Capítulo 15: Coincidencias
La semana transcurrió rápido para Elena: le habían recibido de manera calurosa en el Museo del Prado y debía comenzar la próxima semana, para ello debía comprar material pues no estaba segura de que el que tuviese en casa fuese suficiente para enfrentar una tarea de tamañas proporciones. Había continuado pintando el cuadro sobre Barcelona, trabajando arduamente en él, al punto de que faltaba poco para que lo concluyese.
No había tenido noticias de Álvaro, estuvo tentada de mandarle algún mensaje, pero aquello no tenía sentido, así es que desistió de ello. Mari Paz absorbía bastante de su tiempo y fueron juntas a escoger un vestido de novia para ella. “Espero que en algún momento yo pueda hacer lo mismo por ti” —le había dicho su amiga—. Elena pensó que aquello estaba todavía lejano para ella. El único hombre que le había interesado en los últimos tiempos de verdad, tenía cuarenta años y estaba casado…
El viernes, Elena acudió al Museo Reina Sofía acompañada de doña Concha, a escuchar la conferencia de Graciela Maura, sobre Picasso, un ciclo de conferencias que venía muy bien teniendo en cuenta que el Guernica, el famoso cuadro del artista, se hallaba en ese propio Museo. Elena y doña Concha llegaron justo a tiempo, tomaron asiento y comenzó la conferencia.
Graciela Maura era una mujer de casi ochenta años, alta y delgada, que lucía más joven de la edad que en realidad tenía. Se teñía de un color champagne que a su tono de piel le asentaba a la perfección sin que evidenciase ser demasiado artificioso. Vestía con formalidad, con un traje de saya y chaqueta de color burdeos.
La dama hablaba de maravillas y evidenciaba tener un conocimiento profundo sobre Picasso, su obra y la época en la que vivió. A fin de cuentas, Graciela Maura era una mujer de mucha clase y cultura.
La conferencia duró poco más de una hora, al término de la misma, Concha y Elena aguardaron a que el grueso de los participantes felicitara a la anciana y esperaron pacientes a que llegase su turno.
—Ha sido interesantísimo —le dijo Concha al fin—, has estado espléndida y me alegra mucho haber asistido. Quiero presentarte a Elena Menéndez, te he hablado de ella en varias ocasiones.
Elena dio un paso al frente.
—Es un honor conocerla, señora, y me ha encantado su conferencia. Ha sido brillante.
La aludida sonrió, agradecida y orgullosa.
—¡Me halagan! Y eso para la vanidad de una anciana es estupendo —rio—, ahora dejémonos de formalidades y vayamos a tomar un té, ¿les parece?
—Tendrán que disculparme —se excusó Concha—, pero he quedado con mi nieta en acompañarle a entregar unas invitaciones, se casa muy pronto, pero estoy segura de que Elena no tendrá inconveniente en aceptar tu invitación. Ya que he hecho las presentaciones, considero que mi presencia no es indispensable.
—Siento mucho que no te quedes con nosotras —prosiguió la dama—, pero será para otra ocasión entonces. Elena, ¿te gustaría ir hasta mi casa a tomar el té y a conversar con más detenimiento?
Elena aceptó, no sin cierta pena y se trasladó con doña Graciela en su coche con chofer, hacia su casa, aunque estaba bastante cerca de allí. Graciela vivía en los Jerónimos, uno de los barrios residenciales de lujo de Madrid, próximo a la puerta de Alcalá y del propio parque El Retiro y a un paso del llamado triángulo de los museos, compuesto por el Prado, el Reina Sofía y el Thyssen que se hallaban muy cerca entre sí.
La dama vivía en el piso superior de un edificio señorial, muy elegante. Elena entró con ella y se acomodaron en un salón de muebles antiguos, lámparas de cristal y bronce, y rodeado de pinturas de la propia Graciela que a Elena le gustaron mucho.
—¡Son preciosos sus cuadros, doña Graciela! —exclamó.
—Me alegra que te gusten querida, pero llámame Graciela, a pesar de mi edad no soy muy dada a las formalidades.
Una empleada llegó con el té y unos dulces y lo colocó encima de una mesa de centro. Elena y Graciela estaban sentadas una frente a la otra: la anciana en un cómodo diván lleno de almohadones y la joven en una butaca. Al tomar su taza de té, Elena se percató de que en la mesa había una fotografía de Graciela muy joven, con un hombre y dos niños: una chica y un chico. La dama advirtió que Elena fijaba su atención en la fotografía con interés, y no tuvo a menos satisfacer su curiosidad.
—Soy yo con mi difunto esposo y mis dos hijos —le dijo.
—¡Qué bien! —exclamó ella—. ¿Alguno ha seguido sus pasos en el arte? —preguntó.
—Mi hijo es arquitecto y dibuja mucho, y mi hija se hizo ingeniera.
Elena pensó de inmediato en Álvaro; él también era arquitecto y según le había dicho, su madre pintaba, ¿era posible que aquella dama fuera su madre? Cierto que Álvaro jamás le dijo que su madre fuese tan famosa, pero tenía un fuerte presentimiento…
—¿Viven sus hijos en la ciudad? —volvió a preguntar.
—Mi hija vive en Barcelona con su esposo y mi nieto, —contestó—, no imaginas cuánto los extraño… En cuanto a mi hijo, vive en Madrid y lo veo con regularidad, casi todas las semanas.
Elena se sintió cada vez más emocionada, ¿acaso era cierto lo que sospechaba? Dudó por un momento preguntarle a la dama, pero se sintió que debía salir de dudas, de lo contrario no podría dormir tranquila. Miró de reojo la fotografía sobre la mesa y la imagen de ese niño era compatible con la del hombre que había conocido.
—Señora… —comenzó temblando.
—Graciela —le recordó—, llámame Graciela por favor —la dama tomó la taza de té y la llevó a sus labios.
—Quizás lo que voy a preguntarle es un absurdo, pero hace unas dos semanas estuve en Barcelona y conocí a alguien que me habló de su madre pintora, sin decirme su nombre, pero pienso que quizás sea usted y que en ese viaje haya conocido a sus dos hijos.
La dama estaba sorprendidísima.
—Puede que solo sea un delirio de mi cabeza —le advirtió—, pero conocí a un arquitecto que vive en Madrid y me pregunto si pudiese ser su hijo. Se llama Álvaro Villar —dijo al fin.
Al ver la expresión de Graciela, no tuvo dudas de que estaba en lo cierto.
—¡Santo Dios! —exclamó la anciana—. ¡El mundo es un pañuelo! Ahora dime cómo fue que conociste a mi hijo…
Elena estaba nerviosa, se arrepintió en el acto de haber dicho la verdad, pero necesitaba despejar esas incógnitas.
—Conocí a sus hijos en Barcelona durante mi viaje —contestó—, también a su nieto y al esposo de su hija Ali. Tuve un accidente en el puerto de Barcelona, se me torció el tobillo, y ellos me socorrieron —varió un tanto los acontecimientos porque no quería alarmarla—. Fueron muy amables —prosiguió—, y cuando su hijo supo que me había ganado una beca en Bellas Artes y que pintaba, me dijo que su madre también lo hacía, aunque el tiempo fue breve y jamás me mencionó su nombre.
—¡Qué casualidad! Estoy encantada de saber esto, hoy mismo hablaré con mis hijos y les diré que te he conocido y no solo eso, que trabajaremos juntas, pues para mí será un placer.
—El placer es todo mío —contestó ella—, no sabe cuánto le agradezco la oportunidad que me ha dado de exponer junto a usted en el Palacio de Cristal.
—¡Tonterías! Tengo un ojo excelente para descubrir el talento y tú lo tienes, querida.
—Muchas gracias.
—Sé que has obtenido una autorización para realizar la copia de un Goya en El Prado, así que te felicito también por ello.
—Ha sido un honor —Elena dejó la taza de té sobre la mesa—, y a la vez un reto, debo comenzar la semana próxima y me siento un tanto inquieta.
—Lo harás excelente. Las personas por lo general desdeñan las copias sin razón, piensan que es algo sencillo y te diré que, en mi opinión muy personal, no puede haber expresión más certera de talento que esa. Uno puede crear, ser imaginativo y todo lo que produzca el pincel de uno será adecuado, porque nació de nuestra capacidad creadora… Ahora bien, reproducir lo ya hecho, lograr que quede perfecto, captar con precisión el alma de una pintura que ya existe, solo lo hacen los más osados y de gran maestría. Para pintar bien, hay que saber copiar, y copiar a los grandes.
—Comparto su mismo criterio —respondió Elena con una sonrisa—, en mi caso no lo considero una creación menor, todo lo contrario; es algo que asumiré con mucha responsabilidad, disciplina y rigor.
—Buenas palabras para una artista —asintió la dama—. Se piensa muchas veces que somos seres muy poco disciplinados y lo cierto es que pueden existir casos así, pero la mayoría somos personas devotas de lo que hacemos.
—Desde que regresé de Barcelona no he parado de pintar —comentó Elena—, he asumido un ritmo de trabajo bastante fuerte y lo agradezco, a pesar de que termino agotada.
—Me encantaría que me trajeses más pinturas tuyas para conocerte bien, quién sabe y podamos incluir otros cuadros en la exposición.
Elena estaba encantada.
—¡Por supuesto! —respondió—. Le traeré mis obras, las que considere mejor logradas.
—¿Y ya tienes todo listo para comenzar a pintar en El Prado? —le preguntó Graciela.
Elena negó con la cabeza.
—Este fin de semana saldré a comprar algunos óleos, estoy escasa de material, pero lo tendré listo todo para el lunes comenzar a por ello.
La dama la miró en silencio, con una sonrisa.
—Hagamos algo —le propuso—, pasa mañana por aquí y te daré una caja de óleos nueva que tengo guardada, de excelente calidad. Una copia de un Goya merece solo lo mejor y sé que las pinturas son caras…
—¡No podría! —objetó ella—. Es demasiado… Ya le debo tanto que no podría aceptarle nada más.
Graciela se rio.
—¡No me debes nada, Elena! Me gusta ayudar a los jóvenes que empiezan y tú me has parecido excelente desde que crucé contigo la primera palabra. Ven mañana por casa, de paso trae tus pinturas, y pasaremos la tarde juntas.
Elena le agradeció de corazón, Graciela Maura era una mujer extraordinaria, ya sabía de dónde Álvaro había heredado su cultura, su amabilidad y su buen corazón… Álvaro. Volvió a pensar en él, ¿qué diría de aquella repentina amistad con su madre? Ella no había planeado nada y se sentía muy inquieta de estar invadiendo su mundo. En ocasiones, consideraba que no tenía derecho alguno.
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