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ASTRID I


—Intentaré no lastimarte, niña linda. —Borg Ando hablaba entre risitas molestas. La subestimaba, creyendo que el combate sería lo más sencillo del mundo—. ¿Acaso estás asustada? Prometo que será rápido.

Astrid mordió su lengua. Sabía que responder a esas provocaciones no le ayudarían en nada. Desde que ingresó a la milicia en el Borde Azul la habían menospreciado. Muchos la consideraban demasiado «delicada» para el ejército, pero ella siempre había demostrado lo contrario.

El árbitro asintió, mirándola directo a los ojos.

—¿Están listos?

Ambos respondieron de manera afirmativa.

El tiempo pareció detenerse. El silbato dio inicio al combate, y el chico, creyéndose superior, no paraba de alzar sus brazos de manera altanera.

«Grave error», pensó, con una enorme sonrisa.

Aprovechó su distracción para dar el primer golpe.

Sintió la resistencia del mentón de Borg bajo su gancho, una especie de muro de hueso que intentaba frenarla, pero, en el instante siguiente, su oponente se desplomó con un ruido sordo al chocar con la arena.

Su contrincante intentaba levantarse, pero no tuvo éxito. El sudor le caía por el rostro enrojecido y todo el público se mantuvo en un silencio sepulcral. Estaba claro que nadie esperaba su habilidad.

Astrid se apresuró a darle fin al combate; no quería alargarlo demasiado. Dominó a su contrincante, colocándose sobre él, mientras conectaba golpe tras golpe.

En un intento desesperado por liberarse, Borg rodó, con la respiración acelerada, haciendo que se alejara de él.

—¿Eso es todo, niña? —rugió, mientras se ponía de pie, tambaleándose. Seguía aturdido por el primer golpe.

Con una rapidez que el chico no pudo anticipar, Astrid se deslizó hacia su pierna, atrapándola en un ángulo mortal. Un instante de pánico cruzó por el rostro de Borg antes de que se rindiera entre gritos de pánico. Un segundo más y si ella lo hubiera querido, podría haberle roto un hueso.

El árbitro finalizó el combate, manteniendo su mirada atónita y fija en la chica que aún sonreía. Los aplausos estruendosos llenaron cada centímetro de la arena y la sonrisa de Astrid creció tanto como las cosechas de su país natal. No podía creerlo, estaba cada vez más cerca de lograr su objetivo.

«Evi...», murmuró para ella misma, con los ojos húmedos. «Por favor... ¿me están viendo?».

Buscaba las cámaras con emoción. Tal vez, solo tal vez, si sus padres la veían triunfar se sentirían orgullosos y al fin podrían perdonarla.

Con un movimiento rápido, secó sus lágrimas y se alejó, dejando al árbitro con la mano en el aire, a Borg recuperándose de la pelea y al público gritando.

Se refugió en la seguridad de los pasillos grises y alargados que conectaban la arena de combate con un edificio cercano. Su vista estaba nublada y sus pensamientos no paraban de recordar a su hermanita.

«Perdón», susurró, sintiendo que ya no podía contener más las lágrimas.

—¿Y qué rayos te pasa? —Esa voz la conocía. Era fría, gruesa e indiferente. No cabía duda de quién se trataba.

—Nada, fortachón —respondió, respirando hondo—. Solo creo que me lastimé allí afuera.

Catos iba acompañado de un chico que ella no conocía. Eran muy distintos. El desconocido tenía la piel oscura como el carbón, ojos cafés y un semblante de miedo casi palpable. Mientras Catos tenía la piel bronceada, con ojos tan verdes como dos joyas brillantes y una postura erguida que reflejaba confianza en sí mismo.

—¿Estás bien? —preguntó el otro chico con voz temblorosa, pero amable. Sudaba mucho y sus ojos también parecían llenos de lágrimas—. ¿Te puedo ayudar en algo?

Negó con su cabeza, sonriendo levemente en respuesta al desconocido. El fortachón, por su parte, lo miró con asco, como si su ofrecimiento fuera una ofensa enorme. No entendía por qué miraba a todo el mundo de esa manera.

—Bueno. Vamos entonces, niño cobarde. —Catos le hizo una seña, indicando el camino hasta la arena—. Ya no me hagas tener que buscarte en cada rincón para poder combatir. No deseo ganar por ausencia, ¿lo entiendes? —Ahora la miró a ella con frialdad—. ¿Vendrás con nosotros, o qué? Lamentablemente me perdí tu combate contra Borg. Espero hayas vencido a ese imbécil.

Esta vez asintió, y, por primera vez, vio la sonrisa del joven Mars. Era algo cercano a una mueca, casi sin mostrar sus dientes y lo más parecido posible a una línea recta.

Los siguió de vuelta, dejando atrás la tristeza que la había dominado. Se preguntaba qué le había sucedido al otro chico mientras lo veía caminar arrastrando los pies y rascándose la cabeza de vez en cuando. Parecía no querer estar allí.

Tomó asiento en las tribunas, junto a otros soldados que ya habían culminado con su lucha. Muchos parecían complacidos con su victoria y los derrotados tenían la cabeza gacha, murmurando cosas para sus adentros.

—¡Y ahora, ¡otro combate más! —Un animador con ropa que brillaba casi tanto como las luces del techo, gritaba con emoción—. Catos Mars, aspirante de gran proyección, contra Martin Berge, oriundo del País del Cobre. ¡No nos hagan esperar, chicos! Todos han sido extraordinarios, ¿verdad que sí?

El vitoreo de los presentes confirmó lo que decía el hombre, que, riendo a carcajadas, le indicó al árbitro que podía dar inicio.

Catos, sin perder el tiempo, avanzó como una tormenta. Su puño impactó con tal fuerza que incluso los gritos de la multitud quedaron ahogados por un instante. La mandíbula de Martin cedió bajo el golpe, y algunos dientes volaron por el aire, deslumbrando a la multitud en una danza de sangre y lágrimas. Su cuerpo cayó al suelo, levantando una nube de arena y dejándolo inmóvil, con las manos aún levantadas.

Con una mueca de aburrimiento, el fortachón le dio la espalda con mirada gélida.

Astrid llevó sus manos a la boca, incapaz de apartar la mirada del cuerpo caído de Martin. Su pecho se apretó al imaginarse a sí misma en esa posición. Nunca había visto un golpe tan devastador.

Retiraron al chico en camilla y la multitud aclamaba sin cesar, entre gritos y aplausos que hicieron resonar todo el lugar durante un tiempo que se sintió eterno.

El resto de la tarde se desvaneció en una sucesión de combates largos. Las peleas seguían, una tras otra, pero para ella todo comenzaba a ser un eco lejano. Ya bostezaba, deseando irse cuanto antes. Mañana sería el día que tanto ansiaba: el Festival de la Selección. Momento en el cual se mostrarían los resultados de estos tres días de esfuerzo.

Deseaba, más que nada en el mundo entrar en los diez mejores para poder ingresar a los Exploradores, tal como había hecho años atrás su ídolo, La Bestia Blanca.

Y es que todos lo admiraban, incluso sus padres. Si ella pudiera llegar a ser como él, aunque fuera solo un poco, sabía que todo cambiaría.

Al culminar las pruebas, corrió hacia el transporte público. Necesitaba llegar cuanto antes a la reserva militar de Harvest en Nueva Alexandria.

El olor metálico le hacía sentir fuera de lugar. Extrañaba escuchar el mar, sentir la arena y el característico aroma a sal que inundaba el aire en el Borde Azul. Ahora solo podía percibir los aromatizantes artificiales, el sudor y el ruido constante de una ciudad que nunca dormía.

Ya en la residencia de la reserva militar, corrió hasta las duchas; necesitaba asearse.

No supo cuánto tiempo pasó entre el baño y cuando se acostó, pero al tocar la almohada, se sumergió en un mundo de sueños.

Las olas del mar golpeaban las rocas cercanas a casa, mientras su hermanita, Evi, con ese cabello negro y ojos grises enormes, gritaba su nombre desde lejos. Nadaba en el mar como una sirena; nunca había tenido problemas para hacerlo, pero ese día el cielo estaba gris y la marea se agitaba.

«No... vuelve», quiso decir, pero las palabras se le atoraron en la garganta.

Despertó sudando a cántaros. La garganta la sentía seca y su largo cabello le caía desordenado en todas direcciones. Posó su mano en la frente y, con un suspiro, se levantó.

Intentó sacudirse la sensación del sueño, pero fue algo casi imposible. La voz de su hermanita resonaba en su mente cada cierto tiempo, como un eco imposible de ignorar.

Planchó su uniforme de novata, dejándolo impoluto, sin ni una sola arruga. No pudo desayunar, pese a que se obligó a probar un bocado de las tostadas con mermelada y café. Todo lo que estaba por venir la mantenía con tantas expectativas, que sentía ganas de vomitar.

Toda la reserva estaba casi desierta. Todos estaban de camino a la Plaza Central de Harvest, lugar donde se llevaría a cabo el Festival.

Sintió su viaje en el tren bala como un suave caminar. Sus pensamientos divagaban desde el sueño de Evi hasta lo que podría suceder hoy.

«Todo saldrá bien», se recordó varias veces.

Al llegar a la plaza, se encontró con un ambiente deslumbrante. Las flores multicolores adornaban el ingreso principal, creando un arco fantasioso que invitaba a avanzar. El tumulto de personas caminaba en todas direcciones, dejando poco espacio de maniobra. El aire estaba impregnado de aromas contrastantes: comida recién hecha, pólvora de los fuegos artificiales y un toque acre de alcohol.

A lo lejos, se alzaba imponente una gran tarima de madera, y entre las figuras en lo alto, logró distinguir a la Bestia Blanca. Su corazón se aceleró; no podía creer que él estuviera allí.

Todos los novatos esperaban en formación frente a la tarima. Eran varias filas, todos firmes, con sus uniformes impecables. Muchos murmuraban entre ellos. Pudo escuchar a Borg Ando explicando que se uniría a los Protectores del Oro, la rama del ejército dedicada a custodiar los edificios militares y de gobierno en ese país. Martin, emocionado, clamaba su deseo de formar parte de los Exploradores.

Otros soldados explicaban su deseo por mantenerse en Harvest como reservas. Pocos mencionaron al País del Cobre, el Borde Azul, el Borde Verde o las Cumbres Congeladas. Ella, en cambio, no podía dejar de observar hacia los altos mandos. La presidenta Pirlo sonreía, observándolos a todos con un rostro complacido. El almirante Eros mostraba una cautela curiosa, y la Bestia Blanca parecía preocupado. Se preguntó qué le sucedía.

Las horas pasaron, y los discursos resonaron con fiereza. Eros clamaba por su fuerza para aplastar a los enemigos, y la presidenta los felicitó por su esfuerzo. Finalmente, las notas de los exámenes se mostraron en un gran holograma. No pudo contener las lágrimas cuando lo vio: ella era la número uno. La mejor graduada y la persona que había destacado frente a tantos otros soldados. Desde ahí, el resto de la tarde se sintió como un sueño.

La Bestia Blanca en persona le entregó su hermosa insignia de Explorador. No supo qué le dijo, pero con ansias tomó un pequeño papel que encontró en el suelo y se lo entregó a su ídolo, quien, con una enorme sonrisa, le devolvió el gesto con un autógrafo.

Cuando estuvo de vuelta con los novatos, lo sostenía con tanta fuerza que temió deshacer la tinta.

Tras la entrega de insignias, el festival inició formalmente.

El aire estaba cargado de especias dulces y humo, y el aroma de la carne asada se colaba entre el bullicio, haciendo rugir el estómago de Astrid.

—Exploradora, ¿eh? —Martin se acercó a ella, sosteniendo una brocheta de algo que nunca había visto. Tenía un color rojizo, con olores tan intensos que destacaban en medio de tanto caos. Se le hizo agua la boca. Recién recordó que aún no comía nada—. ¿Quieres probar, compañera? —Con un gesto amable, el chico le compartió. Fue lo más delicioso que hubiera probado en los últimos años.

Ambos concordaron en que debían conseguir más, así que caminaron hasta un puesto lejano, donde las vendían. Martin le explicó que era un plato típico del País del Cobre. Carne de Mirlok, un animal enorme y gordo, con un parecido a las vacas terrestres que solían importarse en Harvest.

La curiosidad le ganaba, necesitaba saber por qué el joven Berge había escogido a los Exploradores. Siempre pensó que las personas del otro planeta solo presentaban los exámenes para volver con un título a sus tierras. Aunque una parte dentro de ella lo entendía. Tampoco deseaba volver al Borde Azul, quería ser alguien importante, alguien que hiciera historia, como lo había hecho Locke Parlot.

—Oye, Martin, ¿Por qué escogiste esta rama del ejército?

El joven del Cobre sonrió, pero de una manera extraña. Estaba claro que ocultaba algo.

—Es por mis padres —dijo tras un largo silencio mientras seguían avanzando, ya en la quinta cuadra hasta el puesto de comida—, la minería es el peor trabajo del mundo. En serio. Mi padre sufrió una horrible lesión por un derrumbe y yo... yo solo quiero que todo cambie, ¿entiendes? Así tenga que enfrentarme a los peligros de ser un Explorador.

Ella asintió, sorprendida por un motivo tan noble. Se preguntó si sus deseos no la hacían una persona egoísta al buscar un reconocimiento y no algo más importante. Se sonrojó, sintiéndose avergonzada.

Se habían alejado mucho de la gran tarima y la plaza central. Caminaban por las calles cerradas que se extendían a kilómetros de distancia. Los trenes bala cruzaban las calles como rayos de luz, abarrotados de gente que se asomaba por las ventanas, gritando y ondeando banderas improvisadas.

El camino los llevó hasta la zona de ocio. Un lugar que, increíblemente, era más ruidoso que la plaza.

Las personas bailaban fuera de los clubes nocturnos, muchos estaban tan ebrios que se tropezaban unos con otros. Los puestos de comida brillaban con pequeños paneles holográficos que marcaban lo que vendían. «Tripas, hígado y sopas», «¡Bebidas de la tierra! Pruebe la auténtica cerveza alemana» y más cosas que la hacían sentir maravillada.

Cuando llegaron al puesto de comida, Martin se alejó para hacer fila. Ella permaneció junto a un pequeño árbol envuelto en luminarias moradas, recordando a su país. Se preguntaba si sus padres la vieron. Tenía la esperanza de que hubiera sido así.

Mientras ahondaba en sus pensamientos, vio algo extraño. Un dron solitario sobrevolaba el cielo, como si patrullara en búsqueda de algo. Era casi invisible entre tanta luz, pero un pequeño destello lo delató.

«¿No estaban prohibidos en eventos como este?» se dijo, sin dejar de mirarlo.

Sin embargo, algo aún más llamativo casi la hizo caerse del susto.

A lo lejos, con un traje militar blanco, reservado solo para los eventos más importantes de la humanidad, vio a quien sería su superior en los Exploradores: El teniente Alberto Ross. Caminaba erguido, con un aura intimidante, como cuando lo veía en las holotransmisiones desde su antiguo hogar. Era sorprendente ver como destacaba entre la multitud con una facilidad pasmosa.

Lo que más le sorprendió era la dirección en la que iba. Casi parecía como si...

«Viene hacia aquí», susurró, con su cuerpo tenso y las manos sudorosas. ¿Por qué el teniente se acercaría a ella? Debía se una confusión.

Al lado del teniente también iba alguien que conocía hace días, el Fortachón. Lo miró, intentando conseguir algo de lógica en lo que sucedía, pero él, con sus ojos fríos como siempre, pareció no prestarle atención.

—Señorita Himmel —dijo Ross, extendiendo su mano en gesto formal, ya cuando la distancia entre ellos se acortó—, es un placer conocer a la número uno, felicitaciones.

Catos se mantenía en silencio, con los brazos detrás de su espalda y con gesto sombrío.

—A decir verdad, he estado buscando a los dos mejores —añadió, viendo de reojo al chico—. Quería saber sus motivaciones. No crean que solo por seleccionarnos ya estarán dentro. ¡No señor! Su camino recién comienza.

Ladeó la cabeza, sintiendo un leve temblor en sus manos. ¿Aún no formaba parte de los Exploradores? ¿Incluso después de todo ese esfuerzo? Un nudo en su garganta se le formó, haciendo casi imposible poder contestar.

Para su suerte, Catos rompió el silencio incómodo.

—Matar a los Demonios, señor, eso está claro.

Una risa leve y profunda del teniente la hizo volver en sí, dejando de lado todas sus dudas.

—Ser la mejor. Ayudara a la humanidad y seguir los pasos de la Bestia Blanca —su voz tenía un atisbo de felicidad y emoción. La sola idea de llegar a ser como él, transformaba toda sensación negativa, o de dudas, en positividad.

Los ojos del teniente, como dos trozos de granito, oscuros y seguros la analizaban. Sintió que entraba en lo más profundo de su ser, buscando las dudas internas, sus errores y su pasado.

El festival seguía ruidoso a su alrededor, pero ella no podía evitar la vista de Ross. Catos, por su parte, parecía ansioso por escuchar la respuesta, así que comenzaba a juguetear con sus dedos sobre el antebrazo.

Finalmente, tras un tiempo eterno, el teniente dijo algo:

—Excelente, excelente. El camino que les espera será duro, tal vez demasiado para alguien débil, quiero que lo entiendan bien. Solo cuatro soldados se enlistaron con nosotros, pero eso igual no me importará si veo que no tienen el potencial. Un error y están fuera. —Golpeó el puño contra su mano abierta, emitiendo un ruido seco—, el que duda en esta profesión suele generar muertes innecesarias.

Un estruendoso fuego artificial detonó, emitiendo chispas rojizas que caían con lentitud. Astrid alzó la vista, viendo como bañaba cada rincón. La figura de su superior pareció crecer como un monstruo enorme en su sombra.

—¿Están dispuestos a eso, novatos?

Ambos asintieron sin la menor duda, lo que hizo sonreír al teniente. Su cabello plateado se movió de arriba hacia abajo mientras asentía.

Sintió un destello de orgullo, pero su satisfacción se vio interrumpida cuando notó un cambio sutil en la postura de Ross. El teniente miró de reojo su holotransmisor, lo llevaba en su muñeca, pero la manera en que lo manipulaba denotaba cierta preocupación.

—Teniente, ¿algo anda mal? —preguntó el chico, notando la misma inquietud que ella.

El hombre levantó la mirada, parecía querer mantener su compostura.

—Nada que deba preocuparles —dijo Ross, aunque el matiz en su tono traicionaba una preocupación contenida—. Solo asuntos de rutina.

Mientras hablaba, Astrid no pudo evitar que su instinto le indicara que algo no estaba bien. La mención de «asuntos de rutina» y el recuerdo de ese extraño dron, le hizo temer. Su mirada se desvió hacia el dispositivo en la muñeca de Ross, que emitía un tenue resplandor; parecía casi imperceptible, pero ella lo detectó con claridad. Algo importante estaba ocurriendo.

El teniente continuó, desviando la conversación hacia la importancia de la preparación continua y las futuras misiones. Sin embargo, ella seguía alerta, observando cómo el Teniente Coronel miraba de reojo hacia la lejanía, una acción que no podía ser accidental. La música y las risas del festival parecían aullantes en contraste con la seriedad del momento.

El teniente susurró algo inaudible pero que parecía urgente: «Problemas zona sur». Luego, fijó su mirada en los ojos de Astrid y del Fortachón, y tras un momento de tensión que pareció interminable, habló con un tono que no admitía discusión alguna.

—Bien, parece que tienen una nueva misión —dijo, bajando la voz para que solo ellos pudieran escuchar—. No se trata solo de celebrar hoy. Hay dos individuos sospechosos en este festival, y necesito que los sigan con discreción.

Astrid sintió una oleada de adrenalina recorrer su cuerpo. ¡Su primera misión real! Observó al Fortachón, que se erguía con una confianza que conocía bien de las pruebas.

—Son individuos discretos, extranjeros y han sido identificados por sus comportamientos inusuales en la entrada del festival. Se sospecha que podrían estar planeando algo que compromete la seguridad del evento. Manténganse alerta y no se acerquen demasiado. Si ven algo sospechoso, notifíquenme de inmediato —añadió el teniente con rostro adusto.

La fiesta que antes parecía vibrante y llena de promesas ahora estaba teñida con un velo de incertidumbre y peligro. Con un último vistazo al entorno festivo, se preparó para la misión que tenía por delante.

—Entendido, señor —dijo Catos, con voz firme y decidida.

—Bien —Ross hizo una pausa, con la mirada incisiva alternando entre ellos—. Confío en que cumplirán con su deber. Manténganme informado de su estado, síganlos con discreción y eviten que los descubran. Los equipos de élite ya están al tanto.

Con un último asentimiento, el teniente les entregó dos comunicadores en miniatura. Luego, se alejó, dejándolos solos en medio de la bulliciosa multitud festiva.

Catos y Astrid intercambiaron una mirada rápida antes de empezar a moverse. La multitud se aglomeraba a su alrededor, el bullicio del festival creaba un mar de sonidos y colores que dificultaban la concentración.

Sentía un frío glacial recorrer su cuerpo. Las manos le temblaban y su respiración era irregular, una sensación incómoda y persistente que le oprimía el pecho.

«¿Qué me pasa?» Se preguntó a sí misma, tratando de entender la causa de su ansiedad. Sabía que no podía permitirse dudar. La misión era lo más importante, no podía fallar. Con un esfuerzo por controlar su nerviosismo, se enfocó en el objetivo. Debía cumplir con su deber y demostrar que estaba a la altura de las expectativas.

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