue muy amable. Explicó que durante el tiempo que llevaba allí, aprendió a obedecer y no quejarse, en especial con el instructor Randolph Schulz. Un hombre alto, con rostro impasible y actitudes que rozaban lo bárbaro. Se encargaba de formar y seleccionar a quienes ingresaban de manera oficial a la élite.
Los minutos se escurrieron con rapidez, el sol mañanero se asomó tímido tras las nubes grises que presagiaban una lluvia inminente. Cuando el reloj marcó las cinco de la mañana, todos los soldados se alinearon de manera perfecta en varias columnas. Astrid los imitó, colocándose justo detrás de Dany.
La tensión se sentía en el ambiente, todos respiraban con lentitud, a la espera de... ¿De qué?
Para su asombro, obtuvo una respuesta pocos segundos después. Un hombre con uniforme militar y múltiples medallas en su pecho caminaba con paso firme y seguro. Su semblante era aún más sombrío que el de sus compañeros.
Cuando estuvo frente a ellos, gruñó:
—¡Soldados! —El saludo militar fue automático en todos—. Buenos días, banda de llorones lastimeros. Me informan que tenemos carne fresca, ¿es correcto?
Lo observó con cautela. ¿Acaso debía dar un paso al frente y decir algo? No estaba segura. Era la última en incorporarse por sus heridas. Tanto Jean como Martin habían ingresado dos días antes.
—¿Les han cortado la maldita lengua? —No había dudas, ese hombre debía ser el famoso Schulz—. Cobarde Oscuro, paso al frente. —Sin perder tiempo, Martin Berge se adelantó, mostrando una postura tensa frente al instructor—. ¿Qué aptitudes debe tener un Explorador?
—Calma, fuerza, valentía y...
—¡Subordinación! —completó el instructor—, así que quiero que este inútil novato se presente ante todos, ¡ahora!
Astrid se apresuró. Firme, como había aprendido varios años atrás. Mantenía su mano diestra con los dedos juntos sobre la sien. El hombre la examinó de arriba a abajo, con una mirada que no dejaba entrever qué rayos pensaba. El sudor caía por la frente de la chica y los pensamientos se arremolinaban en ella.
Con una negación, Schulz le dio la espalda.
—¿Qué carajos es esto? ¿Nos envían a una princesita a luchar contra los alienígenas? ¿Acaso enloquecimos todos? —Escupió al suelo, viéndola de reojo y con un claro desdén que le quemaba—. ¿Cuál es su nombre, soldado?
Tragó con dificultad, sintiendo que sus manos temblaban. ¿Era rabia? ¿Tristeza? ¿O algo más?
—A-Astrid Himmel, señor. Del Borde Azul.
La mandíbula tensa del instructor mostraba un claro disgusto. ¿Qué le molestaba tanto?
—¡Leclerc! —bramó con fuerza el hombre—, ¿tiene su cuchillo?
Un joven rubio con ojos apagados asintió sin salirse de la formación. Era alto, esbelto y tenía la mandíbula tan cuadrada como un libro antiguo.
Astrid vio el reflejo del sol en el filo de la hoja cuando Schulz la tomó. Un brillo metálico, afilado y peligroso. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero mantuvo la postura. Luego de un gruñido, dos soldados la sujetaron por los brazos con fuerza, y un cosquilleo de desesperación se apoderó de su pecho.
—¿Qué...? —Intentó zafarse, pero las manos la apretaron con brutalidad. Dany, desde la formación, bajó la vista. Martin se mordía el labio, pero no hizo un solo movimiento. Nadie lo hizo.
La obligaron a arrodillarse y, entre bromas crueles y risotadas, la forzaron a inclinar la cabeza hacia atrás. Su corazón le martilleaba en los oídos. ¿En serio harían eso?
Sintió la presión en su cuero cabelludo. Un tirón seco. Luego, el frío del acero. Un chasquido.
Su larga trenza cayó al suelo, con formas irregulares por el corte del cuchillo. La sensación fue extraña, como un peso arrancado de golpe. Su sudor se mezcló con las pequeñas lágrimas que se le escaparon antes de que pudiera evitarlo. Mantuvo la cabeza tensa, sintiendo el eco de risotadas a su alrededor.
—El ejército no es un concurso de belleza, Princesa —dijo Schulz al final de todo. El mote se clavó en ella como una aguja. «Princesa»—. Ahora luzca con orgullo su nuevo corte de cabello. ¿Acaso quiere llorar?
Nadie rompió la formación. Rostros inexpresivos, miradas al frente. Pero en algún punto, sintió los ojos de Dany sobre ella.
Astrid respiró hondo. Si querían quebrarla, lo tendrían difícil. Se tragó el temblor de su garganta y se puso de pie con rigidez. Luego, alzó la barbilla y clavó sus ojos grises en Schulz.
—No, señor. Gracias por el corte —respondió, fingiendo una sonrisa.
El instructor la sostuvo la mirada un segundo más, como midiendo algo en su expresión. Luego se giró sin más.
Ella bajó la vista y vio la trenza en el suelo. Su hermana la amaba. La peinaba cuando eran niñas, dedicándole sonrisas que Astrid jamás olvidó. Ahora, no quedaba nada de eso. Solo el cabello disperso en la tierra y una punzada de vacío en su pecho. «Lo siento», pensó. Pero no parpadeó ni una sola vez. Esperó la siguiente orden sin mover un músculo.
Un gruñido ronco dio por terminado el espectáculo, dando paso al entrenamiento más brutal que Astrid había visto en toda su vida.
Corrieron bajo la lluvia, y el suelo de tierra se convirtió en una masa pegajosa de lodo oscuro que se adhería a las botas. Cada paso era un castigo cruel. Los disparos de Schulz —que pasaban a escasos centímetros de sus piernas— superaban el retumbar de los truenos. Sin embargo, en ningún momento se detuvo.
Luego, los obligó a acostarse, dejando que la lluvia los empapara mientras una manguera les arrojaba agua helada directamente al rostro, justo debajo del casco. El chorro golpeaba con furia, dificultando la respiración, y al mismo tiempo debían mantener los pies levantados, generando una tensión insoportable en el abdomen. El ardor en los músculos y la asfixia se combinaban en un infierno continuo.
Tras la tortura con el agua, realizaron un ejercicio de rescate de rehenes. Astrid fue la «rehén» en dos ocasiones y, en ambas, recibió disparos de salva eléctrica. Se sintieron como un latigazo eléctrico seguido de un golpe seco y cortante. Tenía el cuerpo cubierto de moretones, pero cuando se quejó, el instructor de combate se limitó a burlarse.
—Pues ya debería estar acostumbrada a los disparos, Princesa. Después de todo, ningún soldado puede presumir de haber fallado una misión sin siquiera haber iniciado como Explorador.
Solo recordar eso le encendía la sangre.
El último entrenamiento fue el peor. Debían cargar un tronco de casi cien kilos entre cinco soldados y mantenerlo sobre sus cabezas durante un minuto entero. Tras horas de castigo físico, la tarea era casi imposible.
Las mandíbulas apretadas, junto a los rostros congestionados, mostraban el cansancio que se cernía sobre ellos. Martin Berge, el chico del país del Cobre, jadeaba con los labios apretados. Temblaba. Se tambaleó y, al siguiente segundo, cayó de rodillas. El tronco rodó con un golpe sordo, sin lastimarlos... al menos a simple vista. Martin vomitó sobre el lodo húmedo.
—¡MALDITA SEA! ¡DE PIE, INÚTIL! —bramó Schulz.
El chico se limpió la boca con la manga y, tambaleante, tomó su casco cubierto de barro. Se lo colocó a toda prisa y se puso de pie. Su postura era cualquier cosa, menos firme, pero alzó la mano en un saludo militar tembloroso.
—Soldado Berge, el Cobarde Oscuro. ¿En el Cobre hay puros llorones como usted? —La rabia en la voz de Schulz intimidaba a todos—. Ahora, deme cien, maldito llorón.
Martin se arrojó al suelo y comenzó a hacer flexiones. Astrid supo al instante que no se lo pondría fácil.
Schulz desenfundó su arma, revisó el cargador, quitó el seguro y apuntó al chico.
—¡Diez!
Un disparo silbó a escasos centímetros de la cabeza de Martin.
—¡Veinte!
Otro disparo.
—¡Treinta!
Esta vez fueron dos.
Y así hasta cien. Al terminar, el suelo estaba perforado con agujeros tan profundos como cráteres y Martin yacía boca abajo, respirando con dificultad. La sangre le resbalaba por una mejilla; los últimos disparos le habían rozado la cara.
La jornada acabó luego de que ella, junto a cuatro chicas, cargaran el mismo tronco. Por suerte, ninguna falló, aunque Astrid aún sentía pinchazos de dolor por el disparo recibido en su misión.
«El sospechoso de gorra blanca —había pensado antes de iniciar el ejercicio—. No sé cómo sigo con vida.»
Mientras se alejaba de las barracas con un grupo de soldados, notó que su frente seguía húmeda por una mezcla de sudor, lluvia y agua helada de la manguera. Estaba sucia de pies a cabeza y le resultaba extraño tener el cabello tan corto.
—Algún día, Schulz nos va a matar con esos entrenamientos —dijo Dany, sobándose los hombros con suavidad, mientras hacía muecas de dolor—; lo digo muy en serio. Espero no ser yo.
Astrid sonrió. Esa chica tenía una manera divertida de decir las cosas, incluso cuando hablaba en serio.
—Es probable, Rulos —le respondió, riendo entre cada palabra. El apodo le salió de manera natural al ver con asombro cómo, pese al aguacero, el lodo y la tortura, el cabello enrulado y corto de su compañera aún mantenía su forma.
—No. —Una voz apagada, lastimera y casi sin energía habló a sus espaldas—. Si alguien muere, de seguro seré yo. —Jean Farrow caminaba arrastrando los pies y cabizbajo, con su aire derrotista habitual. Incluso durante la ceremonia, cuando les entregaron sus medallas, había mostrado la misma actitud. Astrid aún no entendía cómo alguien con ese carácter había sido el tercer mejor graduado—. Es más, apuesto a que me caerá un rayo en cualquier momento —añadió con una resignación que parecía auténtica.
Astrid intercambió una mirada con Dany, sin saber si reír o preocuparse.
Por su parte, Martin caminaba a pocos pasos de ellos. Se veía abatido, con la mirada perdida y los hombros caídos. Astrid sintió un poco de pena, sabiendo que todo el esfuerzo del chico era por su familia y por la esperanza de un futuro mejor. Se detuvo, tomando a Dany por el brazo y obligándola a esperarlo junto a ella.
—¡Berge! —Habló con su tono animado de siempre—. No vayas a morir, ¿eh? Sé que mejorarás cada día que pase. —Lo tomó por los hombros, intentando hacer que riera.
Martin alzó la vista con un destello de inseguridad en los ojos, pero no encontró fuerzas para sonreír.
—Yo... No... No lo creo.
—Oye, no hables así, Martin. —Dany le revolvió el pelo—. Entraste a los Exploradores, ¡eso ya es un gran mérito! Tus notas debieron ser muy altas.
Una mueca de tristeza se esbozó en el rostro del chico. Evitaba sus miradas y negó con la cabeza.
—Solo ingresé porque nadie más quiso. Mi posición fue la número quince... Solo los tres mejores optaron por los Exploradores. Los demás... Todos rechazaron el puesto... así que yo solo pude hacerlo por descarte. —Su voz se quebró en la última palabra.
Astrid lo miró con seriedad y le sonrió con amplitud.
—Por favor, Martin. Lo más importante es el valor, y eso, querido amigo, te sobra. —El chico del Cobre le devolvió la sonrisa con timidez, aunque sus ojos seguían vacilantes—. Además, ¿acaso no viste el rostro del Gruñón? —Crear apodos se le daba con una facilidad pasmosa—. Estaba rojo como un tomate terrestre cuando terminaste las cien flexiones. Siéntete orgulloso de eso.
Tras sus palabras, el ánimo de todos pareció mejorar. Se dirigieron al gran comedor de la reserva, un lugar abarrotado de soldados que buscaban comer algo tras los entrenamientos con el Gruñón. El ambiente era más relajado ahí dentro, con el sonido de risas y murmullos llenando el espacio.
Ese día se había cocinado un estofado con carne de vaca, traída desde la Tierra y criada en Harvest. Era una carne deliciosa, mucho mejor que cualquier otra cosa que Astrid había probado. También estaba acompañado con pasta, maíz del Borde Azul y una bebida a base de un grano que desconocía.
Martin apenas tocó su comida, de seguro por las náuseas. Dany, en cambio, se comió todo lo que el chico dejó, mientras Jean hacía preguntas extrañas, como siempre.
—¿Alguna vez han pensado en lo fácil que es que un bocado se atasque en la garganta? —susurró con aire sombrío, apartando su plato con desconfianza—. Me sorprendería que alguno de nosotros llegue vivo a fin de año.
Las risas de todos abarrotaron la mesa, incluso las de Martin.
Cuando hubieron acabado, un repentino silencio inundó la sala. La puerta se abrió y la figura del teniente Ross emergió como una sombra en el umbral. Su presencia bastó para sofocar cualquier murmullo. Sus ojos, negros como el pedernal, recorrieron el lugar con una expresión que delataba una búsqueda silenciosa. No tenía prisa, pero sí un propósito.
—¡Bob! —bramó el experimentado hombre—. Cerveza negra para mis acompañantes.
Un hombretón ancho como un barril se apresuró a salir de la barra. Llevaba un delantal con manchas de grasa y una redecilla para el cabello, pese a su calvicie inminente.
Detrás de Ross ingresaron los soldados más altos e imponentes que Astrid había visto en su vida. Portaban armaduras completas, cada una con un diseño único. Su mirada saltó entre ellos, tratando de procesar lo que veía: una armadura negra, con un casco en forma de pico de cuervo; azul claro, con aletas dorsales en la parte superior y en los codos; amarillo mate, con una telaraña pintada a lo largo de todo el cuerpo; gris, con un casco que se asemejaba más a una capucha de ninja. Finalmente, una armadura café, con lo que parecían dos alas plegables en la espalda.
Pero ese último soldado destacaba por otra razón: su rifle de francotirador. No era un arma común, sino un monstruo del tamaño de Astrid, casi un metro sesenta y cinco centímetros. Era un modelo que nunca había visto.
—Es el equipo Zulú —susurró Dany, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué hacen aquí?
Astrid tragó saliva y se obligó a observar con cautela. Ninguno se quitaba los cascos. Sus movimientos eran precisos, calculados. Uno de ellos, el que portaba el enorme rifle, le sostuvo la mirada por lo que pareció una eternidad. Astrid sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Cuando Bob regresó con los tarros de cerveza, el teniente tomó el suyo sin apurarse y se dirigió a un cuarto al fondo del comedor. Justo antes de ingresar, giró el rostro hacia la multitud y habló con su tono firme e inapelable.
—Los novatos que estén presentes, vengan de inmediato.
El peso de la orden se sintió en el aire. Martin la miró con súplica muda. Jean suspiró, resignado y ella se puso de pie de inmediato. Las miradas de Ross y Astrid se cruzaron por un instante. Fue solo un segundo, pero la tensión fue tan densa que pareció prolongarse más de lo debido.
—¿Qué esperan? Fue una orden —concluyó Ross.
Cuando los tres ingresaron, la puerta se cerró de golpe y el silencio en la sala se volvió insoportable. Ahora, con el equipo Zulú a escasos metros, podían notar aún más su presencia amenazante. Seguían sin quitarse los cascos, y la quietud con la que se mantenían de pie solo intensificaba la sensación de peligro.
El teniente los escudriñó con una mirada inquisitiva, como si pudiera ver a través de sus pensamientos. Luego, habló con un tono seco y autoritario.
—Bueno, novatos, seré breve. Necesito información y ustedes me ayudarán a conseguirla. —Su voz no admitía réplica—. Lo que sucedió durante el festival no es un hecho aislado. Cuando comiencen con sus misiones oficiales, saldrán junto a personas que llevan años aquí... Ya no confío en nadie. Así que su trabajo será informarme de actitudes sospechosas. ¿Entienden?
El estómago de Astrid se revolvió. ¿No confía en nadie? ¿Qué rayos estaba pasando? Buscó respuestas en sus compañeros, pero Jean y Martin también parecían paralizados. Nadie se atrevía a hablar.
Hasta que Jean rompió el silencio.
—¿De cuántos infiltrados estamos hablando, teniente? —preguntó con una calma helada. Astrid no podía creer su seriedad.
Ross sonrió, una mueca amplia que destilaba diversión y algo más inquietante.
—Es sagaz, joven Farrow, muy sagaz —musitó, con una chispa de admiración en la voz—. Pero esa es la cuestión... Es un número demasiado grande como para conocerlo.
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